No es ideología ni moral, sino asco. El asco en Hungría se extiende a otros países excomunistas, por hablar hoy solo de esa parte de Europa. El presidente Orbán lo niega: no se trata de humillación, es por el bien de la infancia y el honor de los padres. A los homosexuales no les tenemos odio, dice; nos protegemos de ellos.
De las distintas facetas sexuales lgtbi, un acrónimo que crece, se habla mucho, pero luego bajas del léxico a la calle y encuentras otra cosa. Ni los ultracuerpos trans nos invaden ni los niños son violados a mansalva por los facinerosos del ambiente. Por cierto, sorprende que la iglesia de Roma pontifique al modo húngaro contra la tímida tentativa del gobierno Draghi de aliviar la condición del gay italiano, olvidando que el colectivo mundial donde se da la mayor proporción de pederastas es la Santa Madre.
Pero volvamos a la asquerosidad. Aclarado por fin, después de muchos siglos de anatema y pira, que se puede ser homosexual y buena gente en cualquier ramo (la enseñanza, la medicina, el comercio, entre otros), ¿qué baldón queda? El verlos. Porque, reconozcámoslo, los antiguamente llamados invertidos y bolleras hoy se muestran, y su mostrarse es lo que no se traga. Qué distinto sería si estos seres de otra esfera se limitaran a relacionarse entre sí a escondidas. Ya se les ha dado derechos laborales, el cobro de pensiones, la paternidad, y en selectas parroquias avanzadas los sacramentos incluso. Pero no, siguen dale que dale: ellas y ellos, algunos con tacones de aguja y boquitas pintadas algunos, con pelo a lo garçon y maneras hombrunas algunas. ¿No es exhibicionismo eso? Y encima van a la escuela a informar de que tú, adolescente confuso, o tú, niña dubitativa, podéis ser como ellos el día de mañana. Y como tal ser vistos. Sensibles o irascibles, irritables o amables, entrañables o insufribles. Todo eso sí. Todo menos visibles.
