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Escrito por

Víctor Gómez Pin

Victor Gómez Pin se trasladó muy joven a París, iniciando en la Sorbona  estudios de Filosofía hasta el grado de  Doctor de Estado, con una tesis sobre el orden aristotélico.  Tras años de docencia en la universidad  de Dijon,  la Universidad del País Vasco (UPV- EHU) le  confió la cátedra de Filosofía.  Desde 1993 es Catedrático de la Universitat Autònoma de Barcelona (UAB), actualmente con estatuto de Emérito. Autor de más de treinta  libros y multiplicidad de artículos, intenta desde hace largos años replantear los viejos problemas ontológicos de los pensadores griegos a la luz del pensamiento actual, interrogándose en concreto  sobre las implicaciones que para el concepto heredado de naturaleza tienen ciertas disciplinas científicas contemporáneas. Esta preocupación le llevó a promover la creación del International Ontology Congress, en cuyo comité científico figuran, junto a filósofos, eminentes científicos y cuyas ediciones bienales han venido realizándose, desde hace un cuarto de siglo, bajo el Patrocinio de la UNESCO. Ha sido Visiting Professor, investigador  y conferenciante en diferentes universidades, entre otras la Venice International University, la Universidad Federal de Rio de Janeiro, la ENS de París, la Université Paris-Diderot, el Queen's College de la CUNY o la Universidad de Santiago. Ha recibido los premios Anagrama y Espasa de Ensayo  y  en 2009 el "Premio Internazionale Per Venezia" del Istituto Veneto di Scienze, Lettere ed Arti. Es miembro numerario de Jakiunde (Academia  de  las Ciencias, de las Artes y de las Letras). En junio de 2015 fue investido Doctor Honoris Causa por la Universidad del País Vasco.

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La lectura y la verdad interior (continuación)

Proust empieza por contarnos las experiencias de lectura de su infancia, los momentos, conocidos por todo lector, en los que se espera ansiosamente que llegue la hora de la lectura. Esta evocación le lleva a describir situaciones psicológicas por él vividas, así como personas, objetos y paisajes que nada tienen que ver directamente con los temas de lectura, descripciones por cierto repletas de verdaderos "morceaux de bravoure", así a propósito de una cama de hotel desconocida "...entre las inmensas sábanas blancas que os ocultan el rostro, mientras que, muy cerca, la iglesia hace sonar por toda la ciudad las horas del insomnio de los moribundos y los enamorados" (traducción española, página 20).

La tesis de Proust, que le separa de Ruskin  y que justifica el largo preámbulo antes de abordar el tema es que las lecturas, "lo que dejan sobre todo en nosotros, es la imagen de los lugares y los días en que las hicimos.  No he podido librarme de su sortilegio. Queriendo hablar de ellas, he hablado de cosas que nada tienen que ver con los libros" ( p.28).

A fin de sintetizar la posición de Ruskin, Proust evoca un pensamiento de DEscartes que califica de rancio: "la lectura de todos los buenos libros es como una conversación con los hombres más ilustres de otros siglos que fueron sus autores" (idem). Ruskin se esforzaría en convencernos de que la lectura sería una conversación con personajes que, por ser emblemas de la fuerza del lenguaje y del pensamiento, superan en todo punto aquellos que podamos encontrar en el entorno. Frente a ello, Proust sostiene que lo esencial de la lectura residiría en "recibir comunicación de otro pensamiento pero continuando solos, es decir, sin dejar de disfrutar de la capacidad intelectual de que se goza en la soledad y que la conversación disipa inmediatamente, conservando la posibilidad de la inspiración y toda la fecundidad del trabajo de la mente sobre sí misma". (p.32)

Importantísima es la última precisión, que hace evocar los párrafos de la Recherche relativos a que este libro será para nosotros la ocasión de releer en nosotros mismos, dará a las generaciones futuras la posibilidad de encontrar un alimento, de realizar un dejeuner sur l'herbe, una merienda campestre.

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28 de enero de 2009
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La lectura y la verdad interior (sobre el prefacio a ‘Sésamo y lirios’ de John Ruskin)

En estos textos he venido presentando una concepción casi heroica de la tarea del escritor, y en general del artista, sustentándome sobre todo en la enorme tensión literaria de la Recherche de Marcel Proust, mas también en las reflexiones explícitas del Narrador, principal protagonista de la obra. Párrafos como el que tantas veces he evocado relativo a la prueba del fuego, al "verdadero juicio final", que el arte constituiría, son suficientemente probatorios de esta radicalidad:

 "En cuanto al libro interior de signos desconocidos, para la lectura  de los cuales nadie podía ayudarme brindándome un método, esta lectura consistía en un acto de creación en el que nadie puede sustituirnos, ni siquiera colaborar con nosotros.  Por ello, ¡cuántos eluden el escribirlo! ¿Qué tarea no están dispuestos a asumir, con tal de escapar a ésta? Cada acontecimiento, ya sea el affaire Dreyfus, ya sea la guerra, proporciona la excusa oportuna para no descifrar dicho li­bro. Pretendían asegurar el triunfo del Derecho y la justi­cia, rehacer la unidad moral de la nación... se trataba sólo de excusas... excusas que en el arte no constan, pues en éste las intenciones no cuentan... el arte, lo más absolutamente real, la escuela más sobria de vida y el verdadero Juicio Fi­nal...."

Ya he señalado la necesidad de una prudencia a la hora de identificar personajes de la Recherche, empezando por el del principal protagonista, cuyas opiniones no pueden sin más ser confundidas con las de Marcel Proust. Sería sin embargo artificioso ignorar que el autor de la Recherche ha escrito múltiples páginas explícitamente reflexivas o ensayísticas sobre la función de la literatura y sobre las razones de sus efectos sobre el lector. Las más célebres son sin duda las que recoge el volumen titulado Contre Sainte Beuve, en el cual se esfuerza en demoler el método propugnado por el célebre crítico, métodos  consistentes, en la síntesis del propio Proust, "en no separar al hombre de la obra", lo cual obligaría al que intenta explicar esta última a  procurarse "todas las informaciones posibles sobre el autor, coleccionar su correspondencia ,interrogar a las personas que lo han conocido, hablando con ellas si están aun vivas, leyendo lo que han escrito al respecto si están muertas".

Pero en otros lugares Proust aborda la cuestión digamos con más cariño, en razón simplemente de que -aun no coincidiendo propiamente en la opinión respecto al tema- tiene por la persona de que habla enorme respecto y admiración. Tal es el caso del Prefacio [Versión española de Manuel Arranz, Pre-textos, Valencia 1996] que escribe para su propia traducción de Sésamo y lirios, de John Ruskin. Prosguiré mañana esta reflexión.

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27 de enero de 2009
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La gratuidad de la vejez en la economía evolutiva

Hay un aspecto de las preocupaciones del ingeniero británico al que hacía referencia que merecería ser reflexionada más despacio. Aubrey de Grey sostiene, tras otros, que la detención del envejecimiento sería tanto más plausible cuanto que el envejecimiento nada tendría de natural, si por tal entendemos aquello que responde a la lógica de la evolución: "En la naturaleza ningún animal llega a viejo- declara- porque o bien se muere de hambre, o lo hace en manos de un depredador". El argumento no es muy convincente porque hoy, desde luego, hay cantidad de animales  domésticos que viven mucho más de lo que sería útil para sí mismos y su especie, pero obviamente de Grey objetaría que se trata de casos en los que la naturaleza de esos animales ha sido modificada por el hecho de que no necesitan de sus facultades para subsistir.

En cualquier caso lo que parece querer decir es que, de atenerse a un orden en el que no hay símbolo y lenguaje (única cosa -dicho sea de paso- que puede conducir a que una especie se asigne a sí misma  el cuidado de las demás especies) ser inútil para la causa de la subsistencia significa exactamente eso: que vives sin contribuir  y que la economía de la subsistencia  se encargará de liquidarte. Afortunada o desgraciadamente (depende del grado de afirmación o de nihilismo respecto al destino humano en el que uno se encuentra), los hombres no estamos marcados exclusivamente por la lucha por la subsistencia; ello es incluso lo que nos singulariza dentro del mundo animal.

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26 de enero de 2009
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La frontera entre un inmortal y un muerto

Dando un paso más en las conjeturas de Aubrey de Grey, cargando por así decirlo la suerte, se puede pensar en que también se alcanzaría el control de mutaciones del ADN generadoras de cáncer, o la oxidación debida al mero hecho de respirar, con lo cual,  en comparación a los parámetros actuales, tendríamos la impresión psicológica de inmortalidad. Mas entonces sí que el mal fario de la teja que nos cae por accidente marcaría prácticamente la frontera que convierte a un inmortal en un muerto. Ni que decir lo que entonces  supondría que alguien se propusiera terminar con nuestra vida.

Obviamente todo esto son especulaciones, pues  nadie se toma rigurosamente en serio las hipótesis de Grey, no porque no sean factibles (repito que no tengo idea), sino porque no nos conciernen realmente en lo profundo, es decir, no cuentan en el conjunto de posibilidades que se abren realmente a cada uno de nosotros en relación con la interrogación esencial sobre lo que somos capaces de hacer con nuestras vidas:  si tenemos o no la entereza para responder a la exigencia de realizar plenamente nuestra humanidad, incluida la asunción de la finitud...y de la libertad-la distancia frente a la inmediatez natural- que supone para un ser que es producto de la evolución el saber de la propia condición.

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23 de enero de 2009
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Conjeturas de un gerontólogo ‘sui generis’

Leo las declaraciones de un gerontólogo inglés, que al parecer no es ni médico ni biólogo sino especialista en análisis de datos genéticos, en las que sostiene que nos hallaríamos en el umbral  de conseguir que la vida humana se prolongue hasta una media de mil años. Que el tiempo para conseguir el objetivo se dilate más o menos no sería tanto ya una cuestión técnica como de presupuestos, es decir, en última instancia de voluntad política. Obviamente no estoy en condiciones de tomar partido entre los que opinan que Aubrey de Grey (tal es su nombre) es un mero charlatán y los que toman en serio sus programas. En cualquier  caso lo que dice me ha planteado una serie de interrogantes. ¿Por qué mil años? cabría preguntarse, a lo cual de Grey  responde que se trata  sólo de una media estadística, en la que se tiene en cuenta la inevitabilidad de muertes por violencia o mala fortuna: "aunque dejáramos de morir por causas naturales, nada puede garantizar que no sufriremos un atropello o un accidente mortal. Mil años es hoy la posibilidad media que tenemos de sucumbir a una muerte violenta".

Siempre he pensado que la violencia, llevada hasta el extremo de privar a un ser humano de su vida (por ejemplo esa forma que constituye la pena capital) tiene en muchas ocasiones un peso sobre todo simbólico, en razón de que... de todas maneras hay que morirse. Si la violencia mortal sobre niños es vivida como algo particularmente atroz es por ese sentimiento difuso de que los niños aún no están digamos amenazados por la termodinámica, aún no han llegado a la curva que separa el cambio  constructivo del cambio destructor, el único para designar el cual Aristóteles utilizaba la palabra tiempo. De ahí que la conjetura del ingeniero de Grey convertiría la violencia contra cualquiera prácticamente en violencia contra un niño, obviamente  en el sentido de "inocente", sino  de que tiene "su vida por delante".

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22 de enero de 2009
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El paradigma Bulkington

Melville sabe que tras cada contingencia hay una necesidad, que tras el fenómeno hay una ley, que nadie si es humano tiene un destino gratuito, aunque la mala suerte puede hacer que muera sin conocimiento de esa no-gratuidad de su destino. Lo contingente mismo es el espejo de lo necesario.

Nadie repararía en un ser como Starbuck, y ni siquiera repararía en un ser como Ahab. Bulkington sería uno de ésos marginados entre dos trabajos provisionales, de los que la gente suele apartarse. Tanto más cuanto que Bulkington, en lugar de buscar amparo reitera una y otra vez su pulsión de marginalidad. Recordará quizás el lector el párrafo ya aquí transcrito:

"Las cosas maravillosas son siempre inenarrables; los recuerdos profundos no producen epitafios; este corto capítulo es el memorial sin lápida de Bulkington. Básteme decir que le ocurría a Bulkington lo que al buque míseramente sacudido por la tormenta a lo largo de la costa a sotavento. El puerto  le ofrece socorro; el puerto es acogedor; en el puerto hay seguridad, confort, calor de hogar, cena apetitosa, amigos, todo cuanto es caro a nuestra existencia mortal. Pero en la tormenta, el puerto, la tierra, es para el barco el más directo enemigo. El barco debe huir de su hospitalidad, puesto que si su proa  tan sólo llegara a rozar la costa, se destrozaría por entero. Así, hará lo imposible por tender sus velas hacia mar abierto, y huirá de los vientos que le conducirían a la costa acogedora; busca de nuevo la agitación de un mar desamparado, pues, en la tormenta, tras el refugio se cierne el peligro, su único amigo es su más acerbo enemigo." 

 

Bulkington nos interpela y hasta nos fascina porque Melville  ilumina lo que de universal hay en el temor de un hombre a que un lugar que cobija sea un lugar que encarcela. Prodigioso expediente mediante el cual, asimismo, Ahab deja de ser un irresponsable y hasta un inmoral (puesto que  traiciona a los armadores y sacrifica a sus obsesiones la vida de sus hombres), para convertirse en emblema de la confrontación del ser humano a lo que para él es representación del mal.

Melville se inscribe en la larguísima lista de demiurgos que hacen  del mediocre o del villano  un imprescindible protagonista. Y así, al igual que  Yago es  polo sin el cual Otelo no tiene razón de ser, el Starbuck que se opone a Ahab es en realidad su hombre más fiel, el hombre decisivo para que los tripulantes del Pequod asuman su destino de ser sombras de Ahab. Sin Melville no habría literalmente historia, los marineros serian esclavos de unos armadores, confrontados a una naturaleza ciega en si misma, y atroz para los que la contemplan. Melville redime a todos, naturaleza incluida, puesto que gracias a Melville  Nantucket  es ese "puerto repleto de llamas y mástiles" de la imagen de Beaudelaire.

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19 de enero de 2009
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El deber del Narrador

El Narrador dice que uno de sus deberes, o por lo menos ideal de deber (pues puede tener deberes que le aparten de éste) es liberar de las contingencias del tiempo en una metáfora. ¿A quién se libera? A los seres humanos que son un paradigma de nuestro destino. Obviamente no se trata de liberar del tiempo físico, lo que constituiría un proyecto meramente delirante. Se trata de liberar de aquello que aparta al ser humano de su destino; contingencias del tiempo de los seres hablantes, no contingencias del tiempo que arrastra a  minerales o bacterias.

Pues entre nosotros hay toda clase de aspectos esencialmente superfluos (por dolorosos o festivos que hayan podido ser), toda clase de vicisitudes que pudieran no haberse dado; esto incluso marca el destino de la inmensa mayoría de los humanos. Algunos de estos seres son rehabilitados por la mirada del artista o del narrador. Rehabilitadas en los aspectos mismos que parecen carecer de relieve:

Personas que tienen una profesión convencional y una situación social o afectiva homologable a la de cualquier otra, son erigidas en paradigma, sufren una suerte de mutación. De tal manera que Starbuck, el segundo de a bordo en Moby Dick, nada tiene que ver con el segundo de a bordo del barco que empíricamente hayamos tenido ocasión de conocer en nuestras vidas. Los marineros del Nantucket, el pastor que ante ellos evoca a Jonás (en la que será de hecho la última homilía que oirán), los armadores,  las esposas de unos y otros, todos los personajes de este profundo relato tienen una función social totalmente anodina. Pero en lo anodino la frecuencia de  luz que Melville proyecta es causa de mutación. Un aspecto nuevo es entonces revelado, aspecto en el que nadie había reparado y que  resalta sobre todo lo que antes parecía relevante y que ahora ha quedado reducido a sombras.

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16 de enero de 2009
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¿Qué cabe hacer?

No parece discutible que fuera de la sociedad no hay cobijo para el hombre; fuera de la sociedad, sí que realmente non est salus. Mas ¿cómo sentirse en sociedad humana cuando se considera inevitable que la inmensa mayoría de los hombres o bien vivan entre residuos de basura, o bien escapen a ello quemando su alma y cuerpo en un trabajo estúpido, adobado con horas de ocio embrutecedor? ¿Cómo sentirse en sociedad humana cuando la exigencia de dignificación de las condiciones sociales es saboteada, ya sea con desmoralizadoras llamadas al realismo, que exigiría un eterno diferir de la realización de objetivos mínimos, ya sea presentando como solución a los aspectos más directamente brutales del sistema parches caritativos que ofenden mucho más que suturan?

Ninguna acción meramente compasiva exige formalmente la dignidad del que recibe la ayuda. La humanidad que se le reconoce al asistido es meramente abstracta, de ahí que la compasión pueda fácilmente cambiar de destinatario y volcarse, por ejemplo, en un animal cuya mirada enternece. ¿Cómo, en suma, no desmoronarse espiritualmente y tirar la toalla ante el aparente desprestigio de la tesis kantiana del "imperativo categórico", según la cual co-substancial a todo ser humano sería el ver en la realización de la humanidad, concretizada en cada uno de sus representantes, un objetivo irrenunciable? Se diría, en efecto, que una parte de los humanos que nos rodean ha dejado de estar determinada por el axioma de que el ser humano constituye lo nuclear, la causa formal y final, lo que a todo precio se trata de preservar.

Como la realización de la condición humana es imposible si su vida se reduce al binomio "trabajo esclavo-ocio embrutecedor", renunciar a la humanización del trabajo (proyectar por ejemplo esa inmundicia de las 65 horas que sin el actual contexto de crisis y el hecho de que se empiecen a ver los dientes, se hubiera impuesto) tendrá como consecuencia el desplazamiento del hombre como centro de referencia, y la aparición de ideologías legitimadoras de tal renuncia.

Un ejemplo es la auténtica deformación en los últimos años del ideario ecologista, el cual constituía un corolario de la lucha efectiva del ser humano por su emancipación. Pues a menos de considerar que nuestra condición es angélica, no cabe imaginar la cabal realización de las potencialidades humanas más que en un contexto natural beneficioso, lo cual no es posible mas que si la intervención del hombre en la naturaleza respeta las condiciones de su equilibrio.

Si la dignidad material y la fertilidad espiritual del conjunto de los seres humanos fuera la máxima de acción, entonces la exigencia de proteger y conservar la naturaleza surgiría como evidencia. Así entendida, la militancia ecológica (incluida la conservación de las demás especies vivas) será pura consecuencia de la militancia propiamente dicha, es decir, consecuencia de la defensa de la causa del hombre, causa que pasa de inmediato por la exigencia de instaurar las condiciones materiales de su realización espiritual, lo que en otros momentos se llamaba des-alienación del trabajo.

En suma, situar al hombre en el centro de interés, restaurar el ideario humanista, es la premisa de todo proyecto racional de conservación y protección de la naturaleza. Y como tal ideario humanista es el contenido real de cualquier proyecto político por el que valga la pena luchar, la existencia de organizaciones cuya finalidad fuera la emancipación del hombre, haría superflua la existencia de un partido ecologista, al igual que la de un partido feminista o antirracista. Que así no ocurra es ante todo un síntoma de fracaso de los proyectos liberadores de toda la gran tradición política y espiritual de nuestra historia. Síntoma, en última instancia, de una suerte de desarraigo, de falta de confianza en nuestra entereza ante los problemas derivados de nuestra condición, los cuales son entonces sustituidos por falsas causas que juegan el papel de auténticos opiáceos.

Así esas modalidades deformadas del pensamiento ecológico, que se presentan como auténtico sustitutivo del humanismo pues la causa del hombre es desplazada, en beneficio primero de la animalidad, después de la vida y en última instancia, como decía de la naturaleza en general, una naturaleza erigida en deidad y fin último de nuestra acción previsora. A esta ideología se adhieren hoy con idéntica convicción desde patrones de multinacionales hasta políticos reconvertidos (que sólo ocupan la posición que ocupan en razón de representar intereses consolidadísimos); amalgama ya ciertamente sospechosa respecto a la legitimidad de la causa. Pues toda esta agitación no supone en realidad freno alguno para un sistema en el cual la explotación de los recursos naturales es mero corolario de la explotación del hombre. Explotación que se perpetúa en toda impunidad, mientras en las plazas públicas de las ciudades "desarrolladas", la casi equiparación en trato de niños que juegan a canes (desairragados y arrancados a toda función) que defecan es contemplada como expresión de cultura avanzada y empatía con la condición animal (¡oh locura¡ a los ojos de cualquier campesino que, por vivir realmente entre animales, nunca confunde el cariño a un animal con el amor-siempre teñido de respeto- a un niño).

Los valores de la especie los marcan hoy sofisticadísimas personas susceptibles de proponerse fabricar de artefactos que serían interpares a ellos mismos en inteligencia; personas susceptibles de resolver ecuaciones diferenciales y de descubrir mediante éstas las leyes del cosmos... pero incapaces de asumir que el lenguaje les hace irreductibles a todo lo que, mediante el lenguaje mismo, describen, forjan e interpretan. ¿Qué hay en el lenguaje que da pavor hasta el extremo de negar su esencia, de negar que constituye un momento singularísimo de la historia de la evolución, una suerte de negación dialéctica, no sólo de la naturaleza inmediata - la aparición de la vida supuso ya tal cosa- sino de la vida misma? Consecuencia obvia de tal negación es repudiar la idea de que el lenguaje es aquello que, en última instancia, ha de ser preservado y fortalecido, lo cual lo cual no es posible sin una liberación y dignificación de los seres en los que el lenguaje tiene vida. La tesis es muy simple:

Dejar de amar al lenguaje es dejar de amar a los seres que tienen en él su esencia y, en consecuencia, encontrar tolerable que seres humanos sean reducidos a instrumentos.

/upload/fotos/blogs_entradas/belleza_y_decadencia_de_manuel_zambrana_3_med.jpgMas en tales condiciones, ¿qué hacer? Como mínimo establecer las bases de una resistencia. Discernir en el entorno a los humanos que no quieren dejar de serlo, fraternizar, unificar las fuerzas, y proceder a socavar los cimientos del edificio erigido por el enemigo. Palabra ésta que conviene efectivamente enfatizar, pues no se trata de un mero adversario: es alguien que no da tregua; no da tregua al ser humano, en razón de que un día experimento pavor ante lo que la humanidad en él estaba solicitando. No soporta la posibilidad de que, en su entorno, seres que en un tiempo fueron sus interpares, den muestras de entereza, es decir, se amen a sí mismos y, en consecuencia, amén de verdad a sus semejantes, compartan sus afecciones y extiendan su empatía a la naturaleza, es decir, la arranquen a la in-significancia, filtrando su presencia a través de palabras que, eventualmente, descubren sus secretos.

Los que proclaman que los idearios de emancipación son meras utopías eventualmente defienden lo que creen ser sus intereses, pero además han perdido ciertamente su confianza en el hombre. No es que hayan conseguido extirpar de su espíritu los imperativos de acción que tienen a la especie humana como fin absoluto, pues estos son corolario del propio instinto de conservación de la especie (de la especie lingüística, conviene precisar). Se trata simplemente de que han desoído tal instinto y tales imperativos. En algún registro estos anti-humanistas no pueden dejar de experimentar que están traicionando lo sagrado y que ello les conduce a la esterilidad. Sentimiento que los que se estiman poderosos recubren con una suerte de cinismo, mientras que los sumisos se consuelan enarbolando una farisaica distancia moral frente a los malos, los carentes de compasión ante la humanidad en despojos, humanidad que contemplan como mera expresión de la vida animal (y hasta vegetal) sufriente. Pues bien, unos y otros de alguna manera están perdiendo:

Pues la naturaleza humana no puede dejar de pedir que se levanten los velos que impiden su realización plena. Cada uno de nosotros es potencialmente un ser entero y tiende a que esta potencialidad se actualice. El grado de realización depende de las circunstancias y de la suerte, pero en cualquier caso no hay situación alguna que excluya totalmente la exteriorización de la virtud propia del hombre. Ello se traduce para cada individuo en una exigencia muy concreta de comportamiento social, en una máxima que es reflejo directo del evocado imperativo categórico kantiano (es decir, de lo único auténticamente determinante en materia de moral), a saber: hacer todo lo que esté a su alcance para lograr una sociedad en la que cada ser humano esté en condiciones de confrontarse a sí mismo; hacer todo lo posible para que cada ser humano se sienta socialmente arropado para eventualmente sobreponerse a la pereza, la abulia, el miedo que frenan su capacidad de realizarse. Tal es la única máxima que otorga legitimidad a una práctica política, tal es la única militancia digna, militancia a la que, por desgracia, en los últimos años, nada en el horizonte parecía alentar.

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14 de enero de 2009
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“Marketing emocional”

Las víctimas son por definición impersonales e intercambiables. Aparecen como extras pasivos de un marketing emocional, en las cartas que envían las organizaciones no gubernamentales. La desigualdad y la ausencia de reciprocidad caracterizan la relación entre salvadores y salvados".

Extraigo este texto de un artículo del antropólogo Bernard Houris, publicado en Le Monde Diplomatique. El problema auténticamente moral que plantea la contemplación de un acto de caridad, el malestar sordo que a veces provoca, el sentimiento de falacia que se experimenta (falacia no tanto subjetiva -no es la buena intención lo que está en entredicho- como objetiva) reside en esta asimetría fundamental: el ser humano asistido no es considerado susceptible de corresponder en registro alguno, ni siquiera en el del reconocimiento. Pues también el universal "humanidad" ha de ser concreto; ha de hallarse encarnado en algo más que en una forma que responde a la idea de cuerpo humano; ha de ser una expresión al menos potencial de la singularidad del espíritu.

De aquel en quien no se reconoce plenamente al hombre no cabe esperar reciprocidad,  y si se le convierte en  pasivo objeto de los sentimientos samaritanos (lo cual obviamente exige que él lo acepte), lo que de hecho se hace es ahondar el abismo que de la humanidad le separa. Por ello todos los seres auténticamente generosos han contrapuesto el ideal samaritano al ideal de justicia. Por ello todos los que, sin llegar a perder la dignidad, se han sentido oprimidos,  en lugar de arrodillarse exigen reparación.

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13 de enero de 2009
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…más la genuflexión del publicano

Que suerte  la de estas personas a las que ayer me refería por encontrarse casi espontáneamente a la diestra del padre, sensibles como son al dolor de los seres vivos (homologados en la capacidad de sufrir animales y humanos)! ¡Cómo despiertan en nosotros el sentimiento culpable de nuestra insensibilidad, de nuestra dificultad para la compasión! Con ayuda de la fortuna, de Dios o simplemente DEL MIEDO, también nosotros - hablo al menos por mí- conseguiremos quizás estar pronto en el bando de los justos, y proclamar ante la imagen del publicano "gracias te doy Señor por no ser como ese".

Lo curioso de esta apuesta evangélica es la sutilísima dialéctica que encierra. Pues resulta que para estar realmente del buen lado, es útil parecer que uno se siente del bando contrario. El fariseo de hecho sólo gana si tiene la astucia del publicano:

"En cambio el publicano, manteniéndose a distancia no se atrevía a alzar los ojos al cielo, sino que se golpeaba el pecho diciendo: ¡Oh Dios! Ten compasión de mi que soy pecador! Os digo que éste volvió a su casa justificado y aquel no. Porque todo el que se ensalce será humillado y el que se humille será ensalzado". (Lucas 9-14)

La objetiva  bondad del fariseo más la genuflexión del publicano...¡Así se gana!

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12 de enero de 2009
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