Si los adultescentes (los adultos/adolescentes. Véase Eduardo Verdú: Adultescentes. Temas de Hoy. Madrid, 2001) se resisten a abandonar el hogar no es sólo por razón de su indolencia, su falta de medios o su estimable confortabilidad en la casa paterna. Muchos padres quejosos de la morosidad con que sus hijos adquieren independencia gozan secretamente de las ventajas que la presencia del adultescente procura a la convivencia matrimonial.
Sin el hijo o los hijos de por medio la pareja se agrede con mayor facilidad y frecuencia. El hijo hace de parapeto y no sólo físico, sino también moral y funcional. Gracias al hijo presente la conversación adquiere direcciones oblicuas, tangenciales, extraorbitales, que no enrarecen más la intoxicada relación que ha podido ir gestando la larga conyugalidad.
El hijo es una distracción en su doble sentido: mueve a pensar en otras cosas y ameniza incomparablemente la escena del cara a cara. No siempre será así pero merece la pena tenerlo en cuenta para compensar el lugar común que hace creer en los adultescentes como una carga y sólo carga cuando, en ocasiones, son un elemento de alivio.
En España se enfatiza más que en ningún otro país europeo la violencia llamada "de género" pero si es de una proporción más baja que en Francia, Alemania, Dinamarca o Noruega lo será, en parte, por la continuidad doméstica de un hijo o hijos que no se emancipan tan pronto como en las zonas anglosajonas.
La llamada "violencia machista" es menor en aquellos países como Italia, España o Portugal donde se supone que el machismo debiera ser más virulento. En las regiones del norte, supuestamente más civilizadas e igualitarias, suecas o norteamericanas, se registran muchos más casos de asesinatos domésticos que entre españoles.
La religión católica, pese a su mala fama, protege más del crimen interconyugal que la protestante y los adultescentes proveen de linimentos a las anquilosadas o ásperas coyundas de muchos años. Las cosas no siempre son tal y como esperamos o deseamos ideológicamente que sean.

Sin embargo, se trata de dos realidades paralelas, por ahora. Mientras la relación en el cuerpo a cuerpo sigue debilitándose cada vez más, la relación máscara a máscara sigue acentuándose y proliferando. La aventura de ser un individuo diferente o mejor, siempre dependiente de la estimación y la imagen proyectada en los demás, se ha provisto de un artilugio novedoso mediante el cual, a través de la máscara, el nickname, el avatar, el juego de edades o sexos, la impostura, el diseño aparencial del yo procede en mayor medida de nuestras finas artes de engaño que de la verificación de nuestra identidad por intervención del prójimo. El prójimo es siempre insustituible pero la proporción que de su efectiva sustancia se necesita para confirmar nuestra personalidad deseable puede sustituirse, en parte, por nuestra habilidad para fingir en la pantalla, travestirse en la red, recrearse en el nuevo espacio virtual, desconocido hasta ahora.
La expresa presencia del artista perjudica al arte y no hay muestra más rotunda del éxito de una creación que el propio asombro del autor ante el triunfante resultado de su trabajo. ¿Resultado azaroso, mágico, accidental? La imposibilidad de una exacta respuesta coincide con el núcleo secreto de la obra y el secreto de la obra coincide con su verdad inalcanzable. Todo lo que es pronunciado abiertamente y hace ver su proceso disminuye su vigor real. La voz tronante de Dios llega como un anónimo fenómeno de la Naturaleza, una explosión sin comprensión, una orden sin razonamiento. El arte se identifica con la sinrazón del accidente a través de este misterio. No es difícil analizar las causas del arte pero rebasa por completo nuestra capacidad la explicación de su efecto concreto. De este modo el arte sortea los recursos de la razón y responde a un sistema autónomo que, sin poder llamarse irracional, vive en un espacio paralelo a la lógica. Como el amor, su comprensión se hunde en lo incomprensible. Y, al igual que el amor, guarda y recrea su especial misterio como la materia prima de su mejor oferta.
Lejos de la romántica idea de los cortejos y galanteos, el sistema general de la conquista pertenece, como en las avispas o en los conejos, a un plan eficaz que cumple con el físico designio del mundo. El corazón más ardiente forma parte de una caldera motora y el beso más íntimo resulta ser un obligado eslabón en la cadena superindustrial que arrastra ciegamente el abultado cuerpo del mundo. 






