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Escrito por

Víctor Gómez Pin

Victor Gómez Pin se trasladó muy joven a París, iniciando en la Sorbona  estudios de Filosofía hasta el grado de  Doctor de Estado, con una tesis sobre el orden aristotélico.  Tras años de docencia en la universidad  de Dijon,  la Universidad del País Vasco (UPV- EHU) le  confió la cátedra de Filosofía.  Desde 1993 es Catedrático de la Universitat Autònoma de Barcelona (UAB), actualmente con estatuto de Emérito. Autor de más de treinta  libros y multiplicidad de artículos, intenta desde hace largos años replantear los viejos problemas ontológicos de los pensadores griegos a la luz del pensamiento actual, interrogándose en concreto  sobre las implicaciones que para el concepto heredado de naturaleza tienen ciertas disciplinas científicas contemporáneas. Esta preocupación le llevó a promover la creación del International Ontology Congress, en cuyo comité científico figuran, junto a filósofos, eminentes científicos y cuyas ediciones bienales han venido realizándose, desde hace un cuarto de siglo, bajo el Patrocinio de la UNESCO. Ha sido Visiting Professor, investigador  y conferenciante en diferentes universidades, entre otras la Venice International University, la Universidad Federal de Rio de Janeiro, la ENS de París, la Université Paris-Diderot, el Queen's College de la CUNY o la Universidad de Santiago. Ha recibido los premios Anagrama y Espasa de Ensayo  y  en 2009 el "Premio Internazionale Per Venezia" del Istituto Veneto di Scienze, Lettere ed Arti. Es miembro numerario de Jakiunde (Academia  de  las Ciencias, de las Artes y de las Letras). En junio de 2015 fue investido Doctor Honoris Causa por la Universidad del País Vasco.

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Agravios comparativos ante el deseo de morir

/upload/fotos/blogs_entradas/pildoras_med.jpgPues no es verdad que ante el imaginario de la muerte todos estemos cortados por el mismo patrón. Una imagen de la propia muerte para uno serena puede constituir para otro objeto de insoportable fobia. Cabe el espanto ante la idea de esperar el transcurso de los minutos hasta que el barbitúrico haga su efecto, en cuyo caso no será este en ningún caso el método adoptado por el potencial suicida, que quizás se halle más dispuesto a precipitarse desde la cima de un acantilado. Muy probablemente son más los que prefieren el somnífero, pero en todo caso, como no cabe prohibir el acceso a acantilados... se prohíbe el acceso al frasco de barbitúricos, lo que supone desde luego una suerte de comparativo agravio para quien es, por ejemplo, víctima de fantasmas de mutilación.

Leo que la evocada institución suiza Dignitas se ve abocada al uso de una bolsa de hielo en la que se introduce la cabeza de los "pacientes", quienes al parecer se agitan espasmódicamente durante varios minutos antes de encontrar la muerte. ¿Razón de este recurso cruel? "porque sus reservas de pentobarbital han sido bloqueadas por las autoridades" explica un responsable de una institución análoga llamada EXIT. Si en la "liberal" (en esta materia) Suiza una institución reconocida se ve limitada de esta forma, piénsese en las posibilidades que tiene en nuestro país (como en Italia o Francia) un ciudadano sin vínculo alguno con el cuerpo médico o farmacéutico para hacerse con las píldoras cuya mera posesión le conferiría ya una cierta tranquilidad.

Unos niegan el derecho a morir en base a que el Creador sería dueño de nuestras vidas, otros lo otorgan sólo cuando la vida carece de fertilidad y sentido. ¿Quien debemos en este último caso considerar como propietario de nuestras vidas? ¿La Familia? tengamos o no familia con minúscula ¿La Patria acaso? nos sintamos o no patriotas ¿O quizás se trate de una suerte de posicionamiento filosófico en el que se considera que nadie en aceptables condiciones físicas y sano juicio puede realmente desear su propia muerte?

Muchos han afirmado con sólidos argumentos tal tesis, que conduce inevitablemente a proyectar una suerte de desconfianza sobre la auténtica motivación de aquel que, cualesquiera que sean las razones, se dice a sí mismo que desea acabar con su vida. El sujeto sentiría en lo profundo la imposibilidad de dejar de estar presente, y así su decisión de morir sería de alguna manera un farol, farol ante sí mismo, pero farol al fin y al cabo. Dentro de unos días volveré con detalle sobre este asunto.

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1 de abril de 2008
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Se otorga el derecho a morir… a quien carece de razón para vivir

/upload/fotos/blogs_entradas/eutanasia1_med.jpgCuando esto escribo perduran en los periódicos retazos de la noticia relativa a una mujer que, aquejada por una aterradora y singular enfermedad, ha aparecido muerta en su domicilio, días después de que las autoridades francesas le hubieran denegado el recurso legal a la eutanasia. Cuando surgió la noticia reapareció una vez más la ya estereotipada polémica sobre si el derecho a la muerte digna ha de primar o no sobre un pretendido deber de subordinar la vida a lo que la colectividad en general, la patria, o una eventual fuerza creadora determine.

"Jesús no tuvo paliativos y su muerte fue digna" dijo al parecer el obispo de Pamplona en un Sermón de las siete palabras, pronunciado en vísperas del Domingo de Resurrección. El prelado asevera que la dignidad de tal muerte residiría en primer lugar en que "la miró cara a cara con confianza", disposición por la cual Cristo habría respondido a esa andreia, templanza o entereza, que Aristóteles nos presentaba precisamente como ausencia de fóbos (es decir miedo sin pudicia) ante la inminencia de la muerte.

Desgraciadamente, sin embargo, (aunque de hecho no podía ser de otra manera) el prelado se ve forzado a añadir que tal confianza ante la muerte se debería a que Cristo "la aceptó con amor, porque la vivió descansando en los brazos del padre celestial".

Así cualquiera, cabría de entrada pensar. Pues obviamente no es lo mismo contar con el abrazo del padre celestial que enfrentarse pura y simplemente a la inminencia de que desaparece el hecho mismo de seguir siendo testigo de que algo se da, modalidades empíricas de la muerte (muerte de otro o muerte de animales o plantas) incluidas. Lo segundo sí es, desde luego, "mirar la muerte cara a cara", mientras que lo primero parece más bien buscar un derivativo para no hacer tal cosa.

Pero más deprimentes que las consideraciones que pueda hacer un prelado de la iglesia en relación a la muerte voluntaria, son las proclamas de instituciones defensoras de la democrática laicidad en estas materias, pero que limitan el derecho a morir dignamente prácticamente a quien no tiene ya razón alguna para vivir. Así la asociación suiza Dignitas acepta asistir a personas procedentes de países en los que toda forma de eutanasia está prohibida, pero dejando bien claro que tan sólo si se trata de casos límite. Más cerca de nosotros, el bienintencionado, aconfesional y progresista Comité Consultivo de Bioética de Cataluña solicitó en 2006 que se despenalizara la eutanasia, y hasta se ayudara al suicidio, en los casos en los casos de gravísimo sufrimiento, causado por una enfermedad incurable. ¿Es a esto a donde llega la libertad? ¿Qué pasa con aquel que quiere morir aun sin enfermedad incurable y eventualmente en situación de euforia? Pues que en todo caso no busque ayuda de instituciones asistenciales se responderá. Totalmente de acuerdo, si el ciudadano estuviera en condiciones de hacerse con los instrumentos necesarios para llevar a cabo su propósito de poner fin a sus días, cosa que desde luego no ocurre.

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31 de marzo de 2008
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No al modelo Venecia

 

"Aprehéndeme, ahora que paso ante ti, si tienes fuerza para ello y

 lucha por resolver el enigma de felicidad que te propongo...

 e inmediatamente la reconocí, era Venecia" (Marcel Proust)

 

En Venecia, en la contigüidad del célebre Ca D` Oro, se encuentra el palacio denominado Sagrado, con entrada por el Campo Santa Sofía y amplia balconada al Gran Canal, a la altura del mercado de Rialto, núcleo de la vida veneciana.

Al ver el nombre de Sagredo en una casa del Gran Canal, algún viajero experimentará quizás una viva emoción. Pues un lector de Galileo evocará necesariamente el Diálogo que cambió algunas de nuestras coordenadas de pensamiento. En realidad la actual casa Sagredo nada tiene que ver con la que sirve de marco imaginario al diálogo. Los Sagredo a los que debe su nombre proceden al parecer del barrio veneciano de San Francesco della Vigna, y sólo en el siglo diecinueve se habrían mudado al Gran Canal.

De hecho, hasta hace unos años la nobleza de la casa, y hasta el carácter de Palazzo resaltaba más bien poco, en parte por cierto descuido en el mantenimiento, pero sobre todo por el uso funcional que de ella se hacía. Las dependencias de la planta baja servían de sede a instituciones públicas como Cantina Sociale o Ente Nazionale de Protezione Animale. Había también negocios como el del agente comercial Doctor Baroncini o el del especialista en obstetricia Doctor Refuffi.... Eran años en que la belleza conmovedora de la ciudad y su enorme peso histórico no eran óbice para que Venecia fuera un lugar para ser habitado por sus ciudadanos y visitado por respetuosos viajeros, lejos del parque temático para turistas, ociosos y explotadores de ambos en que amenaza convertirse.

En Ca Sagredo ya no hay ahora dependencias municipales, ni se ejerce allí profesión alguna que pueda interesar al habitante de la ciudad, pues el inmueble ha sido objeto de una costosísima remodelación, destinada a convertirlo en albergo: uno más de esos hoteles considerados de lujo que, desde Santa Maria Formosa a la Giudecca , son el inevitable destino de todo edificio con visos palaciegos, cuya inevitable restauración no es abordable por los inquilinos o propietarios, que en ocasiones los habitan desde generaciones atrás.

De tal forma la esplendorosa Venecia se vacía. Se vacía de venecianos, ya menos de sesenta mil, y se puebla de centenares de miles de turistas que, del alba al anochecer, deambulan guía en mano, en busca de algún rescoldo de alma ciudadana, sin la cual sienten que la belleza que contemplan carece de aliento. Búsqueda infructuosa, pues el veneciano se protege...

En Venecia, como en tantos lugares diezmados por el fenómeno del turismo de masas y la parodia de mirada etnológica que genera, un velo cubre la cotidianeidad de quien habita aun la ciudad, y los sentidos del visitante han de conformarse con una adulterada caricatura. Suerte de apartheid del espíritu, inevitable cuando la situación se hace insostenible, cuando el abandono de Venecia a la ley del mercado es ya para la ciudad amenaza letal; amenaza que no pueden dejar de experimentar incluso aquellos ciudadanos en principio favorecidos por la situación. Y así, ese mismo veneciano que se nutre literalmente del turista, puede llegar a aborrecer la presencia de éste en el baccaro, taberna, o en la ostería en los que se reúne con los suyos. Para servir (y explotar) al omnipresente turista, lugares emblemáticos de la vida veneciana, como la misma plazoleta del mercado de Rialto, son convertidos en tristes comederos, dónde jamás un veneciano toma asiento.

Hablando con personas que siguen la evolución sociológica de la ciudad, percibí la alarma sobre lo que significa (como consecuencia del aluvión turístico) la presencia en el transporte lagunar de motores cada vez más potentes, con efectos sísmicos y percusivos que dañarían los fundamentos de las casas y palacios, nunca en su historia expuestos a turbulencias de este tipo. Más inesperada es la preocupación por la multiplicidad de desagües que conlleva la multiplicación exponencial de aseos y cuartos de baño, como consecuencia de la conversión de las casas en hoteles. Pues, en una estructura urbana tan compleja como Venecia, resulta al parecer muy difícil adaptar los sistemas de canalización a este incremento de los vertidos. Esto, obviamente, nada tiene que ver con l'acqua alta (dependiente mayormente de vicisitudes debidas al viento sirocco), pero sí quizás con la acqua bassa, en la medida en que contribuye a romper el equilibrio entre la estructura lagunar y la estructura urbana:

Pues Venecia no es un milagro, sino el fruto de un tremendo esfuerzo y de un mimo que sólo persistiendo puede hacer que la ciudad, en su irreductible singularidad, perdure. Venecia habla con cierta distancia de la terraferma, de ese lugar dónde las casas tienen natural cimiento, calificando a los que allí habitan con el término campagnoli y reservando para sus hijos la condición de cittadini. Pero Venecia no olvida que de terraferma llegó la piedra y el hierro que hicieron posible que una naturaleza inhóspita fuera arrancada a su evolución espontánea para ser prodigiosamente convertida en marco para el hombre. De hecho la propia laguna hubiera muy probablemente desaparecido, convertida en mísera tierra de aluvión, sin este esfuerzo por humanizarla, de tal modo que, cabe decir, Venecia protege por su misma erección la laguna sobre la que se funda.

Mas por eso es tan importante que Venecia no escape a la relación esencial con el agua, lo cual supone mantener viva la herencia marinera, resistirse a la conversión de su singularidad en mero espectáculo. Venecia está perdida si se resigna a vivir de la mera representación de lo que fue, si instrumentaliza el prodigioso binomio laguna-ciudad, en lugar de mantenerla como causa final de su actividad.

En múltiples lugares de su Recherche Marcel Proust se complace en describir la explosión de ensoñaciones que provocaba en su espíritu el nombre mismo de Venise, eco de ciudad intrínsicamente expuesta, erigida como desafío, irreductible a toda tentativa de explicación en razones de necesidad o peligro.. Ciudad en la que todo viajero cree reconocer una suerte de origen, la propia matriz, tan propia como perdida./upload/fotos/blogs_entradas/san_marcos._venecia_med.jpg

En esta potencia de provocar un sentimiento de reencuentro reside la universalidad de Venecia. Mas esta potencia es indisociable de la persistencia de una vida veneciana. Cuando el equilibrio entre habitantes de la ciudad (los únicos que pueden preservar su carácter) y visitantes se rompe, entonces Venecia configura un modelo al que desgraciadamente se pliegan otras ciudades susceptibles de publicitar sus encantos. Pues al igual que, de hecho, la plaza San Marco está vedada a los que en Venecia residen, darse una cita en una terraza de la Rambla es algo que entre barceloneses constituye hoy algo insólito.

Mas San Marco y La Rambla eran precisamente emblemáticos lugares de encuentro o paseo para los habitantes de estas ciudades, con lo cual cabe decir que los ciudadanos han sido desposeídos de una parcela de si mismos. Desahucio espiritual correlativo a menudo de desahucios empíricos. Pues los nacidos en Venecia (y que trabajan en ella) se ven hoy obligados a vivir en Mestre, como muchos de los que vivían en centros históricos de Barcelona, Sevilla o Dijon constataban que su degradado barrio se remodelaba...a la par que sus posibilidades de seguir habitándolo menguaban.

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28 de marzo de 2008
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La rapiña

El humilde puerto pesquero de  Barcelona que antes describía está, pues,  gravemente amenazado. Las embarcaciones de recreo, son apenas utilizadas el fin de semana, pero, al ser triste símbolo de un pretendido status social, su número crece exponencialmente, exigiendo el uso exhaustivo de los muelles, moldeando  la imagen del puerto como espacio para ociosos y arrinconando la treintena de embarcaciones que, saliendo cada día a faenar, configuran un ámbito laborioso, elemental,  entrañable, y desde luego arcaico... pues incompatible con la reducción de toda expresión del esfuerzo humano a su valor de cambio, y de la propia vida humana a mercancía. ¿Anacrónica terminología? Pregúntesele a los habitantes del popular barrio de la Barceloneta contiguo a lo que queda del puertecito pesquero, víctimas del expolio de su espacio por pirañas que (en connivencia con los inspiradores de la Barcelona del diseño) adecentan ciertamente viviendas insalubres... bajo condición de que sean expulsados los habitantes de las mismas.

Expulsión no reconocida sin duda, ni siquiera deseada. Nadie tiene la culpa, se dirán, de que estas personas no hayan logrado seguir el prodigioso ritmo transformador de los últimos años, no hayan  logrado adaptarse a la irreprochable ley por la que una vivienda de treinta metros cuadrados, una vez actualizada, multiplicaba su precio por treinta aunque seguía siendo igual de angosta. Nadie, en suma, tiene la culpa de que en nuestras sociedades sigua habiendo inadaptados. Pues bien:

La total impunidad con  la que en los barrios rehabilitados de Barcelona y de tantas otras ciudades del mundo operan las pirañas que vacían un espacio urbano de gente y de espíritu, vuelve a hacer perceptible algo que durante un tiempo resultaba una evidencia, a saber: que una sociedad dónde el mercado carece de polo moderador no garantiza, en última instancia, más libertad que la del mercado mismo. Mientras esta última no sea vulnerada, el respeto a las demás libertades es de buen tono... pero no requisito para ocupar un lugar en el sol de la  respetabilidad.

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27 de marzo de 2008
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Ociosos y pirañas

...ben a la vora del ma/ tindrem la mida de totes les coses/ només en dir-nos que ens seguim amant.

En un muelle del puerto de Barcelona hay una escultura férrea de Joan Salvat Papasseit fijada la mirada en dirección de su mar. Y digo en dirección porque lo que en realidad se abarca de ninguna manera es atmósfera para sus conmovidos versos. Difícil será para amante alguno alcanzar en tal ámbito la cifra o medida de todas las cosas.

La efigie del poeta se ubica sobre un muelle, paralelo al paseo Colón, que cierra una inmensa piscina- garaje, donde se apiñan centenares de embarcaciones de recreo, es decir, destinadas explícitamente a llenar las vidas de un complemento de vacuidad. Sobrevolando tal piscina su mirada tropieza enfrente con el llamado maremagnum. Y a la derecha, a fin de impedir realmente todo atisbo de mar, se encuentra la inmensa mole del Barcelona Trade Center, monumento este al único Señor hoy universalmente reconocido y venerado, donde, en lengua inglesa, se conjuga efectivamente la frase según la cual el negocio es el negocio.

Si se bordea el maremagnum, se tropieza de nuevo con el garaje para barcos de plaisance, que por este flanco exhibe asimismo una obscena muestra de lujo en forma de cruceros privados (protegidos por vallas que impiden la excesiva proximidad de los curiosos), en los cuales más de un responsable ve con orgullo un auténtico emblema de la imagen futura de la ciudad. Pues bien:

Si al contornear el maremagnum el consumidor de ocio fija sus ojos en la torreta del reloj, podrá contemplar, como un espejismo, el humanizado paisaje que al principio describía. Paisaje que debe constituir un anacronismo casi provocador para los gestores del carnaval consumista, para los voceros de la reducción de una ciudad a parque temático y desde luego para las pirañas del espacio urbanizable, sea de titularidad pública o privada.

Pues se cierne sobre el conjunto el fantasma de una rápida reconversión. Se dice que las amarras ampliarán la capacidad de recepción de yates o cruceros, y en torno a los actuales barracones y la lonja se erigirán bien diseñados inmuebles que ampliaran a esa zona el espacio de ocio. El terreno es de propiedad pública, pero nadie duda de que se dará, una vez más, el necesario entendimiento con sectores privados. Nadie duda, en suma, del triunfo de la alianza entre administración y dinero... arquitectos y diseñadores alternándose en la función de palanganeros.

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26 de marzo de 2008
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Restos de un puerto de mar

Dona'm la mà, que anirem per la riba

ben a la vora del mar

bategant

Joan Salvat-Papasseit

 

/upload/fotos/blogs_entradas/colon1_med.jpg

Desde el muelle que cierra en paralelo la entrada de ese ramal del puerto puede vérseles erguidos sobre el puente de proa, o en la  popa disponiendo para el desembarque las cajas donde parece depositarse la pesca lograda,  pues en torno revolotea una bandada  de gaviotas que seguían la embarcación desde kilómetros antes de la entrada al puerto. Es la caída de la tarde y esos hombres han debido  estar faenando casi sin interrupción desde que se hicieron a la mar, punteando el alba.  En el muelle, donde todo está dispuesto para la descarga, destaca un reloj de cuatro caras sobre una armoniosa torreta de piedra y en torno a lo que parece ser la lonja  se despliegan barracones  irregulares  hechos de materiales diversos y antiguos, que confieren al conjunto el  aire y la estética de descoordinación que caracteriza a los aledaños industriales de los pueblos.

Es previsible que en el lugar haya una cantina y que, finalizada realmente la jornada, descargado y distribuido el pescado, esos hombres de los barcos encuentren en torno a unas cervezas un momento de distensión y fraternidad, encuentren ese descanso que -en las antípodas del ocio- es a la vez corolario y complemento de todo trabajo noble.

¿Evocación, en las líneas que preceden,  de un puerto septentrional en las riberas del Gran Sol, o de  ese puertecito del Mezzogiorno que selló para siempre la mirada conmovida del Visconti de La Terra trema? En absoluto. Estoy simplemente evocando una imagen que cualquier barcelonés pueda aun contemplar, al final de la intransitable Rambla, y si tiene la entereza suficiente  para atravesar (sin desviar la mirada de un brazo de agua  por todas partes cercenado) esa cristalización de  miseria consumista,  evasión  waltdisneyniana, espíritu de rapiña y alcahuete arquitectura  al servicio del conjunto, que ha corrompido literalmente lo que estaba destinado a ser un puerto de mar, nada más ni nada menos que un puerto de mar.

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25 de marzo de 2008
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Ácido retorno a la cuestión kantiana

En una reflexión anterior intentaba sintetizar tesis kantianas relativas a la imposibilidad de que el orden social, persistiera si las máximas de acción contrarias a la moralidad fueran erigidas en leyes universales, a las que se adecuaría necesariamente nuestro comportamiento. Uno de los ejemplos que el pensador nos ofrece es relativo a la palabra empeñada, ejemplo concretizado en la persona que, apurada, solicita una ayuda económica. Conviene recordar el argumento: la persona en cuestión puede hallarse tentada de prometer su devolución en un plazo determinado, aun a sabiendas de que ello no va a ser posible. Por definición, la palabra no surtirá efecto más que si el que la enuncia es susceptible de ser creído. Si la enunciación de falsas promesas fuera erigida en ley universal determinante del comportamiento, de tal manera que toda promesa tuviera entre sus rasgos esenciales el ser falsa... obviamente nadie avanzaría un penique, pues tendría la certeza de no recuperarlo. En suma: hasta para conducir a buen puerto mis aspiraciones más inmundas no podría dejar de desear que en el mundo haya seres motivados por valores desinteresados y favorables a la persistencia de los seres razonable, en lugar de serlo por meros intereses subjetivos.

En el evocado debate en que uno de los participantes acusaba al otro de mentir sistemáticamente estaban en juego ni más ni menos que los argumentos que tendría un ciudadano para elegir su primer representante en el orden de la polis, es decir de la organización de nuestras vidas en conformidad a una ley. Días después, conocido ya el resultado, el acusador deseó suerte en la gestión a su rival sin retirar en absoluto sus palabras y ante simpatizantes que, en consecuencia con lo que había reiterado su líder, coreaban "Si gana Zapatero gana un embustero".

Reitero: no había habido ni un instante de veracidad en un debate sobre la cosa pública, y tras el mismo parecía que, de facto, ni puñetera falta hace que lo hubiera. Reitero: cerca estamos del nihilismo y lejos estamos de la exigencia kantiana. Totalmente errónea puede llegar a parecernos la convicción de que un grado de veracidad en la palabra es condición de posibilidad incluso de una práctica social sustentada en el engaño.

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24 de marzo de 2008
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Superficial verdad, densa falacia

El rival del presidente en funciones del gobierno parecía  durante los debates verdaderamente  preocupado por la problemática de la verdad. Pues tras su fiscalización de las modalidades de mentir del contrincante  anunció a un momento dado, durante el segundo debate, "yo voy a hablar también de la verdad".

Decepcionado quedó sin embargo el oyente que esperó un discurso teorético sobre la noción de verdad. El señor Rajoy no citó a Tarsky ni a Heidegger. No habló de la verdad, sino que se limitó a cantar al señor Zapatero unas cuantas verdades, la mayoría relativas a las dramáticas consecuencias para los más necesitados de su política social. Muchos oyentes o teleespectadores eran personas que podían temer las  inevitables implicaciones  de una  política económica  sustentada en el ideario liberal y la erección del mercado en referencia sagrada;  personas conscientes de que el partido del señor Rajoy lucha porque tal ideario se imponga aun con mayor radicalidad y que tienen en mente el aspecto sombrío de la prosperidad general de los gobiernos de Thatcher o Blair. Pues bien con estupor pudieron escuchar en boca del candidato frases críticas como las que siguen: "La diferencia entre los más ricos y los más pobres es hoy mayor en España"..."A la hora de las becas, de los comedores, y de la sanidad pública, algunos españoles se pueden ver perjudicados".

Edificante desde luego esta preocupación por las víctimas del sistema económico. A diferencia de lo que suele ocurrir esta vez era el representante del partido más devoto de la libertad de mercado el que parecía tener el monopolio de los buenos sentimientos, y hacía mayor gala de amor a los pobres  Lo que decía constituía muy probablemente una verdad como un templo. Mas el lugar desde el que lo decía convertía su discurso en un paradigma de falacia.

¡Que ilusoria puede llegar a parecer la kantiana  convicción de que un grado de veracidad en la  palabra es condición de posibilidad incluso de una práctica social sustentada en el engaño!   Viene a cuento transcribir literalmente lo que escribía hace unas semanas en relación a  esta  tesis de Kant:

"Hasta para conducir a buen puerto mis aspiraciones más inmundas no podría dejar de desear que en el mundo haya seres motivados por valores  desinteresados y favorables a la persistencia de los seres razonable, en lugar de serlo por meros intereses subjetivos. ¿Respuesta del cínico a tal argumentación? Pues la división de los comportamientos: la defensa de los intereses generales de los seres de razón para el otro, y la defensa de los intereses subjetivos para mi."

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19 de marzo de 2008
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Cuando ser tildado de mentiroso no ofende

Ahora que han pasado ya las elecciones, quiero volver un momento sobre un aspecto de las mismas, puesto de manifiesto sobre todo en los debates entre los dos candidatos y muy particularmente en el segundo. El candidato opositor había sentido en el primer debate que era bocado sabroso el tema de la inmigración. En consecuencia, en el ulterior combate apuraba el hueso sugiriendo que, dada la incipiente crisis económica, la presencia de centenares de miles de "sin papeles" constituía una amenaza no sólo para la economía sino para la seguridad.

Su rival sorteaba como podía el ataque, más bien escurriendo el bulto y sin atreverse a decir la verdad, a saber: que intentar ganar aun al precio de arrojar a los pies de los caballos a la población más indefensa era simplemente innoble.

El presidente de gobierno no pronunció esa verdad, y quizás si la hubiera pronunciado habría frenado el sentimiento que tenía el aspirante de que con total impunidad podía tachar a su rival de lo que le diera la gana, por ejemplo de ser un mentiroso, de engañar a sus conciudadanos una y otra vez. "El valor de su palabra..." le espetó despectivo Rajoy a Zapatero, pronunciando en otros momentos, frases tan rotundas como: "Usted miente siempre. Usted no dice la verdad nunca..." "Mintió Usted a los españoles... algo que demuestra quién es Usted."

Dado que los sondeos fueron favorables al presidente del gobierno, he de concluir que la audiencia supo apreciar sus modales, y el hecho mismo de que no se descompusiera ante los gravísimos insultos. Pero aquí radica precisamente el problema. ¿Debe una persona, candidato o no a la Presidencia de un gobierno, mantener la sangre fría cuando ante millones de personas es tachado de mentiroso? ¿No tiene más bien la obligación moral de decir que hasta aquí hemos llegado y que su interlocutor ha de retirar sus palabras o rendir cuenta de ellas? ¿No es gravísimo que nos parezca trivial el que un responsable político se deje tachar reiteradamente de mentiroso? ¿No es gravísimo, en suma, que estemos dispuestos a que nos represente alguien que, lo sea o no objetivamente, tolera que le llamen mentiroso? ¿Qué se ha hecho del ideal griego de ciudadanía para que tal cosa ocurra? ¿A qué nivel de nihilismo respecto a nuestra condición hemos podido llegar?

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18 de marzo de 2008
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La difícil ‘andreia’

Hace unos días pronuncié en Barcelona una conferencia relativa al legado aristotélico en la que enfaticé una vez más lo importancia de mantener la exigencia de lucidez, con el argumento de que cuando esta aspiración cede... la vida entera puede convertirse en una secuencia de síntomas. Al término de mi exposición una persona sugirió (con explícita mención de que se trataba de poner contrapunto) que en la configuración objetiva de nuestras vidas no pesaba quizás tanto la exigencia de desvelar como la de enmascarar, que no exigíamos tanto una confrontación lúcida como una ficción edulcorante.

Mientras barruntaba algún tipo de respuesta, evocaba lo que un filósofo que tengo por enormemente lúcido había objetado, durante un seminario en la Fundación Juan March, a mi tesis de que los niños darían muestra, en sus interrogaciones ingenuas, de ese deseo de saber que Aristóteles considera natural en la condición humana. La tesis de mi colega, excelentemente argumentada, iba en el sentido de considerar que los niños desean ante todo ser tranquilizados y ello, de alguna manera, a cualquier precio.

La duda respecto a la veracidad de mi tesis se vinculó entonces a lo que en estas mismas páginas he sostenido sobre la andreia o entereza de la que los seres humanos daríamos prueba a poco que se dieran las condiciones sociales de realización de nuestra naturaleza.

Aristóteles sitúa como paradigma de persona entera (andreios) aquella que no es presa de fobós, temor paralizante, ante la hipótesis de la muerte. Aquel que lo consigue responde cabalmente a la primera exigencia de la condición humana, se alza, cabría decir, a la altura de su singularísima especie. Pero el mismo Aristóteles enfatiza en muchos lugares el hecho de que la especie va por un lado (previsible, claro, objeto de ciencia y conocimiento) y el individuo (contingente, oscuro, sometido a la intersección de causas que se ignoran) va por otro.

Responder con entereza es algo que está determinado por el ideal, pero el que tal cosa ha de hacer es un individuo, intrínseca presa del tiempo destructor. No es, pues, azaroso que la andreia, en general, sea sacrificada y con ella sea sacrificada la verdad.

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17 de marzo de 2008
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