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Escrito por

Víctor Gómez Pin

Victor Gómez Pin se trasladó muy joven a París, iniciando en la Sorbona  estudios de Filosofía hasta el grado de  Doctor de Estado, con una tesis sobre el orden aristotélico.  Tras años de docencia en la universidad  de Dijon,  la Universidad del País Vasco (UPV- EHU) le  confió la cátedra de Filosofía.  Desde 1993 es Catedrático de la Universitat Autònoma de Barcelona (UAB), actualmente con estatuto de Emérito. Autor de más de treinta  libros y multiplicidad de artículos, intenta desde hace largos años replantear los viejos problemas ontológicos de los pensadores griegos a la luz del pensamiento actual, interrogándose en concreto  sobre las implicaciones que para el concepto heredado de naturaleza tienen ciertas disciplinas científicas contemporáneas. Esta preocupación le llevó a promover la creación del International Ontology Congress, en cuyo comité científico figuran, junto a filósofos, eminentes científicos y cuyas ediciones bienales han venido realizándose, desde hace un cuarto de siglo, bajo el Patrocinio de la UNESCO. Ha sido Visiting Professor, investigador  y conferenciante en diferentes universidades, entre otras la Venice International University, la Universidad Federal de Rio de Janeiro, la ENS de París, la Université Paris-Diderot, el Queen's College de la CUNY o la Universidad de Santiago. Ha recibido los premios Anagrama y Espasa de Ensayo  y  en 2009 el "Premio Internazionale Per Venezia" del Istituto Veneto di Scienze, Lettere ed Arti. Es miembro numerario de Jakiunde (Academia  de  las Ciencias, de las Artes y de las Letras). En junio de 2015 fue investido Doctor Honoris Causa por la Universidad del País Vasco.

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La causa de la naturaleza y la causa del animal de razón (V): la polémica Voltaire -Rousseau

Rousseau deplora la desigualdad entre los hombres y cree percibir el origen de la misma en la desviación respecto a un estado natural original. Voltaire ve en esta tesis esencialmente un resentimiento contra la propia sociedad, es decir, contra la matriz misma de la existencia humana. Voltaire es perfectamente consciente del dolor que los hombres son susceptibles de infringirse, pero (como su queja amarga por el terremoto de Lisboa testimonia) no cree en absoluto que la naturaleza sea potencialmente menos violenta que la ambición o la miseria humanas, y desde luego abomina de la nostalgia de un estado pretérito en el que supuestamente estábamos plenamente reconciliados entre nosotros y con la naturaleza. Nada más significativo al respecto de esta polémica que la acerba ironía con la que, el 30 de agosto 1755. Voltaire agradece la recepción del libro de Rousseau Discurso sobre el origen y los fundamentos de la desigualdad entre los hombres:
"He recibido su nuevo libro contra el género humano. Se lo agradezco (...) Pinta usted con colores verídicos los horrores de la sociedad humana que por ignorancia y debilidad se pliega a las dulzuras de la vida. Nunca realmente se había utilizado tal cantidad de talento para la causa de intentar bestializarnos (nous rendre Bêtes). Al leer su obra surgen ganas de marchar a cuatro patas. Sin embargo como hace más de sesenta años que he perdido ese hábito desgraciadamente creo que me será difícil retomarlo (...)"
 
Si la carta de Voltaire no tiene desperdicio la réplica de Rousseau muestra perfectamente la radical incompatibilidad entre ambos pensadores. 
 
"Soy yo quien ha de estarle reconocido. Al ofrecerle el esbozo de mis tristes ensoñaciones, no he creído en ningún momento hacer un presente que fuera digno de usted, sino cumplir con el deber de rendir homenaje a quien todos consideramos como jefe (...)El gusto de las ciencias y las artes nace en un pueblo de un vicio interior que ese gusto a su vez incrementa; y si es verdad que todos los progresos humanos son perniciosos para la especie, los del espíritu y el conocimiento, que aumentan nuestro orgullo y multiplican nuestras desviaciones, aceleran pronto nuestras desgracias(...)En lo que a mí concierne, si hubiera seguido mi primera vocación y que no hubiera aprendido ni a leer ni a escribir hubiera sin duda sido más feliz"

Quiero subrayar la última frase, que nunca un campesino iletrado escribiría, buscando una analogía: Los pastores de Córcega cantaban a Dante sin saberlo, y probablemente sin ser capaces de leerlo, pero obviamente no tenían nostalgia de ese estado que era el suyo y desde luego no les pasaba por la cabeza que tal estado era jerárquicamente superior al de quien, además de recitarlo, se recrea en la lectura del poeta. Quizás los cantos de Homero (o simplemente los del Romancero) pierden peso al pasar a la escritura, pero esta reflexión sólo se hace desde la escritura misma. La "primera vocación" de Rousseau (no aprender a leer ni a escribir) se entiende perfectamente...desde la escritura, no previamente a ella.

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24 de marzo de 2020
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La causa de la naturaleza y la causa del animal de razón (IV): principio kantiano de la moralidad

Inevitable es aquí evocar una posición determinante en la historia del pensamiento filosófico. Preguntándose por los fundamentos últimos de la moralidad, Kant suponía que todo ser humano tiene un sentimiento imperativo que juega en relación a la lo que es legítimo o ilegitimo en el modo de proceder un papel análogo al que el principio de contradicción juega en relación al conocimiento, a saber: no instrumentalizar a los seres de razón y de lenguaje, considerarlos como un fin de todo proyecto o propósito y nunca como un medio.
 

Pues bien, este imperativo kantiano, más que puesto en tela de juicio, ha sido por así decirlo objeto de inflación, al extender el dominio de aplicación: de los seres de razón a los primates, de ahí a especies animales consideradas en peligro de extinción y finalmente a especies que forman parte de nuestra existencia cotidiana, nos ayudan en la subsistencia o incluso aseguran nuestra alimentación. De "no instrumentalizarás a los seres de razón", el imperativo se ha ido deslizando hacia "no instrumentalizarás a los seres con vida animal" y en algún caso extremo a la forma: "no instrumentalizarás a los seres vivos", vegetales incluidos.

He de señalar que este asunto adopta en ocasiones las formas extrema de la erección del mundo natural en una equilibrada pureza que la presencia del hombre enturbiaría. Este asunto viene de lejos y retorna cíclicamente en la historia del pensamiento. Cabe ilustrarlo simplemente por la confrontación que en su día mantuvieron Voltaire y Rousseau.

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20 de marzo de 2020
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La causa de la naturaleza y la causa del animal de razón (III): humanismo luego ecologismo

 

Señalaba en la anterior columna que tener cuidado de la naturaleza, evitar maltratarla, es un corolario directo no ya de la razón ilustrada sino de la moralidad general. El problema es sin embargo delimitar suficientemente el concepto de "maltrato", encontrar criterios que permitan trazar una frontera entre lo que es maltrato y lo que es instrumentalización legítima de nuestro entorno. Al señalar que hay maltrato cuando la instrumentalización que se hace de la naturaleza es estéril (o hasta perjudicial) para la causa final del hombre, obviamente se está excluyendo ya de la moralidad toda utilización de recursos naturales que, favoreciéndonos puntualmente, pueda suponer amenaza para el futuro. En suma: luchar por una naturaleza sana es un corolario inmediato del amor a la naturaleza humana, corolario del deseo de que el ciclo de las generaciones esté garantizado, a fin de que el lenguaje y la razón persistan. En términos claros: 

La causa de la naturaleza es una exigencia primordial de la causa del hombre. El sano egoísmo de especie hace del ecologismo un imperativo. Y la fidelidad a este criterio ha de determinar también nuestro comportamiento con esa expresión superior del orden natural, esa emergencia, que supone la vida y particularmente la vida animada.

Me atrevo a decir que la causa de la salud de nuestro planeta carece incluso de significación si se hace abstracción de la causa del hombre, entre otras razones porque el hombre es el único animal al que pre-ocupa la cuestión de la naturaleza, es decir se inquieta por la misma con independencia incluso de que el equilibrio natural muestre síntomas de hallarse amenazado, emblema de lo cual es la aproximación desinteresada, movida por la exigencia de inteligibilidad, que constituye la ciencia natural.

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17 de marzo de 2020
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La causa de la naturaleza y la causa del animal de razón (II): la naturaleza se deja desvelar pero no violar

La secuencia misma de las civilizaciones es signo de haber alcanzado ese singular y difícil equilibrio al que me refería en la columna anterior: mantener un ámbito privilegiado para el hombre, sin herir el entorno natural que sirve de soporte. Toda civilización es la expresión emblemática de esa capacidad humana de conocer lo que la naturaleza permite, y transformarla en consecuencia. Pues si se intenta ir más allá, la naturaleza pone al osado en su sitio. De sentirse violentada, o simplemente ignorada, la naturaleza se rebela, haciendo inviable la persistencia misma del ser que la agrede.
Nuestra relación con la naturaleza tiene necesariamente un aspecto conflictivo, del que solo con inteligencia podemos salir bien parados. La naturaleza responde a una necesidad implacable que no permite milagros: se deja desvelar, por la ciencia, pero nunca someter ni violar, pues lo único que la técnica del hombre puede hacer es explotar sus posibilidades internas de transformación.

La inteligencia en su relación con la naturaleza compensa en el ser humano lo frágil de su animalidad. Por ello, que el hombre haya cruzado la frontera de lo que la naturaleza está dispuesta a tolerar, es la prueba mayor de una suerte de común ceguera. Prudente era al respecto la advertencia de Horacio a todos aquellos que quisieran ignorar su propio fondo: "Expulsa la naturaleza con una furca, retornará siempre".

Este retorno no deseado adoptará formas catastróficas que harán inviable lo que ha de ser objetivo final de nuestra acción: la causa del ser humano. Por ello indicaba que la idea misma de civilización supone un equilibrio respecto a la naturaleza.

Pues bien:
Cabe decir que hay abuso del entorno natural cuando su explotación es estéril (o hasta perjudicial) para la causa final del hombre, que pasa por la forja de un entorno que garantice no ya su subsistencia sino su dignidad y la fertilidad de sus facultades como animal racional. Extraer de la naturaleza lo más beneficioso para el género humano sin agredirla, y ni siquiera forzarla. Actualizar simplemente aquellas de sus potencialidades que nos convienen, intentando paliar los efectos de aquellas otras que nos son perjudiciales.

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13 de marzo de 2020
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La causa de la naturaleza y la causa del animal de razón (I): Preliminares

Hay general acuerdo en que la defensa de la causa del hombre no puede hoy ser disociada de la preocupación por el entorno natural, pero quizás hay menos unanimidad a la hora de establecer la jerarquía entre ambos objetivos. Aunque ya he abordado esporádicamente el tema en este foro, inicio hoy una serie de columnas en las que intentaré sentar los términos del problema, sin eludir (desde el mismo comienzo) una toma de posesión.
 

Y antes de seguir un recordatorio filológico que en otro tiempo hubiera podido obviar (el lector que quiera información más precisa al respecto puede simplemente consultar en internet un claro artículo de Rosario González Galicia que lleva el título de "A vueltas con la palabra hombre" -por cierto con unos versos de Lucrecio que la autora ofrece en magnifica traducción de Agustin García Calvo):

Cabe utilizar la palabra "hombre" para referirse al varón por oposición a la mujer Pero también se usa el término para referirse en general al ser de razón y de lenguaje que (por oposición a eventuales dioses) es un animal, procede de la tierra, "humus", y a ella retornará en la inevitable inhumación. Así, como el latino "homo", y yendo más lejos el griego "ánthropos", "hombre" puede ser un varón (aner, uir) o una mujer (gine, mulier).

Ciertamente cuando decimos que tal o cual es un "misántropo" estamos sugiriendo que evita a los humanos en general y no sólo a los varones. Simétricamente cuando se habla de la "Declaración de derechos del hombre" no se está pensando en un articulado que no concerniría a las mujeres. Por ello, me referiré aquí al ser humano utilizando el término genérico "hombre", dando por supuesto que la diferencia entre hombres y mujeres s irrelevante desde el punto de vista de lo que nos distingue de los otros animales (por usar los términos de Aristóteles no es una diferencia eidética, es decir, forjadora de especie, sino puramente material) Y tras este preliminar voy al tema anunciado.

Como el de los demás animales, el cuerpo del hombre (homo) está llamado a retornar al solar (humus) del que directa o indirectamente procede. Y con la dispersión del cuerpo desaparecerá también ese prodigio de la historia evolutiva que es el lenguaje, al que tal cuerpo daba soporte. Por otra parte ese fruto del lenguaje que es la ciencia natural sabe que no habría animales sin que las condiciones de solar terrestre lo hubieran posibilitado, y en consecuencia no habría tampoco ese resultado del "humus" que es el "sapiens" (la paradoja es que sólo el lenguaje atestigua que ello es necesariamente así, lo cual constituye un círculo vicioso que remite a un enorme problema metafísico que ahora dejo de lado). Por ello al hombre le interesa el entorno: mantener el equilibrio del entorno natural es un corolario directo de la razón ilustrada, pero de hecho es también un imperativo implícito de la moralidad general.

El problema es sin embargo delimitar suficientemente el concepto de equilibrio, encontrar criterios que permitan trazar una frontera entre lo que es abuso del marco natural y lo que es instrumentalización legítima del mismo. En este tema se centrarán las próximas columnas.

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10 de marzo de 2020
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Guardianes del recuerdo

"Guardianes del recuerdo de la edad dorada, garantes de la promesa que la realidad no es lo que se cree, que el esplendor de la poesía, que la luminosidad maravillosa de la inocencia pueden resplandecer y pueden llegar a ser la recompensa que nos esforzamos en merecer" (Marcel Proust).

¡Para vivir hay que mentir! Ahí reside el escándalo, la matriz del más radical nihilismo, pues conduce a desesperar de las palabras, perder la confianza en el valor de lo que somos, de lo único que realmente nos singulariza entre los animales. Aunque todos los niveles de mentira están cargados de muerte para el alma, hay quizás un salto gradual cuando se pasa de engañar a engañarse, de enredar a los demás a enredarse a sí mismo. ¡Para vivir hay que mentirse!

Antes que la mentira hubo el momento luminoso de la ficción, una construcción imaginaria que se añade a lo cotidiano, e incluso se sustituye al mismo. La mentira es ciertamente otra cosa, resultado quizás del descubrimiento de que, valga o no por sí misma, la ficción es útil precisamente para sacar provecho en el mundo empírico que antes sustituía o doblaba.

Y no es que soportemos la atmósfera viciada de la mentira, sino que hemos mutado hasta adaptarnos plenamente a ella. De ahí la conformidad con la que asistimos a las omnipresentes formas de lenguaje falaz, desde el mensaje del político de turno, hasta la trivial propaganda en la se nos dice que, dada su composición, al adquirir un determinado producto se está contribuyendo a la causa ecológica. La mentira ha empapado el cuerpo social y no nos erigimos contra ella sino que, como mucho, intentamos soslayar aquellas modalidades que pueden directamente perjudicarnos.

Y sin embargo los hombres que para vivir han de mentir son capaces de poner piedra sobre piedra para que ciertos paisajes (me viene a la cabeza el de la montaña navarra) se armonicen y enriquezcan con casas de campesinos que tienen la dignidad y hasta la firmeza desafiante de las casas de los poderosos. Esos hombres consiguen elevar puentes sobre el cauce de los ríos, con un riguroso saber- traducido o no en formulas- de la potencia de aguante de los materiales que han de soportarlos. Esos hombres, la mayoría de las veces sin pretensión alguna, contribuyen a que el marco de la vida cotidiana sea posible (quizás sólo con una parte diminuta en el conjunto pero siempre imprescindible).

Muchos pensadores, artistas o escritores se han sentido a un momento u otro atravesados por el sentimiento, no ya de total dependencia de los demás en la vida cotidiana, sino de ser perfectamente prescindibles, de que su desaparición no supondría perturbación alguna en el entorno social. Se habrán entonces congratulado por el mero hecho de que haya personas cuya disposición (de hecho expresión de un amor a la técnica) haga posible el mantenimiento de ese entorno: esas personas que garantizan el funcionamiento de sistemas de canalización, o que saben controlar la fermentación de un mosto, haciendo así posible ese signo de civilización que es una sencilla fiesta del vino.

La reflexión nos dice que el saber profundo delicado y meticuloso de estos hombres que garantizan la cotidianeidad no evita que huyan de la verdad, y que lo hagan casi de forma " natural" es decir, movidos por un instinto de conservación, intentando evitar lo insoportable. En esta contradicción estamos: aquellos que por la técnica hacen posible la vida humana participan del mecanismo que conduce a poner entre paréntesis la verdad de la condición humana. Son a la vez lo más admirable por su inteligencia (práctica porque teórica, es decir, simplemente inteligencia) y lo mayormente contrario al espíritu que apunta a la verdad -¡ a cualquier precio! Nietzsche dixit.

Y la mención de Nietzsche hace evocar a Hegel: esa contradicción entre despliegue de la inteligencia y horror de la re- velación, esa contradicción entre admirable construcción humana y renuncia a ver, es simplemente lo que hay que asumir.

¿Razones últimas de tal contradicción? ¿Razones del hecho que los artesanos constructores de Ferrara o Pisa y conservadores en última instancia de estas admirables ciudades, estén abiertos a la execrable mentira que supone el discurso por entero de un Salvini? Entre ellas eso que Jacques Lacan designaba mediante la expresión "lo insoportable", una de cuyas modalidades es el hecho de que el destino inevitable de la forma acabada (de aquello que el lenguaje humano-y sólo él- erige en belleza) sea romperse o hacerse pedazos. Proceso de corrupción que, al ser interpretado por ese mismo lenguaje humano, es causa de "fobos", el terror trágico de los griegos. Pues la erección por el lenguaje de la forma en "lo bello", implica que la de-formación no sea ya materia neutra sino lo carente de perfección u orden, lo in- mundo, que sólo una gran entereza permitiría confrontar.

Así la capacidad de conferir significación que tienen las palabras cuenta quizá entre las causas últimas del rebajamiento que supone la reducción de esas mismas palabras a instrumento, causa de esa utilización del lenguaje consistente de entrada en engañar y más profundamente en engañar-se.

Una vez contaminada el alma, habrá quizás momentos en los que la verdad pueda volver. Algo posibilitará de nuevo un sentimiento de existencia verídica. Pero ese algo, ese "guardián", no nos retraerá a la edad dorada sino a su recuerdo, es decir a un efecto del lenguaje. Y tal fortuna no se alcanzará sin lucha, pues lo único que surge sin lucha -en los sueños atroces - es la consecuencia de haber repudiado nuestra humanidad. Tal fortuna se alcanzará tan sólo como resultado de una ascesis para olvidarse de uno y reconciliarse con las palabras:

"(...) que el esplendor de la poesía, que la luminosidad maravillosa de la inocencia pueden resplandecer y pueden llegar a ser la recompensa que nos esforzamos en merecer".

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29 de enero de 2020
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Fuerza y fragilidad de los grandes filósofos

Refiriéndose a la disposición de espíritu de Fausto, Gerard de Nerval (traductor de la obra al francés) escribe que, tras mantener la tensión del espíritu durante largo tiempo, "la fría realidad" le hizo reencontrar su "mundo de polvo", no sólo la conciencia de la dificultad de avanzar en el conocimiento, sino quizás también la pérdida de pasión por mantener la apuesta. Y el gran y desafortunado poeta que fue Nerval añade:

"Este anhelo de la ciencia y de la inmortalidad, Fausto lo poseyó en alto grado, elevándolo a menudo a la altura de un dios, o de la idea que del mismo nos hacemos, y sin embargo todo en él es natural y previsible; pues si tiene toda la fuerza de la humanidad, posee también toda su fragilidad".

Compartiendo accidentalmente mesa y conversación en una hostería italiana, al decir que yo era profesor de filosofía uno de los comensales respondió socarrón con la siguiente boutade, relativa a la idea que él tenía de lo que es un filósofo: "Llueve dice el uno; sí...llueve, ratifica mecánicamente un segundo; llueve...paciencia, dice el tercer amigo con grave y resignada entonación". Así pues mi ocasional contertulio compartía la imagen del filósofo como aquel que se complace en buscar (¡y encontrar!) significación oculta hasta en los hechos o circunstancias más triviales.

Entre las representaciones populares de la filosofía cuenta asimismo la que ve en ella un método de consolación frente a la adversidad. Es frecuente asimismo la representación del filósofo como conducido por su propia lucidez a una visión negra de la condición y destino de los humanos. Hay sin duda algo de esto último en varios de los grandes, desde Montaigne hasta el Schopenhauer que veía en la acción humana una estéril lucha por superar su esencial carencia, pasando por Voltaire, indignado ante el hipotético Hacedor al tener noticia del terremoto de Lisboa.

Pero existe también la imagen de la filosofía como radical optimismo. Emblema de la misma es la figura de Leibniz, afirmador del mundo que es el nuestro como el mejor de los posibles, visión contra la que, como veremos, se alza explícitamente Voltaire: Candide ou l' optimisme es en efecto el título completo de su Candide, dónde se presenta la teoría de Leibniz a través de un personaje que se declara partidario de la misma, llamado caricaturescamente Pangloss, todo lengua, políglota si se quiere, aunque también lenguaraz.

Pero Leibniz no es el único. El gran Descartes, además de haber tenido una vida cosmopolita, galante y aventurera (en lo cual ya de por sí puede verse un indicio de disposición afirmativa) es un radical optimista, al menos en el plano epistemológico: convencido no sólo de la unidad en sí de la razón, sino de que tal unidad puede ser alcanzada por el esfuerzo humano, logrando que ello se traduzca en un saber que se situaría en la intersección de todas las disciplinas científicas y filosóficas, sin olvidar las artísticas, como la música. Me atrevo a decir que la figura misma de Descartes permite apostar por la imagen de un humano que explora, se enfrenta, ama y conoce... eventualmente en esa "serenidad de un plácido retiro" a la que se refiere en el Discurso del Método.

Se atribuye al pensador y hombre político Antonio Gramsci la frase según la cual convendría aliar "el pesimismo de la inteligencia y el optimismo de la voluntad". Defensor a ultranza del peso de una voluntad afirmativa lo fue Nietzsche, y ello pese a la tremenda prueba que, de hecho, la vida supuso para él, sobre todo en los años de sombra, cuando la degradación física se aunó al dolor anímico por su deslizamiento hacia el umbral de la locura.

Sin embargo, ni el pesimismo de los unos ni el optimismo de los otros es una ingenua disposición a priori. En todos los casos se trata del optimismo que sabe del mal y el dolor (incluso por abrigarlos), y del pesimismo que siente la profunda emoción que supone el menor triunfo ante el reto tremendo del pensar; emoción ante el mero hecho de que resulte efectivamente una idea que antes no se daba, plasmada en una secuencia de conceptos hasta entonces nunca articulados. Todos los grandes de la filosofía son emblema de esta disposición mantenida a lo largo de unas vidas en las que conocieron la ingratitud, el dogmatismo ignorante, la persecución y, en suma, la injusticia. La filosofía, ¿ciencia "de los hombres libres" (según la caracterización aristotélica)? Raras veces fueron empíricamente libres los grandes de la filosofía, pues cuando lo permitía la sociedad, por lo aparentemente privilegiado de alguna circunstancia, no lo permitía la necesidad natural. Pero sí tuvieron en común el alzarse contra las trabas que dificultan la más genuina de las aspiraciones humanas. Y esta actitud además de acarrearles persecución (fruto en ocasiones de la rivalidad narcisista o de la envidia) les hizo víctimas de la incomprensión.

Obviamente el filósofo como persona concreta marcada por imperativos personales, ideológicos, patrióticos etcétera, participa de la evasión colectiva, pero no lo hace en tanto filósofo. La filosofía es algo más que un esfuerzo en el conocimiento, es un esfuerzo en la matriz misma del conocimiento; es proyecto de inmersión en aquello a través de lo cual la mayoría de las vivencias humanas encuentra soporte. Pero obviamente no habrá fuerza para esta lucha sin un principio afirmativo, sin sentir que algo en esa fragilidad que supone ser un animal que habla es simplemente admirable, y que pese a la impostura que marca a fuego el mundo cotidiano, el cuerpo de tan raro animal encierra una potencialidad de hacer emerger formas, pensamientos y palabras; potencialidad sin duda endeble y pasajera, pero renovada en el mismo renovarse de las generaciones.

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10 de diciembre de 2019
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La física y la tragedia

 

He enfatizado muchas veces aquí el hecho de que la filosofía tiene lugar y lengua de nacimiento, a saber, la Jonia de los pensadores llamados presocráticos y la modalidad de lengua griega que allí se hablaba. Y asimismo he defendido que de entrada la filosofía es meta-física es decir: reflexión que sigue a la física (en este caso la física a la vez elemental y profunda de los Tales, Anaximandro, Anaxímenes, etcétera). En tal perspectiva la filosofía es una consecuencia de que en Jonia haya aparecido una concepción de la physis que hace posible la física, es decir, una visión del entorno natural como estando dominado por una intrínseca necesidad, que además tendría por así decirlo la ventaja de ser trasparente a la razón, de tal manera que el esfuerzo humano por desvelarla no sería baldío. Y he sostenido que este doble presupuesto constituye una suerte de vuelco espiritual que va más allá del grado de brillantez que alcanza una civilización dada y que (de ser considerado como singularidad de la cultura jónica) constituiría la aportación mayor de Grecia en relación a las grandes civilizaciones de las que se nutre. 

La eventualidad de esos dioses tan presentes como protagonistas en la civilización homérica, a cuyo designio la naturaleza se sometería, podría (en el caso de que su voluntad nos fuera favorable) ser una promesa para nuestras necesidades vitales, pero constituiría sin embargo una amenaza para nuestro deseo de intelección, al hacer de la naturaleza un teatro para la manifestación de voluntades caprichosas. El nacimiento de la física supone al menos una relativización de tales voluntades. El físico se confronta a la necesidad natural no a los dioses. 

Y sin embargo, cuando se piensa en el conjunto de condiciones que se dieron en Grecia para que emergiera la filosofía no cabe hacer abstracción precisamente del teatro, sean o no protagonistas los dioses. Esto viene a la mente simplemente recordando algunos de los nombres mayores del pensamiento filosófico, pues si filósofos son Galileo y Descartes, filósofo es asimismo Nietzsche, nombre que de inmediato hace evocar la tragedia y su nacimiento. 

Condiciones pues de la filosofía: nacimiento de la física, pero también...nacimiento de la tragedia. Quizás por este orden, de lo cual es incluso indicio el hecho de que Tales de Mileto (654-546) ya está muerto cuando Esquilo (525-456) viene al mundo.

Nacida en Asia menor la filosofía tiene por así decirlo cristalización en la Atenas de la Academia platónica, es decir en el lugar que encarnaba, si no una sociedad libre sí al menos el proyecto de libertad y las discusiones sobre la condición de posibilidad de la misma. Y esa Atenas filosófica es continuación de la Atenas de Pericles, es decir, una ciudad en la que desde la educación primaria se aprendía oratoria y se iniciaba a la discusión de los grandes problemas morales, pero también una ciudad en la que el estado mismo organiza las grandes fiestas religiosas y el teatro trágico. Y en el teatro también se presentaba al problema de la necesidad, no en relación a la naturaleza en general si no a la naturaleza del hombre, víctima de decisiones propias que se revelaban ser efectos del capricho de las moiras.

He citado en alguna ocasión aquí las palabras de Sócrates en el Fedón, cuando en el umbral de la muerte dice a Tebes que en su juventud había alimentado un exaltante deseo por esa ciencia (Sofía), que llaman física (kalousi peri physeos historian). Sabido es que en su edad adulta la física no fue ya la primera preocupación del maestro. Cabe ver en ello un indicio de que el destino del pensamiento que en Jonia se pregunta por el ser de las cosas es efectivamente acabar preguntándose por el ser de quien pregunta. Pues Sócrates no es desde luego el único. Así por ejemplo la imagen de Demócrito está fuertemente asociada a la de una física determinista, y sin embargo los fragmentos que de él nos han llegado son más bien relativos a temas de ética. 

Se arranca hablando del devenir de las cosas naturales y se acaba hablando del destino (o quizás ciego albedrío) de los hombres. Se evoca siempre el hecho de que intentando paliar la hecatombe que los dioses preparan para los hombres en la tragedia de Esquilo Prometeo les ofrece el fuego. Pero se recuerda menos que también les enseña la noción de tiempo, los principios de los números y la escritura. Dotado de todos estos recursos el hombre conoce, ama y simboliza. No lo hace obviamente en una suerte de limbo feliz, pues una sociedad de hombres entregados a las actividades propias de su especie, tiene como condición la el que cada individuo asuma lo irremediable de su finitud; es así una sociedad tan creadora como lúcida en relación a la inutilidad de la esperanza, una sociedad trágica.

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21 de noviembre de 2019
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Cabezas de col segadas

Protagonista mayor del denominado Terror en la Revolución francesa fue Antoine Fouquier-Tinville, quien sería guillotinado en 1795, por sentencia del mismo Tribunal Revolucionario del que era acusador público, tras un duro alegato del nuevo fiscal, quien le acusa precisamente por el número de personas que había llevado al cadalso: personas de ambos sexos y de toda condición social, mujeres embarazadas incluidas. Advertido de que estaba amenazado, Fouquier-Tinville se negó a huir, presentándose antes de ser requerido, convencido de que se había limitado a ser consecuente con las leyes y aseverando en su defensa: "Yo era el hacha de la revolución. ¿Se castiga pues a un hacha?".  

Pese a esta firmeza, antes de su caída hay un momento en el que el mismo Fouquier-Tinville parece sentir escrúpulos y dudar del camino emprendido, pero el brazo del hacha tiene inmediato relevo en un Saint Just exclamando: "Basta de compasión, basta de debilidad con los culpables". Cuando también Saint Just es arrastrado por la ola y sube al cadalso junto a Robespierre, podría creerse que el Terror había sido un momento de desvarío en el que nadie reconocería haber participado y al que en cualquier caso nadie con buen juicio encontraría justificación. Pues bien:
En el capítulo VI de su "Fenomenología del espíritu", tras el apartado dedicado a la Ilustración (II. Die Aufklärung) Hegel abre una reflexión sobre la libertad absoluta y el Terror (III Die absolute Freiheit und die Schrecken) en la cual puede leerse:

"La única obra (Werk) y la única acción efectiva (Tat) de la libertad universal es por consiguiente la muerte, una muerte que carece de todo alcance interior, una muerte que no es realización de nada (...) la más fría y superficial de las muertes, sin mayor significación (Bedeutung) que la que tiene el arrancar una cabeza de col o sorber una porción de agua. En la superficialidad de esta sílaba sin expresión reside la sabiduría del gobierno, la comprensión de la voluntad universal, su realización".

Hegel no pronuncia la palabra Revolución ni hay referencia explícita a Francia, pero sin duda el Terror (der Schrecken) que se enuncia en el título es perfectamente identificable, como lo es la referencia a la más fría y carente de sentido de las muertes, esa muerte garantizada por el gobierno jacobino.

En una tremenda y exhaustiva reflexión sobre la significación de las dos metáforas del párrafo de Hegel (arrancar la col y sorber una porción de agua) James Schmidt ("Cabbages Heads and Gulps of Water..." Political Theory 26:1 -1998 4-32. Boston University) cita una carta del filósofo (escrita en la Nochebuena de 1794 desde Berna a su antiguo compañero del seminario Schelling) relativa a Konrad Engelbert Oelsner, que conocía por dentro la Revolución Francesa y que había incluso sido detenido durante ocho días en los tiempos del Terror:

Por casualidad tuve ocasión de hablar hace unos días con el autor de las cartas que tú bien conoces, firmadas con una O en Minerva de Archenholtz, supuestamente escritas por un inglés. En realidad se trata de un ciudadano de Silesia llamado Oelsner (...) Oelsner es todavía un hombre joven, pero se ve que ha vivido muchísimo (...) Sabes probablemente que Carrier [jacobino prominente implacable en la petición del cadalso para Luis XVI] ha sido guillotinado. ¿Sigues leyendo los periódicos franceses? Este juicio ha sido muy importante y revela la completa infamia (Schändlichkeit) de los Robesperrianos". 

¿Cómo casa esta calificación de completa infamia con los citados textos de la "Fenomenología del Espíritu" que parecen conferir legitimidad a ese terror del que fueron víctimas muchos de los que apostaron por la Revolución? En su singular jerga y estilo, Hegel viene a decir: la secuencia revolucionaria, terror faccioso incluido... ¡no hubiera podido ser de otra manera! Pues una necesidad imperiosa (más fuerte que la necesidad natural, mera modalidad de la anterior) regía todos y cada uno de los pasos.

Esta idea hubiera sublevado a alguien como Voltaire, por dos razones: en primer lugar por considerarla meramente especulativa, sino fantasiosa; en segundo lugar porque si efectivamente fuera conforme a algún tipo de racionalidad, no haría sino probar esa brutalidad de lo que la naturaleza y la sociedad ofrecen, el sarcasmo que supone la idea leibniziana del mejor de los mundos. 

Pero la disposición de espíritu de Hegel es de alguna manera opuesta a la de. Del fervor inmediato por los acontecimientos revolucionarios, Hegel pasa a extraer la médula de estos acontecimientos y de allí a la convicción propiamente filosófica (es decir expuesta como resultado de una necesidad conceptual) de que el proyecto profundo de la Revolución, la verdad escondida tras la toma de la Bastilla, la Declaración de los Derechos del Hombre, pasa no sólo por la ejecución de un soberano, la mediación por el Terror, sino incluso el menosprecio de las buenas intenciones carentes de efectividad.

¿Revolucionarios como la pensadora Olympe de Gouges o el poeta André Chenier podían abrigar el consuelo racional de que su subida al cadalso no era vana? Más lucidos serían, vendría a decir Hegel, si asumieran que su agitación había sido estéril, que su muerte, su inmediata inmersión en la nada, era concordante con la nada que supondría ya el haber vivido en un mundo de meros proyectos morales. Tremendo párrafo al respecto (y como antes decía dura jerga):

Frente al gobierno [entiéndase revolucionario], como la voluntad universal efectiva, no hay más que la voluntad pura inefectiva, la intención. Ser sospechoso viene a sustituirse a ser culpable, tiene la misma significación (Bedeutung) y el efecto (Wirkung) es el mismo. Y la reacción (...) consiste en la brutal destrucción de este Ser ensimismado al cual nada puede ser arrancado sino el mismo ser".

Hegel por así decirlo lo justifica todo porque lo entiende todo, o mejor dicho lo contempla todo (o eso pretende) desde el concepto, el reino de sombras al que todo obedece y todo hace necesario. 

¡Tanto más doloroso e injusto! clamaría indignado Voltaire, no dispuesto a hacer de necesidad virtud ya se tratara de la ley de dios, el movimiento del hegeliano espíritu absoluto o la irreductibilidad de la naturaleza: "Engañados filósofos que proclamáis: "Todo está bien"/ Acudid, contemplad las ruinas horribles, / Los fragmentos, los guiñapos, estas pobres cenizas".

 

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13 de noviembre de 2019
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¿No perder la esperanza?… No perder el juicio

El filósofo vasco Patxi Lanceros (El robo del futuro, Catarata, Madrid, 2017, p. 45) cita una frase de Edgar Morin relativa al principio de esperanza "Sólo si logramos combinar los logros del pasado con las expectativas del presente podremos hablar de resurrección de la esperanza. Pero no olvidemos que esperanza no significa certidumbre, sino posibilidad".
 

Tratándose sólo de una posibilidad no deberíamos apostar todos nuestros cuartos a la esperanza. Y sin embargo el mismo Lanceros cita esta frase del sociólogo Zygmunt Baumann "Si perdemos la esperanza será el fin, pero dios nos libre de perder la esperanza".. Pues bien: 

Parece que efectivamente Dios nos libra, pues la esperanza y su potencia vivificante se despliegan en las más adversas condiciones, siendo variable poco importante el que la probabilidad de lo proyectado sea escasa. De hecho las esperanzas que mayor consuelo han aportado a la humanidad no entran siquiera en la problemática de las probabilidades: nula es la probabilidad de una vida eterna, es decir, una vida contraria al segundo principio de la termodinámica, y sin embargo ha constituido una de las causas finales mayormente movilizadoras de la historia.

La esperanza como principio ha sido erigida en cimiento sustentador de la actividad humana por multitud de moralistas. Sin duda por tribunos de cierta concepción del tipo de finalidad que anima las grandes luchas sociales, pero sobre todo -y en todas las épocas- por émulos o predecesores de los actuales predicadores evangélicos. En todo caso moralistas para quienes, de no estar regida por la esperanza, la vida humana no parecería deseable y quizás ni siquiera posible. El principio de esperanza nos marcaría desde el arranque en la infancia, y así un niño no amamantado por la palabra materna en la esperanza sería de alguna manera un hijo de la muerte. Un relato de la narradora y poetisa Teresa Colom (La senyoreta Keaton i altres bèsties, Edicions 62, Col.leció La butxaca, 2016) tiene como protagonista a un niño que "pronunció su primera palabra" teniendo como único testigo a la muerte, la cual, usurpando las funciones de madre, había tomado buen cuidado de que en la criatura no anidara la esperanza:

"Pero la Muerte, experta en arrebatar la vida, no en engendrarla, había olvidado una cosa al tomar el relevo del vientre de la madre muerta, un elemento imprescindible que la Vida entreteje meticulosamente y sin excepción en todas las existencias para que se mantenga aferrado a ellas hasta el último suspiro. Olvidó dotar al niño de esperanza".

La consecuencia de ello es implacable. Al sentirse no ya desesperanzado de hecho, sino incapacitado por esencia para la esperanza, ese niño se siente llamado a abismarse:

"El niño no había sabido nunca de dónde había salido, pero fue a buscar la tierra que intuía más blanda, la que más veces había visto remover, donde no había lápidas, ni féretros, el pedazo de cementerio más alejado de los transeúntes, del mercado, la fosa. 

"No perder la esperanza...". Y sin embargo retomo, tras muchos otros, una pregunta aquí ya otras veces planteada directa o indirectamente: ¿no será precisamente la erección de la esperanza en principio de la acción y del pensamiento, lo que, evitando que asumamos lo real, hace que no seamos capaces de una vida cabalmente humana?

La entrega a la esperanza equivale a dejar legislar lo imaginario, y lo imaginario es la matriz del sueño. Hay sueños fértiles, pero hay también ese sueño sthendaliano que inspira la interrogación de Unamuno: "Soñar la muerte ¿no es matar el sueño?" pero sobre todo: "Vivir el sueño ¿no es matar la vida?"

Lejos de contribuir a afrontar los retos que supone todo proyecto de construcción espiritual, el anclaje en la esperanza se convierte a menudo en el expediente que permite precisamente evitar esa confrontación. En este sentido, la religión sería efectivamente la plasmación mayor de la legislación de la esperanza.

La esperanza meramente imaginaria es en ocasiones alimentada, por así decirlo, para dar ánimos, como el médico oculta lo radical de la dolencia para que el enfermo no se desmoralice. Otras veces la postulación de la esperanza no apunta (o no exclusivamente) a objetivos de salvación individual, sino de dignificación colectiva; la esperanza es entonces concebida como arma para que el ser humano no desfallezca en el noble proyecto de alcanzar la realización plena de su naturaleza de ser de razón...en un mundo por venir. Pero aquí hay derecho a una elemental pregunta: ¿qué pasa entre tanto? Si estamos en el día y vida de una cotidianeidad insustancial, o incluso en la situación de un prisionero o de un enfermo, de tal manera que (excluido el alcanzar uno mismo a ser parte de la humanidad liberada y creativa) ni siquiera hay perspectiva de seguir mucho tiempo luchando por la misma... ¿qué hacer entonces? 

Desde luego, si no una respuesta explícita, el propio Ernst Bloch, apostol mayor del "Principio de esperanza" (título de su libro quizás más célebre) nos da un ejemplo, y no precisamente en el hecho de incitarnos a la esperanza, sino en su propio esfuerzo por dar aliento al pensamiento (tuviera él mismo esperanza o no la tuviera). Y así nos encontramos con un autor que nos ofrece espléndidas reflexiones sobre realizaciones históricas, literarias, artísticas, científicas, musicales, etcétera. Reflexiones vinculadas por la reivindicación del principio de esperanza, pero que hubieran podido tener un hilo conductor bien diferente, ciertamente entonces con interna transformación, pero quizás el mismo grado de vitalidad.

¿Dios nos libre pues de perder la esperanza? Más bien cabe desear que la buena suerte nos libre de perder el pensamiento, ese continente, al decir de Horkheimer, de toda esperanza legítima (Adorno T.W. y Horkheimer M, Hacia un nuevo manifiesto. Eterna Cadencia, 2014. Traducción de Mariana Dimópulos). Entre la exacerbación de la razón pragmática y un descontrol cómplice de la locura, sólo el pensamiento en acto, pensamiento en lucha con asuntos de extrema dificultad, aparece a Horkheimer como forma de afirmación de nuestra naturaleza (festiva afirmación de nuestra naturaleza, me atrevería a decir) cuando escribe: "En el acto de pensar está encerrada toda la esperanza".

La frase dice ciertamente que la aspiración a una situación de mayor bienestar, belleza y dignidad, la aspiración utópica, sólo alcanza legitimidad si el pensamiento lúcido y confrontado la sostiene, es decir, si el pensamiento contempla las condiciones en las que puede venir a ser realizada. Pero hay algo más: en un momento en el que la polaridad teoría- praxis era para los intelectuales un debate mayor, la frase de Horkheimer indicaba que el despliegue mismo del pensamiento equivale a realización de la más legítima esperanza, que el pensar es en sí mismo riqueza esencial, que el pensar nos hace ser. Vieja historia en realidad:

"Soy una cosa que piensa (je suis une chose qui pense)" dice de sí mismo el narrador del Discurso del Método en el momento álgido de su meditación, es decir, cuando aplicando su duda metódica ni siquiera puede afirmar con certeza apodíctica que el entorno inmediato (el fuego en la chimenea, el pliego sobre el que escribe, la propia mano que sostiene la pluma, etcétera) son otra cosa que resultado de una vivencia onírica ("pues no he de olvidar que tengo costumbre de dormir").

Y remontándose a Jonia "lo mismo pensar y ser (tò gàr autò noeîn estín te kaî eînai ...)", arranque de la "Vía de la Verdad" en el poema de Parménides. Cabe incluso extender la sentencia en el sentido de que hay también coincidencia entre ser y ser pensado, pues ¿qué garantía hay de que algo es en ausencia de testigo? Pero dejo este problema ontológico relativo al ser de las cosas, para limitarme al ser que piensa, y cuya fidelidad a sí mismo pasa por hacerlo radical y decididamente, depositando en este acto sus expectativas y alejándose de aquellas modalidades de la esperanza que sólo responden a la imaginación no controlada por los símbolos, la imaginación como arma de consuelo.

 

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4 de noviembre de 2019
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El Boomeran(g)
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