
Víctor Gómez Pin
Hace poco más de un año, en un artículo de El País me refería al pueblecito vasco-francés de Biriatou, atalaya, al otro lado del Bidasoa, sobre las comarcas guipuzcoanas. El núcleo histórico de Biriatou lo constituyen quince o veinte casas, apiñadas en torno al frontón, la iglesia, y un pequeño cementerio, tan perfectamente integrado en el día y vida del lugar que se accede directamente al mismo desde alguna de las viviendas. De ahí esos epitafios alusivos a la fortuna que supone hallar reposo en un espacio concebido como sereno complemento del ámbito de la vida: "tú, que tanto la amabas, reposa en el seno de tu aldea", dice, en lengua francesa, un texto particularmente conmovedor.
El peso y la significación de la muerte se verán radicalmente determinados por la representación que una persona puede hacerse de lo que constituirá efectivamente su último destino empírico:
Ser acompañado por los suyos al reencuentro con la tierra, en uno de esos cementerios abiertos sobre el paisaje de la Alcarria, o bien en ese balcón sobre el Bidasoa que acabo de evocar, es de alguna manera contribuir a que siga teniendo peso en la vida cotidiana un aspecto nunca en realidad ausente: ámbito que marca por contraste la secuencia de la vida, hablar incluido, puesto que el silencio de los que reposan otorga peso a las voces que prosiguen. Y así, lejos de segregar de la vida, la muerte en esos lugares fertiliza esa singular memoria, esa "presencia de una ausencia", por la que el vivir de los hombres trasciende la subsistencia animal.
Abismal distancia respecto a la imagen del tanatorio en tanto callejón de los repudiados por los vivos, y al fantasma del nicho, como rectángulo decididamente propio, en el equivalente sombrío de una gran ciudad de cemento.
Ante esta última representación, ¿cómo sentir que, además de desintegración de la forma y pérdida de la palabra, el tiempo es también reflejo de que la simiente fructifique, de que el animal prematuro que es el hombre alcance autonomía y de que la palabra en potencia llegue a ser palabra en acto? ¿Cómo en suma dar un sí al hecho de haber vivido? La vida y sus cambios aparecerán entonces tan sólo bajo esa faz estéril para la cual Aristóteles reservaba la palabra tiempo. En tal representación el crepúsculo será pura salida de y no reminiscencia de llegada a. El crepúsculo se hallará privado de referencia a ese factor de fertilidad y restauración que, como espejo de la destrucción misma, sí tiene el tiempo indisociablemente afirmativo y negativo de la vida.