
Víctor Gómez Pin
Habría civilizaciones que preparan al individuo para morir voluntariamente, mientras que otras no harían tal cosa. Perteneciendo la nuestra al segundo grupo, parece entenderse que, en condiciones físicas y espirituales (las afectivas obviamente incluidas) de absoluta desolación, muchas personas decidan seguir viviendo. Y ante tal imagen se abre una terrible sospecha. ¿Será quizás la muerte literalmente insoportable? ¿Será cierto que siendo la muerte el reposo el pensamiento de la misma "turba todo reposo"? ¿Aparecerá la más inmunda vida como deseable a la hora de empuñar el arma o ingerir la píldora?
Es quizás la más desoladora imagen que cabe aventurar: nos pase lo que nos pase nos anclaremos a esa vida que constituye la única fuerza impulsora de las larvas. Y, sin embargo, tampoco de esta tenebrosa hipótesis hay seguridad, ya sea estadística. Es muy verosímil la conjetura ya considerada de que la muerte propia sea inimaginable, y que en nuestro fuero profundo todos estemos convencidos de nuestra inmortalidad. Pero la decisión de la muerte no consiste quizás tanto en situarse en ella como en posicionarse respecto a la vida.
Cuando de la ciudad de Olimpia salió este año la antorcha que lleva su nombre los periódicos estaban repletos de noticias referentes al Tibet, y se decía, sin asomo de crítica, que varios nacionalistas habrían preferido suicidarse ante la inminencia de su inmediato arresto por las autoridades chinas.
Siempre que en materia de suicidio se hace referencia a Extremo Oriente y sobre todo al Japón, el tono cambia. Entre otras cosas parece considerarse que el suicidio es allí más una decisión sobre los aspectos de la vida que una confrontación con la muerte. De un banquero japonés víctima de la ruina (y en consecuencia sabedor de que están amenazados los aspectos que determinan ese reconocimiento por los demás sin el cual la vida perdería gran parte de su atractivo) aceptamos casi como algo natural que tenga la entereza para dar el salto. El aspecto digamos decisivo de su acción, el hecho, por ejemplo, de hendir el arma con la acuidad y la determinación precisas parece que fuera secundario.
La mentira anida quizás también aquí, la mentira más interesada, aunque no se sepa en realidad a quien realmente interesa. Si se nos convence de que en el momento álgido careceremos de entereza, si se nos convierte de que la muerte es lo radicalmente insoportable, entonces naturalmente no sólo llevaremos con resignación el dolor, la miseria y hasta la humillación, sino que renunciaremos a una idea simplemente espléndida, a saber: la idea de la muerte como gesto que muestra nuestro apego a la vida digna de tal nombre, o quizás nuestro apego a la vida simplemente. Es este un tópico de cierta literatura filosófica, pero no por ello debemos menospreciar lo que enuncia:
Cabe aspirar a la muerte por sobreabundancia y no por carencia, cabe una explosión de afirmación vital coincidiendo con el acto de tomar la pastilla o la pócima, cabe pensar que vivir es entre otras cosas aspirar a que los demás, evocando involuntariamente nuestra imagen, deseen al instante conservar de la misma la memoria.
¿Quién, si nadie en este terreno puede hablar por propia experiencia, puede en realidad saberlo? He conocido a personas que, por una u otra razón, han sobrevivido al trance y que afirman haber experimentado -en el momento de pasar al acto- un sentimiento más bien de sereno alivio. Mas el hecho mismo de que tal sea su sentir indica que la vida era ya para ellas una carga, que la melancolía en algún registro roía el alma, que al dejar la vida estaban simplemente arrojando lastre.
Solidario siempre del derecho del melancólico a realizar su aspiración nihilista, no es sin embargo este el morir que la exigencia de libertad reclama. Pues la idea de la muerte en ausencia de decrepitud, y aun en explosión de plenitud, es quizás algo que nada podrá erradicar, de ahí precisamente que se la combata con las armas más falaces de la moralina: no habría derecho a abandonar a los suyos, no habría derecho a hacer pensar que la vida humana puede ser relativizada… Falacias que esconden quizás algo más ruin que la obediencia. Una vez más ha de ser recordada la caracterización por Hegel del alma esclava. Pues esperar pasivamente que la astenia del espíritu se instaure es quizás la forma primordial de preferir la vida a la libertad.