Xavier Velasco
VI. El festín de los instintos.
Es más fácil meter a un centenar de monstruos en cintura que expulsar a un demonio del reparto; pero antes los echa uno a todos a la calle que meterse en cintura a sí mismo. Si los monstruos descienden de los demonios y los demonios vienen del interior convulso de la conciencia, debe entenderse así que no hay demonio más poderoso y temible que aquel que se ha encargado de cuidar y alimentar a tamaña manada de alimañas. Pero qué hacer, si a uno también le gusta tener sus animalitos, y eventualmente sacarlos a pasear. Vamos, no es que cosechen muchos amigos, menos con esos modos arrebatados, pero tampoco es cosa de tenerlos guardados entre catacumbas.
-Deja eso y vámonos, antes de que se empiecen a soltar los monstruos -me advirtió aún a tiempo el diablo del capricho, no bien me vio peleando a solas y en total desventaja contra el nahual de la página en blanco. Ver perder las maneras a un demonio impulsivo y temperamental es tan sencillo como hacerlo esperar. Odia las antesalas, los preludios, las sobremesas, los paréntesis y las listas de espera. No comparte, ni entiende, ni soporta argumentos independientes de su comezón.
Habemos quienes no sabemos conducirnos en la autopista recta del deber sin tomar unos cuantos atajos entre las numerosas brechas del capricho. ¿Cómo es que una vereda sinuosa y empedrada puede llegar a ser más expedita que el camino pavimentado y sin curvas? He ahí el poder secreto del capricho, cuyas antenas captan y traducen los mensajes cifrados del instinto que a la razón le pasan de noche. En su carácter de necesidad ilegítima, se asemeja el capricho a esas relaciones subrepticias que cualquier día despiertan exigiendo derechos patrimoniales. ¿Quién quiere ver la clase de monstruos que se desamarran una vez que se enoja el diablo del capricho y salta de las matas un tropel de pasiones indocumentadas, revanchas resurrectas y bestias cobradoras de todos los tamaños? Para qué iba a cantar el capricho, si no para que el mundo baile con él.
Cuando muy niño, me gustaba bucear en la basura. A menudo regresaba a la casa cargado de papeles y cartones que había rescatado del basurero, intuyendo que luego me servirían quién sabría para qué. Me recuerdo chillando del berrinche cada vez que a uno de mis padres se le ocurría echar a la basura lo que a mi entender no era basura, sino pertrechos para actividades futuras. Caprichitos, decían, aduciendo que no me enviaban a la escuela para que un día me hiciera pepenador. ¿Cómo explicarles que ya desde entonces incluso mis caprichos más arbitrarios tenían una fuerza que ya hubieran querido mis mejores propósitos? En vista, sin embargo, de que esa costumbrilla de hurgar en la basura tampoco me granjeaba el éxito social entre los de mi edad, debí aprender a someter a los propósitos a la orden de ciertos caprichos fundamentales. Dotarlos de motor, ruedas y combustible. Cargarlos de basura recobrada entre los tiraderos de la memoria.
De entonces hasta ahora, me sobran varios dedos para contar las veces que me ha jugado sucio el instinto, y me faltan cabellos para representar cada uno de los engaños de quien se presentó como el buen juicio. No me cuesta, por tanto, seguir la juerga con el diablo del capricho sin mirar ya el reloj, ni el mapa, ni la brújula. El capricho, me digo, tiene sus propios campos magnéticos. No sabe uno lo que hace cuando se encapricha, pero igual que los perros hambrientos aprende por olfato a procurarse eso que necesita, dondequiera que esté. ¿Malos instintos? Según opina el diablo del capricho, un aliado vital como el instinto sólo puede ser malo cuando funciona defectuosamente. Hasta donde recuerdo, mis mayores decían algo así de la basura que no era basura.
Pelear contra el demonio del caos no es propiamente hurgar en el basurero, sino en el basural. De ahí, no obstante, a expulsarlo de la propia conciencia existe una distancia comparable a la que separa al analfabetismo de la erudición. Ya me verán cadáver y el demonio del caos apenas estará pensando en esfumarse, pero entre tanto me urge darle unas cachetadas. Ponerlo en su lugar, a él que tanto le irritan esas cosas. Y ya no por deber, ni pundonor, ni horror al qué dirán, sino por mero capricho guajiro. Se me antoja saber si como ronca, duerme. Se sabe, mientras tanto, que el cornudo caótico ha sobornado a todos los instintos, con excepción de uno: el de conservación. Será por eso que nadie sale sin él a un campo de batalla de los mil demonios.
¿Al demonio de caos se le mata, se le encierra, se le ahuyenta, se le orilla, se le quema, se le olvida?
¿Cómo se hace para vencer a un invasor que cada vez pelea en nuevos frentes?
¿Es factible mirarse cualquier día completamente corrompido por él?
Próximo desenlace: VII. Cállate y decapítalo.