Xavier Velasco
IV. En el fondo están las formas.
Cuentan que la rutina no tiene fondo, y que sus formas son un tanto difusas. Aseguran que uno se diluye en ella como el veneno en los flujos vitales, y que más tarda en ser uno con ella que en darse a corromperla sin mas tregua o recato que el oficial cuidado de las formas. Cada vez que uno ingresa en nuevos cautiverios, se le informa de cuán estrictas son allí las rutinas: patrañas, casi siempre. El fantasma de la rutina no soló es corruptible, sino también profundamente corruptor. Uno acaba amafiándose con la rutina no porque sea obediente ni disciplinado, como porque no tarda en volverla su compinche, tapadera y secuaz. Ella acepta torcerse un poco a mi medida si yo convengo en moderar mis caprichos. Un tráfico penoso, según la experiencia.
Nadie que sea tan permisivo como Miss Ruth puede aspirar a disciplinar a quien sea, y todavía menos a quienes, aun armados de los mejores propósitos, vivimos gobernados por una minoría, de modo que sacar adelante un proyecto nos obliga no exactamente a moderar, sino a atender, privilegiar e inclusive mimar a los caprichos, esos parlamentarios independentísimos -más de uno entre ellos inflamado por cierta vocación de autócrata insular- que en muy rara ocasión reconocen otra soberanía que la suya y ejercen un letal poder de seducción sobre la voluntad, cuya fuerza de pronto se alimenta de ellos. ¿Cómo es que los soldados de la voluntad abandonan las filas de la rutina para unirse a las tropas mercenarias del primer capricho dispuesto a sobornarlas? Nada que no se explique si se toma en cuenta que a doña Ruth le basta con soltarse las fajas para perder las formas, y al propio tiempo hacérselas perder a sus adeptos. Lerda, tragona y burocratizada, el hada ofrece a sus seguidores un menú de compensaciones a largo plazo que incluyen sendas versiones económicas de paz de espíritu y estabilidad emocional. Una oferta atractiva para quien vive libre de caprichos mayores.
Ser mediador entre rutina y capricho es tener que enseñarse a pelear cuerpo a cuerpo con la culpa, y después seducirla, envilecerla, anularla. Imposible ignorar la dosis de barbarie atrabiliaria requerida para tan arduos menesteres, pero ya en el transcurso de esta guerra descubrí que entre mis caprichos abundaba esa clase de caballero incorruptible que a ninguno se vende, pero a todos compra. ¿Quién me creía el hada de la rutina para esperar que moderara las exigencias de aquellos barones, afectados de formas especialmente rígidas y nada transigentes? No pretendo justificar mi actitud posterior, ni aligerar las culpas consecuentes con una confesión a destiempo, pero es verdad que la rutina fomentó, antes que combatir, un estado de anarquía licenciosa que acabó alimentando el caos imperante. ¿Está bien que una sosa como Miss Ruth, con tal de ya no ser tachada de rígida, baile en cueros encima de la mesa, en perjuicio del apetito de la tropa? ¿Qué moral de combate va a conservar un soldado de la voluntad cuando combate por una causa sin fondo, ni fondos, ni forma, ni formas? ¿Cómo seguir al mando de esta guerra sin antes dar la espalda a la rutina y volver a aquel puesto, todavía vacante y bien pagado, de ejecutivo de los propios caprichos?
Quieren los obedientes y sus comandantes que a los deberes los veamos como ángeles y a los caprichos igual que a demonios, pero hasta donde alcanzo a distinguir unos y otros están dotados de alas, cola y sendos cuernos paralelos. En cuanto a demonología íntima, nada parece menos democrático que asignar a deberes y caprichos valores diferentes, con el pretexto amargo de que unos aportan los recursos y otros sólo se encargan de derrocharlos. Antes que obedecer al gobierno corrupto de la rutina, me entrego a los demonios del deber y el capricho, de forma que éste alcance el noble rango de aquél; y el deber, por su parte, despliegue el sex appeal del capricho. Ignoro si la fórmula funcione, por ahora me basta para escapar de los brazos del hada de la rutina. La veo venir lenta tras de mí, profiriendo amenazas y maldiciones. Al final saca cheques a mi nombre, me ofrece que sea yo quien ponga los ceros. Me grita que sin ella nunca voy a ganar la guerra contra el caos. Me da un poco de lástima, verla tan deformada y desfondada. Y todo, pobrecita, por no saber bailar.
¿Qué vale más, un demonio expedito o un hada burocrática?
¿Quién, que tenga caprichos insatisfechos, va a contentarse con el deber cumplido?
¿Cuál es el precio de formar pandilla con el demonio de los antojos?
Próximamente: V. Trínchame a tu capricho.