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¿Qué cabe hacer?

Por 14 de enero de 2009 diciembre 23rd, 2020 Sin comentarios

Víctor Gómez Pin

No parece discutible que fuera de la sociedad no hay cobijo para el hombre; fuera de la sociedad, sí que realmente non est salus. Mas ¿cómo sentirse en sociedad humana cuando se considera inevitable que la inmensa mayoría de los hombres o bien vivan entre residuos de basura, o bien escapen a ello quemando su alma y cuerpo en un trabajo estúpido, adobado con horas de ocio embrutecedor? ¿Cómo sentirse en sociedad humana cuando la exigencia de dignificación de las condiciones sociales es saboteada, ya sea con desmoralizadoras llamadas al realismo, que exigiría un eterno diferir de la realización de objetivos mínimos, ya sea presentando como solución a los aspectos más directamente brutales del sistema parches caritativos que ofenden mucho más que suturan?

Ninguna acción meramente compasiva exige formalmente la dignidad del que recibe la ayuda. La humanidad que se le reconoce al asistido es meramente abstracta, de ahí que la compasión pueda fácilmente cambiar de destinatario y volcarse, por ejemplo, en un animal cuya mirada enternece. ¿Cómo, en suma, no desmoronarse espiritualmente y tirar la toalla ante el aparente desprestigio de la tesis kantiana del "imperativo categórico", según la cual co-substancial a todo ser humano sería el ver en la realización de la humanidad, concretizada en cada uno de sus representantes, un objetivo irrenunciable? Se diría, en efecto, que una parte de los humanos que nos rodean ha dejado de estar determinada por el axioma de que el ser humano constituye lo nuclear, la causa formal y final, lo que a todo precio se trata de preservar.

Como la realización de la condición humana es imposible si su vida se reduce al binomio "trabajo esclavo-ocio embrutecedor", renunciar a la humanización del trabajo (proyectar por ejemplo esa inmundicia de las 65 horas que sin el actual contexto de crisis y el hecho de que se empiecen a ver los dientes, se hubiera impuesto) tendrá como consecuencia el desplazamiento del hombre como centro de referencia, y la aparición de ideologías legitimadoras de tal renuncia.

Un ejemplo es la auténtica deformación en los últimos años del ideario ecologista, el cual constituía un corolario de la lucha efectiva del ser humano por su emancipación. Pues a menos de considerar que nuestra condición es angélica, no cabe imaginar la cabal realización de las potencialidades humanas más que en un contexto natural beneficioso, lo cual no es posible mas que si la intervención del hombre en la naturaleza respeta las condiciones de su equilibrio.

Si la dignidad material y la fertilidad espiritual del conjunto de los seres humanos fuera la máxima de acción, entonces la exigencia de proteger y conservar la naturaleza surgiría como evidencia. Así entendida, la militancia ecológica (incluida la conservación de las demás especies vivas) será pura consecuencia de la militancia propiamente dicha, es decir, consecuencia de la defensa de la causa del hombre, causa que pasa de inmediato por la exigencia de instaurar las condiciones materiales de su realización espiritual, lo que en otros momentos se llamaba des-alienación del trabajo.

En suma, situar al hombre en el centro de interés, restaurar el ideario humanista, es la premisa de todo proyecto racional de conservación y protección de la naturaleza. Y como tal ideario humanista es el contenido real de cualquier proyecto político por el que valga la pena luchar, la existencia de organizaciones cuya finalidad fuera la emancipación del hombre, haría superflua la existencia de un partido ecologista, al igual que la de un partido feminista o antirracista. Que así no ocurra es ante todo un síntoma de fracaso de los proyectos liberadores de toda la gran tradición política y espiritual de nuestra historia. Síntoma, en última instancia, de una suerte de desarraigo, de falta de confianza en nuestra entereza ante los problemas derivados de nuestra condición, los cuales son entonces sustituidos por falsas causas que juegan el papel de auténticos opiáceos.

Así esas modalidades deformadas del pensamiento ecológico, que se presentan como auténtico sustitutivo del humanismo pues la causa del hombre es desplazada, en beneficio primero de la animalidad, después de la vida y en última instancia, como decía de la naturaleza en general, una naturaleza erigida en deidad y fin último de nuestra acción previsora. A esta ideología se adhieren hoy con idéntica convicción desde patrones de multinacionales hasta políticos reconvertidos (que sólo ocupan la posición que ocupan en razón de representar intereses consolidadísimos); amalgama ya ciertamente sospechosa respecto a la legitimidad de la causa. Pues toda esta agitación no supone en realidad freno alguno para un sistema en el cual la explotación de los recursos naturales es mero corolario de la explotación del hombre. Explotación que se perpetúa en toda impunidad, mientras en las plazas públicas de las ciudades "desarrolladas", la casi equiparación en trato de niños que juegan a canes (desairragados y arrancados a toda función) que defecan es contemplada como expresión de cultura avanzada y empatía con la condición animal (¡oh locura¡ a los ojos de cualquier campesino que, por vivir realmente entre animales, nunca confunde el cariño a un animal con el amor-siempre teñido de respeto- a un niño).

Los valores de la especie los marcan hoy sofisticadísimas personas susceptibles de proponerse fabricar de artefactos que serían interpares a ellos mismos en inteligencia; personas susceptibles de resolver ecuaciones diferenciales y de descubrir mediante éstas las leyes del cosmos… pero incapaces de asumir que el lenguaje les hace irreductibles a todo lo que, mediante el lenguaje mismo, describen, forjan e interpretan. ¿Qué hay en el lenguaje que da pavor hasta el extremo de negar su esencia, de negar que constituye un momento singularísimo de la historia de la evolución, una suerte de negación dialéctica, no sólo de la naturaleza inmediata – la aparición de la vida supuso ya tal cosa- sino de la vida misma? Consecuencia obvia de tal negación es repudiar la idea de que el lenguaje es aquello que, en última instancia, ha de ser preservado y fortalecido, lo cual lo cual no es posible sin una liberación y dignificación de los seres en los que el lenguaje tiene vida. La tesis es muy simple:

Dejar de amar al lenguaje es dejar de amar a los seres que tienen en él su esencia y, en consecuencia, encontrar tolerable que seres humanos sean reducidos a instrumentos.

/upload/fotos/blogs_entradas/belleza_y_decadencia_de_manuel_zambrana_3_med.jpgMas en tales condiciones, ¿qué hacer? Como mínimo establecer las bases de una resistencia. Discernir en el entorno a los humanos que no quieren dejar de serlo, fraternizar, unificar las fuerzas, y proceder a socavar los cimientos del edificio erigido por el enemigo. Palabra ésta que conviene efectivamente enfatizar, pues no se trata de un mero adversario: es alguien que no da tregua; no da tregua al ser humano, en razón de que un día experimento pavor ante lo que la humanidad en él estaba solicitando. No soporta la posibilidad de que, en su entorno, seres que en un tiempo fueron sus interpares, den muestras de entereza, es decir, se amen a sí mismos y, en consecuencia, amén de verdad a sus semejantes, compartan sus afecciones y extiendan su empatía a la naturaleza, es decir, la arranquen a la in-significancia, filtrando su presencia a través de palabras que, eventualmente, descubren sus secretos.

Los que proclaman que los idearios de emancipación son meras utopías eventualmente defienden lo que creen ser sus intereses, pero además han perdido ciertamente su confianza en el hombre. No es que hayan conseguido extirpar de su espíritu los imperativos de acción que tienen a la especie humana como fin absoluto, pues estos son corolario del propio instinto de conservación de la especie (de la especie lingüística, conviene precisar). Se trata simplemente de que han desoído tal instinto y tales imperativos. En algún registro estos anti-humanistas no pueden dejar de experimentar que están traicionando lo sagrado y que ello les conduce a la esterilidad. Sentimiento que los que se estiman poderosos recubren con una suerte de cinismo, mientras que los sumisos se consuelan enarbolando una farisaica distancia moral frente a los malos, los carentes de compasión ante la humanidad en despojos, humanidad que contemplan como mera expresión de la vida animal (y hasta vegetal) sufriente. Pues bien, unos y otros de alguna manera están perdiendo:

Pues la naturaleza humana no puede dejar de pedir que se levanten los velos que impiden su realización plena. Cada uno de nosotros es potencialmente un ser entero y tiende a que esta potencialidad se actualice. El grado de realización depende de las circunstancias y de la suerte, pero en cualquier caso no hay situación alguna que excluya totalmente la exteriorización de la virtud propia del hombre. Ello se traduce para cada individuo en una exigencia muy concreta de comportamiento social, en una máxima que es reflejo directo del evocado imperativo categórico kantiano (es decir, de lo único auténticamente determinante en materia de moral), a saber: hacer todo lo que esté a su alcance para lograr una sociedad en la que cada ser humano esté en condiciones de confrontarse a sí mismo; hacer todo lo posible para que cada ser humano se sienta socialmente arropado para eventualmente sobreponerse a la pereza, la abulia, el miedo que frenan su capacidad de realizarse. Tal es la única máxima que otorga legitimidad a una práctica política, tal es la única militancia digna, militancia a la que, por desgracia, en los últimos años, nada en el horizonte parecía alentar.

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Víctor Gómez Pin

Victor Gómez Pin se trasladó muy joven a París, iniciando en la Sorbona  estudios de Filosofía hasta el grado de  Doctor de Estado, con una tesis sobre el orden aristotélico.  Tras años de docencia en la universidad  de Dijon,  la Universidad del País Vasco (UPV- EHU) le  confió la cátedra de Filosofía.  Desde 1993 es Catedrático de la Universitat Autònoma de Barcelona (UAB), actualmente con estatuto de Emérito. Autor de más de treinta  libros y multiplicidad de artículos, intenta desde hace largos años replantear los viejos problemas ontológicos de los pensadores griegos a la luz del pensamiento actual, interrogándose en concreto  sobre las implicaciones que para el concepto heredado de naturaleza tienen ciertas disciplinas científicas contemporáneas. Esta preocupación le llevó a promover la creación del International Ontology Congress, en cuyo comité científico figuran, junto a filósofos, eminentes científicos y cuyas ediciones bienales han venido realizándose, desde hace un cuarto de siglo, bajo el Patrocinio de la UNESCO. Ha sido Visiting Professor, investigador  y conferenciante en diferentes universidades, entre otras la Venice International University, la Universidad Federal de Rio de Janeiro, la ENS de París, la Université Paris-Diderot, el Queen's College de la CUNY o la Universidad de Santiago. Ha recibido los premios Anagrama y Espasa de Ensayo  y  en 2009 el "Premio Internazionale Per Venezia" del Istituto Veneto di Scienze, Lettere ed Arti. Es miembro numerario de Jakiunde (Academia  de  las Ciencias, de las Artes y de las Letras). En junio de 2015 fue investido Doctor Honoris Causa por la Universidad del País Vasco.

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