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Escrito por

Vicente Verdú

Vicente Verdú, nació en Elche en 1942 y murió en Madrid en 2018. Escritor y periodista, se doctoró en Ciencias Sociales por la Universidad de la Sorbona y fue miembro de la Fundación Nieman de la Universidad de Harvard. Escribía regularmente en el El País, diario en el que ocupó los puestos de jefe de Opinión y jefe de Cultura. Entre sus libros se encuentran: Noviazgo y matrimonio en la burguesía española, El fútbol, mitos, ritos y símbolos, El éxito y el fracaso, Nuevos amores, nuevas familias, China superstar, Emociones y Señoras y señores (Premio Espasa de Ensayo). En Anagrama, donde se editó en 1971 su primer libro, Si Usted no hace regalos le asesinarán, se han publicado también los volúmenes de cuentos Héroes y vecinos y Cuentos de matrimonios y los ensayos Días sin fumar (finalista del premio Anagrama de Ensayo 1988) y El planeta americano, con el que obtuvo el Premio Anagrama de Ensayo en 1996. Además ha publicado El estilo del mundo. La vida en el capitalismo de ficción (Anagrama, 2003), Yo y tú, objetos de lujo (Debate, 2005), No Ficción (Anagrama, 2008), Passé Composé (Alfaguara, 2008), El capitalismo funeral (Anagrama, 2009) y Apocalipsis Now (Península, 2009). Sus libros más reciente son Enseres domésticos (Anagrama, 2014) y Apocalipsis Now (Península, 2012).En sus últimos años se dedicó a la poesía y a la pintura.

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Goteras

Nos disgustamos o nos entristecemos, no pocas veces, por pequeñas adversidades que. al cabo, racionalmente nos hacen sentir como tipos grotescos o injustos o pusilánimes o neuróticos. Es el acaso que, casi por excelencia, desencadena el accidente de las goteras.

No es fácil saber qué es peor: si sufrir una gotera del vecino de arriba o producirla al de abajo. En el primero de los casos, algún sujeto desconocido, nunca visto, ignorado, ajeno a nuestra vida, permite que algo de su húmeda intimidad rezume por el techo y hasta el suelo de nuestro cuarto. Puede que se trate tan sólo de agua pero esa agua es su agua personal, el agua que le pertenece y Dios sabe qué puede hacer con ella. Que venga además a gotear sobre nuestro piso y descaradamente demuestra una insolencia del vecino en cuestión que, aún  aventurando su catadura, debe poseer al menos dos rasgos negativos: uno de ellos es el no tener en cuenta el bienestar o la calma de los demás y otro, peor, es su habitar,  probablemente, en completo abandono y sobre nuestras cabeza.

De las dos maneras el vecino es odioso. Y tanto más cuanto debemos, a la fuerza, mantener una conversación con él respecto al problema lo que, ineludiblemente, conlleva subir las escaleras y pulsar su timbre, esperar que la puerta se abra y que de repente enmarcado en el dintel aparezca con relieve, patentemente, un impensable personaje pidiéndonos cuentas por la visita,

Nosotros, ciertamente, vanos a pedirle cuentas pero siendo a la vez nosotros unos extraños que llaman puerta la interrogación recae pesadamente sobre nuestra inexplicada presencia. ¿Qué hacer? El expediente de la gotera que pronto alcanza otros terrenos procedimentales  complejos requiere que, con la mayor prontitud, se relate al vecino que un punto de su conducción hidráulica gotea sobre nuestro hogar y ya se ha formado un charco de modo que hemos necesitado colocar incluso un cubo para recoger el agua que se derrama. ¿Un cubo? El vecino puede pensar que exageramos ladinamente pero incluso si no exageramos la visita intempestiva y nuestra descripción ingrata, le hace pensar en una sucesión de gestiones intempestivas, insoportables e inoportunas, para llegar finalmente a terminar el proceso que logre repararla.

 Nosotros no podemos aparecer como culpables de aquello  ¿pero cómo dudar que, deseándolo o no, le estamos fastidiando?  ¿Una gotera yo? Cualquiera tiende a apartar de sí el cargo de haber ocasionado una gotera porque algo como esto, en lo en absoluto se interviene, en absoluto se pretende molestar y en absoluto puede hacerse algo previo  ¿cómo puede generar esta vergonzosa culpa, del todo irremediable? Culpables y enjuiciados sin causa. Reos de una  rara agresión y condenados a desmontar la rutina de la vida diaria como desmedida consecuencia de un mínimo a accidente.

 Un vecino y otro se enfrentan recíprocamente en virtud de este menudo percance que a ninguno, en verdad, pertenece pero que, a la vez, empieza a crear  un recelo mutuo, a pesar de todo. El damnificado recela de la prontitud con que el vecino de arriba se aplicará a solventar  el problema generado su hogar y este vecino piensa, respecto al de abajo, que su queja tan inoportuna como tan molesta no debería  manifestarse sino con humildad puesto que a fin de cuentas su casa no sabido soportar el equilibrio constructivo.  La simetría  entre ambos en cuanto víctimas enlazadas por el mismo accidente se rompe con facilidad hasta que no se llega con la máxima delicadeza a un balance entre el daño que sufre uno l uno y la objetiva responsabilidad de otro.

Para este equilibrio que puede ser el principio de una posterior relación simpática es preciso que quien carga con  la gotera sea comprensivo con  el desconcierto y la desazón del otro. Y que este otro, el dueño del hogar causante, sea plenamente consciente del perjuicio que ha causado su fuga. Cuando este equilibrio se logra llega de inmediato una suerte de serenidad celestial que reduce  simbólicamente el estrago pero en tanto no se consigue este armisticio o los altibajos con el fontanero y la compañía de seguros se prolongan el malestar de la gotera puede llegar a convertirse en el centro de una conversación rabiosa, tanto en el piso de abajo como en el de arriba.

 De hecho, resolver el problema constructivo requiere poco tiempo en la gran  mayoría de los casos pero la insufrible llamada a la compañía de seguros, la comparecencia inmediata o no del perito, su diagnóstico ambivalente respecto a la responsabilidad particular o de la comunidad puede ocupar varias jornadas entre reiterados debates y aplazamientos.

No se sabe qué es, desde luego, mejor. Si ser el damnificado o el damnificante porque esa duración carga de culpabilidad al vecino de arriba y de malestar al de abajo. Y queda todavía tener en cuenta la repercusión  sobre cada una de las familias y sus respectivas diatribas, especialmente en la de abajo donde desde el esposo o la esposa a la chica de servicio se lamen tan de vivir en esas condiciones un día más otro porque aunque el estrago sea  pequeño cae sobre la normalidad como un peso notorio, gota a gota en una representación obstinada y torturante del tiempo que pasa dura y húmedamente para todos. 

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17 de febrero de 2010
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Habitaciones con puerta

Todavía en la casa en  vivimos muchos los arquitectos proyectaron una puerta principal y otra para el servicio. El servicio tenía su puerta por donde entrarían también los pedidos al supermercado y todos los empleados y operarios  que traían su mercancía o llegaban con el encargo de realizar alguna reparación.

 El servicio interior se relacionaría con el servicio exterior a través de esa apertura, siempre más modesta, de la vivienda y a la que, siendo traspasaba, daba acceso a un pasillo que en su recorrido comunicaba con la cocina, con el cuarto de la plancha y también, desde luego con el intenso dormitorio de servicio. Una pieza angosta donde apenas cabía o cabe una pequeña cama y otro cuchitril más, dotado  de un lavabo, un espejo barato y una ducha con una pequeña repisa.

 Al servicio se le daba mal servicio puesto que se valoraba como una fuerza no necesariamente prolongable en un valor más allá del servicio. La interna podía salir a pasear y mantener contacto con otras amigas de servicio, el novio y algún familiar, pero sólo por un intervalo regulado y con la idea de para reinsentarse pronto a la vivienda donde se hallara literalmente "interna".De hecho  vestía incluso de uniforme y con delantal almidonados para cerrar en su entorno la precisa definición de su papel como personal de servicio.

No es raro. por tanto, que tuviera adjudicada una puerta específica para salir y entrar puesto que su naturaleza particular,  adjudicada por el prontuario del mercado, no compleja ni imprevisible, se acoplaba tanto a la rutinaria catalogación de sus atribuciones laborales como a su radical obligación de cumplir exactamente las  órdenes. Con ello, su identidad laboral y general era compacta y simple, Tan compacta como par dormir en una cama que no rebasaba apenas sus propias dimensiones corporales y compacta como para no hablar, ni pensar,, ni ensoñar  nada.

Por contraste los señores entraban por la holgada puerta principal al supuesto desahogo de la casa reglamentariamente expresado por un recibidor que no cumplía de hecho casi ninguna función práctica pero sí una significación de estatus.

El recibidor, sólo se activaba al entrar o al salir y excepcionalmente con gentes que pedían el aguinaldo o personas que no  teniendo categoría para ser conducidas hacia el interior se las remansaba allí, como en un andén o antecámara, de la que no podían moverse hasta que e recado se diera por acabado.

En ambos casos, en el caso de la puerta de servicio y en el de la puerta principal de los señores, la puerta desempeñaba-y desempeña- un papel simbólico de primer orden. Se ingresa en el hogar por la puerta principal en  señal de reconocimiento, majestad o de directo dominio sobre la totalidad del contenido doméstico, material o espiritual, y se discurre por el interior de puerta en puerta recorriendo cualquiera de las habitaciones y sus respectivos reinos.

Todas las puertas de la casa forman parte de un juego de valores que determina la circulación y libertad de sus habitantes.  Permitir franquear, por ejemplo, la puerta del dormitorio paterno conlleva un acto de gran significación pero, aún más,  en asociación con ello se llega hasta una incursión inquietante cuando se ingresa en el cuarto de baño de los padres y dueños de la casa. Tanto porque, acaso, son amos y padres, intimidantes como son, en todos los casos, los señores. Sus caracteres más o menos secretos: sus olores, sus suciedades, sus intimidades, sus cosméticos, sus albornoces que cubren el cuerpo desnudo, la bañera o la ducha que llevan a escenas deformes,  cuerpos obesos, marcados por cicatrices quirúrgicas  y patologías de la piel, cargan ese baño principal de diferentes potencias escénicas: eróticas, patéticas, patológicas- que imponen al visitante.

Este cuarto de baño resulta ser más accesible al servicio que a los hijos que sólo de vez en cuando tienen ocasión, sin interés alguno, de visitarlo y, si van allí, todavía pequeños, es mediante el expediente de ser empujados por la madre para alguna operación de aseso o retoques acicalamiento.

El servicio, sin embargo, entra y sale del baño día tras día a sus horas y para cumplir con sus deberes de limpieza pero, sea o no así, sólo por necesidad higiénica, franquear su paso conlleva hacer ingresar a esta plebe en sus tremendos secretos que, acaso, se ocultarían a cualquier otro ser humano.

La ventaja es que el servicio lleva consigo un tipo de ser humano muy reducido, casi residual,  apenas un puñado de moléculas humanas articuladas para que le permitan respirar, subsistir y realizar las sencillas labores para las que se le contrataron.  Dejar el cuarto de baño en manos del servicio y al antojo de su exploración y su  mirada causa  una inquietud que sólo llega a atenuarse en la medida en que se considera a la persona que sirve un menos de persona y un plus de máquina operacional.

Algo hay que implementar operativamente allí para eliminar las impurezas y el servicio personal se encarga debidamente de ello. Purifica y ordena el cuarto, pone el mentol en la taza, emplea detergentes y lejías que huelen a limón puliendo la suavidad de las lozas, retira las marañas de pelos junto al sumidero y esparce hasta el fin los grumos de espuma,  restablece en fin la limpidez en el espejo y los azulejos, cuelga unas nuevas  toallas puras y hace desaparecer el juego marcado por el uso y el asqueroso usuario.

Marcas que informan sobre las minuciosas características inmundas  él y ella, alguno de sus vicios y de sus puercas costumbres, que se exponen sin remedio a una exploración tan larga como el tiempo que la persona de servicio requiera.

De este contacto con el baño de los señores  el personal de servicio colecta tanta información como para terminar con su crédito atildado pero ese personal, precisamente, tiene la puerta abierta para entrar sin problemas y anotar aquello que su voluntad decida. Y, sin embargo, el personal de servicio sigue siendo autorizado a introducirse en este santa santorum de la mierda porque, con gran probabilidad,  sólo irá a parar a otros compañeros o compañeras de servicio en cuya circulación común se reproduce el sistema natural de los desagües. De cuerpo a cuerpo, a través de la voz y el oído del otro, también empleado en el servicio, fluye la información como  un ruido de tuberías sin demasiado interés para el comercio del chantaje. Su alcance se detendrá en un juego episódico en base a la excrementicia intimidad del que manda y como pobre venganza de quien no llega a nada. No tener nada más que los datos sobre la sucia supuración de los amos lleva a esta situación inevitablemente coartada en donde el servicio se desenvuelve y se desenvuelve limitadamente,  sin alzarse la información a ninguna escala ni canje relevante.

Poco después, desde el parque, las internas  regresan a casa y se encajan de nuevo en su cubículo. Los amos apenas llegan nunca a la habitación ni al cuarto de baño de la criada y cuando, excepcionalmente, lo hacen preferirían, entre reproches y aprehensiones, no haberlo hecho nunca. El recinto tiene una subcategoría que no ayuda de ninguna manera a mejorar nada. Si la criada puede creerse humillantemente escudriñada, el amo que no siente necesidad de escudriñar lo peor, sólo entrará allí como por el impulso oficial  de controlar la casa.

 Una puerta, otra puerta, se va de un cuarto a otro y en  cada escenario se atiende a una vida que juntas hacen de la vivienda un retablo  donde se juntan, forzadamente, la cultura de los amos con la de los esclavos y en su mediación se abre una forma desordenada y sonora donde se hallan las habitaciones de los hijos, los hijos y la hija, las hijas y el hijo, en cuyo interior, en medio del caos, se gesta forma inasumible de entender el mundo pero que en efecto forma el presente y el futuro inmediatos. El orden en el dormitorio de los padres, con espejo y coqueta, se halla a una distancia sideral  de la desorganización en los cuartos (o cuarteles) de los hijos.

La mujer de servicio, encargada de toda la vivienda, actuaría como una lanzadera empleada para tejer una cierta relación  general o como una cirujana elemental  que cosiera el mundo redondo de los padres a los mundos facetados de los adolescentes.

Las puertas aquí y allá actúan como burladeros de la verdad de cada uno. Y, así,  de otra parte, todos los lofts o apartamentos de una sola pieza no han valido sino para una pareja única y con el destino incorporado a la resistencia directa, incorregible, entre un humano y otro ser humano, torturados, paradójicamente, en un ámbito sin portones, portillos, espacios celulares.

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16 de febrero de 2010
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Los bibelots

Los hogares tienden a afearse con el tiempo y no sólo porque envejezcan y pierdan frescura sino también por su intensa propensión a coleccionar residuos y mantenerlos, aún sin vida, distribuidos como objetos en las repisas, los estantes de las librerías o por encima de los aparadores y las cómodas.

 Se trata de objetos que llegaron a estos lugares con la ilusión de marcar la memoria de un viaje o un acontecimiento importante. Pero unos son aportados por las gentes de la casa y otros tantos pertenecen a la serie de regalos de pequeño tamaño que se ha  recibido. Casi nunca faltan, a  su vez menudas esculturas y trofeos sin relevancia que, en su momento, procuraron alegría a un  hijo o un padre en una competición de tenis, de fútbol o de dominó. Una multiplicidad de placas y galardones ínfimos y de de todas las especialidades imaginables se posan en los voladizos interiores del hogar y se hacen resistentes a su renovación, su eliminación o su eventual apartamiento. De la misma manera, numerosas fotografías salteadas en el tiempo pero en arbitraria desproporción respecto a otras, se exponen a la vista que, finalmente, será la mirada  de las visitas puesto que los demás de ese hogar, han llegado, a través de la costumbre, a no detectar siquiera su presencia ni una a una ni tampoco como conjunto. Son los invitados, en todo caso, quienes al ser acomodados unos momentos en esa habitación quienes reciben los impactos de todas o algunas de ellas.

 Objetos, bibelots, souvenirs y fotos van componiendo con el tiempo una especie que siendo altamente heterogénea en sus materiales y condición operan entre sí a la manera de una tribu altamente cohesionada y protegida de los demás por una misma capa que llega a ser rancia y muy recia en aquellas viviendas donde nadie, en los últimos tiempos, ha sentido el impulso de renovar ni la vida ni sus posibles rastros sin ton ni son.

Efectivamente el juicio que a los propietarios de ese habitat les merece este desfile abigarrado es semejante al que dejara tras de sí un dulce naufragio con sus pecios y sus paisajes de alrededor. No ven por tanto en ello ningún aspecto que debieran corregir o mejorar. Más bien lo  frecuente es que aún aceptando la mala impresión que transmite ese animalario y asumiendo la necesidad de una limpieza y  depuración  radical nunca se lancen a ello puesto que la clarificación o saneamiento requeriría la eliminación de  piezas queridas o piezas ambiguas que suspenden una y otra vez la decisión  de actuar con determinación.

 Las fotografías que se refieren a parientes o amigos ya desaparecidos pesan tanto, despiden tanto pesar, que es muy difícil removerlas pero otros obstáculos inesperados se encuentran cuando parece incuestionable que ese muñeco es una birria o esas casitas de Varsovia se encuentran desportilladas y ya no tienen razón de formar parte de la  exposición. Azarosamente o impulsivamente ciertos objetos pueden ser circunstancialmente destronados o extraviados pero es casi imposible dictar sentencias sin tropezar con figuras, fotos y souvenirs que  incluso no pertenecientes a la familia en cuestión se aferran a sus posiciones históricas.

Este zoológico de cosas reunidas y amontonadas adquiere, además, con el pegajoso paso del tiempo una especie de vida propia y una autonomía orgánica enferma de una fealdad que es difícil de combatir y desmontar. Son muchos los elementos y sin aparente relación entre sí pero es demasiado dura la argamasa fraguada y muy desafiante su trama moral como prueba en los momentos en que alguien pretende su desarticulación.  Como un funcionamiento fisiológico interno, invisible al espectador, los recuerdos de un tipo se asocian a los signos de los otros y mediante vectores de la misma dirección u su opuesta. Mediante parejas o  acoplamientos y a través de tan próximas como violentas negaciones de valor.

Su sistema, en fin, se rige por el decisivo orden del desorden y este desorden  se hace tan compacto como el de los desechos en un vertedero que llegan a integrarse entre sí y a apelmazarse con un resultado tan persuasivo que aumenta todavía más con su baja categoría estética, por el formidable poder de fusión que demuestra el  excremento.

Esta repetida realidad de casi todo hogar no es con precisión ni una homotecia de su  historia ni un claro rasgo caracteriológico. Pero ¿quién puede negar que sea su rostro o parte de él? Bien, una parte de su rostro. Su cara o fragmento de  cara a primera vista pero, también, dado que esa visión es imposible para los habitantes de la propia casa su existencia se alza como una realidad sin propiedad real y su impresión como parte de una revelación independiente.

 Revelación compleja de vidas y muertes, de viajes y de cumpleaños, de alegrías y  souvenirs,  débitos, gozos y descuidos. Puede parecer  mentira que un documento tan poblado de informaciones se muestre sin reparo a la visita. Puede parecer una contradicción que la intimidad de la vida del mismo hogar, por un inesperado gesto extracorpóreo, haya abandonado el secreto y haya venido a mostrarse como en un escenario obsceno tanto en unas como en otras habitaciones.

Sin embargo, no será  la obscenidad quien hace poner en candilejas ese muestrario de la vida sino principalmente la ingenuidad, el amor momentáneo y la ternura, el exagerado enaltecimiento  de una anécdota muy fotografiada, la miniatura esmaltada o el corazón de raso y bordado o que , de modo inconsciente, al paso de las horas, se dejaron allí y perviven en el mismo sitio, per-sistentes, a través de los años y los años. 

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12 de febrero de 2010
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Las moscas

En casa, cuando éramos pequeños, había moscas. No una barbaridad de moscas pero resultaba habitual que mientras se estudiaba, jugaba o comía hubiera alrededor dos, tres o más moscas.

Vivían en la casa prácticamente todo el año o incluso el año completo en todos los hogares porque que no recuerdo ninguna casa, ni la mía ni la de los demás amigos o familiares, desprovista de moscas.

Más  aún: con las moscas jugábamos a menudo, fuera desafiándonos a cazarlas o bien a cazarlas y  desprenderlas de las alas para colocarlas en calles de cartón y hacerlas competir como corredoras.

También, en otros momentos, les pegábamos  unos papeles sobre las alas y el papel volaba con cuatro o cinco moscas aguantándolo por debajo. Las moscas, si nos parecían molestas, era sólo durante los veranos  cuando no eran unas cuantas  las que revoloteaban sino decenas que se repartían por la cocina, el comedor y el cuarto de baño o el retrete y nos molestaban al comer, al dormir la siesta o cuando leíamos un libro o jugábamos al parchís.

 En los cuartos de baño siempre había algunas moscas especializadas que  se pegaban al espejo como mirándose o deambulaban en torno al cepillo y la pasta de dientes, lo que resultaba indignante. Con todo nunca se nos presentaban como enemigas o extranjeras sino caprichosas y hasta egoístas acompañantes del hogar que no mostraban el menor miramiento. Se hacían desde luego más insoportables cuando hacía calor y hasta asquerosas cuando necesitábamos colgar una tira de papel marrón pringada de una extraña cola para que se quedaran atrapadas. De otra parte, siendo muchas en el veraneo, daban ocasión a entretenernos con el matamoscas y a desafiarnos entre los hermanos contando el número de las que matábamos. En verano, sin duda, todas  las casas disponían de uno o varios matamoscas y de alguna otra clase más de remedios para  matarlas fuera mediante el flit o mediante el repugnante papel marrón, impregnado de un pringue  semejante a la miel y en el que quedaban pegadas y, al cabo, inmóviles, muertas o casi muertas.

Otra manera de matarlas era hacerlas recaer en el fondo de un tarro de cristal pero no recuerdo qué podía atraerlas hacia adentro. Quitar la vida a las moscas, como arrancarles las alas, era una práctica inseparable de la vida doméstica pero ya digo que la cacería propiamente dicha sólo tomaba ese carácter con el uso del flit y del matamoscas pringoso, siempre en los veranos.

Efectivamente también era corriente colocar las mosquiteras sobre los nidos de los bebés o, en ocasiones, sobre las camas de matrimonio  pero formaba parte exclusiva de los veraneos donde a las moscas se le sumaban los mosquitos mucho más aborrecibles porque picaban con obsesiva saña. Poco a poco, con el paso del tiempo las moscas fueron siendo menos y los  mosquitos, una  vez que fueron desecando los saladares, iban  desapareciendo gradualmente y, luego, por completo.

 No era entonces signo de suciedad familiar ni tener  moscas ni  mosquitos, por supuesto. Pero incluso, tampoco, tener cucarachas que se hallaban en los domicilios muy encubiertas durante el día y aparecían de repente al dar la luz cuando se volvía del cine en  un número de tres o cuatro. Años después leí que por cada cucaracha que veíamos había otras 17 ocultas en los lugares donde corrientemente habitaban.

 Contra las cucarachas había algunos líquidos y polvos así como para combatir las hormigas que, por cientos o casi miles, se manifestaban reptando por los muebles de la cocina o desfilando sobre la superficie en dirección a algún resto de alimento que no se hubiera retirado precavidamente a tiempo.

Las hormigas siempre parecían tan necesitadas, famélicas y faltas de cualquier medio de subsistencia que hasta suponía un genocidio cargárselas a mansalva aplastándolas, barriéndolas o enjugándolas como una bardoma con el paño húmedo del fregadero. Los insecticidas de diferentes marcas y a lo largo de estos años han sido uno de los productos que más han contribuido a ser conscientes del desarrollo económico español porque verdaderamente la lucha era antes desigual y desesperada.

Ahora apenas se ven  moscas en las casas, una o dos de vez en cuando y especialmente en los veranos. No hay apenas hormigas en las cocinas de  la ciudad y las cucarachas se han convertido por su rareza en una seña de vivienda antigua, en algún modo prestigiosa y cara, en clara relación con la la garantizada antigüedad de sus viejos desagües.

En "La Tienda en Casa" que aparece en algunos canales  de la televisión   todavía aparecen anuncios para combatir toda clase de insectos o animales indeseables dentro del hogar, como las ratas  y se expende un moderno artilugio llamado PestJet que emite unos rayos azulados que ahuyentan a toda clase de bichos indeseables, se trate de escarabajos, mosquitos, moscas o ratas.

En nuestro tiempo y con estos medios radicales desaparece del hogar una variada familia de intrusos que, en el caso de las moscas siempre fueron aceptadas como parte inseparable del hogar o de la casa. Cualquiera de ellas  se consideraba doméstica si no formaba parte de una bandada cuantiosa e invasiva. En  una proporción razonable las moscas iban y venían con naturalidad por los cuartos, se posaban sobre las colchas o sobre los brazos de los muebles, visitaban la jaula del pájaro o asistían durante la comida como accesorios vivos de la vida en casa.

No les prestábamos nuestro amor pero nos habría resultado inconcebible por no decir inquietante que no estuvieran presentes. No celebrábamos abiertamente su presencia pero su ausencia, con toda seguridad, nos habría llevado a la desazón y, posiblemente, a la alarma.

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11 de febrero de 2010
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Los pelos

Una de las excrecencias más lastimosas dentro de la vida  del hogar se sintetiza en el pelo. El cabello firme  y abundante, la mata de pelo da belleza y sentido a la cabeza pero el pelo que se suelta de su emplazamiento y emigra al azar se inmiscuye en la casa y se presenta extinto, allí donde sea, como un signo difícil de asimilar.

 ¿Es el pelo suelto una señal de muerte? ¿Un  signo de falta de aseo? ¿Una muestra del interior ignorado de la pareja con quien se comparte la oscura intimidad? ¿Se está deshaciendo de hecho la pareja a través de esos filamentos que acaso indican un deshilamiento interior?

 ¿Se trata tan sólo de un accidente asilado o viene a ser el primer indicio de una enfermedad que crecerá vorazmente y terminará por acabar con la vida de ella o la mía?

 Los pelos sueltos son altamente inquietantes. Atados en la cabellera, inscritos  en la piel, se comportan como aderezos del cuerpo y amenizan, con frecuencia, la sexualidad pero sueltos, perdidos, caídos, abandonados,  adquieren una vida siniestra que se enlaza con el fragoso mundo de lo peor. ¿Cómo hacer para soportar no uno sino varios pelos enredados en el lavabo o el sumidero de la bañera? ¿Cómo no atribuir esa maraña a una suciedad secreta que trata, en primer lugar, de repugnarnos y en segundo lugar de repudiarnos, echarnos fuera de su ámbito o combatir contra ellos y su origen  en una inútil operación de olvido y perdón?

Los pelos de los muertos se guardaban antes como reliquias bajo un cristal. Mechones de la persona amada y fallecida. Los pelos no vivían tampoco pero eran la expresión viva y gráfica del fallecimiento. El fallecimiento terrible y vivo.

 Seguían y seguían allí encerrados en su departamento de cristal y apoyados sobre un pequeño lecho de raso para que durmieran o reprodujeran en su manera inmóvil el cuerpo yacente que se prolongaría desde la cabeza  hasta los pies. Cabellos de la niña o la mujer difunta. Porque se trataba siempre de cabellos femeninos ya que  los cabellos o los pelos del hombre nunca han gozado de prestigio alguno o su estética, salvo en la intimidad, salvo en el ámbito del primer amor, jamás ha recibido estima.

Los cabellos de la mujer, sin embargo, sedosos o rizados, negros azabache o rubios platino han recorrido el surtido más amplio de las metáforas minerales.

Hay zonas, sin embargo, de diferente valor para el cultivo e incluso zonas de disvalor en la localización del vello femenino. En la cabeza no puede prolongarse hacia abajo en un flácido candelabro de patillas que ensombrecen el cutis y fuerzan la ambivalencia sexual. En ese caso, el vello puede rozar el sistema de lo monstruoso y, sin desdeñar la posibilidad de que lo logren, se conviertan en un aderezo cargado de pavor.

La mujer barbuda lo representa exactamente. La mujer barbuda, el monstruo de la mujer barbuda, ase alcanza tan sólo por medio esa pilosidad. El rostro puede ser proporcionado y aún agraciado pero de esto se deduce una enfermedad híspida, un hirsutismo que dibuja a esa  mujer como una diabólica desviación de la feminidad y en cuyo cuerpo ocultamente puede hallarse, con cierta probabilidad, la figura de un hombre. Un hombre camuflado en el cuerpo de la mujer de la que pende la barba delatora, la señal del crimen biológico cometido y sentenciado.

Pero también el hombre lampiño provoca malestar. Dentro de ese cuerpo límpido no ha nacido del todo un hombre y su proceso se encuentra seguramente detenido en una fase que siendo perenne le invalida para ser hombre total.

El hombre de mucho pelo en el cuerpo puede disgustar estéticamente, estratégicamente, pero resulta ser por exceso un sexo honrado. Una mujer sin pelo alguno en el cuerpo es igualmente una figura monstruosa porque el sentido de la depilación no será tanto dejar el cuerpo bruñido como haber actuado sobre los sombríos lugares en que anteriormente existía el vello. De ahí que cuando la depilación no ha sido completa en determinadas zonas pueda inducir a una mayor atracción sexual. Y, especialmente, cuando esa depilación parcial ha sido deliberadamente elegida, sea en el pubis o en la axilas, su  propósito es hacer ver, lo velloso confiere luminosidad a lo depilado, lo depilado se solea al lado de la pilosidad.

El hombre sufre siempre con su pérdida de cabello y la alopecia puede actuar con un efecto negativo en la personalidad l pero, por raro que parezca, esa falta se condona con una facilidad asombrosa puesto que su frecuencia y difusión no la presenta como una incuestionada deformidad. Más bien el malestar se produce cuando ante el espejo el  caballero prueba lociones y crecepelos inútiles porque precisamente en la ineficiencia de su tarea, repetida noche tras noche, se representa una clase de impotencia muy patente o se resalta una deficiencia incurable que entristece la alcoba y la relación natural.

 Estos calvos parecen mejores en  la asunción de la calvicie, aún tras un tiempo, que en la resistencia a su situación. La mujer ama al calvo tanto como al que no lo es pero ¿cómo negar que en el beso que se recibe en  la cabeza sin pelo reconocemos una claudicación a la vez que una martirizante  condescendencia de quien viene a ofrecernos su ósculo, entre cariñoso y burlón?

Uno junto a otro, el hombre y la mujer, envejecen sin embargo en una gradual e imparable pérdida de la cabellera. Envejecen al compás de sus pelos perdidos, extraviados muriendo en la superficie de las tapicerías, en las pendientes de los lavabos, en los utensilios de cocina, sobre los manteles y las alfombras como si la vida desprendida fuera ocupando erráticamente lugares del hogar y el hogar, al cabo del tiempo, cuando los cuerpos son retirados solo guardara entre las rendijas algunas hebras de aquellas matas que se amaron y durmieron acariciándose entre sí.

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10 de febrero de 2010
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Desnudarse

Cuando el día acaba, la cama nos espera. Disciplinadamente,  la cama nos espera desde la mañana en que alguien la ha preparado para el momento de la noche.

Durante el transcurso del día la cama se encuentra siempre a disposición para unos u otros usos muy diversos pero, institucionalmente, la cama se hace activa al ir a dormir en ella, mientras durante el día -salvo excepciones- se mantiene quieta. No se diría paralítica o paralizada puesto que los pliegues, los relieves de las telas, los volúmenes de la almohada o su grosor integral, trasfieren a los sentidos la percepción de unas manos han contribuido a dejarla como está y todavía se suman para que respire como una entidad viva y mullida.

 Diferentes muebles, y especialmente los  enfundados o "vestidos", causan n una sensación similar. Se presentan  quietos y como aguardando al usuario pero aún hallándose en esta actitud podría pensarse que se remueven, reacomodan o laten en silencio y  para sí.

 Incluso es posible, en el interior de la casa desierta, que estos muebles posean un pequeño grupo de pensamientos más o menos elementales y rutinarios  entre los que se cuentan necesariamente los asociables a su  constante tiempo de espera.

La cama nos aguarda y por la noche el huésped inicia en sus entornos la rutina de ir quitándose obligadamente las ropas. Quitarse las ropas ante la cama o en sus proximidades,  entre el dormitorio y el cuarto de baño, por ejemplo, significa el repaso cotidiano de una secuencia de desasimiento que se corresponde, de otro lado y después con ponerse  el camisón y el pijama. Venimos de un espacio alejado  y tras vivir un intervalo intramuros alrededor del televisor, los niños y la cena, nos preparamos para incorporarnos a  la cama que  representa, en realidad, el tercer espacio determinante del día. La intimidad dentro de la intimidad, la extrema individualidad en la individualidad. El huésped y la cama duermen dentro de la soledad y ¿quién cuestionaría que gracias a su influencia?

De la compañía a la soledad, del movimiento al reposo, de la vigilia al sueño a través de una escenificación del desprendimiento público y el revestimiento con las ropas de alcoba. Elocuentemente, nos despojamos  de las vestimentas con las que nos presentamos en público y nos disfrazamos con los hábitos de la soledad en donde hallamos (o no) el tiempo del sueño. Las prendas que a lo largo del día fueron impregnándose de los olores y avatares, de la lluvia, los alientos o el viento,  no se meten en la cama porque, a fuerza de experimentar la vicisitud, mancharse de ellas, sentir en ellas, no es pertinente embutirse  entre las sábanas con ellas. Son físicamente capaces de juntarse con la cama pero siempre que esto sucede se denota una situación de menesterosidad, peligro o amenaza que convierte a la cama en refugio y a ellas en material anónimo o subordinado. Sólo el proyecto de acostarse así, sin desvestirse del día, hace pensar en una urgencia donde se une la inquietud con el descanso, la obligación con la dejación, el día incesante con la noche sin muros y en una forzada reunión que, en consecuencia,  conduciría a un doloroso desorden.

La cama nos espera, precisamente, aliviados de la mayor consternación posible y si se ofrece como una cámara de descompresión su colaboración empieza reclamando el abandono del traje o el vestido, el reloj y los abalorios, la cartera y la calderilla.

De este modo, más o menos  desasido se llega a través de la blancura de las sábanas a la navegación sin luces de la noche.  Echar lastre por la borda, pesar menos antes de ir a dormir y descargarse de las ropas que encierran objetos pesados traza las líneas de un ritual que exime provisionalmente del mundo para entregarse sin al viaje de la cama.

Mueble  preparado desde la mañana en espera del momento en que nos deconstruimos como seres sociales y nos simplificamos, ante la noche encamada y migratoria a bordo del lecho. Lecho de agua o de aire, corriente circunstancial a la que nos lanzamos cotidianamente tras habernos desnudado y, en la esperanza, de lavarnos o reestrenarnos a través de sus lienzos blancos.  "¿Al cine? Al cine de las sábanas blancas es donde vas a ir", nos decían los padres cuando nos resistíamos a meternos en la cama. Un cine donde, en memoria de la infancia, nos volvemos personajes de dos dimensiones, exonerados de aquella tercera dimensión abandonada junto a las ropas del día, cosidas para el  mundo exterior que nos asalta o  nos insulta o nos conlleva.

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9 de febrero de 2010
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La pantalla de Onetti

El cine es tan omnímodo que, no contento con plasmar fílmicamente las ciudades de nuestros sueños realizados (París, Venecia, Sevilla o Benarés), también se mete en los espacios urbanos nunca trazados ni habitados más que en la mente de un escritor. Y así hemos visto en la gran pantalla el ‘faulkneriano' condado de Yoknapatawpha, el Wessex de Hardy, el Malgudi de Narayan, la Región de Benet y  -pese a la negativa de García Márquez a dejar adaptar ‘Cien años de soledad'- un Macondo sin mitología telúrica en las películas que Francesco Rosi extrajo de ‘Crónica de una muerte anunciada' y Arturo Ripstein, con mucho más acierto, de ‘El coronel no tiene quien le escriba'. Ahora se acaba de estrenar ‘Mal día para pescar', opera prima del joven cineasta uruguayo afincado en España desde 1999 Álvaro Brechner, y el vértigo que un seguidor fiel de esos novelistas ha sentido más de una vez al ver en movimiento y color, ayudado por el sonido Dolby, calles precisas, paisajes reiterados, edificios y rótulos viarios de unos territorios que antes poseían exclusivamente autor y lectores vuelve a repetirse, con su mezcla de inquieta desconfianza y curiosidad mórbida.

     No es la primera ocasión en que la Santa María de Juan Carlos Onetti llega al cine, aunque reconozco desconocer la adaptación de ‘El infierno tan temido' hecha en 1980 por el argentino Raúl de la Torre y la de ‘El astillero' que su compatriota David Lypszyc firmó en el año 2000. A favor inicial de Brechner está la elección de base literaria para su film, pues el relato ‘Jacob y el otro' (1961) es una de las piezas magistrales de la narrativa breve de Onetti. Brechner, que ha escrito el guión colaborando con el protagonista y co-productor Gary Piquer, se mantiene fiel a la peripecia y el ‘tempo' del original, introduce como prólogo lo que en el cuento era el punto de vista en primera persona del Doctor, y dibuja ambientes y personajes con eficacia y, en diversos momentos, con belleza: el arranque de las marismas, los autobuses de línea con aves de corral deambulando entre los viajeros, y, sobre todo, el hotelucho en el que el Campeón Mundial de Lucha de Todos los Pesos Jacob van Oppen y su representante el príncipe Orsini se hospedan al llegar al pueblo.

     La Santa María de Brechner es verosímil sin dejar de resultar delicadamente artificiosa, y está muy bien iluminada por el director de fotografía Álvaro Gutierrez, que encuentra una paleta muy sugestiva, sobre todo en los interiores, que pueden ser densos y fríos, como en las escenas de las oficinas del periódico local El Liberal, o deliberadamente subidos de color en las habitaciones del hotel y en los camerinos desastrados del Teatro Apolo donde se celebrará la pelea del desafío urdido con tanto engaño por Orsini. El espectador se impacienta cuando, una vez establecido el marco idóneo y las líneas de resistencia dramáticas, Brechner enfoca su cámara a los protagonistas de la historia. No hay, me parece, ninguna mala interpretación en ‘Mal día para pescar', pero tampoco, por desgracia, ningún perfil o voz o alma que mantenga la condición memorable de ‘Jacob y el otro'.

     El gigantón brutal e inocente que es el púgil ya en decadencia Jacon van Oppen lo interpreta el finlandés Jouko Ahola, que, más allá de su físico desmesurado, poco aporta al rol. Tampoco la más curtida actriz Antonella Costa enriquece el sinuoso papel de Adriana, la novia embarazada del contendiente local en la pelea, el llamado Turco. La pérdida mayor, pues mayor era el reto, corresponde al Orsini de Gary Piquer, un actor catalán de ascendencia escocesa y probada calidad (por ejemplo en ‘El último viaje de Robert Rylands', película de Gracia Querejeta inspirada en ‘Todas las almas' de Javier Marías) que aquí no logra dotar a su personaje del carácter enrevesado y astuto, y a la vez histriónico, que Onetti imaginó y así definió: "había nacido para convencer [...] para imponer cuotas de dicha a todo el mundo posible". Del Orsini del film desaparece la borrosa italianidad, y con ella las resonancias de una personalidad y un modo de expresión descrito en el cuento como "un sonido inubicable, un amistoso contacto con la complicada extensión del mundo".

     Que en una adaptación literaria al cine se pierdan las filigranas verbales de procedencia es natural, y puede llegar a ser doloroso en el caso de un estilista tan certero como Onetti. Pero Brechner tiene voluntad de estilo, y eso es de agradecer en un arte que cada vez más, hoy día, renuncia a ella en aras de la supuesta transparencia. Lo que sorprende es el final del film, desprovisto de la extrema crueldad que la reacción de Adriana a la derrota de su novio tenía y daba tanto sentido al relato. Con todo, uno sale del cine contento de haberle visto la cara, y parte de su trasfondo, a Santa María.

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8 de febrero de 2010
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El cuarto de baño

Así como la cocina es la sala de máquinas donde se pasa de la barbarie a la civilización, de lo crudo a lo cocido, el cuarto de baño es la factoría donde se imparte salud contra la enfermedad, lo limpio contra lo sucio, lo puro frente a la tacha. Curiosamente, en los hospitales, suelen mandar a los recién operados, todavía doloridos y descompuestos, a que tomen una ducha:: "se sentirán mejor", dicen.

Lo dicen y aciertan, la ducha arrastra de la superficie la infección pero también la mugre de la tristeza enferma. Con esa  ducha se ingresa en un universo imposible de prever y entre la ceguera y el latigazo térmico el cuerpo cruza una tonante lucha. La lucha que caracteriza el cabal proceder del agua tanto para sanar como para matar, para hacer cantar o sumirse hondamente en el ahogo.

El agua discurre también en el fregadero pero su naturaleza es de otro orden muy  ajeno. El agua de la cocina  es un agua fabril que interviene para cambiar las cosas, la segunda, el agua del baño, es una agua fabril que actúa  para cambiar a las personas.

Ambas puede cruzarse en sus ocupaciones  de limpieza pero la clase de nitidez  que procura el agua del baño pertenece, además, al sistema general del aseo, del atildamiento y, finalmente, de la estética esencial. Una estética que cumple con una histórica proximidad ética, manifestada en lo puro, lo pulcro, lo inmaculado.

Hace poco más de un siglo que el cuarto de baño fue ascendiendo de categoría dentro del hogar burgués, al punto, que el precio de las viviendas ha llegado a fijarse mediante una ratio que depende de los metros cuadrados del cuarto de baño.

Ninguna vivienda suntuosa puede ahora asociarse sino con un gran cuarto de baño. El origen del placer de la bañera, las inversiones en pórfidos y otro que correspondían a los baños romanos, se encuentra en el sueño de los baños modernos, alicatados como de un brillo que repele tanto la excrecencia como la dependencia externa. El cuarto de baño viene a ser de este modo como un recinto excepcional en el interior de la casa, cuarto para sí mismo, dotado de cerraduras y espejos narcisistas, lugar de la mayor intimidad del yo que se observa, se corrige, se acicala.

Sin importar sus dimensiones, el cuarto de baño, es en por su excepcionalidad y por su capacidad de librarnos  del contexto o recabarnos para el  propio yo, un medio de placer privado o una sala de pecado privadísimo que llevará incluso a la extrema voluptuosidad del suicidio.

 Un suicidio,  con o sin sangre, perfectamente acorde con esa morgue doméstica, entre la finitud y la trascendencia, entre el relámpago y el diablo.

Si su composición no se parece a ninguna pieza más del hogar pero, además, su inspiración radicalmente heterogénea (mezcla del "retrete" y la "bañera") tiende hacia el vértice piramidal del culto al agua.

El cuarto de baño actual, redentor del ominoso retrete, se expresa a través de la tina del ocio- del ocio de la tina- en una dosis inmensurada de placidez pero, igualmente, el agua que lo colma posee, en cuanto agua natural y corriente,  el solvente olvido del tiempo.

Tomar contacto con el agua en el lavabo o en el mar, con los ojos cerrados o abiertos, traslada a una idea de absoluto en donde, inmediatamente, se deshace  la temporalidad y sus grumos.

Así los momentos que se viven en la  ducha bajo el vigor del agua o entregados a su dulce maternidad en la bañera propician la intuición de una disolución salvífica, incombatible y eterna.  Pérdida feliz del yo agresor que se amansa y deslíe en la corriente mientras  nos libera de sus pesos, sus disgustos, sus hedores.

De esta manera puede decirse, con honor, que el cuarto de baño, realizado a nuestro gusto mundano puede servir también como una cámara de desrealización y fuga del mundo. El agua mana sobre la rugosidad de nuestra superficie y arrastra su bardoma. Incide en la memoria de la piel y puede permearla hasta fundir la profundidad de su invasión con la extrema claridad de su materia.

Material líquido, vida liquidada. Vida desaparecida en la luz del agua: luz que se despliega con la magna cadencia del agua o agua que sigue la inteligente velocidad de la luz para transformar la pugna de la materia y el tiempo, el pecado y el cielo, la vigilia o el duro deber de vivir y de morir en el acontecer y en su portento.

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8 de febrero de 2010
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Las visitas

Entre recibir o no recibir en casa se intercala, de todos modos, una variable inquietud. La casa es sustantivamente para la estabilidad, la conservación o la estabulación.

 ¿Una visita? Se trate de parientes o amigos, seres humanos con o sin mascotas,  su introducción en el mundo hogareño constituye  una rara inoculación, casi siempre consternadora.

 Muy bien que tras la terminación  de la visita entre besos y abrazos de  despedida, un balsámico silencio casi ancestral vuelva al salón en señal de haber superado el trance.  Muy bien que esas personas más o menos ajenas o próximas hayan consentido en acercar nuestras vidas, sus nuevas o antiguas noticias y, al final, del conjunto hablado y sentido se haya compuesto una solidaridad imprevista y confortadora.

El acto de visitación que se desarrolla  bien deja tras de sí una secuencia fresca y dichosa y de la visita que sale mal, no merece la pena hablar puesto que corrobora la aciaga perspectiva de abrir la puerta a cuerpos y circunstancias incontroladas y necesariamente desazonantes.

Siempre, en cualquiera de los supuestos, ser visitado conlleva una rara perturbación y de hecho, las personas al envejecer y debilitarse van reduciendo el número de encuentros con los demás, por la misma razón de la energía que se requiere y la fatiga con inevitablemente se deriva.

 No sólo no abrir las puertas a las personas de afuera sino impedir que el significado interior se altere por efecto de elementos externos, indeterminables en sí, es una querencia que aumenta con los años del hogar y de sus huéspedes.

La edad, especialmente en los varones, hace crecer una orientación centrípeta en todo su ser a  la manera de un lento torbellino que tiende a arroparse en sí mismo, como en un movimiento de metamorfosis que convierte la actividad anterior en un lienzo y la movilidad en el amor a la parálisis. Toda experiencia de esta lentitud final, cada vez más encharcada de luto, induce a protegerse,  cuidarse de tropiezos y averías que acaso una visita podría traer desde el paisaje exterior, incluido el paisaje impreso en la propia visita.

  Correlato de todos estos mundos adultos, , donde la morosidad y el torpor aumenta, es el modelo de la  casa adulta, tan madura en  la decoración, desgastada en la tapicería como sobrecargada de objetos. Un universo tan manoseado y abigarrado que tanto la novedad como el volumen de la visita se acogen entre el temor a cualquier percance y el miedo al insoportable abigarramiento.

 Más que amigos y amigas que, en la juventud, se comportan como compañeros del juego o piezas del juego mismo, en la vejez, amigos y amigas, son en cuanto visitadores bultos que, tarde o temprano sobre los que tarde o temprano se preferirá su ausencia.

 Ante estos encuentros lentificados, espesos y semienfermizos se resiste la quebrada salud de la vivienda y, en definitiva, el delicado estado de su composición y el difícil equilibrio de su supervivencia.
La ausencia, en cambio, se convierte así -como nunca antes- en la forma privilegiada de la presencia.

La vinculación al presente de cada jornada va pareciendo más y más aburrida mientras el lazo con cualquier forma de  ausencia cobra un valor biológico y brillante en casi todo. Por esa circunstancia, la edad va coleccionando y puntuando  aquellos factores que, más o menos,  se relacionan con el vacío, la lejanía o  la pérdida de manera que la más apreciada compañía termine siendo la habitación de la soledad. ¿Cómo pedir que haya pues contento en el momento de recibir? ¿En la coyuntura de ver presentes, ásperos de realidad, a  los que endulzaba la memoria desde su lontananza  y con quiénes nos abrazábamos tanto en la pureza del silencio como en el ilimitado amor de su transparencia?

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5 de febrero de 2010
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Los muebles

Los muebles tomados en su conjunto forman una primera población o población autóctona que ocupa, a su manera fundacional, la casa. El mobiliario forma por sí mismo, aparte de sus usos y prestaciones, un sistema autónomo que opera antes de que se hospede nadie y sigue operando, también, cuando la casa se desaloja, sea temporal o definitivamente.

Los muebles se comportan, como los demás objetos, menos como bultos esclavizados por la propiedad que como figuras de un cosmos encriptado. Cada pieza del amueblamiento se relaciona así antes y mejor con otras  piezas del amueblamiento que con el carácter del usuario.

 Más aún, la principal condición que define al mobiliario no es la prestación de servicio sino que como, puede apreciarse con frecuencia  determinados muebles adquieren pronto o tarde un rango simbólico de tanta prestancia que jamás se somete a ninguna superioridad a lo largo de  su existencia. Pero igualmente, incluso muebles considerados inferiores a primera vista defienden su independencia con toda energía, tan radical como convincente.

Se vive con los muebles y no sirviéndose de ellos puesto que tanto los seres humanos como sus enseres comparten la escena como una reunión de dos  mundos constituidos.. En los casos más extremos, ni el muerto es capaz de absorber la personalidad de la cama por larga que fuera su agonía ni el sillón de orejas llega a ser una pieza que evoca, más allá de un intervalo,  el aliento del huésped.

 Cada mueble puede presentar un aire servicial como, en general, los demás objetos domésticos, pero al igual que sucede con el personal de servicio, odian secretamente a quien se aprovecha de ellos. De otra parte, los muebles de una habitación no se configuraron, desde el Gótico, como piezas únicas o aisladas sino que nacieron en racimo para armonizarse entre ellas a la manera de una plantación originaria y autónoma. El habitante llegaba después.

La mayoría de los muebles remedan desde hace tres siglos determinados rasgos antropológicos y hacen burla de ellos sea mediante las patas retorcidas, las asas imposibles, los cabezales deformados. Y de ahí también la facilidad con la que en los dibujos animados o las obras surrealistas jugaron con las patas o las piernas, los espejos y los rostros, sus brazos y los  brazos.

En estos y otros muchos supuestos el mueble ridiculiza la vana prepotencia a la que se siente sometido y caricaturiza con sus piruetas la figura del proclamado amo. Pero del mueble no es siquiera amo el ebanista puesto que pronto en su fabricación el material adquiere otra vida diferente a la madera y escapa de sus amorosas manos. Adquiere una vida tan intensa que la visita a una casa poblada de muebles pero  desierta de personas se escuchan voces y mensajes turbadores, todos ellos correspondientes a un universo pavoroso. Los muebles nos rodean y callados, expuestos a la observación, nos desazonan más que nos sosiegan.

La  necesidad que se tiene de ellos contrasta con los tiempos medievales en que su  patente ausencia comunicaba con dios y la buena conciencia. En el pensamiento mágico el vacío, el cielo despejado,  convoca el prodigio mientras la habitación sobrecargada, la visión barroca lleva a la representación demoniaca o infernal.  Imposible imaginar un milagro entre un cuarto de piezas (estilo "remordimiento") y, sin embargo, el aura  divina cae sobre un solar despojado.

 El confort del mueble burgués, temeroso de la muerte,  contrasta con el confort medieval y su hálito de fácil pasaje entre la nada y el infinito. Una habitación medieval parece acabada aunque no contenga mobiliario alguno. Está vacía pero, absoluto, parece incompleta o desnuda. Se trate de una catedral, un refectorio o un dormitorio, las  proporciones, las formas, los materiales dan plenos poderes a la arquitectura. 

Con esta misma inspiración. la arquitectura puritana y pura de la Bauhaus  simplificó el mobiliarios y diseñó el estar con elementos leves o ayunos. En  la metáfora de la casa como útero o cobijo, la plétora de elementos remite a los pecados de gula. Pero también el pecado alcanzaba a la pretensión de ostentación, acumulación de tesoros o muebles suntuosos que despertaran la envidia de otros mientras simbolizaban la fuerza del poder mercantil.

La casa saludable de principios del siglo XIX respetaría la virtud de la higiene. Una virtud que emparentada con la medicina no agotaría ahí su significado. Los principios del concepto de higiene introducían, junto al aire fresco, una vigorosa libertad que deshacía penumbras y disciplinas morales. El interior se abría al exterior mientras quebraba su orden carcelario. El  mueble oscuro y recargado pasaba a ser más liviano y claro porque, en conjunto, la liberación individual requería también la liberación de los enseres. ¿A qué otra cosa no alude el "armario" sino al "almario", y la consolación  a, la consola ¿O cómo no constatar la asociación, de un lado, entre muebles pesados y periodos de  economías estables y, de otro, muebles desmontables  y economías volátiles?   

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4 de febrero de 2010
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