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Escrito por

Vicente Molina Foix

 Vicente Molina Foix nació en Elche y estudió Filosofía en Madrid. Residió ocho años en Inglaterra, donde se graduó en Historia del Arte por la Universidad de Londres y fue tres años profesor de literatura española en la de Oxford. Autor dramático, crítico y director de cine (su primera película Sagitario se estrenó en 2001, la segunda, El dios de madera, en el verano de 2010), su labor literaria se ha desarrollado principalmente -desde su inclusión en la histórica antología de Castellet Nueve novísimos poetas españoles- en el campo de la novela. Sus principales publicaciones narrativas son: Museo provincial de los horrores, Busto (Premio Barral 1973), La comunión de los atletas, Los padres viudos (Premio Azorín 1983), La Quincena Soviética (Premio Herralde 1988), La misa de Baroja, La mujer sin cabeza, El vampiro de la calle Méjico (Premio Alfonso García Ramos 2002) y El abrecartas (Premio Salambó y Premio Nacional de Literatura [Narrativa], 2007);. en  2009 publica una colección de relatos, Con tal de no morir (Anagrama), El hombre que vendió su propia cama (Anagrama, 2011) y en 2014, junto a Luis Cremades, El invitado amargo (Anagrama), Enemigos de los real (Galaxia Gutenberg, 2016), El joven sin alma. Novela romántica (Anagrama, 2017), Kubrick en casa (Anagrama, 2019). Su más reciente libro es Las hermanas Gourmet (Anagrama 2021) . La Fundación José Manuel Lara ha publicado en 2013 su obra poética completa, que va desde 1967 a 2012, La musa furtiva.  Cabe también destacar muy especialmente sus espléndidas traducciones de las piezas de Shakespeare Hamlet, El rey Lear y El mercader de Venecia; sus dos volúmenes memorialísticos El novio del cine y El cine de las sábanas húmedas, sus reseñas de películas reunidas en El cine estilográfico y su ensayo-antología Tintoretto y los escritores (Círculo de Lectores/Galaxia Gutenberg). Foto: Asís G. Ayerbe

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Contenidos

La primera manifestación de tu vida es como el primer beso: recuerdas el dónde y el a quien, pero no a qué supo. El futuro es un sabor incierto. Después de una larga vida de manifestante resoluto aunque pacífico contemplo con curiosidad el mapa de las actuales protestas callejeras, prestando especial atención a las de Barcelona, no tanto por su inusitada violencia como por sentimentalismo; fue la ciudad donde, sin vivir en ella, me manifesté el 11 de septiembre de 1977 en la Diada de Tarradellas. Besos, aquel día gozoso, di muchos a quien me llevó del brazo.

Como vengo de un tiempo antiguo y muy largo, las causas por las que me movilicé antes en el Madrid antifranquista de mi juventud, siendo ineludibles tenían la adrenalina de la peligrosidad: todas estaban prohibidas. Mi primera manifestación permitida y multitudinaria hube de hacerla fuera de mi país, protestando en otoño de 1973 y en Londres, donde vivía entonces, por el derrocamiento de Salvador Allende. Pocos años después ya se pudo ocupar la calle en España, y supimos de otras injusticias, de otros crímenes, de otros derechos todavía por conseguir. Se hacía conciencia al andar.

Guardo en la memoria con especial viveza la de febrero del 2003 por la Guerra de Irak, casi tres millones en toda España unidos por el No a la guerra. Yo la recuerdo porque se hizo eterna en el lento trayecto de Cibeles a Sol; siempre he sido andarín, pero mis huesos ya se me quejaron, y aún no quiero llevar, por presumido, un sillín desplegable.

En la televisión destaca mucho el fuego barcelonés. Ya no hay manifestación que se precie sin contenedor en llamas, aunque es verdad que contra el franquismo la basura se lanzaba peor: había demasiada. Aquellos primeros besos robados a la concupiscencia de la libertad los veo llenos de contenido, ardientes con razón. Quemar por quemar es como un gatillazo.

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4 de marzo de 2021
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Rap y RIP

Me sentí emparejado a Pablo Hasél, aunque no estoy en la cárcel, solo preso. La cosa comenzó el pasado septiembre, cuando unos nuevos vecinos llegaron al piso situado encima del que habito y pusieron música, creo que incluso antes de poner las camas. El concierto no se ha interrumpido desde entonces, ni de día ni de noche, siendo su repertorio algo similar al rap, modalidad sonora de la que me confieso indocumentado pero en la que voy adentrándome a mi pesar. Un domingo, después de 5 meses altisonantes, con pataleos y gritos (pues parece que el rap no amansa, como otras músicas, a las fieras, ni apacigua a los hombres), uno de esos jóvenes vecinos rapistas dijo, ante mis protestas, la fórmula mágica: “tengo mi libertad de escuchar música”. ¿Escuchar? Yo la oigo, sin captar los matices de sus letras, que me suenan, un piso por debajo, como el rezo de un rosario.

A todas estas apareció Hasél, apoyado por un amplio espectro (social): acólitos vándalos y gobernantes celosos de proteger la libertad de expresión. A quienes vivimos mal que bien de la expresión escrita, dicha o cantada, esas protecciones nos resultan poco de fiar; alguno de nosotros, los mayores, recordamos el tiempo de la verdadera falta de libertad expresiva en las artes, muy bien reflejada por cierto en la reciente novela de Manuel Gutiérrez Aragón Rodaje. ¿Y se acuerdan ustedes de la tan pregonada “libertad de acceso a la cultura”? Ese era el lema de los piratas del disco y del libro, de quienes hoy se habla menos, quizá porque haya más o naveguen bajo estandartes de camuflaje.

Mis vecinos no quieren mi muerte violenta “al modo Hasél”, ni yo a ellos les deseo la cárcel; voy en son de paz. Pero ayer, mientras escribía esta columna bajo el fragor de sus letanías, tuve un recuerdo: las voces estentóreas y el ruido de las armas, hace 40 años, en el lugar de la palabra.

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26 de febrero de 2021
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En cola

Hace un año empezaron a caerse cosas, al principio sin gran estrépito: un homenaje en Málaga, una cita con una amiga previsora, la inauguración protocolaria de ARCO. El viaje se canceló por falta del homenajeado; mi cita tuvo lugar, ya con gel en las manos; y en un autobús municipal fui, un día después de abrirse, a la feria de arte, cuyo país invitado, Italia, era mal visto sanitariamente aquel 27 de febrero, lo que no impedía mirar de soslayo a los stands de las galerías italianas ni, a los valientes, visitarlas. El primer desconsuelo personal fue el anuncio de que el 19 de marzo no podría presentarse en la sede del Instituto Cervantes el libro póstumo de Jaime Salinas, acto que hoy, en el segundo año de la era Covid, quizá habría sido denunciado por nuestros vigilantes de la moral, ya que el gran editor documenta en sus cartas un ménage-à-trois internacional. El segundo desconsuelo también ocurrió en marzo. La Filmoteca Española daba un completo ciclo de Agnès Varda, y yo tenía entrada para ver un programa suyo que desconocía; al llegar al cine Doré me encontré con las primeras restricciones a la movilidad: los asientos había que espaciarlos, y eso suponía una cola previa. Soy, desde que viví un tiempo en el Reino Unido, un rebelde a la sumisión de las colas, que allí son más un acto social que una costumbre cívica; con gran fastidio me fui sin Varda. El dios de la impaciencia me castigó: a los 15 días me vi pidiendo la vez en la charcutería, para acceder al metro, y hasta en el ascensor de mi casa. La cola como programa de vida. Después vino la magnitud de la espera en la enfermedad; los turnos de la muerte. Así que se me han bajado los humos, y ahora estoy suspirando por ir, en fila india, a la vacunación.

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18 de febrero de 2021
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Padilla y Chaplin

Qué buena idea que en medio de las cautelas salga en los cines, junto a los estrenos restringidos, alguien que nos hará reír mientras lloramos. El chico, un apogeo sublime en este valle de lágrimas, fue el primer largometraje de Chaplin, y la buena idea sería digna de continuación, pasada la pandemia, con los reestrenos de lujo de sus películas grandes, con y sin Charlot; hay diez de ellas, así que durante un largo periodo de tiempo se podría resucitar una cada año y hacer felices a quienes no las vieron o no las recuerdan. Las diez son obras maestras del cine mudo (y sonoro): incunables de un arte que él popularizó sin vulgaridad.

Pero hablemos ahora de José Padilla, otro gran popular, y de Almería. La vida de este magnífico compositor cuyas melodías casi todo el mundo ha tarareado, además de oído reiteradamente, era desconocida, al menos para mí, algo ya remediable gracias al documental Descubriendo a José Padilla, que está en Filmin y se verá el 19 de este mes dentro de los Imprescindibles de la 2. Chaplin vivió largamente, al contrario que Padilla, muerto en Madrid a los 62 años; ambos triunfaron en sus dominios, se hicieron ricos, perdieron sus riquezas, amaron con profusión, y un día de 1931 tuvieron en Londres una colisión involuntaria que acabó en los tribunales. Uno de esos incunables del cineasta, Luces de la ciudad, usaba sin permiso música robada de otra cuna, La violetera, que acompaña las apariciones de la florista ciega de quien se enamora el vagabundo. Padilla, autor asimismo de muchas otras canciones de enorme difusión (El relicario, Estudiantina portuguesa, Princesita, Valencia), ganó el pleito internacional y obligó a los productores a incluir su autoría en los títulos y en los derechos. Un caso de apropiación indebida por el que el músico, además de dinero, hizo su entrada en el noble registro de los anti-piratas.

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12 de febrero de 2021
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Lampedusa

No hablo de la isla donde tantas almas perdidas se ahogaron sin tocar tierra de Europa, sino de otro nombre igualmente siciliano que ha sido mi mejor salvavidas en estas olas nuestras que no acaban nunca. Poca gente de la que aún lee libros le negaría a Giuseppe Tomasi di Lampedusa el haber escrito una de las mayores novelas del siglo XX, El gatopardo, trascendental en sí, más allá de la excelente adaptación filmada por Visconti. Pero aunque se dio a conocer tarde y murió pronto, Lampedusa no es sólo el autor de esa obra profunda y amena. El pasado noviembre llegó a las librerías Relatos (Anagrama, traducción de Ricardo Pochtar), que recoge, muy bien anotada, su restante prosa de ficción: el germen prometedor de una novela que no desarrolló y dos textos capitales, La sirena, deliciosa fábula de periodistas, eruditos y la fogosa mujer-pez que los traslada de lo animal a lo sobrehumano, y Recuerdos de infancia, 90 páginas de memorias de extraordinaria viveza, que reflejan mundos de ensueño y paraísos desvanecidos. La exploración de las casas habitadas por el Giuseppe niño se convierte en un fascinante viaje interior acompañado de familiares, amigos y mujeres evocadas entre la invención y el olvido, pues como dice al comenzar, “Me reservo el derecho de mentir por omisión”.

Esas memorias de Lampedusa no llegaron a las previstas Juventud y Madurez, como alguna de las obras egotistas de Stendhal, figura seminal en su formación de escritor. Por fortuna, además de inventar, Lampedusa dominaba el arte del ensayo conversado, instructivo y humorísticamente divagatorio: sus Conversaciones literarias de literatura francesa, las Lecciones sobre Stendhal o sobre Shakespeare, descubren a un profesor que imparte ciencia con inmensa ocurrencia (su obra aquí publicada cuenta con muy buenos traductores, Colinas, Monreal, Marcial Suárez, Romana Baena, Pochtar). La voz de un gran maestro hablando de aquellos que le enseñaron a serlo.

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5 de febrero de 2021
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Lo  pecaminoso

Se le ha prestado atención al pecado últimamente, y no para condenarlo. En Londres la National Gallery tuvo entre octubre y enero una gran exposición, Sin (Pecado), en la que sólo pude entrar virtualmente, y en el IVAM de Valencia sigue abierta hasta el 21 de marzo la muy amplia Des/orden moral. Arte y sexualidad en la Europa de entreguerras, con excelente catálogo. Como si, por azar o poder psíquico, los comisarios de ambas hubieran previsto que en un tiempo de extremada profilaxis las lujurias del arte nos desahogarían. Coincide sin embargo esa evocación del desenfreno con una reincidencia en inculpar poco menos que de delincuente a Jaime Gil de Biedma, un hombre que pecó; sus desobediencias al sexto mandamiento las hizo él mismo públicas en Retrato del artista en 1956, una de las (no muy numerosas) obras maestras de la literatura memorial en español. De su vida sin milagros se sabía por biografías y cartas, pero nadie mejor que él para contar sus andanzas prostibularias, al margen de las sentimentales (no todas masculinas), que también las hubo. Hay que ser cuidadosos en las acusaciones hechas al tuntún en el dominio erótico. Casi la mitad de lo expuesto en el IVAM podría haber sido secuestrado en una redada policial de un tiempo no lejano, puesto que allí se muestra el desarreglo sexual, el cuerpo revertido, el desnudo sin edad, el deseo y su procacidad. Pecados íntimos permitidos ya desde que el avance social hizo caduca la ley que los perseguía. El código penal, claro, sigue vigente para los muchos crímenes aún cometidos en nombre del sexo: el estupro, la pederastia familiar o religiosa, la violencia. A Gil de Biedma se le acusa en falso de abuso y vejación, sacando conclusiones ternuristas que dan sonrojo, ya que de ningún modo queda patente que el promiscuo poeta maltratase o humillase a quienes, por voluntad propia, y sin coacción, se iban con él, de ligue, no de víctima. Pecados de la carne, sin cuerpo del delito ni asesino.

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28 de enero de 2021
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El  hombre que lo hizo

Según Pauline Kael, el escritor Ben Hecht llamaba a Herman J. Mankiewicz “el Voltaire de Central Park West”, y  Mank de David Fincher, una producción de Netflix que se ha podido ver en cines selectos, da cumplida cuenta de la versatilidad, la cultura y el ingenio mordiente de esa figura borrosa del Hollywood de tres décadas (desde antes de 1926 a 1952), al que se le llamaba familiarmente Mank (su apellido, lo hemos sabido viendo la película, lo pronunciaban Mankiuvich). Lo primero que hay que señalar es que se trata de un excelente film de arte, a la vez que de un ejercicio de fidelidad filial de Fincher Jr., quien luchó con denuedo y paseó el guión de su padre, Jack, por los grandes estudios, que no se la produjeron en vida de aquél, hasta que lo ha hecho la plataforma citada, seguramente animada por el inesperado éxito mundial del Roma de Cuarón. Digamos de antemano que el guión de Jack Fincher es de gran calidad: bien construido, ameno sin ser fácil, libresco pero no pedante, y con algunos de los mejores diálogos de Hollywood que uno ha oído desde la época dorada de los años 30 y 40 o en los grandes títulos de Tarantino.

Si Jack Fincher fue una figura menor y frustrada a la que ahora se le rinde tributo sotto voce, el propio Mank, satisfactoriamente interpretado por Gary Oldman, es otro incomprendido impertinente al que el tratamiento “arty” del director Fincher le cae de maravilla: el blanco y negro muy elaborado, como el de 8 1/2 de Fellini o los Ingmar Bergman alegóricos e introspectivos de los últimos años 1950, los flash backs oníricos, la locuacidad hiriente y constante de ese wisecracking mordaz que en los Thirties pasaba con asombrosa facilidad desde los bares literarios de Nueva York a los platós de Los Angeles, dicho y escrito por gente del talento de George S. Kaufman, Anita Loos, S.J. Perelman, John O´Hara, Dorothy Parker, Charles MacArthur, además del ya mencionado Ben Hecht, Scott Fitzgerald y los hermanos Mankiewicz, todos presentes, en carne y hueso, en espíritu o por mención, en la película de que hablamos. Y aunque los personajes importantes o secundarios de Mank cumplen su misión en un mecanismo narrativo impecable, hay que reconocer, y quizá advertir al espectador desavisado de que el 80% de la nómina de escritores, artistas de cine y productores en su día muy conocidos, tal vez hoy esté olvidado por la mayoría. Lo cual significa que el cinéfilo con buena memoria será el espectador ideal, si esa figura existe, de este film que en un considerable número de escenas se ve poblado de magnates, estrellas y demás seres míticos de Tinsel Town.

El más mítico, y el más grande artista de todos ellos es el que menos sale, y no importa, e incluso quizá sea así mejor, o necesario. Me refiero a Orson Welles, dado que la película de Fincher es un film sobre un film, y si bien Ciudadano Kane es la fuente dramática de la historia contada, su director comparece, primero por teléfono, y brevemente en persona, hacia el final de los 130 minutos de metraje, aunque Fincher, que debe ser otro cinéfilo empedernido, le hace un homenaje o guiño de buena voluntad: Welles se comporta como un auténtico cerdo en esa escena en el interior del cuarto de Mank en el rancho, pero Fincher pone su cámara a ras de suelo, enfocando el techo de la habitación al modo wellesiano por vez primera visto en Citizen Kane. No hace falta decir, creo, que los dos Fincher, padre guionista e hijo realizador, aceptan la versión M de la enigmática leyenda, y no la opción W: siguen las directrices de Pauline Kael en su histórico artículo largo Raising Kane, publicado en el New Yorker en 1971, donde la famosa crítica salía en defensa de Mank como autor único del libreto fílmico, que el envidioso Orson quiso y logró co-firmar en los títulos de crédito, convirtiéndolo  – esto sin discusión-  en una obra esencial de la historia del cine.

Mank se inicia en 1940 con el confinamiento en un rancho aislado, a 60 millas de Los Angeles, del maduro y accidentado guionista Herman J. Mankiuvich, exigido por el joven Orson y vigilado por él  -a través de un acusica John Houseman- a distancia, alternándose secuencias de excesos alcohólicos y vueltas atrás de la memoria que cubren sobre todo la década anterior, en la que destacan como hechos relevantes los flecos más sombríos del crack del 29 y las elecciones a gobernador de California en 1934, en cuyos entresijos conspiratorios no pocos de los personajes del film se ven involucrados. Mientras el propio Welles (que el actor Tom Burke encarna con notable parecido físico y asombrosa imitación vocal) no se pronuncia políticamente en estos sucesos, o al menos no lo hace en Mank, es interesante señalar que, como brillante contrapunto figurativo y moral del guión de Fincher padre, el candidato progresista (perdedor) en esas elecciones gubernativas, el escritor y agitador social Upton Sinclair, hace de sombra o conciencia de lo inalcanzable; su discurso radical y su derrota (en tanto que candidato del Partido Demócrata) permite verle de refilón en un mitin, mientras que su nombre es invocado una y más veces como otro ser legendario de esta película que tanto tiene que ver con fantasmas y desaparecidos, con monarcas y bufones, con suplantadores y explotadores, con héroes y desalmados.

La película está articulada a partir de dos contraposiciones: el huis clos alcohólico de Mank en el rancho rodeado de unas praderas deliberadamente falsas en su pictoricismo digital, y los grandes espacios, a veces agobiantes, relacionados con el poder y el dinero. Fincher se revela aquí, más que en otras películas suyas, como artífice de abigarrados set pieces; son memorables las dos fiestas en San Simeon, la mansión de Hearst (sobre todo la segunda, con disfraces, inculpaciones y expiaciones fellinianas), la noche electoral de 1934, con breve pesadilla incluida, sin olvidar el del discurso de Louis B. Mayer a sus empleados, instándoles a que se bajen el sueldo, escena precedida de un plano secuencia de gran virtuosismo en que el jefe de la MGM, al frente de un séquito de edecanes, avanza saludando por los pasillos del estudio con una velocidad en la que le acompaña la steadycam. Como espectador, sin embargo, me sentí, las dos veces que he visto el film, especialmente conmovido por tres secuencias al aire libre, que aun teniendo hechuras de set piece alcanzan su alto nivel de pathos en la intimidad del diálogo: Marion Davies (extraordinaria Amanda Seyfried) y Mank perorando de noche por los jardines de San Simeon, con su zoo feérico al fondo; la misma Marion confesándose ante su amigo el guionista mientras hacen picnic; y la conversación final junto a la barandilla del rancho de los dos hermanos Mankiuvich, en la que, de un modo sucinto pero muy revelador, se presenta su identidad europea al socaire de un chiste en francés que nadie en Hollywood entendía salvo ellos.

Del auténtico Mank se contaban anécdotas encomiásticas y chistes groseros. Habiendo sido desde el cine mudo un hombre para todo, Mank nunca condescendió a escribir westerns, y cuando, en un momento de debilidad, se vio obligado a cumplir el encargo de hacer un guión para el famoso perro Rin Tin Tin, el guionista se vengó, mostrando en la secuencia de arranque a la estrella canina amedrentada por un ratón. La agudeza y la  malicia tampoco le faltaban a Orson Welles. A partir del Oscar compartido en 1942 por el guión de Ciudadano Kane, al director se le preguntaba a menudo sobre el reparto de tareas que le correspondía a cada cual en la escritura. “Todo lo concerniente a Rosebud le pertenece [a Herman J. Mankiewicz]”, dijo Welles en referencia a la misteriosa palabra dicha por Kane al morir e inscrita en el trineo del desenlace de la película que él dirigió e interpretó, sin tal vez escribir nada sustancial para ella. Y como todo Hollywood sabía, o decía saber, que ese “botón de rosa” era el componente genital de Marion Davies que su amante William Randolph Hearst más apreciaba, Welles añadió en otra entrevista: “La treta Rosebud es lo que menos me gusta del film. Es sólo una treta, y más bien propia de un Freud barato” (dollar-book Freud). Es un comentario que indica que, sin tener antecedentes europeos, el autor de Sed de mal también sabía ser ácido a lo Voltaire.

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25 de enero de 2021
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Tú la llevas

En mi infancia jugar a tula no tenía nada que ver con Unamuno, ni con tías; esos dos temperamentos estaban excluidos de mi colegio de curas. El juego consistía en pasarse los chicos unos a otros la humillación de un toque al hombro si no corrías lo bastante para eludirlo: “¡tú la llevas!”, y empezaba tu búsqueda de un colegial rollizo o tardón a quien hacerle portador de la culpa. Ganaba el que al fin del recreo se iba sin golpe. En alguna provincia española más retorcida que la mía pegaban, me han contado, no solo el toque sino una chapa de gaseosa en el babi de cada víctima, como baldón que había cuanto antes que quitarse de encima.

Me he acordado del tula al ver a los expertos que han ido a China a dilucidar quién fue el primer trasmisor del covid19. ¿Importa eso? Se trata sin duda de personas competentes que no viajan allí para cargarle el mochuelo a nadie; sus averiguaciones, si les dejan hacerlas, podrían dar rostro o genealogía al virus. El mes pasado el canal francés Histoire TV estrenó Le patient zéro, un documental de Laurie Lynd que refleja otra pandemia de fines del siglo XX, el Sida, que sí tuvo un paciente cero identificado, el ayudante de vuelo de Air Canada Gaétan Dugas, cuya historia personal y la grave crisis de esa enfermedad enlaza Lynd con acierto, disponiendo de 40 años de hemerotecas, videotecas, testigos y evidencias: el culpable Dugas  no fue tal, se descubre, y “la epidemia gay” además de mundial, se hizo pansexual.

El día en que estas buenas personas de Wuhan empezaron su misión científica, una octogenaria recién vacunada en Canarias estuvo filosófica en el telediario: “las enfermedades no se curan solas”. Tampoco nacen solas unas cuantas. Mientras ignoremos el dónde y el por qué, acabar con ellas requiere no sólo el cuidado, sino la rapidez. Tú la llevas.

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22 de enero de 2021
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Dos  blancos

Me fijé en las fotos de los reportajes periodísticos, en las imágenes de todos los informativos, algunas en directo, y nada: se veía sólo una porción del género humano. ¿Por la nieve? La nieve aquí caía, es verdad, con su luminaria post-navideña llena de símbolos, ramas de árbol rotas, estalactitas colgantes como espadas de Damocles de un firmamento que se te puede venir encima, la alfombra helada donde te caigas y te rompas la crisma. Para el resbalón no hay vacuna; sólo yeso, o titanio.

Yo me refiero a otro blanco, a otro mundo, a otro peligro que no depende del tiempo atmosférico. En los cientos o miles de asaltantes del Capitolio las consignas y los atuendos variaban, pero había algo que identificaba a todos: el color de su piel. Como si una nevada racial hubiese irrumpido en los hogares de los descontentos pro-trumpianos (los hay por decenas de millones), unidos no solo en la patochada violenta sino en la unanimidad del cutis.

Ha habido en la historia guerras de religión, de conquista territorial, de herencias y pendencias tribales o sociales. Y guerras civiles, de las cuales conocemos, los legos en la materia, dos casos próximos, la nuestra del siglo XX y la guerra civil del XIX que la novela y el cine norteamericano nos han acercado con detalle. El rubio Trump está al frente de un ejército confederado de gente blanca que no soporta la libertad o el progreso del negro. ¿Dos américas, al modo machadiano de las dos españas? El auge, aún tan tímido, de la gente negra tiene sus precedentes históricos: las mujeres, los homosexuales, los desposeídos de sus tierras natales o sus casas, los explotados, han sido como negros durante siglos, y en todo lugar donde una mayoría se sienta amenazada por los igualitarismos del diferente habrá conflicto o guerra. Ahora, mientras escribo, se disipa la nieve y su hermoso blanco. Pero el color mata.

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18 de enero de 2021
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Tal vez soñar

Como todos ustedes, soy un soñador involuntario, pero el día en que al despertar aún alcanzo a recordar lo último soñado o lo que soñé en mitad de la noche y no se disipó, se hace para mí más completo; menos naturalista. La trama de mis sueños, y sus personajes, reincidentes algunos en lugares inverosímiles o ropajes prehistóricos, me interesan tanto como las novelas que más me gustan, aunque no llego al extremo del poeta Novalis, que se hacía despertar cada dos horas por un criado insomne pagado a tal efecto, pudiendo así el durmiente romántico almacenar y poner por escrito sus experiencias oníricas. Yo me conformo con anotar desde hace casi 30 años, en un diario diurno que llevo, esa parte nocturna que cabe en mi cabeza.

Al iniciarse 2021, y en este encuentro en la tercera fase de la pandemia en que nos encontramos, he repasado mis apuntes, que, sin preverlo, han ido configurando un diario del año de la peste covidiana. En esas páginas están las primeras ausencias irrecuperables, la enfermedad, en este caso aún sin metáforas que la transfiguren, y sobre todo está nuestra conciencia de que no había ciencia capaz de curarnos. Así que para ampliar la áspera prosa vírica, fui espigando la poesía del sueño, que va del drama a la broma: el subconsciente se lo permite todo. Empecé 2021 con un sueño enigmático que no me atrevo a llamar profético. Estaba en un rascacielos, acompañado de un operario en traje de faena que a ratos pasaba a ser enfermera; él o ella me instaban a saltar al vacío, pues la casa iba a arder. Y para animarme lanzaban antes un maniquí; el muñeco llegaba roto al suelo. Salté desde el piso 30 de la mano del enfermero o la operaria, y la sorpresa me despertó. Los tres llegábamos al suelo enteros, y yo, el dormido, asombrado de la proeza de estar vivo.

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14 de enero de 2021
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