"¡Desgraciados mortales! ¡Oh tierra deplorable!/ Oh amasijo espantoso de todos los mortales / ¡Eterna controversia sobre dolores vanos!/ Engañados filósofos que proclamáis: "Todo está bien"/ Acudid, contemplad las ruinas horribles, / Los fragmentos, los guiñapos, estas pobres cenizas"[1].
Hace un tiempo evocaba aquí el exilio (tras una estancia en la prisión de la Bastille) de Voltaire en Inglaterra, dónde escribe sus Cartas filosóficas, que más adelante tendrían gran repercusión en su propio país, y por las cuales será de nuevo perseguido. Recordaba que durante su estancia se celebran obsequias solemnes en la Abadía de Westminster en honor de Newton, al que Voltaire tanto admiraba y al que consagró múltiples reflexiones, compartidas durante años con su amante la admirable Emilie du Châtelet, ("diez años amándonos y filosofando") a quien se debe la traducción al francés de los Principia del físico británico.
Voltaire, al igual que Emilie du Châtelet, es por el contrario profundamente crítico con parte de la obra de Descartes, pero lamenta el enorme contraste entre los honores conferidos a Newton y el casi repudio que (en razón de las presiones de la iglesia) sufre en su propio país el filósofo francés, que debería, a juicio de Voltaire reposar en ese análogo de Westminster que era entonces la basílica de Saint Denis. Descartes había sido enterrado en 1650 en una tumba provisional en el cementerio de Malmoe y la puesta en el Indice de toda su obra por la iglesia dificultó que sus restos retornaran a Francia. Cuando por fin lo hacen en 1667 tras un largo periplo que dura ocho meses, no figura la cabeza, que habría sido exhumada de su sepultura sueca en 1666 y que, convertida en objeto fetiche, habría pasado por la mano de varios traficantes hasta recaer en manos del naturalista Georges Cuvier, quien la donó al museo que lleva su nombre. Pues bien:
Por razones diferentes, Voltaire también es profundamente crítico con otro de sus grandes predecesores, G.W. Leibniz, cuya filosofía caracterizada por un radical optimismo ontológico, se refería a una suerte de dios computador, creador de un mundo que constituiría el mejor de los posibles («todo está bien, decís, y todo es necesario"). Alzarse contra esta tesis es incluso el objetivo principal del arranque (arriba citado), del poema que en 1756 compuso un Voltaire desolado por el terremoto de Lisboa.
Hallándose tan distante de las concepciones filosóficas de Leibniz como de las de Descartes, Voltaire no podía sin embargo más que sentir empatía por ambos, en razón de que tuvieron en común el hecho de sufrir injusto trato, aun tras la muerte. Antes de evocar algunas de las peripecias de la vida de Leibniz y la polémica vana que consumió en parte su energía es necesario un recordatorio relativo a un viejo problema filosófico.
En un párrafo de su Física, Aristóteles afirma que en sus tiempos "los propios matemáticos han dejado de experimentar la necesidad del infinito". Aristóteles da así cobertura a una tendencia de la historia del pensamiento en el que se repudia un concepto que, sin embargo, tanto bajo el ángulo de lo infinitamente grande, como bajo el ángulo de lo infinitamente pequeño, para la ciencia misma ha constituido una autentica obsesión. La historia del pensamiento coincide así muchas veces con un esfuerzo por superar la situación descrita por Aristóteles y alcanzar un verdadero concepto de infinito. Tal esfuerzo podría creerse que tiene en Leibniz y Newton un momento crucial, entre otras cosas por ser considerados ambos como inventores del llamado "Cálculo infinitesimal". Ahora bien: ¿era realmente legítimo decir que alguien (Newton, Leibniz o un tercero) había inventado un cálculo con números "infinitamente pequeños"? Reencontraremos esta pregunta algo más lejos. Vuelvo ahora a la vida de Leibniz.
A la edad de cinco años Leibniz muestra su interés por la lengua latina, y ante la poca motivación de sus padres para encomendarle a un profesor...decide aprenderla por sí mismo. Si pensamos que ese niño llegaría a escribir en esa lengua obras que cuentan entre las más importantes de la filosofía de su tiempo, se entiende que aquella terquedad infantil respondía a algo más a que a un capricho. Completando su formación con la lengua griega, a los quince años Leibniz se halla en condiciones de leer en el original a los grandes clásicos, a la par que se interesa por los pensadores de la época, en especial por Descartes, del que llegaría a ser un gran detractor. Obteniendo su grado de bachiller en la especialidad de filosofía antigua, en 1663, contando 17 años, Leibniz se inscribe en matemáticas en la universidad de Jena, tras lo cual se apasiona por...la química; y así, dando brincos de una disciplina a otra, a los veinte años obtiene en la universidad de Aetdorf el título de Doctor en Derecho. Con este bagaje no es difícil entender que Leibniz, considerado uno de los grandes metafísicos de todos los tiempos, haya pasado a la historia de la matemática por ser el inventor del cálculo diferencial (también establecido por Newton en un paralelismo que este nunca aceptó, lo cual como veremos tuvo para Leibniz graves consecuencias).
Durante muchos años la actividad de Leibniz estuvo anclada en la ciudad alemana de Hannover, y cabe decir que de alguna manera fue siempre un patriota, aunque amó diversas lenguas y residió en múltiples lugares, teniendo con Francia una relación privilegiada. Leibniz reside en París entre 1672 y 1677, y lo que allí le llevó fue el haber sido considerado un diplomático idóneo para intentar limar diferencias religiosas y políticas.
En 1676, cuarto año de su estancia en Paris, Leibniz intenta en vano ser nombrado miembro de la Academia de Ciencias, una de las instituciones más prestigiosas de la época. Ese mismo año decide retornar a Alemania, donde se le ofrece el cargo de bibliotecario, a la vez que consejero privado, de Johann Friedrich, Duque de Brünswicg, hombre ilustrado, amante de la cultura francesa e italiana y protector de intelectuales artistas. En Hannover la actividad intelectual de Leibniz será intensísima. En 1700 funda la Academia de Ciencias de Brandeburg que acabaría convirtiéndose en la Academia de Ciencias de Berlín y un año antes, 1699, había por fin sido nombrado miembro de la Academia de París, cuando ya su reconocimiento por personalidades e instituciones se había extendido por toda Europa. Hay sin embargo una sombra:
Las quejas de Newton respecto a la prioridad en la invención del Calculus no cesan, y Leibniz tiene que consumir una enorme parte de su energía en defenderse. La simbolización matemática que acabó imponiéndose fue la de Leibniz (mucho más elegante y precisa que la de Newton), sin embargo Newton nunca soportó esa competencia; denunciando a su oponente ante la Royal Society, que acabará por emitir un veredicto condenatorio del que se ha llegado a decir que había sido redactado por el propio Newton.
Cálculo infinitesimal es el nombre atribuido a la disciplina en litigio. aludiendo precisamente al cual (y tomando partido por Leibniz) Fontennelle realiza un ingenioso juego de palabras: "Si El Señor Leibniz no inventó por su parte, al igual que el señor Newton, el sistema de los números infinitamente pequeños le faltó infinitamente poco".
Sin embargo debajo de esta querella se esconde una segunda, mucho más grave, que Newton nunca hizo suya mientras que Leibniz, aun con precauciones sí tuvo el coraje de abordar. Y aquí retomo la pregunta: ¿era realmente legítimo decir que alguien había inventado un cálculo con números "infinitamente pequeños"?
Desde luego múltiples escritos sitúan a Leibniz en posiciones absolutamente alejadas de la afirmación del infinito en acto. Hay como mínimo vacilaciones en su pensamiento, como si su intuición se viera confrontada a aspectos contradictorios de la matemática. Leibniz experimenta la tentación del infinito pero carece (y es consciente) de una teoría consistente que le permita afirmarlo. En una carta a Foucher del 2 de junio de 1692 escribe: "El cálculo nos lleva a veces hasta el infinito sin pensarlo". Sin pensarlo...literalmente porque en el contexto de la matemática de la época la idea de una magnitud infinita es impensable (tal pensamiento sólo aparece siglos más tarde, con Georg Cantor en lo referente a lo infinitamente grande y Abraham Robinson en lo referente a lo infinitamente pequeño). Pregúntese el lector si la matemática aprendida en la escuela le autoriza a considerar lo siguiente: "e es un número mayor que cero y sin embargo más pequeño que 1/n para todo entero natural n".
De darse, es decir de ser compatible con las reglas que rigen las operaciones aprendidas en los años escolares (suma, resta, multiplicación...) e sería un número infinitesimal positivo. Leibniz sabe sin embargo que tal e no puede darse, que se trata de una ficción apta para el cálculo pero carente de concepto.
Se pueden citar textos (Nuevos Ensayos, Journal de Trevoux) así como pasajes de la correspondencia que cubren diferentes épocas y alcanzan hasta la casi muerte de su autor que parecen tanto más definitivos en el sentido de un rechazo del infinito cuanto que Leibniz llega a decir que si, en ocasiones, pareció sostener lo contrario, ello se debía únicamente a la presión de discípulos tales como el Marqués de l'Hôpital. Como mínimo es importante citar el siguiente texto: "Filosóficamente hablando, no sostengo ni que se den magnitudes infinitamente pequeñas, ni magnitudes infinitamente grandes " (Carta a des Bosses del 11 de mayo de 1706).
Ateniéndose al rigor filosófico no cabe hablar de magnitudes infinitas. Los discípulos lo saben quizás tan bien como el propio Leibniz. Pero a diferencia de este, los primeros no están dispuestos a reconocerlo. Leibniz llega a decir que de haberse sincerado públicamente De l' Hôpital le hubiera acusado de "traicionar la causa". Ya he indicado aquí mismo (refiriéndome a Hipaso de Metaponto) que la historia de la ciencia está llena de casos en los que los miembros de un colectivo funcionan a la manera de una secta...
En cualquier caso que tantos matemáticos brillantes de la época estuvieran convencidos de la paternidad de Leibniz respecto a la nueva técnica, es como mínimo un indicio de lo malintencionado de las acusaciones de plagio. No hay duda hoy de que, como muchas otras veces ha ocurrido a lo largo de la historia, las condiciones para esa invención estaban dadas y nada tiene de extraño que se realizara en paralelo. El de la prioridad es un falso problema, mientras que la cuestión antes evocada de si cabe realmente hablar de magnitudes infinitesimales no lo es. Del lado de los newtonianos como del de los discípulos Leibniz hay ocultación de una falla en el núcleo de la propia disciplina, mientras que Leibniz es arrastrado al pantano de la falsa querella de la paternidad, que contribuirá a ensombrecer los años finales de su vida.
En Hannover Leibniz sirve con lealtad y eficacia a su príncipe, contribuyendo incluso a que le fueran reconocidas prerrogativas en territorios extranjeros lo que le llevó a Italia en 1680. Ese mismo año muere Johann Friedrich, siendo sustituido por su hermano Ernst August, el cual fallecido en 1698 dejaría paso a su sobrino Georg Ludwig, que más adelante alcanzaría el trono de Inglaterra. Las relaciones de Leibniz con estos últimos nunca fueron excelentes, pero le mantenía en la corte su empatía con Sofía la esposa de Ernst August.
Sin embargo las relaciones con la casa de Brünswicg se ensombrecen. Desde Londres la acusación de plagio le persigue y cuando Georg Ludwig deviene George I de Inglaterra, Leibniz siente que quizás no es la mejor compañía para el monarca. Decide permanecer en Hannover pero no cuenta ya con los privilegios de hombre de corte. La prioridad sobre la invención del cálculo sigue corroyendo el espíritu de Leibniz; asunto al cual se vinculan otras diatribas teoréticas en las que el ahora abandonado pensador puede con razón sospechar que pone en juego su reputación por entero.
"Pues las semillas de las más importantes verdades se encuentran en el alma del más humilde campesino: sólo hay que saber recogerlas y cultivarlas con mimo", hace decir Leibniz a un personaje de ficción en unos escritos publicados bajo el título de Tres diálogos místicos.
En sus últimos años, Leibniz no es un campesino sino un anciano recluido en un caserón de Hannover. Sin embargo, como su campesino, recoge la semilla de la tendencia al conocimiento riguroso, en el que juega un papel esencial la matemática, Soporte en el proyecto de demostrar la verdad total a la que Leibniz aspira, la matemática sin embargo "le hubiera parecido vana, si no hubiera finalmente regenerado a los hombres", escribe admirablemente un comentarista de los evocados diálogos "místicos"[2]. Leibniz exige una matemática que por distintas vías se vincula a las inevitables interrogaciones de los hombres, empezando por la cuestión del infinito, ese infinito cuya elucidación (permítaseme reiterar una frase de Hilbert mil veces evocada) concierne a la dignidad misma del espíritu humano.
A veces por la persona interpuesta de Clarke, Leibniz discute con Newton de todas aquellas cosas que separan a los grandes espíritus[3]...hay sin embargo una excepción: "Filosóficamente hablando ni magnitudes infinitamente grandes ni magnitudes infinitamente pequeñas" señala Leibniz a Des Bosses, pero desgraciadamente en este punto concreto Newton no discutía con Leibniz de filosofía...sino de prioridades, casi de registro de patentes...
En esos años postreros Leibniz vive en Hannover en el número 10 de la Schmiedestrasse, una casona que destaca por su altísima fachada. Leibniz nunca tuvo familia ni herederos directos. Su única compañía es entonces la de un sirviente de avanzada edad. Se ha reiterado que sólo este siguió al coche funerario a la muerte del pensador. Ni la Royal Society, ni la Academia de Berlín (que él había contribuido a fundar) adoptaron resoluciones para evocar su memoria. Un estudioso de Leibniz, nos recuerda en una bella ficción[4] ficción que la tumba del filósofo permaneció sin nombre alguno hasta que en 1790 se inscribió el simple epitafio Ossa Leibnitii.
" No crosses mark the ocean waves,/No monuments of Stone/No roses grow on sailor's graves,/The sailor rests alone »
[1] (O malheureux mortels! ô terre déplorable ! /O de tous les mortels assemblage effroyable !/D'inutiles douleurs, éternel entretien !/Philosophes trompés qui criez : « Tout est bien »/ Accourez, contemplez ces ruines affreuses, /Ces débris, ces lambeaux, ces cendres malheureuses) »
[2] Revue de métaphysique et de morale t. 13. Número 1, 1905.
[3] Se discute por ejemplo sobre la razón de la gravedad, asunto del que Newton había sostenido poder prescindir, limitándose a una generalización por inducción, lo cual Leibniz consideraba una auténtica renuncia a la filosofía "que busca siempre la razón y la divina sabiduría que la inspira". Se discute asimismo la cuestión de si el espacio tiene la realidad pre-existente a las cosas creadas o si, como pensaba Leibniz, era algo indisociable de las relaciones diferenciales que hacían la multiplicidad de las cosas.
[4] Francisco Fernández, Los huesos de Leibniz. Cartas de un filósofo escondido a un discreto artesano. Akal, Madrid.