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Escrito por

Vicente Verdú

Vicente Verdú, nació en Elche en 1942 y murió en Madrid en 2018. Escritor y periodista, se doctoró en Ciencias Sociales por la Universidad de la Sorbona y fue miembro de la Fundación Nieman de la Universidad de Harvard. Escribía regularmente en el El País, diario en el que ocupó los puestos de jefe de Opinión y jefe de Cultura. Entre sus libros se encuentran: Noviazgo y matrimonio en la burguesía española, El fútbol, mitos, ritos y símbolos, El éxito y el fracaso, Nuevos amores, nuevas familias, China superstar, Emociones y Señoras y señores (Premio Espasa de Ensayo). En Anagrama, donde se editó en 1971 su primer libro, Si Usted no hace regalos le asesinarán, se han publicado también los volúmenes de cuentos Héroes y vecinos y Cuentos de matrimonios y los ensayos Días sin fumar (finalista del premio Anagrama de Ensayo 1988) y El planeta americano, con el que obtuvo el Premio Anagrama de Ensayo en 1996. Además ha publicado El estilo del mundo. La vida en el capitalismo de ficción (Anagrama, 2003), Yo y tú, objetos de lujo (Debate, 2005), No Ficción (Anagrama, 2008), Passé Composé (Alfaguara, 2008), El capitalismo funeral (Anagrama, 2009) y Apocalipsis Now (Península, 2009). Sus libros más reciente son Enseres domésticos (Anagrama, 2014) y Apocalipsis Now (Península, 2012).En sus últimos años se dedicó a la poesía y a la pintura.

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El plato hondo

En cuanto animales que somos y dependemos de la alimentación unos recipientes apropiados han viendo haciéndose inseparables del  acto de comer y entre ese surtido de utensilios domésticos, el plato ocupa un puesto central. En los confines de su espacio será donde la moda se sirva y al modo en que el pesebre natural acoge inveteradamente el pienso que se prepara para las bestias.

 Antes y después del plato se extiende un mundo menos y más civilizado puesto que la misma escudilla la comida aparta el rancho más simple del contexto natural y comestible. En la escudilla viaja el alimento hasta el comensal a bordo de una construcción humana. Se come de ella

,acaso con los dedos, pero ella significa preparación y opera en el momento de comer como una base o una ofrenda de servicio esencial, encimado en ella para que la especie humana obtenga, más allá del gusto del condumio el regusto de su participación funcional.

 El plato o la escudilla así un nivel que poniendo a la comida sobre él mismo, diferencia a la condición humana a través del ejercicio de alimentarse. No obtenemos el sustento desde el medio primordial y caótico sino que, precisamente, el sustento llega sustentado por una peana, con un apoyo evidente que le confiere tanto un beneficio higiénico como un agregado ritual.

 El plato es la plataforma sobre la que se encima el alimento civilizado. A través de su materia y de su forma que conjuntamente denotan su fabricación especial se revela deliberadamente la cultura del alimento. De este modo el plato es indicio de una  culturalización de la alimentación, posterior al uso de hojas/plato en algunas tribus y culturas.

 Comemos productos elaborados sobre un recipiente particular elaborado, no productos crudos sobre bases crudas y con las manos. La relación del cuerpo con la comida queda mediatizada, no ya mediante las abluciones rituales, sino a través del empleo del plato y, más tarde, de las cuberterías cada más complejas.

De este modo mediador, ornamentado y retórico, cada vez que la mesa se prepara para comer se establece un intervalo cultural entre el hambre y la saciedad, un hiato o una holgura inspiradora en cuyo espacio se encaja el ritual.

Pero el plato mismo, en cuanto enser concreto y objeto elaborado, contiene a través de su diseño y su estructura la condensación del rito. El plato actúa substrayendo a la comida de su original medio salvaje y obligándola a cumplir un tratamiento civilizatorio o coercitivo, opuesto a lo que sería un simple arrancamiento de sustancias al medio natural y su ingestión sin la presencia simbólica de una loza sin poros, una bandeja pulidas (o un cobijo blindado) que bautiza de voluntad humana a la espontaneidad animal y de preciada demora ceremonial a lo descarnado e impulsivo.

El plato, llano u hondo, cumple la misma función de acotar la vitualla. Una vitualla que así enmarcada y sensibilizada pasa de ser de pitanza a  condumio, de condumio a un yantar cuyos manjares pueden ya unirse a las artes y vicios, concupiscencias inimaginables sin el vibrador de la cultura gastronómica. La gula será la cima de este proceso masturbatorio gracias al cual la necesidad pasa a ser un lujo y los víveres pueden ser banquetes y hasta la adefagía ingresa en la bromatología.

En el curso de estas evoluciones debe distinguirse, no obstante, una cualificación más relacionada y es la relacionable con el sentir de la vida doméstica y es cuyo sistema emocional la diferencia entre el plato llano y el plato hondo se refiere no ya a las condiciones volumétricas de uno y otro sino al diferente valor de su  significado.

El plato hondo remite a un foco culinario en cuyo ámbito  se ha  preparado el sustento para muchos o varios y no, en general,  para uno. Se ha cocinado para el  grupo y no para el viudo o el soltero.

El plato hondo se corresponde con una distribución del producto entre   varios comensales, contados por encima o a granel y no a un número contado con rigor  para obtener las raciones  aritméticas y atribuibles y exactas.

El plato hondo admite un más o un menos que, desde la cuchara grande, se hacen partícipes del estofado, la sopa o el consomé y que, sobre la marcha, según las bocas, deposita sobre el plato  una distinción particular atendiendo a su edad, su salud, su apetito o su deseo particular.

En el plato hondo cabe casi todo lo demás. Cabe en el sentido que cabe casi cualquier nombre y estado del ser. Un plato llano lleva fácilmente a la comida en casi cualquier lugar mientras el plato hondo se siente más atado a las instituciones con mesa, hospitales, colegios, refectorios, hogares donde se  come juntos frente a la probabilidad solitaria que conlleva el plato llano.

Se diría que no hay comida rápida con plato hondo de manera que su forma dicta también la profundidad que se invierte en una  temporalidad alimenticia que llega a componerse desde el prolongado periodo de ejecución del guiso hasta el de su paulatina ingestión.

Un plato hondo, viene a ser así, correspondiente a la clase de comida característica del cobijo hospitalario,, doméstico o de caridad. La acción de bajar la cabeza hacia el plato, hundirse hasta cierto grado en él y repetir una y otra vez este movimiento a coro, colectivamente, transporta a una  escena  de rezos o jaculatorias,  inclinaciones sucesivas que llevan el sencillo placer de comer a los entresijos de la oración y la profana  manera de llevar el alimento a la boca a una comunión colectiva que sólo fue allanándose y  en la individualidad del plato llano y aún más la insoportable réplica del platillo de postre que viene a ser como la miniatura del alma de la mesa y el retrato, tan concreto como reprimido, de cada alma engolosinada con su porción. Soborno de toda la mesa, ignominia de la gloriosa comida en común. Resto y prótesis de la verdad natural de la misa gastronómica. 

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8 de marzo de 2010
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Las flores

A  diferencia de las plantas en macetas que son como seres debidamente capturados y condenados a vivir en la esclavitud doméstica, las flores llegan al hogar recién cortadas, en actitud espontánea  y defendiendo su libertad hasta el último suspiro.

Nunca las flores se hacen de verdad caseras y su mayor oferta  así como su principal sexy, y radica en su desafío radical a la institución casera y su manifiesta autonomía respecto a lo que en el hogar se desarrolla y la institución representa.

Nunca las flores son domésticas, son domesticables o se acomodan a la vivienda establecida pero, por esencia, son silvestres, antinaturalmente domésticas. Son frutos de la naturaleza y en ello percibimos su excepcional interés, su despliegue de olor y color,  cuando las adquirimos.

Las compramos como pájaros vivaces que ignoran o no aguantan el cautiverio y de hecho, una y otra vez, las flores se mustian, mueren en el borde de nuestros jarrones como manifestación de que su medio de vida no es el nuestro y sólo se hallan en el cuarto de estar o el comedor porque no pueden resistirse a nuestro dominio sobre sus cuerpos sin apenas fuerzas que oponernos.

En verdad, ellas pertenecen al mundo vegetal considerado como un estadio inferior al de los animales pero aún así su vasallaje, aunque sin éxito alguno,  se deniega.  En este caso de las flores se hace tan evidente que se a busa sobre su condición que, siendo tratadas con deferencia, como niños, no podemos ocultar la desazón de explotarlas, como pederastas. Explotarlas incluso  corrientemente como objetos y no sujetos decorativos. es decir, rebajando su condición de seres vivos, a la de adornos inertes. Cualquier tratamiento de las flores en términos de seres vivos auténticos, auténticos,   seres vivos, nos situaría en el papel de  compradores de siervos,  destruiría moralmente el encanto de su pertenencia y convertiría su posesión en una suerte de aplastante genocidio o su corte del tallo en una degollación o emasculación sangrante.

 Convertiría en fin a esas flores, con las que pretendemos alegrar nuestra habitación,  en cadáveres exquisitos cuya fecha de mortalidad insufrible se cumplirá, además,  en apenas unas horas. De este modo, las flores llevadas al hogar poseen la doble condición de la festividad presente y del funeral a plazo fijo. Parecen animar nuestras vidas al traspasar nuestro umbral pero   podemos saber y aceptar, fácilmente,  que sus vidas se hallan  condenadas a muerte por nuestra voluntad y tan sólo por el motivo de convertirlas en nuestro recreo.

Los ejemplos más terribles de la explotación de los seres vivos por otros seres vivos se realiza hoy, secretamente, en el hábito implícito de tratar a sujetos vivos como objetos materiales y someterlos como antes con las mujeres ociosas en signos de ostentación o de banal entretenimiento.

Las flores que se llevan al cementerio para honrar a los difuntos dan razón plena de esta ecuación. Las flores que se ofrendan al muerto cumplen desde el principio al fin con una secuencia paralela. Son arrancadas de su vida en el arraigo de la planta para ser emplazadas junto al cuerpo del cadáver, vecinas al cual se aproximarán plenamente cuando se marchiten.

En esta secuencia reproducen, cabalmente y miniaturizada, la película de la vida. Flores que se hallaban alentando en una existencia natural, sin plazo fijo,  son condenadas a morir en un medio reconocido como imposible para su supervivencia.

 Como los muertos que momentos antes respiraban en su mundo propio, vivían, sentían o respiraban, en su ámbito, las flores son ahora encerradas como ellos en vasijas o féretros inexorablemente dirigidos a contener su descomposición.

Flores en apariencia risueñas, alegres sin término, caen muy pronto como desmayadas y desprovistas de aliento. A la fiesta del ramo recién cortado y regalado sigue la progresiva visión de las flores oxidadas, ajadas o moribundas, representando dentro del mismo jarrón que las contuvo ilusionadas el recinto de su asesinato.

Crimen usual y de cuyo patetismo los hogares se protegen con la misma disposición que antes les insensibilizaba en la faena de cortar el cuello a los pollos para la paella, ahogar a las palomas en el fregadero o desnucar a los conejos de un golpe seco. 

Esta persistente crueldad cultural, referida también a las flores, nada tiene que ver con la triste esclavitud que lleva consigo la manutención de las  plantas de interior. En este caso, las plantas, confinadas en macetas, se comportan como unos seres mansos que se someten resignados e impotentes a la vida que se les desea otorgarles.

Sin embargo, en el caso de las flores, la fresca alegría con que llegan confiadamente a la casa se transmuta en una agonía premeditada y en un desdichado cementerio final en donde deliberadamente acaban.

No existe esta voluntad expresa en el acto de comprar el ramo de flores pero ¿quién puede negar que el destino de ese ramo será irreversiblemente el siniestro espectáculo de su defunción entre el turbio caldo de su muerte?

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5 de marzo de 2010
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Las pinzas

Un utensilio como son las pinzas para la depilación connota inmediatamente con lo pequeño, lo delicado,  lo recóndito,  lo intrusivo, lo preciso y lo de inteligencia superior. Su correspondencia con la morfología de un  insecto y su relación con la cirugía, redondean su prestigio práctico y su exclusividad funcional.

Las pinzas son, necesariamente, para extraer algo más o menos intrincado, sea por su posición, sea por su confusa y difícil distinción entre elementos parecidos o de la misma especie.

En esencia la pinza, al actuar, debe guiarse por el amo que dirime primero y al que debe obedecer estrictamente después. De este modo escogerá lo que ha de ser extraído, arrancado, eliminado y se lanzará sobre su presa  con el carácter unívoco de un ataque feroz.

 Quietas, a solas, descuidadas,  las pinzas se observan como objetos  más inútiles que cualquier otro adminículo similar pero es porque ningún otro instrumento que no sea las pinzas reproduce con mayor vehemencia la tensión de hallarse preparada para intervenir  y porque, en efecto, esta postura en tensión, sostenida indefinidamente, transmite una sensación entre el ridículo y la desazón.

 Siempre listas para funcionar, prestas en todo momento para recibir la orden del amo, su vida soporta una enorme cantidad de horas en guardia, siempre más que cualquier otro vecino de su cajón o de su estuche. No son por ello herramientas calificables de segundo orden.

Por el contrario, las pinzas realizan un trabajo que ninguna otra pieza iguala ni remeda con una mínima precisión. Tratándose, además de la depilación de las cejas, por ejemplo, su intervención comporta una enorme responsabilidad porque no se trata solamente de amputar sino que su aplicación conlleva diseñar, dibujar, perfilar el ojo.

Nadie, con suficiente criterio, puede ser capaz de menospreciar unas buenas pinzas. Poseen, sin duda, el crédito  superior de la sanidad pero esa aura benéfica que se acentúa por el brillante prestigio de la alta cirugía  persiste cuando las pinzas son capaces de extraer una astilla o un indeseable vello dentro del espacio casero.

Llegar a ese perfecto resultado que procura el uso de las pinzas  es imposible mediante el recurso a otros medios que no son ellas. Las pinzas son, por excelencia,  una unidad irrepetible e irreplicable. Forma parte de la suprema clase de objetos que el paso de la historia no ha alterado su diseño y la razón sencilla es que ningún otro concepto logró superar su originaria composición y prestación. De este modo, no tener unas pinzas en casa equivale a una gran carencia y, a menudo, a una falta desoladora.

Podrá discutirse que esa gran desolación no proviene directamente de las pinzas ausentes pero la impotencia que efectivamente crea su falta lleva a la desesperación.  Contra la fealdad de un vello en un patente lugar del rostro, contra el martirio de una espina en un dedo, contra el desasimiento que sufren no pocas mujeres deseando la depilación, las pinzas dan una respuesta eficaz y completa.

 Y tanto más cuanto de mayor calidad son. O mejor: así como puede pensarse en ahorrar respecto a unas tijeras, unos coloretes o un rimel, la pinza no admite ninguna mezquindad. Justamente su necesidad de precisión, su tino y su eficiencia se hallan directamente asociadas con arrancar ese vello y no otro, deshacer esa excrecencia y no otra, acertar  sin error en el cubículo de la astilla y morder el extraño elemento de que se trate con un vigor igual al de una dentellada que jamás pierde la presa a la que ha orientado su ataque. Las pinzas mejores forman parte del ajuar real. O no hay ajuar real sino imaginario si las pinzas, por caras que parezcan, no forman parte de él.

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4 de marzo de 2010
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La escalera

La generalización del ascensor y de los rascacielos o las casas de muchos s pisos han restado significación, presencia e importancia a la escalera. Incluso simbólicamente la escalera se encuentra desgastada.

¿Ascenso a los cielos? ¿Descenso a los infiernos? ¿Alta y baja jerarquía social? Tanto en Las Meninas como en Las Hilanderas, Velázquez se vale de unos cuantos peldaños para significar, en el primer cuadro, la menor importancia del oficio de pintor y, en el segundo, de la diferencia entre un nivel y otro de los escalones que marcan la diferencia temporal (y cualitativa) entre la cota superior, relacionada con la eterna fábula de Aracne y el quehacer contemporáneo.

Igualmente, en el teatro la diferencia de alturas entre el patio de butacas y el plano del escenario expresa la gran distancia entre el tiempo real de los espectadores y el tiempo de ficción liberado de lo cotidiano.

En los palacios, en los tronos, en los sitiales papales, una sucesión de escalones representativos marca la jerarquía entre la autoridad  y la plebe, lo sagrado y lo profano. Así, casi todos los elementos arquitectónicos, por no decir todos ellos, incluyen una ideología o conllevan un concepto del orden social,  de la vida, la moral y sus poderes.

En el presente, la escalera de nuestro hogar como la silla, la mesa o el vaso se han funcionalizado al extremo de ir apagando sus significados pero hasta el barroco estuvo muy presente la simbología formal que señalaba los fondos éticos y sus diferentes espasmos por categorías.

Mi buen amigo Juan Antonio Ramírez, fallecido en 2009, escribió en una exposición sobre "El Espacio Privado", donde participamos juntos con Fernández Galiano de comisario, que la escalera más famosa del arte contemporáneo sería la de Marcel Duchamp,  Nu descendant un escalier (1912), que apenas significaba nada del pasado monárquico o , mejor, lo tenía en cuenta para ironizar sobre su decadencia.

Prácticamente, todas las casas que tienen hoy una escalera relevante son viejas construcciones campesinas o dúplex suburbanos. En ambos casos, la función de la escalera mata su significación y su despechada incomodidad a su gloria.

Sin embargo, en las pocas viviendas de grandes ciudades donde todavía no han instalado  ascensor y los cuatro o cinco pisos hay que subirlos andando, se asume, por excepcional, una importancia simbólica a la escalada. Se  trata en esos supuestos no tanto de situarse por encima de los demás como de emplazarse, a la misma o parecida altura, en las afueras de su mundo simbólico. La larga escalera es incómoda, fastidiosa, disuasoria, pero todas estas condiciones contribuyen a otorgarle, aún penosamente, una cualidad distintiva y a  concederle una identidad y argumento diferenciales.

Sólo los jóvenes o muy jóvenes desheredados aceptan un quinto piso sin ascensor pero también pintores, escultores, escritores,  artistas  en general admiten la circunstancia de un estudio encimado, conquistado a pie, como un importante carácter de martirio para su trabajo.

 Efectivamente cuesta llegar hasta allí pero ¿cómo no hacer coincidir este esfuerzo muscular y bronquial extraordinarios con alguna obra fuera de lo más común? Al fin de la escala el cuarto aparece  como una planicie conquistada a través de un esfuerzo sacrificial donde la obra tiende de manera natural a convertirse en sagrada.

Nada garantiza por su altura un resultado mejor o excelente pero ¿quién podría negar que el esfuerzo suplementario y voluntario, asumido en la elaboración de una obra de arte, es un elemento de valor añadido y de fervorosa perfección ?

Prácticamente todos los efectos que se reciben de seguir los pasos del creador hasta su desvencijado estudio anormalmente elevado llevan a pensar que su trabajo posee una característica no común y acaso, tan rara y  elevada o esforzada, como extraordinaria.

De este modo, en los dúplex o triplex, comunes en el extrarradio los propietarios tratan de demostrar ante la visita una agilidad gimnástica inusual y en prueba no sólo de que esa diferencia de niveles viene a ser un inconveniente trivial sino que, sobre todo, la exposición de su superior forma física los capacita tanto para desacreditar a los de vulgar propiedad horizontal como a los de supuesta graduación mercantil más elevada.

Esto dicho, la escalera posee además unos factores oníricos que refuerzan  su influyente lado irracional. Con o sin el uso de la escalera para acceder al piso, la escalera  forma parte del profundo sentir de la vivienda.

El ascensor nos sube y nos baja automáticamente, en ausencia de memoria, sin necesidad de pensamiento mediador, pero la escalera nos salva o nos condena estructuralmente. El ascensor pertenece al universo de las máquinas y su acción se agrega como una prótesis imaginaria, lo menos cabal o textual de nuestras  vidas. La escalera, sin embargo, se halla inscrita en la escritura y en el subconsciente alfabético, con una intensidad además simbólica que nos lleva la muerte o nos hace escapar simbólicamente de ella.

Simbólica y fugazmente porque, de una u otra manera, la escalera siempre desciende, o sólo asciende, cuando la vida fulgurante e imaginaria nos  supera. En términos de edificación personal, en términos de un mundo constructivo, la escalera nos hunde.

Todas las escaleras de hoy tienden más hacia el sótano que hacia al ático. O de otra manera: el ático pertenece a la infancia del amor romántico mientras el sótano es el depósito fundamental de nuestra edad, el peso de nuestra historia y nuestra habitación en llamas o sombras frías.

 Se trata en esencia de lo mismo: caemos por la escalera. Siempre hacia abajo. Morimos para siempre a un nivel que, ya sea  la tumba o en el nicho, el enterrador se mueve en una escalera por donde su terminal y funeraria maniobra baja.

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3 de marzo de 2010
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Ventanas

En el asunto de las ventanas, desde el arquitecto, al historiador, desde la novelista al sociólogo, aparece machaconamente la dialéctica entre el interior y el exterior. O lo que es lo mismo,  la  manida idea de que si de un lado la ventana procura que el exterior ingrese en casa, de otro la casa se abalanza y succiona el mundo del exterior.

La aparición del cristal mantuvo sin cesar este diálogo del adentro y el afuera. Lo mantuvo noche y día, con lluvia o con nieve, con viento o con frío y, de este modo, reforzó la metáfora de la ventana como un suerte de ojo que miraba cuanto acontecía más allá y se miraba interiormente como se supone que podría hacer mitológicamente el ojo.

Ni el ojo ni la ventana cumplen realmente la función de automirarse pero es cierto que ambos delegan esta importante tarea a quien nos observa la mirada o quien escudriña a través del ventanal. En la expresión de sus ojos llegaremos a alcanzar una aproximación de lo que han descubierto en nuestro adentro.

Pero ¿descubrir  qué? La intimidad, evidentemente que se da por recubierta, y más concretamente la identidad femenina puesto que el ojo ha sido por antonomasia el ojo masculino de Dios: las mujeres vistieron de rojo o amarillo para ser vistas con facilidad mientras la indumentaria masculina se camufló de gris o de azul (el color del aire o del cielo) como manera de ver sin ser visto.

Las mujeres hasta hace poco no miraban (o sólo miraban a medias, tras el abananico, tras las cortinas, tras los visillos) mientras los hombres tenían por misión avistar y cazar". La insolencia de algunas mujeres que se asomaban a las ventanas llevó a calificarlas de "ventaneras" (o chicas licenciosas) tal como aparecen pintadas en el cuadro de Murillo, Gallegas en la ventana (c. 1660).

Tras la ventana sucede la intimidad y quién sabe si se arrastra al presentarse en su alfeizar. La intimidad se abulta tras las cortinas especialmente de noche cuando la casa parece iluminada a retazos a través de esas aperturas que, aún medio celadas, delatan una incierta vida secreta en su interior. Esta es la máxima categoría de la ventana en cuanto signo: la parcial donación de intimidad o el indicio, medio oteado medio inventado, que hace  presentir. Hace presentir algo sin llegar del todo a paladearlo o conocerlo, hace grande que la imaginación se agite y lleva a olfatear posibles secretos que en la casa se guardan.

Unos secretos que no consisten sino en el ovillo de una intimidad más o menos intuida  y de cuyo argumento hay modelos y modelos repetidos. Aunque repetidos tan sólo, en un modo grosero de mirar, porque en cualquier galería de fotografías dedicadas a familias reunidas ante el televisor o la mesa de comer se observará siempre una sorprendente  cantidad de diferencias según sea la calaña, o el cuarto,  el carácter, el vestuario, la fisognomía, la educación, la iluminación, los cuadros, los colores y la infinita interrelación de los numerosos componentes.

La intimidad siempre es menos que un gran espectáculo pero mantiene el vivaz interés de su interminable taxonomía y agudiza, en fin, la morbosidad que vela la ventana.

Carmen Martín Gaite escribió Entre visillos mirando por la ventana en la dirección de  adentro a afuera. La mujer que miraba aspiraba a no ser vista ni importaba su consistencia real más allá de la penetración en que se empeñaban sus ojos.

El mundo visto desde una mujer que no era vista. Siempre a la manera de un panóptico (el panóptico del histórico carcelero masculino) y con la condición de que ese artefacto está  desaparecido. De este modo la secuencia discurre ante un objetivo que objetivamente graba.

La Muchacha en la ventana (1925) de Salvador Dalí retrata a una mujer en la ventana abocada hacia el mar y el protagonista del cuadro es tanto ella como la ventana: no la marina, los barcos de vela o los pormenores de la costa. La ventana o ella no poseen otra función que identificarse con la nueva mirada de esa mujer vermeeriana. Una mujer de interior que en ese cuadro, a diferencia de las protagonistas de Vermeer (presente en  Dalí) se asoma. Y ¿quién duda de que "asomarse" pertenece a la mística de la feminidad?

Asomándose al mundo, las mujeres feminizan el mundo. Desde la oscuridad o el anonimato a la exterioridad y su vistoso color. La ventana es un  tránsito pero se trata, sobre todo, en la historia de la casa de un símbolo  constructivo administrado por las manos femeninas como guardián de la intimidad y su regular servicio de  higiene o, directamente, graduando sus rendijas en los momentos necesarios para dosificar la luz.

Asomarse a la ventana comporta aceptar la vista pública y de ahí, también, que hasta mediados del siglo XX la ventana abierta evocara tanto un gesto de desparpajo o comunicación vecinal como un audaz ofrecimiento. .

La ventana es redundandemente indiscreta. Se introduce en las maniobras ocultas de los demás y se abre, inevitablemente, a la interpretación de los otros. De este modo, entre el placer de observar y el tedio de no ver nada nuevo la ventana bascula entre el yo y los demás, la vida y la muerte. Entre la estética de una multitud acaso extraña y amenazante y el orden de la habitación que, a nuestras espaldas, nos calma resguardándonos.

 

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2 de marzo de 2010
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Las corbatas

Las corbatas forman un mundo masculino en el que la mujer nunca debiera inmiscuirse y en absoluto ejercer como sabias de lo que es mejor.

 Hay, desde luego, esposos que se dejan elegir las corbatas por ellas o incluso les ruegan que lo hagan pero estos tipos pertenecen a una especie casi acabada, ignorante de la importancia de la estética en la imagen de los hombres  y de la importancia que conlleva la corbata, expuesta como una banderola de lo que vendrá después.

 Se podría adivinar el gusto o el no gusto de cada caballero a partir de sus corbatas y en consecuencia ¿cómo no tenerlas en consideración?. La tendencia creciente a prescindir de ellas, incluso en fiestas u oficinas, anula un notable factor de identidad y de anticipación  de la propia persona que, gracias a una bonita corbata, desplegaba buenas impresiones en el contacto   social. Y especialmente en aquellos ámbitos -cada vez más amplios- en los que no es lo mismo lo feo que lo bello, lo elegante que lo común, lo exquisito que lo vulgar.

Muchos hombres todavía se ponen la corbata con esmero ante el espejo pero sin añadir a esta acción práctica el haber elegido la corbata con primor  Estas gentes que  ponen poca lo ninguna atención en las corbatas, las usan como obligados instrumentos y a su pesar, son, a menudo, quienes contemplando el lugar del armario donde las corbatas penden sólo reciben de ellas una confusa o nula evocación.

  Las corbatas sin embargo, en la vida de cualquier varón son hitos muy elocuentes de épocas, historias, amores y trabajos  pasados. En el dibujo, el color o el estampado o la  forma de la corbata puede revivirse el tiempo al que se refiere y de qué modo con ella al cuello entrábamos y salíamos de la oficina, íbamos de fiesta o establecíamos relaciones de amor o de dolor. Ninguna prenda textil es en el hombre es más elocuente puesto que ni los trajes, las americanas o los pantalones dicen demasiado de cada uno siendo como son los grandes almacenes y  comercios  en general (de  imaginación muy restringida) quienes en previsión de la abulia viriloide recortan el muestrario y las capacidades de disfrute en la elección.  Quizás tan sólo los zapatos -y los relojes, ahora- se escogen con  atención particular pero aparte de ellos el resto de la colección que forma el vestido masculino es la aburrida colección que decide la mayoría de los  fabricantes.

Cuando no, como se dice, la prenda particular ( desde los calzoncillos a las camisas y las corbtasa)  que escoge la propia esposa que al salir para otra cosa  recuerda que el marido necesita esto o aquello a la manera de uno de sus niños que aún no ha cumplido  la edad para elegir.

Es cierto que la atención del hombre a su aspecto ha crecido ya mucho y que, por ejemplo, el mercado de la cosmética tiene puestas sus mayores expectativas en los productos de toda la gama orientados a ellos pero,  aún así, la corbata continúa siendo un asunto sin redención o emancipación plena. Es, de hecho, muy corriente en encontrar a escritores, pintores y profesionales en general  cuya profesión se relaciona estrechamente con la estética llevar unas corbatas insufribles. Tan birrias en los mayores de cincuenta años que el asunto es de una gravedad tan espectacular como representativa de la ocultación del hombre como espectáculo.

Todo lo que en la mujer ha sido natural y elemental en el aspecto exhicionista, en el hombre -sin importar lo pública que sea su función- ha desdeñado construir su imagen, su presencia social como espectáculo. Las mismas  circunstancias de la presente sociedad del espectáculo han aliviado esta desidia arcana perto no necesariamente pera conducir a la elección de corbatas distinguidas,  bonitas o elegantes. Más aún:  puede decirse que tras la fiebre de la moda y el diseño en los años ochenta y parte de los noventa, las colecciones de los grandes modistos, desde Armani a Valentino de Ralph Lauren a Hugo Boss han acomodado sus novedades a la pobre  exigencia en la demanda y, movidos por el negocio a granel, han dejado medio paralizada la creatividad.

Como consecuencia, cada vez se ha ven ido haciendo más arduo en el siglo XXI la personalización estética mediante la personalidad de una corbata y muchos que incluso portan marcas muy caras han  vuelto a sumirse en el sombrío mundo de hace treinta años o más.

 El reloj de pulsera  ha ocupado, sin duda, el máximo punto de la personalización. El reloj, la joya por excelencia del hombre, ha ganado enorme  interés en  las compras masculinas con y sin encanto. Sólo con motivo de acontecimientos destacados la mujer regala  un reloj al hombre. Sigue ocurriendo así pero se halla en ascenso el orgullo masculino por mostrar su muñeca ceñida y  marcada con un objeto propio y, en parte, a la manera que actualmente se entiende el tatuaje.

 Antes los objetos (y las esposas) caían sobre la indumentaria del hombre. Ahora, el reloj y tanto más cuanto más joven es el caballero, refleja el capricho, la debilidad, la particular esencia masculino/femenina que ahora acompaña al aura del hombre.

Pero ¿la corbata? la corbata continúa blandiéndose entre la coerción social y la menesterosidad del gusto. No es extraño que tantas gentes del mundo masculino hayan celebrado el desuso  de la corbata como una gran liberación. No la liberación de un dogal molesto sino la exoneración de un ejercicio del gusto estético para el que no le formaron ni en la escuela ni en la universidad ni en el master.

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26 de febrero de 2010
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La sal y el azúcar

La sal y el azúcar forman un par primario en la generalidad de la biología. Ellas mismas son, directamente, productos puros extraídos, ambos, de la desecación y en consecuencia se parecen como dos concentrados espirituales de una humedad que llenaba la savia de unos vegetales, en el caso del azúcar o que,  en el caso de la sal, vivía disuelta en la superhumedad planetaria de los mares.

De la sal, empleada como dinero que todo lo socorre, se llega a la sal que cauteriza las heridas, mata la infección y auxilia la continuidad de la vida. Por la conquista de la sal se desencadenaron guerras que, sin embargo, no estallaron por la conquista del azúcar. El azúcar es del orden de lo blando y la sal de lo más duro.

El  azúcar, que tanto complace al paladar del bebé contrasta con el gesto que el mismo bebé muestra rechazando el sabor salado. Tanto la sal como el azúcar puede matar a través de su incursión en la sangre, tanto una como otra son productos asociables con riesgos coronarios pero, al primer golpe, sin reflexión, la sal connota con la muerte y el azúcar con la felicidad.

No es exacta la asociación pero se mantiene como una ecuación imperante.  El azúcar desarrolla el peligro de graves enfermedades que, aún  pasando por la diabetes y otras dolencias ocultas, desemboca siempre en una obesidad mórbida. El azúcar como una bomba: bomba y bombones de azúcar, bolas de anís hay azúcar, fantásticos planetas dulces para el gozo de los niños.

La sal, en cambio no sólo parece más adulta y vieja sino más radical y severa. Con su efecto se devastan los campos, con su poder se deshace la nieve, por su carácter (anti-infantil) se comprende la infertilidad.

Sin embargo, del azúcar proviene el insoportable hedor dulzón que despide el cadáver mientras de la sal nace el dictado bíblico para animar el espíritu la Tierra, el don del bautizo, la idea de purificación antropológica.

Por otro lado, precisamente dentro de la salazón se conservan los alimentos, mientras el azúcar los agria y descompone.

El azúcar es tan ambivalente como la sal, pero además mientras la sal es eminentemente femenina, el azúcar es bisexual: posee en su imaginario el cuerpo oblongo y la confusión morfológica de los cuerpos del hombre y la mujer. Mediante su sabor el ánimo se ensalza pero su demasiado consumo lleva el ensalzamiento a la degeneración y el placer consabido a la inmovilidad de la carne.

Aunque de otro modo, de esta ambivalencia tampoco se libra la sal, aunque sexualmente no sea equívoca. Si los cristales de azúcar propician una interpretación mágica, con los cristales de la sal sucede lo mismo. Las montañas de sal son en la realidad como espejismo y de hecho muchos reales espejismos se forman con refracciones de sal.

La sal promete bíblicamente la difusión del mensaje salvífico en el mundo y el azúcar, pareciendo más mundana es también bíblicamente la que dala nutrición decisiva al  maná.

Dentro del hogar sal y azúcar se separan en los armarios para no caer en la confusión en el momento de cocinar   pero necesariamente el uso equivocado de uno u otra refrendan la extraña relación que las comunica.  La sal es incuestionablemente femenina aunque sea el azúcar la que posee atributos más propiamente  maternales. La leche materna es dulce y si no lo fuera en suficiente grado podría alarmar.  En  cambio, la sal no es concebible sin el fractal inmutable de su sabor neto.

 Lo salado no admite grados de salinidad en origen. Desde una partícula a una montaña todo es salado. En cambio, lo dulce puede ser un más o un menos de melosidad puesto que la dulzura no llega exclusivamente del azúcar puro y se camufla mejor en una larga serie de artículos.

Con todo caso, si la confusión de su identidad se manifiesta tan expresivamente en el paladar es porque se asemejan demasiado y el engaño hace maldecir la befa de sus muchas igualdades organolépticas.

¿Una casualidad, esta burla corriente y doméstica entre azúcar y sal?

Algo nos hacer adivinar que azúcar y sal se contemplan entre sí, y sin pausa,  como irreconciliables signos del bien y del mal, de la bondad o la indulgencia de un lado, frente a la crueldad y la intransigencia de otro.

En la casa, un extremo ideal de la serie alimenticia empieza en la sal y termina en el  azúcar. Igual que en el ritual de la mesa, la comida empieza con el protagonismo, más o menos acusado de la sal, y finaliza con el colofón del dulce.

En esa escala no se discurre cuantitativamente, no se cuenta de menos a más o viceversa, sino que siendo la secuencia cualitativa, no hay cuentas. Se asiste así, como en todo el mundo del gusto, a una nueva idea del mundo, no numérica, no jerárquica. Ni el azúcar es superior a la sal ni la sal superior al azúcar.

En la cultura del gusto no interviene la fiducia del valor. Todos los elementos  forman una congregación de la que se compone el sabor a partir de un sinfín de cuadros distintos.  En consecuencia, tanto la sal como el azúcar ocupan un puesto que ni siquiera podría entenderse del todo a través de una  oposición convencional. Hay que servirse de metáforas, historias y mitos para hablar de sus sentidos, y de los nuestros. Siendo el sentido propio tan proclive a celebrar lo dulce como lo salado, el almíbar y la salmuera. Pero sobre todo se erigen en pilares de nuestros deseos cuando efectivamente faltan. Cuando, en su ausencia, lo soso y lo amargo depauperan la degustación y rebajan  el mismo interés de la existencia. 

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24 de febrero de 2010
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La fiebre

La fiebre encuentra su lugar más apropiado en el interior de nuestra casa. Todos los hospitales y clínicas del mundo se hallan atestados por una infinidad de fiebres que corren de una habitación a otra, fiebres de distinta longitud y ferocidad, avanzando sin cesar o remitiendo gradualmente como erráticos gusanos que proceden de las arterias y sin salir para nada de  ellas generan los primeros síntomas que colecciona en cada supuesto la enfermera, el enfermero o los doctores.

 De fiebres azules, rojas, moradas, está el mundo constantemente lleno y el organismo absoluto de la especie guarda dentro de su misma funda primordial y más minuciosmente en la vena sumida en sangre una suerte de fluido reptil que ondula al compás del riego y por momentos, incluso sin causa conocida, se inflama o se dilata, se hincha su crúor dentro del conducto y, por derivación, atesta los canales, crea un atosigamiento que aturde,  debilita, agota y  la casa, donde hay un lecho propio,  se ofrece como el estuche perfecto, el pulmón de amor y acero, para recibir apropiadamente  esa indebida mutación.

Sin duda, la fiebre en cuanto el ser independiente que emerge con debilidad o con fuerza en cualquier lugar, sea en el trabajo o en la fiesta,  en un lugar cerrado o a cielo abierto. De por sí la fiebre cuenta con un cobijo natural  en la sima de la sangre y sus peripecia, sus encabritamientos o sus dislates son imposibles de seguir, imposibles de describir atinadamente en el momento de su aparición pero incluso puede tardar en revelar su condición a través de la mera temperatura patológica.

En el hospital, en el centro médico toman la fiebre y tratan de bajarla hasta su nivel de normalidad pero es, sobre todo, dentro de la casa donde el enfebrecido desea ser tratado y comprendido que es el principio de su bienestar.

El tratamiento casero de la fiebre es el mejor tratamiento posible, la confusión del mal con el bien, del malestar con el confort, el desasosiego con el consumo de cariño doméstico. Dentro de las maniobras que desencadena la fiebre en casa el mal que se intenta combatir no es por tanto un mal a secas sino un mal ambiguo en donde diferentes componentes se amalgaman. La fiebre en cuanto mal no es tan sólo adversidad sino un umbral que se traspasa  para ser más querido, recibir una atención y, finalmente, ser encamado con un mimo insólito y sólo, a fin de cuentas, porque la temperatura ha encendido en algunos grados la piel y esa calentura, en efecto,  le procure un brillo diamantino al posible enfermo.

 De hecho es así como se ven los ojos del que padece  fiebre, ojos que brillan más y miran como poseídos de una nueva mirada que si sigue  dirigiéndose hacia fuera denota también una experiencia interior, tal como si el fulgor procediera de haberse acercado al fuego del sistema vascular enfebrecido donde al aproximarse a podido distinguir, aún brevemente, el secreto maldito y vital de la sangre y  regresar después a la superficie con los ojos bruñidos quizás por la erosión de calor.

La fiebre que viene de no se sabe dónde nos conduce anhelantemente a la casa donde efectivamente el ardor del cuerpo se aviene con el calor del hogar y el grado de tristeza que la fiebre induce impulsa  a hallar  consuelo en el forro del hogar. La fiebre acaso no baje enseguida pero entre los tabiques conocidos y el movimiento familiar a la fiebre se la rodea de una normalidad, una rutina y una tibieza doméstica que acaso influye en su control piadoso.

En el termómetro se lee el techo bajo el cual vive  la salud, la despreocupación o el éxito del no pasa nada. Por encima de esa raya empieza a serpentear la fiebre y sus inquietudes nerviosas. Efectivamente hay diagnósticos puros que atribuyen la fiebre a disfunciones neurológicas pero, en general, toda patología sobre la que la fiebre cabalga es prácticamente inseparable de la desazón que el cuerpo siente sobre su propio estado.

El cuerpo se inquieta desde un interior invisible a partir del cual sólo emerge el signo de la fiebre,  una información de otra parte tan simple y objetiva como indescifrable.

En la patente simplicidad de esta medida anómala se dibuja, cara a cara,  la anómala simplicidad de la existencia doméstica. Todavía sin sobresaltos,  la fiebre pide instalarse en la trinchera de la casa, recibir el agua y las medicinas de  casa, quedarse hasta morir en casa y morir si es preciso con el paciente entre su estuoso abrazo.

 

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22 de febrero de 2010
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Los disgustos

Lo característico de un enfado entre los miembros de un mismo hogar, un padre o una madre con un hijo, unos hijos entre sí, el matrimonio que convive bajo ese techo es que, indefectiblemente se debe solventar y cuanto antes mejor para la función general de la arquitectura establecida.

Esta apremiante necesidad, traducida en una presión muy próxima, obedece desde luego a la inevitable proporción del espacio casero, reducido y común. La repetida presencia de unos y otros cruzándose en los pasillos, su simultáneo uso de  cajones de donde extraer o depositar algunas cosas, la forzosa l circunstancia de coexistir en habitaciones como la cocina o el salón,  introduce una suerte de maldición ambiental sobre la misma naturaleza del conflicto que arrastra casi a la tortura a los miembros afectados y que conduce  tarde o temprano, por mero agotamiento biológico a una reconciliación de supervivencia.

Bien, la reconciliación ha tenido lugar y se ha sellado con besos y abrazos, alguna lágrima, algún  susurro de excusas y perdón pero todo ello se hallaba de antemano escrito punto por punto y cualquiera de ellos asumen que no había otro modo de hacer.

 Disgustarse con otro huésped del hogar exige, para seguir alentando en el hogar que la avería interpersonal se resuelva cuanto antes porque el funcionamiento de las personas, su circulación y uso de espacios dentro de ese angosto paquebote impone, aún dolorosamente,          que el doloroso enfrentamiento no se haga de pie.

 Uno y otro se ven de un lado asaltados por la insoportable estampa  y a la vez encarcelados allí sin que en el horizonte se vislumbre otra opción.  Casi siempre,  las tentaciones de huida, de echarse a la calle o echarse al mar,  acompañan a los conflictos de mayor calado pero, después,  o el intento no se cumple o el regreso taciturno añade una doble carga a la aceptación de que no se puede vivir fuera de allí.

El adentro de allí no cabe definirlo como  un espacio carcelario pero ¿qué duda cabe que se manifiesta de similar  manera cuando la enemistad entre uno y otro estalla y la convivencia ata. Lo racional sería afrontar el conflicto y disolver cuanto antes ese disgusto, la mala interpretación, la contestación destemplada, la infidelidad, la atracción y casi enseguida hacer las paces para restablecer el delicado equilibrio del hogar. Sin embargo,  hacer las paces enseguida, deprisa y corriendo, no resuelve la esencia del  problema puesto que si el problema se arregla de inmediato o con toda facilidad el problema parece barato y su valor va tendiendo a cero.

 Para que el problema alcance gravedad y se reconozca que el agravio ha sido lo bastante grande debe hacerse notar en tiempo y gestualidad su notable de importancia. De ese conflicto importante  participa tanto el supuesto  verdugo como su supuesta víctima, el eventual actor de buena fe fe y el otro que no supo o no quiso verla para que, en medio de esta áspera tristeza,  que va corroyendo el sentimiento de ambos, el tiempo opere como un lenitivo, un tedioso atenúante, una duración cuya considerable longitud en el plazo represente, a su modo, la intensidad de la ofensa.

Ambos pues, contra lo más útil o razonable,  dejarán pasar un tiempo suficiente de dolor para que su tormento  pueda crecer hasta ocupar como límite máximo el completo aforo del recinto. A partir de ahí el malquistamiento se debilita como consecuencia de la imposibilidad de seguir  respirándolo. Con ello algún indicio de reconciliación empieza a percibirse en la base de la circunstancia y no porque se haya entendido al otro y se vuelva hacia atrás ya persuadido de que la ofensa carece de demasiada importancia sino porque la coerción del escenario disminuye la posibilidad de seguir expandiéndose y, se mire como se mire, no sólo los amores crecen con la distancia, las enemistades sólo crecen aparentemente en la medida en que disponen de un espacio suficiente para enarbolarse.  No contando con ese espacio magno la enemistad se asfixia o se agota  y, una de dos: o se disipa o se convierte en un odio feroz que lleva, como en las cárceles  al suicidio o al asesinato.

Por lo general, sin embargo, en vista de las limitaciones más comunes, la convivencia se recupera dentro del piso ya que no puede escenificarse en mansiones de varias alas.  La enemistad sin resolver, pero callada,  se ve obligada a mantenerse en una cota  de vuelo rasante que si, en momentos encarnizado se adorna de gritos, por lo general se mantiene en una seudonivelación  silenciosa que es lo característico de la vida doméstica- El tratamiento relativamente silencioso del horror y sus complementos. Juntos y tratando de no activar la espoleta que mantiene al otro junto, domido y quieto al otro lado del tabique o de la cama.

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19 de febrero de 2010
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La cama de matrimonio

El artefacto más demoledor y in superablemente eficaz para la destrucción del amor en el  matrimonio es la cama de matrimonio. Este instrumento, nacido de la tradición religiosa dirigida a hacer una  carne y una sangre de las dos carnes y sangres tiene como resultado hacer desdeñables uno y otro componente y llegar así a la consiguiente disminución de la atracción carnal y la rápida eliminación de sus concupiscencias.

Primero la cama de matrimonio se acoge como un amor que no tiene horario y dura las veinticuatro horas, después como un refugio a dos que preserva de las amenazas exteriores, más tarde como un estar siempre en el sereno bienestar juntos y, finalmente, con el malestar que aporta la tabarra de no poder separarse ni cuando se va a dormir.

Dentro de esta suerte de lecho de Procusto en donde, efectivamente, hay que ajustar las proporciones de uno y otro cuerpo, va desperdiciándose la sal del erotismo, la sorpresa del asalto al otro y  la ocasional lubricia de alguna concupiscencia.

La cama de matrimonio, muy pronto, es tan sólo una cama para dormir pero como fue también, como se pregonaba, la cama donde se consuma el matrimonio por fácil derivación el matrimonio se cónsume. Primero  poco a poco, en las dosis decayentes de la cópula reglamentaria, y solo a solo, cada cual, con la necesidad de repensar solitariamente sus vidas, sus días, sus quehaceres y su libertad sin ninguna  presencia atosigante, echada al lado.

La idea de los esposorios se corresponde naturalmente con el consecuente presidio  de la cama donde cada cual tiene su lado asignado siempre, respira fuerte o ronca, despide flatulencias o eructos, emite suspiros misteriosos de desesperación, cansancio o desaliento.  Tal serie de eventos unidos a no pocas inconveniencias de movilidad, a  roces indeseables y obligaciones inducidas, van minando la funcionalidad primera de la conyugalidad y su inseparable mescolanza.

El amor de la conyugalidad que si de por sí va decayendo en una espiral incesante en la cama la decadencia se palpa con una evidencia casi omnímoda y a través de una intensidad que, de otra parte, obedece a la decepción del gozo. Puesto que si esa cama de a dos estuvo proyectada para la unión sin tasa y para la reproducción sin reglas,  pronto llega a través de la realidad y sus repeticiones la fatiga, el tedio y el ocaso.

Muchos adulterios son producto del deseo incontrolable de probar con otra persona pero, también, en una cama distinta, Una cama extraña y liberada del horario perpetuo. Un lecho que vive independiente de su cauce "natural" o permanente y  lleva a la incertidumbre de su desarrollo y su colofón final que en la cama de matrimonio, tras una noche indiferente, amanece a la luz reiterando una misma edición del despertar en cuyo calco va troquelándose la vida y  acabándose con el desgaste de la edad convertido el cuerpo allí en una suerte de dunas. Dos dunas vecinas que siendo como relojes de arena,  cada cual mantiene, difícilmente su volumen contra el viento, el accidente o el doliente pasar de los días.

No pocos matrimonios escogen tener dos camas muy pronto después de haber experimentado la demoledora acción el lecho indiviso pero muchos otros, antes de llegar a ese trance, encargan ya dos camas separadas y cuanto más separadas mejor para iniciar la más laxa vida de casados. Separadas incluso hasta la distancia de habitaciones diferentes y estancas porque desaparecido ese calor estabulario se conservan mejor los sabores de la piel, la emoción  y la minería.

La cama de matrimonio

 

 

El artefacto más demoledor y in superablemente eficaz para la destrucción del amor en el  matrimonio es la cama de matrimonio. Este instrumento, nacido de la tradición religiosa dirigida a hacer una  carne y una sangre de las dos carnes y sangres tiene como resultado hacer desdeñables uno y otro componente y llegar así a la consiguiente disminución de la atracción carnal y la rápida eliminación de sus concupiscencias.

Primero la cama de matrimonio se acoge como un amor que no tiene horario y dura las veinticuatro horas, después como un refugio a dos que preserva de las amenazas exteriores, más tarde como un estar siempre en el sereno bienestar juntos y, finalmente, con el malestar que aporta la tabarra de no poder separarse ni cuando se va a dormir.

Dentro de esta suerte de lecho de Procusto en donde, efectivamente, hay que ajustar las proporciones de uno y otro cuerpo, va desperdiciándose la sal del erotismo, la sorpresa del asalto al otro y  la ocasional lubricia de alguna concupiscencia.

La cama de matrimonio, muy pronto, es tan sólo una cama para dormir pero como fue también, como se pregonaba, la cama donde se consuma el matrimonio por fácil derivación el matrimonio se cónsume. Primero  poco a poco, en las dosis decayentes de la cópula reglamentaria, y solo a solo, cada cual, con la necesidad de repensar solitariamente sus vidas, sus días, sus quehaceres y su libertad sin ninguna  presencia atosigante, echada al lado.

La idea de los esposorios se corresponde naturalmente con el consecuente presidio  de la cama donde cada cual tiene su lado asignado siempre, respira fuerte o ronca, despide flatulencias o eructos, emite suspiros misteriosos de desesperación, cansancio o desaliento.  Tal serie de eventos unidos a no pocas inconveniencias de movilidad, a  roces indeseables y obligaciones inducidas, van minando la funcionalidad primera de la conyugalidad y su inseparable mescolanza.

El amor de la conyugalidad que si de por sí va decayendo en una espiral incesante en la cama la decadencia se palpa con una evidencia casi omnímoda y a través de una intensidad que, de otra parte, obedece a la decepción del gozo. Puesto que si esa cama de a dos estuvo proyectada para la unión sin tasa y para la reproducción sin reglas,  pronto llega a través de la realidad y sus repeticiones la fatiga, el tedio y el ocaso.

Muchos adulterios son producto del deseo incontrolable de probar con otra persona pero, también, en una cama distinta, Una cama extraña y liberada del horario perpetuo. Un lecho que vive independiente de su cauce "natural" o permanente y  lleva a la incertidumbre de su desarrollo y su colofón final que en la cama de matrimonio, tras una noche indiferente, amanece a la luz reiterando una misma edición del despertar en cuyo calco va troquelándose la vida y  acabándose con el desgaste de la edad convertido el cuerpo allí en una suerte de dunas. Dos dunas vecinas que siendo como relojes de arena,  cada cual mantiene, difícilmente su volumen contra el viento, el accidente o el doliente pasar de los días.

No pocos matrimonios escogen tener dos camas muy pronto después de haber experimentado la demoledora acción el lecho indiviso pero muchos otros, antes de llegar a ese trance, encargan ya dos camas separadas y cuanto más separadas mejor para iniciar la más laxa vida de casados. Separadas incluso hasta la distancia de habitaciones diferentes y estancas porque desaparecido ese calor estabulario se conservan mejor los sabores de la piel, la emoción  y la minería.

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18 de febrero de 2010
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