El alma".
( Jules Michelet, la Mer)

Victor Gómez Pin se trasladó muy joven a París, iniciando en la Sorbona estudios de Filosofía hasta el grado de Doctor de Estado, con una tesis sobre el orden aristotélico. Tras años de docencia en la universidad de Dijon, la Universidad del País Vasco (UPV- EHU) le confió la cátedra de Filosofía. Desde 1993 es Catedrático de la Universitat Autònoma de Barcelona (UAB), actualmente con estatuto de Emérito. Autor de más de treinta libros y multiplicidad de artículos, intenta desde hace largos años replantear los viejos problemas ontológicos de los pensadores griegos a la luz del pensamiento actual, interrogándose en concreto sobre las implicaciones que para el concepto heredado de naturaleza tienen ciertas disciplinas científicas contemporáneas. Esta preocupación le llevó a promover la creación del International Ontology Congress, en cuyo comité científico figuran, junto a filósofos, eminentes científicos y cuyas ediciones bienales han venido realizándose, desde hace un cuarto de siglo, bajo el Patrocinio de la UNESCO. Ha sido Visiting Professor, investigador y conferenciante en diferentes universidades, entre otras la Venice International University, la Universidad Federal de Rio de Janeiro, la ENS de París, la Université Paris-Diderot, el Queen's College de la CUNY o la Universidad de Santiago. Ha recibido los premios Anagrama y Espasa de Ensayo y en 2009 el "Premio Internazionale Per Venezia" del Istituto Veneto di Scienze, Lettere ed Arti. Es miembro numerario de Jakiunde (Academia de las Ciencias, de las Artes y de las Letras). En junio de 2015 fue investido Doctor Honoris Causa por la Universidad del País Vasco.
( Jules Michelet, la Mer)
Se trata en todo caso de una obra brillantísima en lo literario y audaz en la argumentación, que puede ser abordada desde muchas perspectivas, tal como es efectivamente el caso de la edición que tengo en mente (Marco Tulio Cicerón De Senectute, Triacastella Madrid, 2001), que a un estudio filológico-historiográfico añade un segundo estudio desde el punto de vista médico y un tercero antropológico-cultural. El protagonista principal del De Senectute es Catón el Viejo, al que se atribuyen ochenta y cuatro años y que tiene como interlocutores a dos jóvenes: Publio Escipión Emiliano (conquistador de Numancia y de Cartago) y Lelio. Catón de ninguna manera encarna una senectud decrépita sino todo lo contrario, hasta el punto de que los jóvenes Publio y Lelio quedan estupefactos por su brillantez y acuidad de espíritu.
Pues bien:
Mi amigo el psiquiatra Federico Menéndez Osorio me remite un escrito firmado por El Doctor Javier Peteiro Cartelle titulado "La pulsión de muerte como dejación de funciones", que encabeza precisamente con una cita del De senectute de Cicerón: "Así, el breve tramo de vida que les queda a los ancianos, ni deben ansiarlo con avidez ni abandonarlo sin razón".
Como el lector puede imaginar el doctor Peteiro Cartelle aborda el tema, aquí esbozado en la última columna, de la dimensión brutal que alcanza el corte horizontal en el ciclo de las generaciones, en los casos en que la farisaica expresiones relativas al "respeto a nuestros mayores", conciernen a los aparcados en residencias y geriátricos.
Lo que ello supone como síntoma de enfermedad para nuestra civilización se plasma con toda crueldad en una situación de emergencia, traduciéndose en el caso del coronavirus en una cantidad de víctimas sin proporción alguna con su peso en la población. El doctor Peteiro recuerda en su escrito la existencia de una ordenanza de la comunidad de Madrid que prohibía el ingreso en hospitales a ancianos confinados. Y como dice muy bien, si el titular periodístico era duro ("No se permite ingresar pacientes de residencias al hospital"), la realidad a la que remitía lo era mucho más:
"El Covid-19, seleccionada entre las demás patologías como única enfermedad a atender (...) resucita al Darwin peor interpretado, en un estilo que, si no es nazi, aparenta serlo. Los viejos "con patologías previas" (cuántas veces se dijo eso a primeros de marzo) son eliminados del modo más natural, por una enfermedad que hace estragos en unas condiciones de vida que distan de poderse llamar así".
Pero mi pregunta es ¿Y aquellos no afectados por la enfermedad o que consiguieron salir de ella? El doctor Peteiro Cartelle cierra su crónica con este párrafo estremecedor:
"Qué buena labor la de muchos geriátricos, con una clasificación ordenada de válidos, semi-válidos y los que ya están totalmente gagás, pero que pagarán (ellos u otros), si aquéllos son privados, en orden directamente proporcional al grado de dependencia. Y si alguien con más de sesenta años es ingresado ahí, por consciente y activo que se crea, será conducido a la cama a "su hora", aunque sea verano y el sol luzca brillante en lo alto. Se le privará de vino, que es malo para su hígado; se le mandará, aunque sea sabio, ir a una sala a construir puzles o castillos para prevenir así la demencia; también se promoverá su socialización con otros practicando ejercicios "gimnásticos" colectivos, incluyendo el divertidísimo de tirarse un gran balón entre unos y otros. En el mejor de los casos, quizá se le permita jugar al parchís. Es maravilloso".
Como de costumbre sus palabras fueron ulteriormente matizadas (se habían interpretado fuera de contexto etcétera), pero dejaron huella. En España "nuestros mayores" podrán salir de casa, pero a unas horas especiales. Habrá pues momentos en los que las calles estarán pobladas de niños y "adultos", y otras en las que se cruzarán ancianos, es decir personas para las que se ha cortado el lazo que vincula al ciclo de las generaciones y que a menudo son aparcados en uno de esos subterráneos del alma que son las llamadas residencias de la tercera edad.
Sea o no persona de edad avanzada, el que tenga casa pero experimente desarraigo en medio de su propia comunidad urbana, vecinal o familiar, es decir, si no ve posibilidad de volcar su afecto sobre personas, debe buscar sustituto en un animal de compañía que, en caso de retorno de la pandemia, le otorgará el derecho a pasear, siempre que evite cuidadosamente dirigir la palabra a otra persona, e incluso acercarte en exceso a la misma.
En su pequeño paseo el "adulto" percibirá quizás personas sin animal de compañía, niño, disposición deportiva o paquete de la compra, pero se trata de sombras aisladas, humanos que buscan asilo en algún recoveco, furtivos que, carentes de casa, no han querido siquiera aspirar a encontrar refugio en un albergue saturado e insalubre. El que camina legalmente ha de evitar escrupulosamente la proximidad de estos seres, aunque raramente será necesario, pues ellos mismos (en general atemorizados y sabiéndose provocadores de fobia) se apartarán del trayecto.
¿Y cuando el paseante regresa al interior? No ha de olvidar que los suyos también contaminan y pueden ser contaminados. Así que, aunque se hallen en la habitación contigua, conviene comunicar con ellos a través de móvil u ordenador. Se ha de intentar asimismo no compartir la hora de comida. Y en materia de sexualidad, el lazo telemático es de rigor, pues el virus que nos afecta, por ahora no se despliega en el mundo de los dígitos. Así que cada uno en su virtual cueva y los "Señores del aire" (según la expresión de Javier Echeverría), en la de todos.
¿Y si todo esto pareciera contrario a la aspiración de la vida humana a algún tipo de celebración? ¿Si, entre otras cosas, el "aire" de estos dueños de la atmósfera telemática nos pareciera insano y lo que nos espera en el exterior atentatorio para nuestra dignidad? Pues recordar que en su encíclica llamada Evangelium vitae (aún bien presente en las almas de nuestros gestores, profesen o no alguna fe) el papa Juan Pablo II lanzaba ya anatema contra nuestra incapacidad para enfrentarse al dolor asignándole un sentido positivo. Así que ha dar prueba de entereza, por la cual de ser anciano o niño (propuesta del presidente de Aragón el sábado 18 de marzo) te darán un "diploma de confinamiento".
¿Y en qué consiste tal entereza? Pues fundamentalmente en una disposición psicológica de comprensión ante algunos mandamientos (más o menos explícitos) que rigen en nuestras sociedades. Ilustro la cosa:
El hecho de tener un trabajo, por puramente mecánico y hasta embrutecedor que pueda ser, ha de ser considerado un privilegio (disposición de ánimo que implícita o explícitamente son invitados a adoptar todos los concernidos). Y al que le toque se mantendrá en él hasta que las fuerzas flaqueen. La única excepción la constituirán los casos en los que la tarea sea "excepcionalmente penosa, peligrosa, tóxica, insalubre o con elevados índices de morbilidad". Pero los criterios para delimitar cuando se da tal caso son fluctuantes y dependen en realidad del número de personas dispuestas a asumir resignadamente esas tareas, o sea: los criterios dependen del mercado de potenciales esclavos.
Algunos (investigadores de institutos científicos oficiales, profesores universitarios, etc.) habrán tenido la fortuna de que el trabajo haya sido para ellos algo más que un "ganapán", pero tendrán castigo compensatorio mediante el siguiente procedimiento: se les mirará el diente, no para consignar la salud, sino la edad, y si esta es la administrativamente fatídica serán considerados inválidos para proseguir su tarea, siendo indiferente que hasta la víspera la hubieran realizado con plena eficacia, sintiendo que cuerpo y mente respondían, y evitando precisamente con ello que dejaran de hacerlo. Y mientras sus facultades se van progresivamente bloqueando serán (como los demás considerados ya inutilizables) desplazados a los arcenes de la sociedad.
Tener casa por mísera que sea y disponer realmente de la misma será considerado por cada uno también un privilegio, pues de lo contrario, cuando llegue el turno de ser declarado inútil, se le someterá al ya evocado castigo: corte horizontal que escinde de las nuevas generaciones y confinamiento geriátrico. En caso de calamidad mayor el destino de tales personas está a la orden del día: ante la impotencia de cuidadores, familiares recluidos en sus casas, y de los propios responsables de los centros, los retóricamente llamados "nuestros mayores", aislados incluso de los que comparten centro, supondrán una cantidad de víctimas sin proporción a su peso en la población.
No se trata de dirimir qué supone para una civilización una situación que acabo de describir. Se trata más bien de contemplar todas las implicaciones de la misma y resistir en la medida de las propias fuerzas a todo lo que no es de recibo. Pues la tragedia (correlativa de nuestra frágil condición natural) no debe ser confundida con la miseria (de orden social y tantas veces evitable). Cabe pedir a los hombres que muestren entereza ante la primera, no es justo que se les exija ser pacientes ante la segunda.
Pues en este Horizonte de aislamiento mucho más que físico, en el que cada individuo viene a ser una caricatura de mónada leibniziana, no sólo está excluido todo duelo efectivo (cuya función es evitar que el dolor se congele) sino asimismo toda "celebratio", palabra latina que supone afluencia, abundancia, solemnidad y en definitiva fiesta. No hay por definición celebración yerma, celebración en solitario o en esa modalidad encubierta de soledad que supone que cada uno sólo vea la bondad de la vida en los suyos, eventualmente exclusivamente en sí mismo. Lo propio es a la riqueza como el onanismo a la sexualidad efectivamente celebrada. Pues siendo el hombre un animal intrínsecamente social no hay riqueza exclusivamente propia, no hay fertilidad real en un huerto aislado. Me permito citar el final de un artículo propio en el diario El País:
Además de la peste que transcurre en Orán, en su parábola de 1948 "El estado de sitio", Albert Camus evoca una segunda Peste, encarnada en un político a ella identificado, que asola la ciudad andaluza de Cádiz. Camus parecía señalar a Franco, pero muchos son los gestores del mundo que hoy podrían sentirse aludidos. Los ciudadanos de Cádiz se pliegan con resignación, excepto el protagonista Diego, que lanza a la tiranía: habéis olvidado la rosa salvaje, los signos del cielo, las rostros del verano, la gran voz del mar, los instantes de desgarro y ¡la cólera de los hombres!".
Y así mientras esperamos el día en el que el veganismo de la entera población haga ya innecesaria la militancia animalista o que la interiorización de los imperativos de salud haya acabado de hecho con la drogadicción, en los arcenes del mundo actual se multiplican los cuerpos humanos expuestos a la inclemencia, y en consecuencia (por fuerza al principio, pero más tarde simplemente por inevitable pérdida de la auto -estima ) seres humanos prestos a la mentira para obtener unos céntimos, o que lanzan una mirada furtiva temerosos de que alguien les vea hurgar en esa papelera en la que restos de alimentos pueden fácilmente ser mezclados con envoltorios de defecación canina.
Y voy más allá del caso límite de la mendicidad para referirme simplemente a la pobreza de carácter social. La pobreza no es un universal de la condición humana, es decir, algo que en una u otra medida toda sociedad ha de aceptar. No se debe confundir la pobreza social con la condición trágica de los seres humanos, con esa certeza que tienen los humanos, en primer lugar de su depauperación física (la pobreza o astenia, traducida emblemáticamente en la incapacidad final de reproducirse), en segundo lugar de ser seres de palabra que -en razón de su condición animal - van a morir. Asumir la finitud y la muerte es nuestro reto, pero no queremos ni debemos morir en la condición de indignidad en que muere un indigente. La pobreza es intolerable, simplemente porque no es compatible con la dignidad humana. Por ello se debe luchar contra todo resquicio de la pobreza. Ese es el auténtico combate. No hay ninguna modalidad de pobreza social que sea tolerable. La historia del anciano que muere solo, ignorado por sus vecinos, es algo más que trágica: es miserable. Y la miseria no tiene nada que ver con la tragedia.
¡Lucha pues por una sociedad en la que sea legítimo prohibir la indigencia! El objetivo sólo se conseguiría si antes se hubiera logrado abolir muchas otras causas de iniquidad; abolición que pasa por un difícil cuestionamiento de modos hoy imperantes de funcionamiento de la sociedad.
Sería cuando menos necesario el restablecimiento de algunas pautas de la política social -demócrata. Acabar desde luego con el ciclo en el que un porcentaje mínimo de la población posee una proporción inmensa de la riqueza: cincuenta por ciento de la riqueza en manos del 10 por ciento, sólo tres por ciento de la misma en manos del cuarenta por ciento de la población más pobre (ateniéndose a países de la OCDE). Se necesitaría como mínimo una nueva distribución de las cargas impositivas, que va en contradicción con lo defendido no sólo por Trump o Bolsonaro, sino también por Macron y otros representantes del liberalismo económico.
Y como los beneficiados por este orden social no están dispuestos a ceder, alcanzar tal meta supondría sin duda una lucha tenaz, en la cual, como en toda confrontación real, el fracaso se traduciría en elevado precio personal. De ahí quizás la sustitución de tal lucha por otras, perfectamente legítimas y eventualmente de elevado peso moral, pero que no suponen una amenaza tan radical para la trama político-económica del mundo.
A propósito de la omnipresencia y- a su juicio-sobredimensión de problemas vinculados a la sexualidad, Michel Foucault señalaba que es vieja estrategia militar el focalizar la atención del enemigo allí dónde realmente no se dirime lo esencial. Pues bien, los que simplemente queremos un entorno natural a la vez humanizado y compatible con la continuidad de tal humanización, haríamos bien en estar prevenidos sobre el hecho que ciertas luchas no parecen perturbar sobre manera a quienes han dado múltiples muestras de recuperar para sus intereses desde nuestros deseos sexuales, hasta nuestras costumbres alimentarias y nuestras exigencias de sentirnos reconciliados.
Deberíamos tener simplemente un gramo de desconfianza ante el hecho de que seamos en ocasiones inducidos a la buena acción por un entorno ideológico cuyos mentores no parecen precisamente hallarse guiados por el imperativo kantiano. Pequeña lista de causas en las que todos estamos de acuerdo, a veces sin preguntarnos si al concentrar toda nuestra energía en ella estamos haciendo otra cosa que obedecer a una consigna interesada:
Viendo como la naturaleza se degrada nos alzaremos contra la proliferación de plásticos y el desequilibrio energético. Constatando que la ternura ordinaria por las mascotas desaparece cuando estas complican el tiempo de ocio, lucharemos por acabar con esa mezcla de canallada y frivolidad que supone su abandono llegadas las vacaciones. Nos alzaremos contra la caída de los jóvenes en el consumo de droga. Convencido de que el consumo de carne perjudica a la vez la salud del planeta y de sus habitantes, haremos lo posible por cambiar tus hábitos alimenticios. Defenderemos la necesidad del equilibrio energético...
En todo ello encontraremos quizás inesperados aliados ¿Se oponen acaso los Gates, Bezos o Zuckeberg a tales bienintencionados propósitos? Recientemente incluso Madame Le Pen se ha apuntado a la causa ecológica, ciertamente cargada de connotaciones que revelan el plumero y la verdadera intencionalidad: ataque a las importaciones del extranjero, exaltación de la calidad de los productos propios, jerarquización de los modos de alimentación tradicionales frente a la de las comunidades inmigrantes, etcétera: "A quien es nómada no le importa la ecología porque no tiene tierra" declaraba hace unos meses. Pero ello no impide que Madame Le Pen quiera una naturaleza limpia y bien explotada, a la imagen de su imaginaria Francia limpia y que trabaja. En el libro "Ecofascismo" de los estadounidenses Peter Staundenmaier y Janet Biehl se recordaba que los nazis resumían en ocasiones su ideario en la expresión "Sangre y tierra (Blut and Boden)". Y Conviene recordar que los autores son dos conocidos militantes del movimiento ecológico, ambos de tradición libertaria.
Estoy sugiriendo que quizás ciertas reivindicaciones estén en el fondo permitidas y hasta jaleadas, de tal manera que al asumirlas como imperativo mayor y causa final no hacemos otra cosa que nadar a favor de corriente- mientras que abolir las causas de creciente indigencia supondría enfrentarse de verdad a los cimientos del orden (o desorden) imperante.
Decía que el ecologismo es un corolario de la defensa de nuestra especie. Pero ha de quedar clara la prioridad: ecologistas porque humanistas, en modo alguno a la inversa. No estoy seguro que esta prioridad de la causa del hombre se esté respetando en el seno incluso de los posicionamientos de izquierdas. No estoy seguro de que no se esté procediendo a una inversión de jerarquía. Antes de centrarme en el tema, una consideración general sobre las amenazas políticas.
Quejoso por la terminología excesivamente genérica con la cual, en la aproximación convencional, se abordaban asuntos filosóficos, Gilles Deleuze pedía el esfuerzo de enfocarlos con estrategias diferentes, que llevarían quizás a alcanzar en cada caso un aclarador " concepto propio".
Me acordaba de esta exigencia del filósofo francés ante el anatema que se lanzan mutuamente (instrumentos de comunicación mediante) defensores y adversarios del llamado "Procés" de Cataluña.
Abundan los epítetos marcadores de una diferencia cargada de connotaciones: por un lado se tilda al adversario de españolista rancio y autoritario, ajeno al espíritu europeísta y democrático que a uno le caracterizaría; por otro lado se ve al nacionalista catalán como emblema de una alianza de "supremacismo" y localismo, contrapuestos al humanismo y universalismo que caracterizarían a los españoles actuales.
Pero hay sin embargo un epíteto que, cuando la boca se calienta, sale como reproche en ambos bandos: el otro es simplemente un fascista - "facha" en la terminología coloquial. De hecho la cosa es más general. Tratándose de Salvini se habla de fascismo, y lo mismo ocurre con Le Pen.
Ya en relación a regímenes como el del general Petain o el de Franco se discutía sobre la pertinencia del término fascismo. Entre otras cosas por el papel atribuido a la religión católica en el franquismo, que no se daba por ejemplo en el fascismo alemán, el cual de hecho también era muy distinto del fascismo italiano.
En nuestros días es quizás aún más necesario intentar evitar la amalgama. Precisamente por ausencia de concepto no hay manera de hacer objeción firme cuando un catalanista designa como "facha" al que simplemente se reivindica español, o cuando Torra es tildado de "facha" por haber realizado proclamas indiscutiblemente supremacistas.
Síntesis de supremacista y nacionalista es Salvini. Pero con esa curiosa peculiaridad que la referencia que funda su supremacismo (la del Norte peninsular italiano) no coincide con la nación cuya liberación-de inmigrantes y burócratas europeos- reivindica.
¿Fascista pues Salvini? Si hubiera ganado en las elecciones de febrero en Emilia Romagna hubiera sin duda puesto en marcha un cerco sobre las estructuras del Estado italiano, pero sólo metafóricamente cabría hablar de marcha sobre Roma.
Salvini encarna un proyecto que tiene en común con el fascismo las notas de explotación de las frustraciones del débil y canalización de toda su energía en contra del aún más débil. Pero a diferencia de lo que ocurría con el fascismo ni siquiera hay detrás una trama ideológica, todo lo artificiosa que se quiere pero coherente.
Quienes se reconocen en el heteróclito conjunto de actitudes que, desde Brasil a Milán, pasando por la Inglaterra neo-conservadora y la España votante de Abascal, quisieran encontrar un término cargado de connotaciones positivas que les designara, una metáfora con la funcionalidad potencial de la de "fascio". Si la hubieran encontrado los adversarios nos esforzaríamos en poner de relieve lo falaz de este aspecto afirmativo, y al igual que ha ocurrido con el término "fascio", la connotación crítica acabaría marcando esa palabra.
"Fascio" designa un conjunto de objetos de idéntica naturaleza y la primera imagen que viene a la cabeza es un haz de espigas. La connotación de igualdad, luego de uniformidad es importante en la metáfora. El fascismo era una apelación al orden...al orden a cualquier precio (ciertamente el capital recorrió al fascismo porque lo vio necesario tras la crisis del 29). "Fascio" tenía una connotación afirmativa: se recogía aquello (espigas de cereales) que simbolizaba la salud de Roma, enriquecida por el cristianismo y la gran civilización de las ciudades-estado de la península... Ello ciertamente alprecio de desembarazarse de esa caterva "dispersa", disparatada, ese conjunto puramente negativo, in-agrupable, que encerraba a judíos, gitanos, masones e indigentes. Con variantes, la perspectiva era aplicable al nacional-socialismo, el nacional-catolicismo o el "Pétainisme".
Sin embargo la derecha extrema de nuestros días aún no ha encontrado una metáfora unificadora como la del fascio, y por ende no podemos concentrar en un término nuestra denuncia crítica. Podemos no obstante adelantarnos, hacer el esfuerzo de conceptualización necesario, teniendo en cuenta ciertas notas:
Supremacismo cultural, sustentado curiosamente en la consideración de la propia actitud para la democracia de la que otras culturas carecerían intrínsecamente.
Utilización de las capacidades de quienes pertenecen a otra civilización, otra cultura u otra lengua, negando sin embargo que efectivamente esta pertenencia pueda suponer en sí misma una aportación. Son útiles pese a "lo que son"; útiles por habilidades o destrezas que se consideran indemnes a este su ser perturbador.
Presentación del débil, no ya como un inferior, sino como un infiltrado, una amenaza análoga a la que supone un roedor potencialmente infeccioso con el que, sin embargo, hubiera que convivir.
Utilización de este prejuicio para canalizar la frustración de los débiles de la propia comunidad, impidiendo que focalicen su agresividad en la fuente de la injusticia.
Ausencia de proyecto positivo coherente que englobe a todos los que tienen en común los puntos anteriores, de tal manera que nacionalistas, dogmáticos de religiones antagónicas, de racismos contradictorios y de prejuicios sexuales dispares, sólo tienen en común el hecho de que, mientras su disposición triunfe, la acumulación de la riqueza y el corolario de incremento de la desigualdad prosigue su marcha galopante, siendo este el único imperativo real, el único mandamiento.
Ellos no tienen un término designativo, porque quizás es imposible encontrarlo, dado el cúmulo de contradicciones. Nosotros somos así libres para designarlos. El motor central es la exigencia de distraer respecto a la adoración del becerro de oro como causa social del mal, recurriendo a la rapiña del alma de los débiles propios, explotando sus prejuicios más larvarios, jaleando en estos la tendencia fóbica respecto al aun más débil y la desconfianza paranoica ante este último. El todo generando una atmósfera social legitimadora del ensañamiento y el desprecio. ¿Fascismo? De alguna manera sí, pero en todo caso un funcionamiento social sustentado en el desdén, el desaire, la negación de la razón de ser de aquellos mismos de los que no cabe prescindir.
Se habla de "negacionismo" para referirse a "actitud que consiste en la negación de hechos históricos recientes y muy graves que están generalmente aceptados". Pues bien, cabría hacerlo también para referirse a la actitud consistente en negar la dignidad esencial de los seres de razón y jerarquizarlos en función de su capacidad de adaptarse a la causa de la concentración de la riqueza abstracta.
Hay sin embargo otro término, utilizado como traducción de la palabra alemana Aberkennung (a veces también Verleugnung) a saber, "denegación", en el sentido activo de no reconocimiento por el uno de lo que el otro reivindica legítimamente como propio, imposibilitándole así el ejercicio de derechos o la disposición de pertenencias; denegación que puede llegar hasta atentar contra el derecho a la salud, e incluso a la desposesión de atributos esenciales del ser de razón.
Pues de hecho a todo esto contribuyen aquellos que participan en el mantenimiento del sistema imperante. Me ciño a un ejemplo. La mendicidad se ha convertido en una imagen omnipresente en las ciudades europeas, incluidas las más prósperas. Ante la misma cabe la siguiente reacción:
Considerando que su reducción a la condición de mendigo es incompatible con la dignidad del ser de palabra y razón, como bien indica el carácter peyorativo que ha adquirido el término que designa a quien recurre a dios para sobrevivir ("pordios-ero", no sólo carente de bienes sino carente también de dignidad, indigente), se hará imperativa la necesidad de luchar por un sistema social que garantice para toda persona una sobria existencia, cuando menos en condiciones de salubridad, de tal manera que el recurso a la mendicidad sería considerado ilegítimo, moralmente reprobable.
El "denegacionista", el que contribuye a desposeer a los seres humanos de los atributos de su dignidad reaccionará muy diferentemente. Considerando en primer lugar que la existencia de enormes sectores de pobreza es inevitable, en el mejor de los casos, mostrará su acuerdo con que el socorro quede en manos de voluntades caritativas o de instituciones privadas, excluyendo desde luego una masiva inversión de los poderes públicos en la solución del problema. Y digo "en el mejor de los casos" porque es frecuente una actitud más abyecta: considerar que la mendicidad (y la picaresca a ella asociada) es nota intrínseca de esas poblaciones débiles vistas como contaminadoras, de tal manera que debería ser pura y simplemente castigada, es decir, sin ofrecer al indigente solución positiva alguna. Podría obviamente extender la polaridad entre ambas actitudes a otro tipo de problemas.
Provisional conclusión de este apartado es que si el fascismo no es seguro que haya vuelto, sí es cierto que ha retornado (me atrevo a decir que en un proceso imparable desde la caída del muro de Berlín) un nihilismo social, una ausencia de confianza en la entereza de la humanidad que ha hecho posible la aparición de formas de organización con consecuencias a la larga quizás tan funestas como el propio fascismo.
Provisionalmente (sólo para efectos de estos apuntes ) utilizo el término "denegacionismo", entendido como inclinación a negar a una parte de los seres humanos los atributos que son la expresión de su condición cabal de personas, y en consecuencia legitimar su desplazamiento a los arcenes de la condición social.
En nombre de la buena causa se acabará prohibiendo no ya lo que parece contrario a la moral, sino aquello mismo que efectivamente (por ahondar en los abismos y redimir a través de las palabras) se sitúa efectivamente más allá del bien y del mal. La historia del pensamiento filosófico y científico muestra como la defensa de la causa en que era obligatorio comulgar, condujo a la privación del derecho (lo que la terminología jurídica francesa llama "forclusion") de la obra de los más grandes, desposesión concretamente del derecho de ser publicada o conocida. Pues bien, no estamos lejos de ello.
Es bien sabido que proliferan los anatemas contra creadores en razón de su actitud moral. Obras cinematográficas han estado últimamente condenadas con expresa afirmación de que su valía como obra artística era de poco peso dada la poca fiabilidad moral de su creador. Una cronista de un periódico barcelonés evocaba ya al respecto el caso de Picasso, acusado de haber llevado al límite del abuso el trato con alguna de sus amantes, y preguntándose si ello debería mover a bajar del pedestal su obra. Ciertamente la autora no abogaba por la afirmativa, pero dejaba la cosa en el aire no adoptando la clara actitud siguiente:
No mezclemos aquello que una persona es capaz de realizar en materia de moral y aquello que -si de creación se trata- nada tiene que ver con la moral. Alguien que aplica toda clase de argucias para instrumentalizar a los demás, es sin embargo capaz de creación y de conocimiento, precisamente porque el esfuerzo en pos la creación y el conocimiento son la forma emblemática de alzarse sobre sí mismo. En términos kantianos:
Aun aquel que falla al imperativo categórico, tratando a los seres de razón como si no lo fueran, es decir cosificándolos al servicio de sus intereses, es perfectamente capaz de desentrañar la estructura del espacio y el tiempo, o de escribir el "Viaje al fondo de la noche". Si se olvida esta diferencia nadie sabe adónde podemos llegar. Aun no se ha hablado de la necesidad de excluir de las historias pedagógicas relativas al arte "Les Demoiselles d' Avignon" en razón de que las protagonistas eran pensionistas de un conocido burdel barcelonés, pero puede ocurrir en cualquier momento. A punto está la cosa de que se resucite la polémica Celine, y alguien estará dándole vueltas al caso Quevedo. Se sabe que uno de los aspectos inquietantes del film de Alfred Hitchcock "Los pájaros" es que se desconoce la razón por la cual atacan a los hombres, niñas de una escuela en primer lugar. Aun no hemos llegado a ello, pero no me extrañaría que juzgando que la trama predispone contra los animales, alguien pudiera elevar el dedo acusador contra esta obra emblemática del cine. Pues bien:
Pasando la causa del hombre por la búsqueda de esa modalidad superior de emergencia que es la obra de arte ("la escuela más sobria de vida y el verdadero juicio final", que decía Marcel Proust) y careciendo esta de común medida con las buenas intenciones, sopesarla en la balanza de estas últimas equivale simplemente a repudiar una parte de nuestra humanidad.
Los rituales y costumbres de un grupo humano evolucionan o son sustituidos por otros nuevos, pero no pueden ser pura y simplemente eliminados, al menos de considerar que es posible una sociedad humana carente de entramado simbólico.
Y en todas las culturas hay formas de relación con el animal que suponen la instrumentalización del mismo, no ya por exigencias de la propia subsistencia de los humanos, sino por motivaciones que cabe considerar de tipo espiritual, al igual que lo es (aunque de signo contrario) la de los partidarios de la homologación en derechos de humanos y ciertas especies animales. Tal es desde tiempos inmemoriales el caso de sacrificios animales vinculados a creencias religiosas, o el caso de la fiesta de los toros (en zonas de España, México o el Mediodía francés) que tanta polémica (a veces con elevadas dosis de acritud) despierta, aunque cabe decir que hoy el debate la trasciende.
Sin ir más lejos todos los ingredientes de un ritual están presentes en la matanza del cerdo, sin que obviamente quepa tachar a los campesinos de una disposición agresiva contra los animales sacrificados. Lo cual no es óbice para que hoy se cuestione el ritual como tal y no ya ciertos aspectos que chocan con nuevas pautas sociales de conducta.
Y la cosa no se detiene ahí. Baste evocar el movimiento que se expande en Europa en contra de la caza. Sus militantes tienen la convicción de hallarse atravesados por un imperativo de elevadísima moralidad. Y desde luego, más o menos conscientemente, entre sus motivos cuenta el estar "del lado de los justos", dimensión constitutiva sino de toda religiosidad, sí al menos de la que ha marcado primordialmente nuestro entorno cultural. Es forzoso no obviar este aspecto, que explica muchos de los anatemas que hoy se lanzan contra todo aquello que pone en cuestión el imperativo de no instrumentalización de los animales. No se salvará el discurso científico o filosófico que relativice sus fundamentos. Pero no se salvará tampoco la literatura o la creación. Abordo este espinoso asunto en la próxima columna.
La locura de Ahab consiste en proyectar sobre la naturaleza meramente animada una queja que sólo tiene sentido en el marco de la moralidad, es decir de una relación entre los hombres. El simple hecho de respirar supone ya inserción en ese ciclo de transformación, emergencia y destrucción que es siempre la vida.
Desde luego la generalización de una moralidad que extendiera sin más el imperativo kantiano de no instrumentalización de los seres humanos al resto de los animales (no digamos ya si se trata de la vida en general, vegetales incluidos) entraría en contradicción con la exigencia de conservación de la especie humana.
Por ello además de que es legitimo eliminar los animales dañinos, tampoco puede ser contrario a la moralidad el buscar las formas de alimentación más beneficiosas para el sano mantenimiento de nuestra especie, considerada en el momento presente o en el ciclo de las generaciones. Y no estoy tomando partido en la controversia sobre si una dieta vegetariana hubiera sido suficientemente rica en proteínas y calorías como para permitir el desarrollo del cerebro, o más bien fueron necesarias proteínas de origen animal. Creo que no es necesario entrar en ello. En ocasiones podemos quizás permitirnos una dieta vegetariana, pero no siempre es así y desde luego supone una subordinación de los intereses de nuestra especie el renunciar a modalidades de alimentación a las que otras especies no tienen (¡no pueden tener!) escrúpulos en recurrir.
Hasta aquí debería haber general acuerdo, lo cual supone por ejemplo que los convencidos de la bondad del Veganismo respeten en la práctica el comportamiento de quienes no profesan tal forma de espiritualidad (disposición tolerante hacia los demás que se exige en democracia a todo fiel de una u otra ideología, o convicción religiosa).
Protegemos al animal que potencialmente nos es favorable, y podemos llegar a tener cariño por el mismo, lo cual no es óbice para que eventualmente le demos muerte, a fin de alimentarnos o cubrirnos con su piel, pero-eventualmente- también a fin de mantener viva la reminiscencia de un hecho (quizás inconsciente) forjador de una u otra civilización, bajo la forma de ritual.
Creo que este movimiento responde a una real carencia de nuestra civilización. De alguna manera se trata de una protesta: las razones para no estar satisfechos con nuestra humanidad se traducen, no tanto en proyecto de mejorarla como en repudio de la misma, bajo forma de negación de su singularidad. Precisamente porque responde a causas profundas, por el momento este movimiento no parece que vaya a ser contenido: estamos ante una movilizadora causa urbana clamando contra la urbanización de nuestra existencia. Hay en esta actitud, una evolución que refleja una paradoja. Un tiempo la visión idílica de la naturaleza podía sintetizarse en la clásica "nostalgia de aldea y menosprecio de corte". Al respecto el siguiente párrafo con el que se cierra el libro de Guevara:
"Quédate adiós, mundo, pues en ti no hay gozo sin sobresalto, no hay paz sin discordia, no hay amor sin sospecha, no hay reposo sin miedo, no hay abundancia sin falta, no hay honra sin mácula, no hay hacienda sin conciencia, ni aun hay estado sin queja, ni amistad sin malicia(...) ¡Oh, mundo inmundo!, yo que fui mundano conjuro a ti, mundo, requiero a ti, mundo, ruego a ti, mundo, y protesto contra ti, mundo, no tengas ya más parte en mí; pues yo no quiero ya nada de ti ni quiero más esperar en ti, pues sabes tú mi determinación, y es que: Posui finem curis; spes et fortuna, valete (Puse fin a mis cuitas ; esperanza y fortuna, adiós).
Aquí se acaba el libro llamado Menosprecio de corte y alabanza de aldea, en el cual se tocan muchas y muy buenas doctrinas para los hombres que aman el reposo de sus casas y aborrecen el bullicio de las cortes". (Antonio de Guevara. "Menosprecio de corte y alabanza de aldea" Valladolid 1539 Capítulo XX.)
En la disposición que esta obra refleja, las gentes del mundo rural (campesinos, cazadores, pastores, pescadores) eran contemplados no ya como garantes de la alimentación sino como conservadores naturales, por así decirlo, del ambiente.
Basta considerar el hecho de que, en la vecina Francia, ganaderos y agricultores sufren continuos ataques en sus instalaciones (incendios incluidos) por parte de grupos ecologistas, urbanos generalmente, para medir hasta qué extremo las cosas han cambiado: acusados de depredadores, los campesinos franceses caen en la depresión, hasta el punto de ser uno de los colectivos de Europa en el que se da índice mayor de suicidios.