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Escrito por

Vicente Molina Foix

 Vicente Molina Foix nació en Elche y estudió Filosofía en Madrid. Residió ocho años en Inglaterra, donde se graduó en Historia del Arte por la Universidad de Londres y fue tres años profesor de literatura española en la de Oxford. Autor dramático, crítico y director de cine (su primera película Sagitario se estrenó en 2001, la segunda, El dios de madera, en el verano de 2010), su labor literaria se ha desarrollado principalmente -desde su inclusión en la histórica antología de Castellet Nueve novísimos poetas españoles- en el campo de la novela. Sus principales publicaciones narrativas son: Museo provincial de los horrores, Busto (Premio Barral 1973), La comunión de los atletas, Los padres viudos (Premio Azorín 1983), La Quincena Soviética (Premio Herralde 1988), La misa de Baroja, La mujer sin cabeza, El vampiro de la calle Méjico (Premio Alfonso García Ramos 2002) y El abrecartas (Premio Salambó y Premio Nacional de Literatura [Narrativa], 2007);. en  2009 publica una colección de relatos, Con tal de no morir (Anagrama), El hombre que vendió su propia cama (Anagrama, 2011) y en 2014, junto a Luis Cremades, El invitado amargo (Anagrama), Enemigos de los real (Galaxia Gutenberg, 2016), El joven sin alma. Novela romántica (Anagrama, 2017), Kubrick en casa (Anagrama, 2019). Su más reciente libro es Las hermanas Gourmet (Anagrama 2021) . La Fundación José Manuel Lara ha publicado en 2013 su obra poética completa, que va desde 1967 a 2012, La musa furtiva.  Cabe también destacar muy especialmente sus espléndidas traducciones de las piezas de Shakespeare Hamlet, El rey Lear y El mercader de Venecia; sus dos volúmenes memorialísticos El novio del cine y El cine de las sábanas húmedas, sus reseñas de películas reunidas en El cine estilográfico y su ensayo-antología Tintoretto y los escritores (Círculo de Lectores/Galaxia Gutenberg). Foto: Asís G. Ayerbe

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La escuela coreana

No hay una escuela coreana de cine, naturalmente. En primer lugar Corea no es uno sino dos países, y del Norte lo ignoramos, cinematográficamente, casi todo. En cuanto a los cineastas del sur, muy prolíficos, los hay para todos los gustos, y gustan mucho en festivales; a España llegan a saltos las películas del género ‘gore', y de un modo constante las del quizá más conocido, Kim Ki-duk. La coincidencia en la cartelera de ‘Stoker', de Park Chan-wook, y de ‘En otro país' de Hong Sang-soo, así como el hecho de haber podido ver fuera la última obra, aún no estrenada aquí, de Kim Ki-duk, ‘Pietà', me mueve a escribir este artículo.

Fui a ver ‘Stoker' engañado por la publicidad y una parte de la crítica; a veces en nuestro país resulta difícil deslindar la una de la otra. Decían que el autor de la llamada ‘Trilogía de la venganza', de la que vi su decepcionante segunda entrega, ‘Oldboy' (2003), había atenuado la sanguinolencia y exploraba ahora el terror sugerido y estilizado de Hitchcock; de hecho, la película se presenta como un ‘remake' muy libre de ‘La sombra de una duda' (1943), y al propio Chan-wook se le llena la boca con el elogio del maestro anglo-americano, a quien debe, confiesa en una entrevista, su conversión en cineasta. Tampoco es muy original en esto; todos procedemos de Hitchcock, y el cine sin el autor de ‘Psicosis' sería un mundo arcaico y más rudimentario. Pero Chan-wook (que en otra entrevista a Jara Fernández en el número del pasado mayo de ‘Caimán Cuadernos de cine' también se reclama portentosamente de la obra de Jean-Pierre Melville) utiliza el nombre del dios ‘Hitch' en vano. ‘Stoker' parte de una sugerente historia de secretos familiares y promesas sicalípticas (las arañas que se adentran en el espacio púbico de la protagonista), pero en cuanto el argumento se desarrolla, a trompicones, y la caligrafía del director nos cansa con su brillante manierismo, nada queda. La película es puro efecto, y se diría que en este traspaso a Hollywood, siguiendo el camino de tantos otros directores asiáticos llamados al Oeste, Chan-wook se ha desfondado, logrando lo que parecían imposibles: que Mathew Goode, el estupendo actor británico que tanto nos sedujo (después de encarnar al joven Gerald Brennan en ‘Al sur de Granada' de Fernando Colomo) en ‘Match Point' de Woody Allen y en ‘Un hombre soltero' (‘A Single Man') de Tom Ford, resulte grotesco, y que una de las grandes intérpretes de todos los tiempos, Nicole Kidman, sólo haga gamberradas ante la cámara, sin duda consciente de que en serio todo sería aún peor. En cuanto a la heroína del film, la también australiana Mia Wasikowska, se trata de alguien cuyo tirón soy incapaz de entender; pertenece a la categoría del actor intenso-misterioso-hueco que más me enerva, y ya haciendo de Alicia en la fallida adaptación del clásico de Carroll por Tim Burton lo dejaba traslucir.

    Mucho más interesante es ‘En otro país', primera película que se estrena en España de un director de culto a quien los críticos más conocedores arriman a Eric Rohmer. Esta vez la conexión tiene su fundamento. Sang-soo es un minimalista irónico, un improvisador locuaz, y, como en Rohmer, detrás de su arquitectura formal tan discursiva y estudiada, se esconde la pura ocurrencia y una buena dosis de azar; el director (y guionista) escribe las secuencias que va a filmar cada día al alba, durante cuatro o cinco horas, rodando después no más de tres o cuatro. En esta película, su penúltima ya, hay variaciones. Está hablada mayoritariamente en inglés por actores franceses y coreanos, aunque la variación esencial es de estructura: la forman tres historias contadas (o escritas ante la cámara) por una joven guionista en apuros económicos, y si bien el pretexto de partida se hace irrelevante y algo cansino, lo que acaba atrayendo al espectador que no abandone el juego ‘marivaudesco' es la repetición del motivo, una francesa caída en Mohang, un feo pueblo costero, y las pequeñas adiciones y repeticiones que jalonan cada episodio. De este modo, las invariantes, el nombre de Anne siempre, el faro del que tanto se habla sin apenas verse, el socorrista seductor a la vez que inconstante, el adulterio, consiguen una ligereza matemática que, a fuerza de tesón, produce un efecto melódico.

    ‘En otro país' se hizo por y para Isabelle Huppert, y sin ella no existiría. La Huppert, de visita en Seul, se declaró admiradora de Sang-soo en un periódico, y aceptó después, al conocerse, rodar en condiciones de bajo presupuesto y limitado tiempo de rodaje este juguete galante al que ella aporta densidad y frescura. La sensación final que saqué es que el film, partiendo del patrón ‘rohmeriano' también establece, en su humor casquivano y su estatismo expresivo, un parentesco con la obra de Aki Kaurismäki.

   Respecto a Kim Ki-duk, se trata de un gran autor cuya obra hemos podido seguir con una regularidad insólita, que a la vez ha permitido comprobar su desigualdad artística. Películas como ‘La isla', ‘Samaritan Girl' o ‘Primavera, verano, otoño, invierno...y primavera' son muestras memorables de su universo cruel y refinado, tan patentemente orgánico como elíptico de intención. ‘Pietà', que ganó contra todo pronóstico el León de Oro en la última ‘mostra' de Venecia, es de una brutalidad a ratos casi insoportable y no está entre los mejores títulos de un director incansable en su producción. ¿Se verá en España, ahora que la distribución del cine de autor corre peligro de muerte?

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19 de julio de 2013
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Tres libros

Acabada la feria del Libro de Madrid y todas las demás fiestas y ferias que movilizan entre abril y junio a los que aún confían en el sano ejercicio de pasar páginas de papel, seguiremos leyendo, ¿verdad? Tres novedades me han dado horas de gran placer, inquietud y asombro, que quiero trasmitir, con mi recomendación más entusiasta. Ya se sabía que Luisgé Martín era uno de nuestros mejores novelistas eufemísticamente llamados jóvenes (hace poco que ha entrado en la cincuentena). A títulos para mí memorables como ‘Los amores confiados' (Alfaguara) o, hace un año, ‘La mujer de sombra' (Anagrama), se suma ahora un cuento largo apasionante, ‘La misma ciudad' (en Anagrama también), que consigue extraer riquísima materia novelesca de un asunto del que creíamos saberlo todo: los atentados del 11-S en Estados Unidos. No se trata de un reportaje novelado ni de una meta-ficción; Luisgé Martín inventa el destino de alguien que pudo ser víctima del derrumbamiento de las Torres Gemelas y le da una trepidante peripecia, que no conviene contar de antemano. El resultado es un relato de aventuras, de la mayor aventura que nos cabe a todos experimentar: la de cambiar de vida.
‘La ardilla de Braque' (Debolsillo) parece el (buen) título de una novela, pero es la voluminosa recopilación de los ensayos sobre pintura y literatura de una figura tal vez menos conocida de lo que merece, José Francisco Yvars, que suele firmar con las iniciales de su nombre y el apellido. Profesor, editor, director en su día del IVAM, J. F.Yvars se tiene por historiador del arte, y lo es, aunque no sólo. La curiosidad y el alcance de su mirada parecen infinitos, y de ello hay pruebas excelentes en este libro, que recoge sabios y estimulantes textos sobre el ‘collage', lo que él llama ‘escultura heroica' o los cuadros de Lucien Freud, vecino suyo en Londres durante muchos años. Pero Yvars también cultiva la pieza breve, en la tradición del columnismo culto que nuestro país ofrece como una de sus peculiaridades menos castizas. En esos artículos espigados de los periódicos donde ha colaborado encontramos al comentarista rápido y agudo de Pollock, de Bacon, del inefable e imprescindible Conde Kessler, y de una pléyade de artistas y escritores valencianos muy bien observados en el contexto político del anti-franquismo.
Las horas de asombro de mis lecturas últimas me las proporcionó un libro que se llama ‘Un monje azul come pasas rosas' (Visor). Llamó mi atención en una librería, lo abrí, leí unas páginas al azar y ya no lo pude soltar. Su autor, José Garcia Villa (sin deliberado acento en su primer apellido), fue un escritor filipino de lengua inglesa nacido en 1908 y fallecido en 1997, cuya vida, de la que acabo de enterarme por este libro, es fascinante en sí, aunque tal vez pálida al lado del colorido de los textos que forman esta antología, poemas, versiones libres de otros autores y una selección de sus ‘xocerismos', que son, a su modo, greguerías o pensamientos capciosos ("Dios no tiene comprobación científica. ¡Gracias a Dios!"). Elogiado por Eliot y por Edith Sitwell, amigo en Nueva York (donde se instaló siendo joven y se le llamaba el ‘Pope de Greenwich Village') de, entre otros grandes escritores, Auden, Tennessee Williams y Gore Vidal, Garcia Villa es mucho más que un ‘raro'. Cultiva una vanguardia procaz a veces (lo que le trajo problemas serios en su país, que abandonó para siempre) y lo hace con un gran oído verbal y un fundamento que combina el irracionalismo con la metafísica. Un descubrimiento.

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3 de julio de 2013
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Jóvenes turcos

Un día de agosto del verano pasado íbamos tres amigos españoles dando un paseo al atardecer por la cornisa marítima de Datça, deliciosa ciudad de la costa sudoeste de Turquía situada en una península que separa el Egeo del Mediterráneo. De repente sonó un cañonazo, y a continuación la voz del almuédano, pero sólo ese cántico, después del estruendo, nos devolvió a la realidad religiosa: estábamos en pleno mes de Ramadán, y el doble aviso proclamaba el fin del tiempo de ayuno, aunque en las terrazas y bares de Datça los ciudadanos locales, hombres y mujeres, comían y bebían y fumaban desde la hora en que llegamos nosotros, anterior a la del almuerzo.

    Había estado antes varias veces en este bellísimo país, nunca durante el  Ramadán. Desde que, hace más de diez años, gobierna el partido AKP, islamista moderado según los politólogos y los periodistas occidentales, la dicotomía entre lo nuevo y lo viejo se dejaba notar en la vestimenta y la geografía. Estambul, y no sólo en la llamada parte europea de Gálata, Besiktas y Beyoglu cercana a Taksim, tenía un predominio de mujeres sin velo y muy sueltas de actitud; la mujer es la medida humana de libertad que se ha de sopesar primeramente en las sociedades musulmanas. Pero si el viajero se adentraba en Anatolia, en el sur más rústico y llegaba a la cada vez más turística costa licia, tan atractiva y bien cuidada por las autoridades, el paisaje cambiaba. El velo era portado unánimemente, y las mezquitas florecían, de un año a otro, a veces plantadas con gran fealdad en descampados y carreteras, como utilitarias estaciones de servicio para reponer el espíritu. Y eso en un país que tiene algunos de los monumentos religiosos más extraordinarios de su religión, y un arquitecto clásico, Sinán, que destaca mundialmente en un siglo tan lleno de genio constructivo como lo fue el XVI.  

      Comprobar, sin embargo, como lo pudimos hacer mis amigos y yo el verano pasado a lo largo de veinte días, que una buena parte de los turcos observados o conocidos, en la tripulación de un barco que nos llevaba por la costa, en los puertos de amarre, en esa poblada ciudad de Datça donde terminó el viaje, no seguía el sacro principio del ayuno en Ramadán, fue una sorpresa inesperada y un indicio de esperanza libertaria; hablo naturalmente como un extranjero laico, laico en todas las religiones existentes, incluida la autóctona. Y como lo comprobado en diversos puntos del país durante ese viaje no era secreto ni clandestino, al volver lo conté a amigos musulmanes, en Madrid, en París, en Marruecos, y todos tuvieron que hacer un gran esfuerzo de credibilidad en mi sinceridad para aceptar que lo imposible para los naturales de los países de implantación musulmana mayoritaria, comer y beber en público durante las horas de ayuno anual, en la Turquía gobernada con mano férrea por el santo varón Erdogan era común.

    Aquel 11 de agosto, aún en Datça, cenamos los tres españoles al borde de la orilla mediterránea. La oferta de restaurantes era grande y el pescado expuesto en los mostradores refrigerados muy apetitoso, pero en vez de mirarles las branquias a los peces hicimos una elección ideológica para la fritura: la tomaríamos en el ‘Atatürk', en el que los camareros servían uniformados con una camiseta negra estampada con la efigie del padre de la república y el maître era una mujer joven con pantalones y largo pelo desparramado que, al interesarme yo por esa conexión entre gastronomía y nomenclatura política (expresándole de paso mi admiración por la figura del histórico estadista), me regaló una camiseta igual a la del uniforme, que conservo y he estado tentado de ponerme estos días como gesto de pronunciamiento.

   Esas imágenes esperanzadoras del verano pasado, provenientes de un país que aún aspira a entrar en Europa y sigue gobernado por un partido cuyas ideas sociales y morales, para mí aborrecibles, parecían haberse templado, cobran ahora otra resonancia. Y se han de poner en el contexto de la terrible desilusión hacia los movimientos de la ‘primavera árabe', que en países de larga tradición civil como Egipto o Túnez corren el riesgo de caer en manos de otros supuestos islamistas moderados que están imponiendo dogmas en lugar de leyes y tolerando crímenes cometidos contra la libertad de expresión y de género. Claro que el dogmatismo de las religiones de libro no sólo late en el Islam; pensemos en nuestro propio imán Rouco Varela, que no necesita minarete para lanzar ‘fatwas' a las madres gestantes, o en el obispado francés sufragando y organizando, con consignas vaticanas, las manifestaciones de discriminación homosexual.

     El primer ministro Erdogan, como hemos demostrado, no detiene en los veladores a quienes comen cuando el Corán lo prohíbe. Tampoco, que yo sepa, ha quitado de tantísimas plazas públicas de su país las estatuas de Mustafa Kemal, rebautizado Atatürk (Padre de los turcos) desde que lideró las guerras anticoloniales, acabó con el imperio otomano y fundó en 1923 la república laica y moderna que presidió hasta su temprana muerte, a los 57 años, en 1938. Atatürk, un hombre apuesto y presumido, da muy bien en las fotos y queda en las estatuas como un galán de cine mudo forzado a posar como héroe sin espada. Pero nadie es perfecto. Dicen que el gran propulsor de los derechos igualitarios de las mujeres turcas, casado cumplidos ya los cuarenta, no se llevaba bien en privado con su esposa; en ceremonias públicas y en viajes de estado, sin embargo, la instauró como primera dama, algo nunca visto por esas latitudes. Me ha hecho ilusión ver su efigie cosmopolita (le gustaba la pajarita y el cuello duro, aunque sin desdeñar los gorros de cosaco) en las banderas que agitan los jóvenes turcos de hoy. Protestan no sólo contra un atropello urbanístico que esconde una manipulación sectaria. También nos recuerdan esos manifestantes que el gobierno presidido por el moderado Erdogan no quiere que ningún súbdito suyo beba, en ninguna fecha del año, alcohol; que las mujeres recuperen derechos amenazados; que los escritores y periodistas escriban lo que piensan (Reporteros sin Fronteras y otros organismos de defensa de la profesión sitúan a Turquía, con 75 de ellos actualmente en prisión, en cabeza de los países que reprimen a los informadores).

    Quizá sea oportuno para terminar recordar, como lo ha hecho hace unos días en La Vanguardia el periodista español Tomás Alcoverro, gran conocedor de la zona, que el tres veces electo en las urnas Recep Tayyip Erdogan sufrió una condena de diez meses tan sólo cuatro años antes de tomar el poder por difundir este texto: "Las mezquitas son nuestros cuarteles, sus cúpulas nuestras lanzas, sus minaretes nuestras bayonetas y la fe nuestros soldados". Lo dicho: un moderado.

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27 de junio de 2013
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En busca de Rodríguez

En 1970, el cineasta Alfonso Ungría (ahora felizmente estrenado como novelista en ‘La mujer falsificada', Alianza Editorial, 2013) hizo una película memorable, ‘El hombre oculto', presentada con éxito en la Mostra de Venecia de ese año. Se trataba de la historia de un hombre que nunca sale al exterior de su pequeña buhardilla, entregado obsesivamente a la fabricación de rosarios de madera, y el director escribió su historia basándose en los casos de aquellos que por temor a las represalias políticas se habían escondido en casas de familiares después de la guerra civil; varios casos de hombres que afloraron al cabo de casi treinta años, fueron célebres a fines de los 60.
Los hombres ocultos, las mujeres tapadas por la sombra aprovechada de un cónyuge, los desaparecidos voluntarios, los padres que crean a sus hijos con fines experimentales: todas las formas de eclipse de una vida humana continua son fascinantes de relatar. En otra olvidada película española de los años 70, ‘Mi hija Hildegart' (1977), Fernando Fernán-Gómez, con guión de Rafael Azcona, retrataba la figura real de una singular joven liberada, políglota y socialista a la que su propia madre, inductora no sólo de su nacimiento ilegítimo sino de su formación de laboratorio, mata a tiros por venganza o decepción.
Antes de que el cine se lanzara, sobre todo en el género documental, a explorar aquello que Baudelaire reclamaba como uno de los más sagrados derechos del hombre, el derecho a irse ("le droit de s´en aller"), A.J.A. Symons publicó en 1934 uno de los libros más extraordinarios dentro del género biográfico, ‘The Quest for Corvo', traducido como ‘En busca del Barón Corvo' por Libros del Asteroide. El propio Symons, hermano del más conocido Julian, fue un personaje: gastrónomo, escritor aficionado, coleccionista, falsificador, y todo ello en una corta vida de apenas cuarenta años, cuyo momento más señalado fue sin duda la aparición de ese libro hoy clásico sobre la vida intermitente y a la vez rutilante de Frederick Rolfe, también conocido como Fr. Rolfe (que en inglés permite la ambigüedad de unas iniciales puramente onomásticas y el significado de fraile, cosa que Rolfe, entre otras muchas, fue). Symons fue en realidad más detective que biógrafo, a pesar de que Rolfe, el autoproclamado Barón Corvo, dejó una voluminosa obra escrita que es a mi juicio una de las más consistentes, en su rareza y su refinado preciosismo, de todo el fin de siglo decadentista. Pero junto a los miles de páginas publicados por Corvo, estaba su oscuridad, su literal ocultismo, su rebeldía tamizada por un fervor religioso.
Por ello no es extravagante que mientras veía en los cines Verdi de Madrid uno de los más notables "succès d´estime" de la temporada, ‘Searching for Sugar Man', me acordase del libro de Symons, puesto que lo que hace con gran acierto el guionista y director Malik Bendjelloul es tratar de reconstruir la existencia de un notable músico rock de origen mexicano, Sixto Rodríguez, que pasó en su trayectoria del brillo fugaz a la total opacidad. Bendjelloul, cineasta magrebí establecido en Suecia, dio con la figura de Rodríguez (tal era su nombre artístico cuando daba conciertos y grababa discos en Detroit) en un viaje a Sudáfrica; en Ciudad del Cabo encontró a un hombre, Stephen ‘Sugar' Segerman, cuya vida estaba dedicada a esclarecer la vida y la muerte de su ídolo musical, el citado Rodríguez, que por motivos pintorescos que la película explica bien se convirtió en un personaje de culto masivo en Sudáfrica cuando en los Estados Unidos, lugar de residencia y labor musical del ‘rockero', se aseguraba su fallecimiento, quemado vivo por un accidente en el escenario o suicidado con explosivos en medio de un concierto.
No revelo nada que el espectador interesado desconozca, por las noticias de prensa y el programa de mano de los cines donde se exhibe: Rodríguez no murió, y sigue vivo y esporádicamente activo. La película se inicia de un modo aparentemente convencional en Ciudad del Cabo, tejiéndose a través de entrevistas y documentos gráficos y sonoros lo que fue en el ‘rock' Rodríguez y lo que significó la leyenda de Rodríguez en ese lejano país africano que el músico nunca había pisado. Y paulatinamente, con gran maestría, Bendjelloul va introduciéndonos en las zonas de vacío e interrogación que acaban por llevarnos a Detroit, a Rodríguez, a su familia, a los motivos de su retirada, a las extrañas condiciones de su regreso triunfal. La media hora final de ‘'Searching for Sugar Man' es emocionante. Oímos las músicas de Rodríguez (excelente compositor y letrista tan interesante como lo pueden ser Bob Dylan o Leonard Cohen, con quienes se le ha comparado), su voz muy sugestiva, que no se ha quebrado con la edad, y le descubrimos como una incógnita que, al ser descifrada, pierde misterio y gana en humanidad. Es un desenlace casi de lágrimas, pero no hay sentimentalismo ninguno en los protagonistas ni el director. El posible llanto lo produce el hecho de que este hombre desaparecido aparezca.
Cuando hace más de diez años Isaki Lacuesta presentó su también fascinante documental ‘Cravan versus Cravan', igualmente recordado viendo ‘Searching for Sugar Man', no había cabida para el llanto. El errático poeta y boxeador, supuesto hijo de Oscar Wilde, que se llamaba, entre otros nombres, Arthur Cravan y que se autodefinía como "mundano, químico, puta, borracho, músico, obrero, pintor, acróbata [...] granuja, ángel y juerguista, millonario, burgués, cactus, jirafa o cuervo [...] héroe, negro, mono, Don Juan, rufián, lord, campesino, cazador" sigue sin aparecer desde que, pronto hará un siglo, salió a navegar en un bote por el golfo de México y nunca más se supo de él.

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20 de junio de 2013
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Querejeta al futbolín

Como por entonces yo no tenía que venderle ningún guión ni pedirle que me produjese un film, traté de un modo relajado a Elías Querejeta entre los primeros años 1980 y 90. Me invitaba a comer, eso sí, siempre en el restaurante de su elección, por la zona norte de Madrid, y él hablaba y fumaba, sin apenas comer. Yo comía y le escuchaba hablar, rara vez de cine, y cuando lo hacía me sorprendía: nada de Carlos Saura ni del realismo crítico español. De cine él sólo quería hablar de Bresson, y el maestro francés nos unía sin fisuras.

También hablaba de poesía y de teatro, lo que le interesaba de veras, decía. Poesía era para él Rilke. Ningún otro nombre le oí. En cuanto al teatro, por aquel entonces Elías tenía en proyecto dedicarse a él como productor y quizá como dramaturgo; claro que él siempre anunciaba su inminente autoría en todos los géneros, el cine, el teatro, la novela. No llegó a estrenar nada suyo, creo, ni a comprar un teatro en Madrid, ni a dirigir cine de argumento, ni a escribir la novela de su vida, pero ha quedado sin duda como el genio indiscutible de la "politique des auteurs' de nuestro país.

Al margen de esas palabras mayores de las artes, Elías y yo encontramos un campo más modesto para el esparcimiento común: la zarzuela vasca y el fútbol de mesa. En ambos territorios él se decía el mejor, y ahí sí le desafié.

Él cantaba mejor que yo, y contaba con la ventaja de la entonación local en la obra musical que nos unió, ‘El caserío', del vitoriano Jesús Guridi. Aún hace pocos años, cuando Elías estaba algo delicado de salud y nunca nos veíamos, un día que nos vimos por azar cruzando Juan Bravo entonamos a capella la preciosa romanza de amor de Joshe Miguel en la zarzuela de Guridi: "Yo no sé qué veo en Ana Mari...". Ese era el himno de nuestra entente. A Elías le fascinaba sobremanera que yo, alicantino innegable y en aquellos años recién llegado de Inglaterra, en vez de restregarle por la cara a Britten o al maestro Oscar Esplá, mostrara sensibilidad para el folklore rural vascuence.

Mi orgullo mayor fue ganarle una partida al futbolín, siendo él además ex-jugador de fútbol notorio en la Real Sociedad, y Javier Pradera sostenía que bastante bueno. Descubrimos esa otra afinidad, de origen infantil, claro, y yo le hablé de un bar de copas muy de moda en los años de la Movida, el Salón España de la calle Infantas, donde había en los bajos un futbolín de hierro, los únicos buenos: las barras eran recias, y los jugadores tenían dos piernas moldeadas en el metal. Muchas noches me medí yo en el Salón con diversas personas que lo frecuentaban, Juan Benet, Javier Marías, Blanca Andreu, Paloma Chamorro y una novia enormemente simpática y muy buena en la delantera que la periodista tenía entonces, cuyo nombre no recuerdo. También iban chicos de barrio al bar, y con ellos hicimos alguna liguilla: intelectuales versus macarras.

Con Elías jugué en el Salón España una sola noche. Y ganó el peor.

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10 de junio de 2013
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Genovés

Hubo un tiempo en que todos teníamos un ‘genovés' en casa. No se trataba de un cuadro suyo, pues el artista valenciano se hizo caro muy pronto, a fines de los años 1960, sobre todo cuando pasó a representarle y exponerle una de las más grandes galerías internacionales, la Marlborough, con la que sigue asociado. Lo que los ‘progres' de la última década franquista teníamos eran ‘posters' de Genovés, y pegatinas; yo llevaba dos en mi carpeta de apuntes de historia de la filosofía, a modo de emblema ideológico más que de adorno. De su pintura de aquella época quizá la obra más significativa fuese ‘El abrazo', que adquirió el valor de un símbolo trascendiendo el territorio del arte; ese llamativo grupo de ciudadanos vistos de espalda en una actitud de compartir, de eludir quizá un peligro inminente y de autoprotegerse, fue adaptado (muy torpemente, hay que decirlo con pena) en la escultura conmemorativa de los asesinatos de Atocha de enero de 1977, situada en la madrileña plaza de Antón Martín, cerca del lugar donde la extrema derecha irrumpió criminalmente en el bufete de abogados laboralistas. Genovés, desde sus inicios artista comprometido contra la dictadura y a veces represaliado por ella, ha sido siempre, sin embargo, mucho más que un militante que pinta.
La extraordinaria calidad de su pintura, y su plena forma, a los 83 años de edad, en la reinvención de un idioma personal, se comprobaba en la última exposición de su trabajo reciente, que estuvo hasta marzo de 2013 en la galería Marlborough de Madrid, y aún gana en amplitud y relevancia en la que ahora se puede ver (hasta el 30 de junio) en el Centre del Carmen de Valencia, que ha editado además un excelente y completo catálogo. En ‘Crowds' (‘Multitudes'), que así se titula esta retrospectiva en dos tiempos (se muestran importantes obras de los años 60 y 70 que el artista conservaba en su estudio, al lado de una amplísima muestra de las actuales), reconocemos al pintor que nos acompañó e inspiró en las reivindicaciones de la libertad, pero recuperamos también al artista ocurrente, fiel a un mundo propio que sigue enriqueciendo con la intensidad cromática de su paleta y la exploración de nuevos y sorprendentes puntos de vista narrativos, más cercanos que nunca al cine.
De los individuos que corren y huyen, que sufren apaleo y tortura, de las estampidas humanas ante una agresión que no se ve en los cuadros de sus primeras décadas, tan memorables, el Genovés de hoy pone de manifiesto algo que no conviene olvidar, como señala en su texto del catálogo Martin Coomer: la raíz ‘pop art' del pintor, un pop que en la negra España de Franco tendía a los monocromos y con el tiempo, sin perder el filo agudo, ha incorporado el color y la materia.
Genovés hizo de la multitud un ‘leit motiv' distintivo, aunque en los grandes lienzos de los años 2010-2013 que componían el conjunto de la Marlborough y ahora la segunda parte de ‘Crowds' el signo ha variado. En las vibrantes aglomeraciones de pequeñas figuras salpicadas de manchas, numeradas, cuadriculadas, realzadas por el pegote del acrílico, la resonancia es mayor. Las multitudes de Genovés siguen estando en soledad o agrupadas para unir su temor, pero ya no son los españoles víctimas de la dictadura. Escapan de una amenaza menos cruenta y a la vez letal, la que se cierne en forma de manipulación y abuso de poder sobre toda la condición humana.

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29 de mayo de 2013
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La infancia de Kubrick

Con diez años, Stanley Kubrick empezó a tomar fotografías con una sencilla cámara Graflex; la afición le venía de su padre, médico de profesión, y las primeras imágenes del niño fueron de los rincones y tipos del Bronx, donde había nacido en 1928. El resto es historia. Siendo aún escolar (y mal estudiante), la revista ‘Look' le publicó una instantánea, su éxito profesional en ese medio fue precoz, también su matrimonio a los 18 años (precoz aunque infeliz), y poco después la iniciativa de un amigo le llevó al cine: produjo, escribió, fotografió, dirigió y montó dos cortometrajes, aceptó el encargo de otro, y con el dinero amasado en esas labores se lanzó a su primer largo, ‘Fear and Desire' (1953).
Kubrick nunca quiso que viéramos ‘Fear and Desire', pero siempre hay un Max Brod oportuno para rescatar los descartes del genio esquivo. En el cine no hace falta buscar resmas de papel en un baúl; los negativos quedan por algún almacén, y en este caso, después de una accidentada peripecia, la Librería del Congreso, en colaboración con el MOMA de Nueva York, restauró el original que ahora, al cumplirse setenta años de su estreno y fracaso comercial, ha tenido una distribución restringida en cines y una edición de excelente calidad en DVD (con los extras de esos tres cortos citados, uno de ellos, ‘Día de combate', ‘Day of the Fight', de genuino interés). A la película se le ven de vez en cuando las costuras, y rezuma literatura de dudoso gusto (obra del poeta Howard Sackler, que escribió el guión), pero resulta, en todo momento, fascinante: por sus logros, que no son pocos, y por la mecánica de sus fallos, que con el conocimiento que tenemos de la obra ‘kubrickiana' posterior parecen, más que esbozos, semillas que la pobreza de medios y el desconocimiento del utillaje no dejaron brotar.
Es la primera película bélica de las tres que hizo, pero en este primer ensayo sus protagonistas son soldados que, ajenos a toda referencia histórica y territorio concreto, no tienen "más país que el de la mente", como dicen las palabras iniciales del narrador. Una alegoría, por tanto, que anticipa a su modo títulos de mayor renombre: ‘La vergüenza' (‘Skammen') de Bergman, ‘Fugitivos' (‘Les égarés') de André Téchiné, ‘El tiempo del lobo' de Haneke, ‘Children of Men' de Alfonso Cuarón, aunque en esa más reciente deriva el género empezó a estar contaminado por la ciencia-ficción apocalíptica, hoy tan de moda. No así ‘Fear and Desire'. Sabemos poco -y eso es una de las bases de la composición alegórica- de lo que pasa o pasó antes de empezar la acción: cuatro soldados están perdidos cerca de las líneas enemigas, después de que su avión se estrellara, y su objetivo no es original: sobrevivir, escapar, y, con suerte, acabar con sus rivales. Los cuatro tienen un pasado, aunque sólo el de dos ellos, Sidney y Mac, resulta relevante. Hay narrador omnisciente, hay diálogos superpuestos, sin que oigamos a los actores decirlos, y hay monólogos interiores; es decir, Kubrick rubrica una obra que en Hollywood pasaría en 1953 como de vanguardia, y por eso se entiende que un artista tan denso pero tan comunicativo quisiera ocultar a la posteridad un texto fílmico que él mismo consideró años después "inepto y pretencioso". Y a ratos lo es, sobre todo por el amateurismo de ciertos actores, en especial su amigo de la bohemia del Greenwich Village Paul Mazursky, que luego sería un director comercial de Hollywood de poca distinción y aquí, en el crucial papel del atormentado Sidney, sobreactúa de un modo lastimoso. La hermosa secuencia de las pescadoras del río, que empieza como un idilio campestre y acaba, atrapada una de ellas por los soldados y atada a un árbol, en una escena de psicopatía criminal, sufre de la mala prosodia y los visajes grotescos de Sydney/Mazursky.
Pero Kubrick ya era Kubrick; el genio, incluso en sus tropiezos, en sus puerilidades, brilla con un fulgor reconocible. Y ‘Fear and Desire' tiene más que destellos. Sorprende muy gratamente, por ejemplo, que tan temprano se cuidara tanto de la banda sonora, él que fue, yo diría, el director más audaz, mas inesperado y sutil en buscar las músicas adecuadas a sus historias: de Johann y Richard Strauss a Gene Kelly cantando a Nacio Herb Brown, de Penderecki a Nelson Riddle, de Wendy y Walter Carlos a Ligeti, pasando, memorablemente, por Beethoven y Henry Purcell. Aquí se trata de una partitura original de Gerald Fried, excelente compositor muy versátil con el que Kubrick repitió en sus tres siguientes películas, y que le proporciona en esta ocasión una música de asomos dodecafónicos muy a tono con la espinosa y seca materia del relato. Y luego está la fotografía, que hizo el mismo Kubrick, como en los cortos y en su siguiente película, ‘El beso del asesino': un blanco y negro muy hiperrealista que sirve de contraste a los perfiles más bien vaporosos del conflicto dramático.
Hay brotes irracionalistas que cobran peso en la peripecia, como el perro solitario en sus dos comparencias. Y llega la extraordinaria última media hora de un film corto (62 minutos). Ahí es donde ‘Fear and Desire' trasciende sus limitaciones y alcanza un refinado sentido metafórico de mayor riqueza que el alegórico. La película tiene citas de Shakespeare, extraídas de ‘La tempestad', que, al estarle encomendadas al personaje de Sidney, suenan plomizas y hasta banales. Otro escritor de lengua inglesa nos importa más. En el acecho a los innominados enemigos, un general de cierto aire ario pero uniforme abstracto y sus subordinados, se insinúa que este destacamento que aguarda relajadamente en una especie de chalet, no espera combate ni victoria, sino reconocimiento, o tal vez comprensión. La revelación llega cuando nos damos cuenta de que los dos soldados acechantes tienen el mismo físico que el general y su ayudante de campo. Son iguales, de hecho; los actores encarnan cada uno dos roles, Kenneth Harp al teniente del pequeño pelotón y al general altivo, Steve Coit al soldado Fletcher y al ayudante del general. Aunque no he leído ningún comentario al respecto ni declaración del propio cineasta, en ese duelo diferido y en esa fusión de rasgos físicos está Josep Conrad. El enfrentamiento final, la pulsión de muerte manifiesta, la advertencia de los parecidos y lo que ocurre con las armas, que no conviene contar, recuerdan notablemente algunas de las grandes ficciones de espera indefinida e identidad de contrarios escritas por Conrad, y sobre todo esa obra maestra sobre el tema del doble temido y deseado que es ‘The Secret Sharer', traducida entre nosotros como ‘El partícipe secreto'.

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16 de mayo de 2013
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Porto se mueve

Un día de los primeros años 80 apareció por Madrid un madrileño que hablaba con acento alemán. Afable, apuesto y algo tímido, el muchacho llevaba consigo una cámara de fotos casi como otros llevaban un bolsón de tela india o una cartera de mano, bautizada por la guasa popular de la época como ‘mariconera'. Era un tiempo, ya se comprende, anterior a las mochilitas de diseño. El caso es que, de vez en cuando, el joven de poco más de veinte años empuñaba su máquina y te sacaba una foto, pero esas instantáneas nunca se veían; ¿dejadez, discreción, modestia? Se llamaba Javier González Porto y procedía de una familia obrera emigrada a Alemania, donde él había crecido y desde donde volvió con ánimo de independizarse; llegaba en buen momento. Nos vimos con frecuencia, y una tarde de 1984 le invité a venir conmigo a la inauguración de Robert Mapplethorpe en la galería de Fernando Vijande, que había alcanzado una enorme repercusión con la de Andy Warhol dos años antes. Vijande nos había reunido la noche previa al ‘vernissage' a un grupo de conocidos suyos con el gran fotógrafo norteamericano, y al día siguiente, cuando volví a saludar al artista entre la multitud que llenaba la galería, le presenté a mi acompañante. Ese apretón de manos y la breve conversación que siguió entre Javier y Robert cambió la vida de mi joven amigo.
Pero más que la vida de quien pasó a llamarse profesionalmente Javier Porto, interesa su obra, una de las labores fotográficas más fascinantes y menos conocidas de esa prodigiosa década de los 1980 que se extiende más allá de la Movida. Porto se instaló en Nueva York como ayudante de Mapplethorpe, aprendiendo de él, asistiendo a sus fiestas y a sus exigentes sesiones de trabajo, y posando a menudo como modelo del americano en fotos domésticas y de estudio. En los casi cuatro años que Javier Porto vivió en Nueva York junto a Robert, el muchacho discreto de la cámara no perdió el tiempo entre saraos y faenas. Fue educando su mirada, y cuando regresó a España en 1988 traía no sólo un tesoro de vivencias y documentos gráficos sino una personalidad propia en la fotografía.
La obra realizada entre 1980 y 1990 por Javier Porto reaparece ahora de modo deslumbrante, bajo el título ‘Los años vividos', en una exposición abierta hasta el 16 de junio en un nuevo centro de arte de la Diputación inaugurado a principios de año -y es algo milagroso en estos tiempos- en Málaga. Aparte de ocupar el encantador edificio de un antiguo hospicio que también desempeñó funciones industriales, me gusta su nombre, La Térmica, y en una de sus amplias salas las fotografías reunidas por el comisario de la muestra, el pintor Pablo Sycet, lucen espléndidamente. Es precioso asimismo el catálogo en dos tomos, otra ‘delicatessen' que está dejando de producirse en museos de mayor raigambre.
La escena neoyorkina y la escena madrileña anterior y posterior a su estancia en América forman el conjunto rescatado en La Térmica: allí están los grandes iconos, Grace Jones, Keith Haring, Warhol y la fauna vistosa de su ‘Factory', el joven Almodóvar con y sin su inseparable (entonces) McNamara, Carlos Berlanga, Alaska, la Maura, y también las figuras de los pintores rabiosamente figurativos, los roqueros del ‘Rockola' y algunos escritores simpatizantes de la causa moderna. El espíritu de un tiempo captado por el ojo penetrante de un testigo que también demuestra lo buen fotógrafo que es.

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13 de mayo de 2013
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El lado no-francés de Tarantino

Están hablando en Los Angeles un escritor de guiones de cine, Marty, y su amigo Billy, un actor sin trabajo que sobrevive robando perros por los que después cobra la recompensa, y se discute una escena del film en preparación: "¿No hay tiroteo?", dice Billy. "¿Es que vamos a hacer una película francesa?". Se trata de uno de los mejores chistes de ‘Siete psicópatas', la producción británica con grandes estrellas internacionales (Colin Farell, Woody Harrelson, Olga Kurylenko) escrita y dirigida por Martin McDonagh, aunque, como resulta evidente, el efecto cómico falsifique la verdad; las leyes de la retórica y de la ficción lo permiten, desde los griegos. Hay un cine francés policiaco muy violento, del que serían muestras antiguas y recientes los excelentes ‘polars' de Jean-Pierre Melville, ‘El carnicero' de Claude Chabrol, ‘Ley 627' de Bertrand Tavernier, casi todas las que interpreta Jean Reno y el penúltimo y muy vigoroso ‘thriller' carcelario de Jacques Audiard, ‘Un profeta'.
El cine francés arrastra una leyenda de estatismo, de discursismo, de lentitud y falta de acción en los movimientos de cámara y de actores, que algunos de sus grandes directores (Bresson, Rivette, el primer Resnais) favorecieron, desde luego, mientras que otros no menos grandes, Godard, Truffaut, Carax, supieron combinar con la trepidación, con el estilo libre indirecto, con la velocidad del relato. Es una paradoja, aceptada por ambas partes sin rechistar, que el gran apóstol actual del cine americano de explotación visual de la violencia, Quentin Tarantino, procede de Godard, al que homenajea de manera constante desde sus comienzos. Recuerdo una polémica de los años 1960 a propósito de ‘A bout de souffle' (‘Al final de la escapada'), obra fundacional de una cierta tendencia del cine moderno. Las revistas de izquierda de la época (Positif, Nuestro Cine, Cinema Nuevo) decían que la película de Godard era una apología de la delación, y esa supuesta inmoralidad ideológica, en tiempos de la guerra de Argelia, la condenaba a ser reaccionaria y fascistoide. Hoy el anatema moral de los bienpensantes se dirige a Tarantino y los ‘tarantinianos', quienes, haciendo un cine de exquisito refinamiento formal y altura literaria en sus diálogos, enaltecerían el mal y la agresividad, al revestir sus brutales escenas de asesinato y tortura física de gran arte y hasta de humor (véase en ‘Django desencadenado' el episodio del Klu Klux Klan y la matanza final). Otros, en las antípodas, claman por la autonomía de la imaginación artística, que no puede estar sujeta al patrón de lo ejemplarizante y lo formativo.
El debate ha resurgido ante el último Tarantino y podría continuar con ‘Siete psicópatas' si el film de McDonagh no fuese tan fallido, resultando a la postre un ejercicio para minorías curadas de espanto ante la sinfonía de sangre, mutilaciones y evisceraciones que acompaña su trillada historia. Y es una lástima. Me gustó mucho su anterior y primera película ‘In Bruges' (aquí llamada ‘Escondidos en Brujas'), una ocurrente variación sobre la confluencia entre el turismo y el crimen, en la que el molde teatral de quien es uno de los más destacados dramaturgos de la actual escena irlandesa se adaptaba elocuentemente a un relato de asesinos filosóficos; había algún influjo de Mamet, y algo ‘shakesperiano' en el excelente final de exterminio ‘gore' en la plaza central ‘brujense'. ‘Siete psicópatas', pese a contar en su reparto con Christopher Walken y Tom Waits (que, por desgracia, no canta; sólo hace llamadas telefónicas), produce ese hastío de las aberraciones ilimitadas que echa para atrás a tantos posibles lectores del Marqués de Sade. Con la diferencia de que Sade quería arrasar las costumbres e imponer un nuevo orden social, y McDonagh, con sus guiños no sólo a Tarantino sino a Robert Rodríguez y David Lynch, se queda en la sátira astracanada del mundillo hollywoodiense de los malos guionistas y directores allí imperantes. De momento hay que ponerle en esa lista, aunque no descartamos verle salir de ella y ascender a cotas más altas.
‘Django desencadenado' es una cosa más seria. Una película musical toda ella hablada (la música está en la cuidadísima banda sonora) y estrictamente ajena al vacuo cine de danza oriental con dagas voladoras y samurais encarnizados, un cine, popular también en Occidente, cultivado de vez en cuando por cineastas de la acreditada calidad de Zhang Yimou o de la habilidad de Ang Lee. Y acaba de sumarse a la moda otra figura muy considerable, Wong Kar-wai, que presentará en breve fuera de China su nueva película de artes marciales, ‘The Grandmaster'.
Quentin Tarantino sigue muy godardiano en la densidad verbal de sus diálogos, sobre todo cuando los enuncia el actor para el que fueron escritos los más chispeantes, Christoph Waltz. Al igual que en la primera etapa de la carrera del autor de ‘Pierrot le fou', lo que dice Waltz tiene más de monólogo, inserto a menudo en la construcción dialógica con absoluta falta de respeto por la lógica: como excurso del discurso. Respecto a la banalización del problema de la segregación racial y el esclavismo, de la que se le acusa, mi respuesta tiene una sola palabra: Shakespeare. La mejor parte del teatro isabelino es el reino de lo macabro y lo atroz, y Shakespeare, que les trasciende a todos poéticamente, no quiso ser menos que sus coetáneos. Mató perversamente y presentó los peores estupros en escena, hizo granguiñolesco el canibalismo, natural el incesto, y no parece verosímil que el mundo le deba a sus tragedias un mayor índice de criminalidad y sanguinolencia.

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6 de mayo de 2013
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Escrache y ‘outing’

La palabra no ayuda. Procedente de Argentina, escrache no sólo nos resulta rara sino que tiene una cierta sonoridad de escupitajo poco adecuada a lo que designa, actos pacíficos de protesta ante los domicilios y lugares de trabajo de políticos en ejercicio. No se trata sin embargo de actos nuevos en el mapa de la indignación ciudadana. Hace ya años, cuando los derechos sexuales de una notable parte de la población estaban cercenados y pisoteados, comenzó a practicarse en los Estados Unidos, y desde allí pasó a Gran Bretaña, el ‘outing'. En los años 90 también entre nosotros se habló de ello, y ciertos grupos de activismo gay lo preconizaron y llegaron a amenazar con su puesta en práctica, que fue muy reducida o no llegó a calar. Los cambios que se han producido en ese terreno en los tres últimos lustros lo han hecho innecesario, aunque por desgracia no en todos los países por igual. El continente africano y asiático y otros lugares más próximos a nosotros siguen discriminando a las mujeres y a los homosexuales, y ayer mismo pude ver en televisión a una chicas semi-desnudas interrumpiendo la visita oficial a Alemania de Vladimir Putin, el dictador neo-estalinista de Rusia que persigue las libertades femeninas, los derechos humanos y hostiga con sus bien entrenados matones a los disidentes.

      Lo que los distintos frentes de liberación gay pretendían con el ‘outing' era sacar de sus casillas de hipocresía y doble moral a los numerosos homosexuales homófobos del alto clero católico, a los obispos que sospechosamente protegían a sus sacerdotes culpables del delito de pederastia, a los ministros, alcaldes, diputados y mandos policiales que practicaban en su vida privada el amor con los de su sexo y al llegar al despacho o a la comisaría maltrataban y firmaban leyes contra sus homólogos. El ‘outing' era una forma radical de autodefensa contra la arbitrariedad y la injusticia, pero también la avanzadilla de una postura que hoy, por fortuna, se extiende en otras capas de la sociedad: el poderoso, el dignatario, el gobernante, no puede -una vez elegido en las urnas o nombrado a dedo- quedar libre de la fiscalización de los ciudadanos a los que tendría que servir y en vez de ello engaña o roba, incumpliendo con lo encomendado. Aquellos activistas históricos del ‘outing' querían sacar a la luz a los suplantadores, a los traidores a su propia causa. Hoy, entre nosotros, la Plataforma de Afectados por la Hipoteca (PAH) pretende meter en el interior de los despachos y las casas la noción de que los políticos no han de tener una ilimitada carta blanca en función de una suma de votos, como si los votos estuvieran por encima de los principios equitativos y la moralidad pública.

       La democracia se asienta por supuesto en el ejercicio de las votaciones libres, pero la democracia no es lo que era, y no únicamente en España. Que no sólo el PP sino otros partidos del ámbito español, a izquierda y derecha, se vean sujetos a estas iniciativas de protesta dice mucho de su pertinencia, de su honda y trascendental razón de ser: respuestas desesperadas de la ciudadanía. Mientras eso sucede, la contestación que dan los hostigados de los distintos estamentos no se sostiene: acusan a los que se manifiestan con pancartas y voces de coaccionar y querer desviar la recta conciencia de los electos. ¿Olvidan los portavoces del gobierno que ellos mismos llevan más de un año diciendo que los recortes sociales, los nuevos impuestos, las incumplidas promesas de generación de empleo y bienestar, se deben a que no sabían lo que les esperaba en los arcanos -y en las arcas- ministeriales? Con mayor razón pueden decir los afectados por la hipoteca que tampoco ellos sabían el alcance de lo que un banco les prometía en tiempos en que la crisis no se avizoraba.

     Cuando el PP y algún otro partido que concuerda en ese punto proclaman que la dación en pago generalizada rompería el propio sistema del préstamo hipotecario, yo, que no soy economista, puedo creerles. Alguien que recientemente, cuando la situación ya anunciaba la catástrofe, se haya hipotecado aventureramente, no está en la misma posición de protestar. De ahí que se reclame (y me parece justo) que al menos los que fueron tan víctimas de lo desconocido y lo impredecible como Rajoy dice haberlo sido al llegar a la Moncloa, sean eximidos de esas asfixiantes cargas por unas hipotecas que les estallaron en las manos, como le estalló, parece ser, al gobierno el desplome de los mercados y la deuda.

       He repudiado siempre los actos en que se impide hablar, en nombre de la democracia, a un intelectual o un alto cargo, lleve el apellido de Aznar, de Savater o de una ingenua diputada del PSOE. Todos merecen el uso libre de la palabra. Los escraches no atentan contra eso. Son ‘outings' asamblearios, estentóreos y, por supuesto, extraparlamentarios. Triste noticia. Pero ¿acaso es noticia en cualquier parlamento, de Madrid, de Barcelona o Bruselas, que los ciudadanos, incluidos muchos de los que aún votan, han dejado de creer en quienes les representan? Esa es la enfermedad senil de la política actual, y por lo que yo mismo he visto en las calles y en los informativos, la mayoría de los manifestantes contra el desahucio y las estafas bancarias no son feroces anti-sistema sino personas que sin duda preferirían estar tranquilas en su casa, si se pudieran quedar en ella.

   Dos cuestiones finales de procedimiento. Comprendo el espanto de cualquier demócrata que vaya a manifestarse por el PAH y encuentre a su lado la boina de Tasio Erkizia. Pero compartir esa buena causa con semejante individuo no hace etarra al resto de los manifestantes, que sólo van armados de pegatinas. Sostener lo contrario es como decir que la foto de Hitler y sus comandantes aplaudiendo una representación de ‘Tristán e Isolda' convierte en nazi a Wagner.  

    Y se ha exagerado mucho lo del bebé de la vicepresidenta. Los 300 que en Madrid se manifestaron ante su chalet querían dejarse oír y señalar con el dedo. A nadie le gusta que le chillen y que le marquen, pero ¿no conlleva el oficio bien remunerado de político la carga de una exposición dentro y fuera de los despachos que todos pagamos? La criatura de la señora Sáenz de Santamaría, que me parece por cierto lo más sensato y discreto que hay en el gobierno, merece toda la ternura y el cuidado que sin duda recibe de sus padres. Es altamente improbable que ese niño de corta edad, que tendrá el sueño fácil y la memoria sin formar, sufra un trauma por el eco de unos incomprensibles ‘slogans'. Los niños, incluyendo naturalmente a los que tienen sólida cuna, buena ropa de cama y hogar confortable, han de dormir en paz.

 En Madrid, en Galicia o Valencia, quienes están saliendo por la calles a voz en grito sólo quieren quitarles el sueño a sus señorías. A unos padres y madres que con su voto pueden privar de techo a los incautos, a los angustiados, a los desposeídos.

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26 de abril de 2013
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