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Escrito por

Vicente Molina Foix

 Vicente Molina Foix nació en Elche y estudió Filosofía en Madrid. Residió ocho años en Inglaterra, donde se graduó en Historia del Arte por la Universidad de Londres y fue tres años profesor de literatura española en la de Oxford. Autor dramático, crítico y director de cine (su primera película Sagitario se estrenó en 2001, la segunda, El dios de madera, en el verano de 2010), su labor literaria se ha desarrollado principalmente -desde su inclusión en la histórica antología de Castellet Nueve novísimos poetas españoles- en el campo de la novela. Sus principales publicaciones narrativas son: Museo provincial de los horrores, Busto (Premio Barral 1973), La comunión de los atletas, Los padres viudos (Premio Azorín 1983), La Quincena Soviética (Premio Herralde 1988), La misa de Baroja, La mujer sin cabeza, El vampiro de la calle Méjico (Premio Alfonso García Ramos 2002) y El abrecartas (Premio Salambó y Premio Nacional de Literatura [Narrativa], 2007);. en  2009 publica una colección de relatos, Con tal de no morir (Anagrama), El hombre que vendió su propia cama (Anagrama, 2011) y en 2014, junto a Luis Cremades, El invitado amargo (Anagrama), Enemigos de los real (Galaxia Gutenberg, 2016), El joven sin alma. Novela romántica (Anagrama, 2017), Kubrick en casa (Anagrama, 2019). Su más reciente libro es Las hermanas Gourmet (Anagrama 2021) . La Fundación José Manuel Lara ha publicado en 2013 su obra poética completa, que va desde 1967 a 2012, La musa furtiva.  Cabe también destacar muy especialmente sus espléndidas traducciones de las piezas de Shakespeare Hamlet, El rey Lear y El mercader de Venecia; sus dos volúmenes memorialísticos El novio del cine y El cine de las sábanas húmedas, sus reseñas de películas reunidas en El cine estilográfico y su ensayo-antología Tintoretto y los escritores (Círculo de Lectores/Galaxia Gutenberg). Foto: Asís G. Ayerbe

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Abrir la cripta de Franco

Siempre tiene interés que los británicos hablen de nosotros, algo que han hecho a menudo, sobre todo desde el XIX aunque también, esporádicamente, antes, como en alguna de las fantasías mas dislocadas del teatro isabelino. En el siglo XX fueron mucho más que curiosos impertinentes respecto a España: Brenan, Orwell, Raymond Carr, Hugo Thomas (además del irlandés Ian Gibson y una notable pléyade de hispanistas literarios), nos mostraron lo que no sabíamos o no podíamos ver de nosotros mismos. Uno de los últimos en llevar a cabo esa contemplación intelectual es Jeremy Treglown, durante varios años director del Times Literary Supplement y, como autor, responsable, entre otros que desconozco, de un buen estudio biográfico del gran novelista Henry Green; Treglown pasa desde hace cierto tiempo una parte del año en España, según se dice en su libro ‘Franco´s Crypt. Spanish Culture and Memory since 1936' (‘La cripta de Franco. Cultura española y memoria desde 1936'), publicado recientemente por la prestigiosa editorial neoyorkina Farrar, Straus and Giroux, y queda claro leyéndole que se ha interesado activamente por los vivos y por los muertos de nuestro pasado.

      Me cuento entre los que creen que es bueno airear la tumba del Generalísimo (¿hay sólo una?), y ya que en nuestro país persiste un serio problema funerario que impide dar sepultura a muchas víctimas del bando perdedor en la guerra civil, es de justicia que vengan en nuestra ayuda mortuoria expertos y forenses del exterior. El libro empieza de modo novelesco en un cementerio andaluz, habla después de una matanza de cerdos, y enseguida aparecen los primeros referentes literarios, Cela, Cercas, Grandes. Lo fatal es que antes de ese primer capítulo titulado ‘Mala memoria', el autor, en una breve nota, hace una aclaración que irremediablemente ha de poner en guardia al lector mínimamente informado: Treglown analiza novelas, películas, artículos (muchos artículos, entrevistas y reportajes de prensa) y libros de historia, dejando fuera de su análisis la poesía española del siglo XX, por la razón principal, dice, de que "las más potentes energías creativas han ido por otra parte". Esta afirmación tan palmariamente falsa podría ser sólo un desliz si Treglown la articulara en las páginas siguientes. No es así, por desgracia. Su estudio, sin duda trabajado en el territorio que él mismo se ha marcado, fracasa -además de por sus carencias en otras materias, como el cine- por la absurda amputación del trascendental significado político, además de artístico, que tuvo la generación del 27, la del 36 en su dos vertientes ideológicas, la de los 50, por no hablar de los cambios sustantivos que los posteriores ‘ismos' de la vanguardia poética (también del todo silenciados a la vez que se dedica un largo capítulo a los pictóricos) aportaron a la consolidación de una nueva ‘mentalidad' de notable relevancia cultural en el último tercio del siglo. La poesía prácticamente empieza y acaba para Treglown en García Lorca, visto sobre todo en sus facetas biográficas, y mientras en el desdichado postfacio se habla sobradamente del triunfo de Massiel en Eurovisión o de la serie ‘Cuéntame', Miguel Hernández, sin duda una de las figuras mayores de la poesía en lengua hispana del siglo XX, es despachado en apenas una línea como "un escritor local de clase obrera".

     Leyendo ‘Franco´s Crypt' se tiene la incómoda sensación de que su autor tenía delante de sí dos posibles libros que ha querido fundir en uno. Treglown es un viajero de buena estirpe, y tiene vigor, por poner un caso, el relato de su visita al Valle de los Caídos, donde la observación lúcida y la cita verbatim de sus interlocutores religiosos da resultados elocuentes. Para quienes no hemos sentido nunca ganas de ir de excursión a ese mausoleo nacional de los horrores, dichas páginas nos ilustran y nos confirman en nuestra reticencia. Otros pasajes están más cerca del ‘travelogue', un género que no es de despreciar. Lo malo es el batiburrillo que domina esta obra, donde coexisten a veces en el mismo párrafo la impresión superficial con el examen muy bien argumentado de, por ejemplo, Eugenio d´Ors, al que Treglown da la debida importancia, aunque exagere mucho diciendo que en la España de hoy carece de reputación y fuera es casi desconocido.

      El otro libro posible que se trasluce es un estudio literario de la narrativa sobre la guerra civil, y en los dos extensos capítulos que dedica al asunto vuelve a mostrarse como un lector perceptivo, al menos de ciertos autores; es muy atinado su resumen y defensa de ‘El Jarama' de Ferlosio, aguda la conexión de ‘Volverás a Región' de Benet con la novela de Heller ‘Catch-22', admiradísima por el novelista ingeniero, y de interés los apuntes sobre escritores más recientes, los "hijos y nietos". Junto a eso, desconcierta leer que Cela habría empezado a escribir trabajando en proximidad a Samuel Beckett, Camus,  Genet o Michel Tournier, así como la elevada valoración de José María Gironella. Treglown lo sitúa primero, en formación filosófica, al lado de Javier Marías y Cercas, entre otros, y después afirma lo mucho que ‘Los cipreses creen en Dios' comparte con el Joyce de ‘Retrato de un artista adolescente' y ‘Vida y destino' de Grossman. Confieso que no he releído al autor gerundense que indigestó mis noches de estudiante preuniversitario, pero de tener razón el inglés nos estamos perdiendo algo grande.

      Treglown también habla del cine español, y se le agradece, aunque queda raro que insista tanto en la dificultad de poder ver alguna de las películas que busca (por ejemplo ‘Camada negra' de Gutiérrez Aragón); naturalmente no están todas en el mercado legal, pero sorprende que un estudioso de su seriedad y empuje no haya pensado en solicitar ese material en los archivos fílmicos de nuestro país, que, mientras no se los lleve el vendaval del recorte, funcionan y ponen facilidades a los investigadores. En este campo la curiosidad de Treglown no basta para dar entidad a sus juicios. Lo indiscutible (Berlanga) está bien considerado, pero parece desconocer la existencia, en el contexto que tan pertinente es a su estudio, de Edgar Neville, de Fernán Gómez, de Mur Oti. ‘Tango', una de las más fallidas películas de Carlos Saura obtiene, por el contrario, una entusiasta recensión de dos páginas. Y ese capítulo sobre el cine se cierra con una afirmación, "la obra de Saura ha tenido una fuerte influencia en la de Almodóvar", que, de leerla, produciría me temo la carcajada de ambos.

     Una de las omisiones de más peso, en el silencio del nombre fundamental del productor Elías Querejeta, es la de la película de Chávarri ‘El desencanto', que tan bien habría cuadrado para substanciar la línea central del pensamiento de Treglown. No sé si la ha visto o si la ha descartado. Tal vez la omitió porque ese retrato, que empieza con una estatua de difunto envuelta en un sudario, destapa la cripta de los demonios familiares, políticos, de dos generaciones y una manera de vivir antagónica, encarnada en la viuda y los hijos de Leopoldo Panero. Pero Panero era un poeta. No entraba, vivo ni muerto, en este libro.

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18 de febrero de 2014
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El bar de los filósofos

En febrero del año 2012, la editorial madrileña Demipage publicó ‘Donde dejé mi alma', magnífica novela de acentos ‘conradianos' de un autor hasta entonces desconocido en España y ya para entonces muy célebre en Francia gracias al premio Goncourt obtenido meses antes por ‘El sermón sobre la caída de Roma'. Extraño y nada feo título que alerta sobre una de las fuentes retóricas de este excelente escritor pero no refleja del todo la naturaleza de su narrativa, que alterna el gran estilo oracional e imprecativo con el relato vivaz de los nudos familiares y las escarpadas tierras de Córcega, de donde Jérôme Ferrari es originario. No hay que exagerar el carácter aislado de los isleños, y menos en este autor, de vida trashumante entre Ajaccio, París, Argel y Abou Dhabi, donde ahora enseña filosofía. Pero sí me parece pertinente señalar en su caso el predominio del desarraigo, que el narrador de otra novela suya anterior, ‘Un dieu un animal', resumía bien: "Te fuiste, el mundo no te ha abrazado y, cuando has vuelto, ya no había casa propia".

Libero y Matthieu, los dos protagonistas de ‘El sermón sobre la caída de Roma' (Mondadori, 2013), sí la tienen, en la medida es que éste es un libro de raíces y vínculos ancestrales, que ambos jóvenes tratan de eludir con estrategias de auto-engaño a la postre fallidas. Tras un brillante arranque de saga fundacional, Ferrari, que posee una variedad de registros muy rica, pasa a describir con pinceladas de intenso vigor y colorido el pequeño drama que se produce en el pueblo cuando la encargada del bar principal, la marroquí Hayet (personaje importante de ‘Balco Atlantico', la novela que difundió el nombre del escritor en Francia), desaparece. El desconcierto de los lugareños da pie a escenas de alta comedia agreste, aunque ninguna alcanza la aguda comicidad del largo episodio final del capítulo segundo, en el que encontramos a los dos amigos haciendo sus tesis de filosofía en la Sorbona (sobre San Agustín y Leibniz, respectivamente) y desplazados entre el divismo pomposo de unos y la digna obsolescencia de otros. Así que Libero y Matthieu abandonan sus estudios y vuelven al pueblo próximo a la capital corsa para ocuparse del desfalleciente bar, escenario central de ‘El sermón...'.

La sorpresa de ese giro argumental es una de las muchas que ofrece el libro. En los cuatro títulos suyos que conozco, las pasiones privadas se funden con los trasfondos históricos, las guerras coloniales y mundiales, la tortura, el terrorismo, la migración, sin que falte en ninguno  -y ése es diría yo el ‘toque Ferrari'- la elocuencia de los textos sagrados: el evangelio, la patrística, la arenga marcial, y en el libro del que aquí hablamos, la oratoria agustiniana, que le da a la novela familiar un correlato salmódico y cristaliza en un final de gran belleza verbal y sugerente fusión de los personajes y tiempos narrativos.

En la amplia historia de la familia Antonetti, de la que desciende Matthieu, más protagónico que su inseparable Libero, tiene cabida el relato dentro del relato, como el del abuelo Marcel en África, conmovedor y extraordinariamente contado. Los contrastes vienen del lado de la barra y la pista del bar, donde los nuevos propietarios triunfan, en pleno olvido de la filosofía, y conquistan a un plantel de camareras entusiastas, entre las que destaca Izaskun, una vasca pasada por Zaragoza. Pero hay un destacado contrapunto femenino, por no decir vértice, en el libro, Aurélie, la hermana de Matthieu. Va surgiendo de modo sutil en el relato hasta apoderarse de él, gracias a la interesante trama arqueológica que nos lleva hasta los propios despojos del obispo de Hipona. Es también el personaje más recio, más noble y mejor compuesto de toda la novela.

Ferrari es un escritor refinado y ha tenido suerte en las dos traducciones al castellano de que disponemos, la de Sara Martín Menduiña (en la citada ‘Donde dejé mi alma') y ahora la de Joan Riambau, que sabe pasar con acierto de la invocación monologal, un recurso frecuente, al cuadro pintoresco, alguno tan potente como el de la castración de los puercos, en la que el maestro capador, "emitiendo diversos gruñidos modulados que se suponía que sonaban agradables a oídos de un cerdo", atrapa finalmente "en el cepo implacable de sus gruesos muslos al animal desconcertado que profería unos gritos abominables, sin duda presintiendo que no le iban a hacer nada bueno". Riambau, en una decisión irreprochable, cita los breves fragmentos de San Agustín según la versión española canónica, la de la Biblioteca de Autores Cristianos (BAC), que, por las muestras, no posee la misma calidad de matices del francés, en el que Ferrari usa la traducción del latín de Fredouille. Por ejemplo, el epígrafe "Lo que el hombre hace el hombre lo destruye" queda según la BAC en un pobre "Un hombre hizo aquello, otro hombre lo destruyó". Desconozco el original latino, pero no es lo mismo.

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10 de febrero de 2014
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Novísimos mexicanos

La creciente visibilidad internacional del cine mexicano está dando carta de naturaleza a una nueva ola que no deja de sorprender. En España se han estrenado, sólo entre finales de noviembre y comienzos de diciembre, dos películas recientes, ‘Heli' y ‘La jaula dorada', que se suman a las que antes nos llegaron de Carlos Reygadas, Rodrigo Plá o Fernando Eimbcke, premiado con la Concha de Plata en el último festival de San Sebastián. Nunca salieron aquí comercialmente, que yo sepa, la excelente ‘Después de Lucía' de Michel Franco (nominada sin embargo a los premios Goya al mejor film latinoamericano), ni las obras de Julián Hernández, tal vez demasiado osadas para la cartelera española, que acepta la truculencia de gran estilo de ‘Batalla en el cielo' (Reygadas) o de la propia ‘Heli', dirigida por su antiguo ayudante y discípulo Amat Escalante, pero no tiene aguante para los delirios homoeróticos de Hernández, cineasta de culto gracias a ‘El cielo dividido' (2006) y ‘Rabioso sol rabioso cielo' (2009). Ahora que se anuncia una edición europea de la filmografía de este último quizá pueda valorarse debidamente un cine como el suyo, deudor a mi modo de ver del de un infravalorado veterano, Jaime Humberto Hermosillo, y sobre todo de un título capital entre los suyos, ‘Exxxorcismos' (2002), que combina el refinamiento visual, el arrojo sexual cercano al ‘soft porn' y una verbalidad ampulosa que en los peores momentos de esa singular y memorable historia de gótico ‘queer' más allá de la muerte provoca tanto la seducción como la carcajada. Lo mismo sucede en más de una escena de los dos citados títulos de Hernández, dotado, como Hermosillo, de un descaro que desafía los límites del ridículo, apoyado siempre en un indudable talento para la composición plástica.

    La osadía de ‘Heli' no es de índole sexual. Tercer largometraje de Amat Escalante, ‘Heli', rodada en Guanajuato, habla de la violencia en México sin estridencias (el tratamiento formal alterna elocuentemente la cercanía y la lejanía de las acciones mostradas), inspirándose, como declaró el director, en un suceso real acaecido en aquella ciudad, cuando una patrulla militar en aparente tarea de vigilancia y protección secuestró a un pacífico grupo de cazadores y acabó asesinándolos después de torturarlos. El estilo ‘frío' pero nunca enmascarado de Amat Escalante acrecienta la nitidez, la patencia del material dramático, y su punto de vista narrativo, siempre congruente, es el que nos guía, el que nos deja ver o nos impide ver. Se ha hablado mucho de la impresionante escena de tortura en planos frontales; la última persona en hacerlo fue la escritora Elena Poniatowska, quien, entrevistada tras su obtención del premio Cervantes, y pese al vínculo familiar que la une a un destacado miembro del equipo artístico del film, mostró su rechazo visceral. Aunque desde luego trucada (el fuego en los genitales es un efecto realizado por unos especialistas españoles), esa escena cumple un propósito alejado totalmente del morbo sensacionalista; funciona, como las escenas de intimidad amorosa o atropello policial, metafóricamente. Y la metáfora es el territorio donde Amat Escalante opera, en esta película con maestría: la brutalidad, el erotismo elemental, la miseria, el apego, son segmentos de una realidad que parece haberse impuesto tan fatalmente que ya forma parte del tejido de lo cotidiano. La detective Maribel, un personaje interesantísimo, cumple con su misión confusa, por no decir corrupta, de oficial de policía, pero también trasmite calor humano cuando se le insinúa al joven protagonista, mostrándole sus monumentales pechos dentro del automóvil. Y el director usa la elipsis sabiamente para contrastar la visibilidad de lo macabro, haciendo de sus elusiones un argumento. Por ejemplo esa escena en que la joven esposa de Heli vuelve con el niño de consultar a una quiromante y encuentra la matanza, que no se muestra; sólo el reguero de sangre que sale del chamizo y sobre el que la muchacha, espantada, retrocede de espaldas, sin que nunca le veamos el rostro. O la muerte del violador en un largo plano-secuencia desde el ventanuco que sólo deja ver los hechos silueteados y en fuera de campo. El final es bellísimo y dulce, aunque ajeno al sentimentalismo; el bebé duerme abrazado a su hermana, que ha vuelto del infierno, y cerca de ellos se produce el milagro de un pequeño cielo carnal.

    De origen español, pero asentado en México, Diego Quemada-Díez hace en ‘La jaula de oro' un documental levemente ficcionalizado, basado en un amplio trabajo de campo, sobre la emigración clandestina que desde Guatemala y otros países cruza México con el destino incierto de los Estados Unidos. Es el mayor de edad de estos novísimos de quienes hablamos, y su experiencia cinematográfica es larga y variada, lo que sin duda redunda en el excelente pulso de su relato, que escapa en todo momento de lo previsible y lo edificante. Hacer alegatos sobre este terrible ‘tema de nuestro tiempo' que es la emigración corresponde a la sociedad, a la clase política, a nosotros mismos en tanto ciudadanos. Quemado-Díez tiene menos pretensiones, y por ello es más contundente, más revelador. Sus tres adolescentes en fuga buscan la subsistencia y sueñan: la nieve, los trenes de juguete, el baile desbocado, secuencias de refinado trazo. Esa búsqueda de la felicidad no lleva a la felicidad, aunque tampoco hay truculencia en los perfiles trágicos. Hay verdad, dramáticamente elaborada. El desenlace, con el más afortunado de los tres, Juan, despedazando pollos y limpiando los desechos en una factoría estadounidense, vestido asépticamente de plexiglas, es una imagen de una potencia poética, en lo que insinúa, difícilmente olvidable.

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29 de enero de 2014
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Muerte de Castellet

Mi homenaje al "mestre" hoy fallecido es este texto que escribí para el libro-regalo por sorpresa que le hizo su editorial al cumplir los 80 años de edad.

 

 

Entrevistas  en  Transilvania

 

                                                                     Vicente Molina Foix

 

 

      La primera vez que vi a Josep Maria Castellet no me pareció tan vampiro. Estoy hablando del año 1969, cuando el vampirismo tenía otro porte, otra prensa, olvidada la figura clásica del  siniestro Drácula de Bela Lugosi, con sus espesas cejas y su mirada atrabiliaria, y aún por venir la avalancha de chupadores de sangre a borbotones asociados al gore contemporáneo. En 1969,  la imagen establecida del Príncipe de las Tinieblas era, gracias a las populares películas de la casa Hammer, la de un Christopher Lee alto y esbelto, tan elegante como guapo, más penetrante de ojos que de colmillos y provisto de una embriagadora voz de excelente prosodia inglesa. Algo así como un Castellet de Oxford.

      Ese primer encuentro ocurrió en el espacioso ático madrileño de Jaime Salinas, desde cuya terraza era (y es) posible ver las casas de todo el Madrid de los Austrias, captando, si se aguzaba un poco la vista, lo que debajo de cada techo sucedía, al modo de cómo lo hacía ‘El diablo cojuelo' voyeur de Vélez de Guevara. Entre la fama de seductor draculíneo de Castellet y el ascenso a aquella altura tan dominante, los convocados a la entrevista, Leopoldo María Panero y yo, íbamos muertos de miedo. Nada más entrar al piso lo perdimos, ganados por la simpatía educadísima del anfitrión y la humareda del cigarrillo de Castellet, que lejos de ser mefítica parecía exóticamente perfumada. Por supuesto que nos dejamos hincar el diente en los manuscritos, pues el motivo de la reunión era pasar el casting para los ‘Nueve novísimos', que aún no se llamaba así ni tenía a los nueve poetas reclutados. A Leopoldo María y a mí nos desconcertó que el padre del realismo social poético fumara en una larga boquilla.

        Castellet se entrevistó con otros jóvenes poetas, supongo que con el mismo grado de abducción vampírica, y acabó por completar el número de los antologados, saliendo el libro, como es sabido, en abril de 1970, con una ruidosa recepción mixta parcialmente recogida en la separata de la reedición de 2001, en la que destacan las descalificaciones sumarias de algunos convertidos años después en turiferarios, y el veneno de Ullán. Otra sangre.

      Casi treinta años después de aquella primera velada madrileña le solicité al Maestro, a quien había entretanto visto de vez en cuando y gozado en el humor y la inteligencia, una entrevista formal para una serie de retratos que yo estaba publicando semanalmente en ‘El País' y que  -agrupados y aumentados- salieron en 1997 en libro con el título de ‘La edad de oro'. En esa entrevista de 1996, mantenida en su despacho de la 62, pude apreciar que el tiempo no había limado la agudeza bucal de Castellet, aunque ahora sus colmillos se clavaban en nuevas carnes: el cerril nacionalismo catalán, los intelectuales pazguatos de Madrid. También los años le habían hecho más humilde de lo que decía su leyenda, como comprobé al preguntarle si no era estridente que el crítico que había encabezado en 1960 su famosa y controvertida antología Veinte años de poesía española con la cita: "la poesía es el producto orgánico de toda una sociedad violentamente en movimiento", se hubiera venido a fijar sólo diez años después en "nosotros", unos novísimos adolescentes que perjuraban de Neruda y Blas de Otero y de los Machado sólo rendían culto a Manuel. Castellet respondió a ésa y otras preguntas similares con el reconocimiento de sus pasados sectarismos o ignorancias, hablando de una fructífera travesía del desierto y con esta frase referida a sus herencias dogmáticas: "Me zafo de ese lastre gracias a vosotros". Por supuesto que los Novísimos no salvamos a Castellet de las tinieblas; a lo sumo nos metimos en la selva oscura de su mano.

   Otra modestia cultivada por él, con el grado de coquetería que es de rigor en los grandes hipnotizadores de la cultura, es la de su rol ancilar. Componente de una generación literaria en la que estaban, como compañeros de diversos viajes y amigos íntimos, gente del calibre de Gabriel Ferrater, Carlos Barral, Jaime Gil de Biedma o Juan García Hortelano, Castellet ha solido reclamar para sí mismo la mera función del observador distante o testigo privilegiado o, en palabras de típica ironía castelletiana, "el caganer de los belenes, ese tipo que está al fondo del pesebre cagando y viendo el nacimiento. Sé que nunca he tenido el carácter agresivo y arrollador de Jaime Gil o Gabriel Ferrater o del Juan Benet de Madrid, pero siendo superviviente de todos ellos me he convertido en un descreído hipercrítico. Y siempre con una cosa muy clara: yo me he hecho con los demás". También se ha jactado de una áurea pereza o improductividad comparativa, como al decirme a mí aquella tarde en su despacho barcelonés que "con los ‘Novísimos' me quito el marchamo socialero de una vez, y me quedo tan contento que casi no he hecho nada más desde entonces".

   No voy a caer en la obviedad de enumerar los libros escritos por Josep Maria, al margen claro está de aquellos publicados bajo su imperio y criterio editorial en los últimos treinta años. En 1969, no recuerdo si poco antes o poco después de la cena de consanguinidad novísima en Madrid, todos habíamos devorado su excelente ‘Lectura de Marcuse', que yo diría que al tiempo que puso a mi generación al día filosófico le dio al propio Castellet el impulso liberatorio de sus obras posteriores. Le he leído después sobre Espriu y sobre Pla, convencido de que sólo alguien tan atrevido como él podía ocuparse sin antagonía ni contradicción de estos dos grandes escritores. Y me fascinó la lúcida candidez de su ensayo autobiográfico ‘Los escenarios de la memoria'. Es en ese libro en particular donde yo veo a Castellet reflejado en el espejo del siglo XX como alguien que lo ha cruzado extrayendo su savia intelectual para inocularla a otros. Aún sigue haciéndolo en el XXI. Larga vida al vampiro.

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10 de enero de 2014
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La España africana

No me atrevo a llamar a Lorenzo Silva africanista, ni desde luego africano, aunque se trate, naturalmente de dos adjetivos por nada del mundo despectivos. Digamos en cualquier caso que Silva, además de sus numerosas y reconocidas novelas, ha mostrado interés y ha escrito en más de una ocasión sobre el norte de África, siendo su nuevo libro ‘Siete ciudades en África. Historias del Marruecos español' una especie de suma de sus saberes sobre una zona que demuestra conocer bien, entender y apreciar, sin dejarse llevar en su mirada por la pasión o el recelo que tan a menudo enturbian la relación de los vecinos que se han amado, odiado, conquistado y necesitado a lo largo de siglos. Editado por la Fundación José Manuel Lara, y acompañado el texto de una rica serie de mapas, fotografías e ilustraciones (son especialmente vistosas las pinturas y carteles del artista granadino Mariano Bertuchi), el lector encontrará en sus más de doscientas páginas un recorrido por las siete ciudades del título, Ceuta, Larache, Tetuán, Xauen, Melilla, Nador y Alhucemas, guiado por el autor, solvente historiador no académico que va hilando muy sutilmente las geografías y los hechos bélicos hasta completar el cuadro de las últimas contiendas coloniales, el Protectorado español, la guerra civil del 36 y la posterior independencia marroquí.

   De las siete ciudades se destacan sus peculiaridades (en el capítulo de Melilla es de especial interés lo referido a su hermosa arquitectura modernista), pero la más fascinante resulta Xauen (o Chefchauen), por donde tantos españoles han pasado en busca del asequible paraíso artificial de sus hierbas. Silva cuenta los misterios de esta pequeña ciudad situada entre dos montañas y legendaria por su impenetrabilidad y misterio, rescatando y comentando atinadamente los escritos sobre ella de dos viajeros del XIX, el francés Charles de Foucauld y el periodista inglés, corresponsal del Times de Londres durante más de treinta años, Walter B. Harris, una figura en sí misma tan novelesca que George Lucas lo hizo personaje de una de las películas de la saga de Indiana Jones. Es, con todo, nuestro compatriota Arturo Barea, gran novelista muerto en el exilio, quien adquiere en el libro un importante correlato, dado que sirvió en su juventud como sargento del ejército español en las guerras del Rif, dejando en la segunda parte de su trilogía ‘La forja de un rebelde' testimonio muy elocuente de las brutalidades que observó.

   Hay también en ‘Siete ciudades en África' retratos atractivos de los principales soldados que por aquellas tierras guerrearon. Entre los nativos aparecen recurrentemente los dos jefes rebeldes Raisuni y Abd el-Krim (y antes que ellos, a principios del siglo XVI, la aguerrida corsaria tetuaní Aixa), al lado, como enemigos o, según las circunstancias, aliados, de nuestros generales: Berenguer, Jordana, Silvestre, sugestivamente pintado en su enigmática muerte, y el mismísimo Francisco Franco. Silva abre y cierra el libro de modo emocionante, con una cita de Joaquín Costa ("El estrecho de Gibraltar no es un tabique que separa una casa de otra casa; es, al contrario, una puerta abierta para poner en comunicación las dos habitaciones de una misma casa") y una coda personal a la vista de un pelado promontorio entre Nador y Alhucemas donde se derramó sangre española y árabe y ningún memorial recuerda el sacrificio.

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2 de enero de 2014
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Lo que le falta al corazón

Es muy curioso el destino de Marivaux, alguna de cuyas comedias y novelas han sido llevadas a la pantalla pero cuyo mayor timbre de gloria fílmica es el influjo ejercido en cineastas que se dejan impregnar por él sin reconocerlo, y uno de ellos, hasta ahora el más ‘marivaudiano' de la historia, incluso negándole. El que le negó (en una entrevista de la televisión francesa) es, naturalmente, Eric Rohmer; buena parte de su filmografía, y no sólo las ‘Comedias y proverbios', está inspirada por la profunda ligereza y la ingeniosa verbalización de los sentimientos propias de Marivaux, pero todo artista es dueño tanto de elegir sus paternidades como de angustiarse por ellas y rechazarlas. Nosotros, lectores y espectadores independientes, nos quedamos con la libertad de decidir. Otro gran director que ha leído bien al comediógrafo dieciochesco es Jacques Rivette, que toma de él la locuacidad, la travesura galante y la melancolía inexplicable. Y desde hace diez años está en primera fila del ‘marivaudismo' internacional el tunecino de origen Abdellatif Kechiche, que no esconde sus fuentes.

      No he visto las demás adaptaciones al cine de obras de este autor, para mi gusto uno de los genios de la comedia dramática de todos los tiempos, con el mismo rango de Shakespeare, Calderón o Goldoni. Se hizo en Francia en la lejana fecha de 1968 una película sobre su comedia ‘La double inconstance', y un cineasta muy solvente, Benoît Jacquot, es autor de sendas películas tomadas de ‘La fausse suivante' y, curiosamente, de la novela inacabada ‘La vie de Marianne' que inspira ‘La vida de Adèle'. Siento en particular no conocer la que en el año 2001 llevó a cabo la interesante guionista y directora intermitente Clare Peploe, esposa y colaboradora de Bernardo Bertolucci. Peploe filmó ‘El triunfo del amor', una comedia bajo cuyo banal título se esconden una obra maestra absoluta y un personaje femenino, Léonide, princesa de Esparta, que está entre los más sutiles e inteligentes que se han escrito para el teatro; lo interpretaba nada menos que Mira Sorvino, al lado de Ben Kingsley y Fiona Shaw, pero el film no tuvo ningún éxito, y apenas se difundió. Sueño con verlo.

     En el año 2003 Kechiche, después de un debut brillante con ‘La faute à Voltaire', no estrenada en España, hizo ‘L´ésquive' (‘La escurridiza'), en la que un grupo de chicos y chicas de un instituto suburbial mezclaba en sus rutinas estudiantiles y en su vida erótica el texto de la pieza quizá más conocida de Marivaux, ‘El juego del amor y del azar', que los alumnos ensayaban para una representación escolar. Aparte de la presencia seminal del citado escritor, ‘La escurridiza' comparte con ‘La vida de Adèle' el método de filmación en planos aparentemente poco elaborados, muy pegada la cámara al rostro de los intérpretes, y una gran dependencia de los diálogos, en ambos casos (y en las demás películas de Kechiche) caracterizados por el predominio del argot. ‘La vida de Adèle', basada más que en el argumento en los motivos esenciales de la extensa novela ‘La vida de Marianne' (una de las dos, y ambas inacabadas, que dejó Marivaux), toma sin embargo como referencia más inmediata un comic (o novela gráfica, como ahora se les llama grandiosamente) de la dibujante francesa Julie Maroh, que naturalmente desconozco. Maroh es una lesbiana militante, que ha lamentado, con motivo del enorme éxito de la película y su resonancia internacional tras ganar la Palma de Oro del último festival de Cannes, que en el set donde se rodaba "faltasen lesbianas", aunque de modo muy honesto confiesa también en su blog que al vender sus derechos a Kechiche le vendió el de la traición necesaria o inevitable. Otra implicada en el rodaje, la actriz Léa Seydoux, que interpreta el papel de Emma, denunció junto a algunos miembros del equipo técnico las condiciones dictatoriales impuestas por el director. También ese derecho, me temo, se vende cuando uno firma un contrato en el cine. Y si no, que se lo digan a Fritz Lang, a Hitchcock, a Kubrick o a Almodóvar, grandes artistas de la narración en imágenes y del látigo.

    Hablemos de los resultados de todo ese nudo de componentes y contingencias, la obra magistral y siempre apasionante a lo largo de sus tres horas de metraje que es ‘La vida de Adèle', una película que combina con un arte en este caso especialmente refinado el marco literario y el contenido sensual de los seres elementales o muy jóvenes en los que suele ir a fijar su mirada Kechiche. La literatura no sólo proviene de Marivaux, del que se cita en las primeras imágenes de la escuela una frase de la novela, la búsqueda de "aquello que le falta al corazón". La frase y la búsqueda constituyen el lema y el ‘leit motiv' del relato fílmico, que discurre, como es natural tras un pronunciamiento poético tan enigmático, por los senderos de la ambigüedad y el claroscuro. Hay más insinuaciones literarias: Sartre, que llega casi a ser un personaje ausente, Francis Ponge, Alain Bosquet. Qué gusto que un director tan específicamente cinematográfico introduzca tan bien la prosa y la poesía.

      ‘La vida de Adèle' procede desde lo general a lo particular, y fascina tanto en la esfera amorosa como en el leve pero elocuente trazo de los fondos sociales: la política de los grupos de poder sexual en la adolescencia (la escena del acoso a Adèle en el patio del colegio), la verborrea del ‘establishment' artístico, las familias. Son inolvidables y están maravillosamente escritas las dos cenas de las enamoradas con los padres respectivos: nunca, desde el ‘Espartaco' de Kubrick y ‘La quimera del oro' de Chaplin, se le ha sacado tanto partido metafórico a los moluscos y al ‘spaghetti', que el hambriento Charlot obtenía de unos cordones de zapato. La media hora final trasciende la anecdótica de los compartimientos estancos de la sexualidad; a esas alturas ya no importa, después de haber mostrado antes las vejaciones que la homosexualidad sigue produciendo, que las amantes sean dos mujeres. Adèle (extraordinaria Adèle Exarchopoulos) sola en el parvulario, rodeada de juguetes; Adèle tendida en el banco del parque donde coqueteó con Emma; Adèle besándole la mano frenéticamente a su amante, que ya no la ama. Tres instancias conmovedoras del sentimiento global de la pérdida y el abandono.

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23 de diciembre de 2013
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Camus, Renoir, Visconti

La conmemoración del centenario de Camus ha sacado a la luz, entre homenajes, recelos, mezquindades y espléndidas publicaciones (como la correspondencia con el poeta Francis Ponge), detalles desconocidos de un proyecto cuyo fracaso entristeció al escritor. El 25 de septiembre de 1950, el actor Gérard Philipe le escribió una carta a Camus rebosante de optimismo; el encabezamiento, "Mon cher Albert", y el tuteo utilizado en toda ella denotan la familiaridad que existía entre ambos, establecida desde que en 1945 se conocieron personalmente el día del estreno de ‘Calígula' en el teatro Hébertot de París. Tres años antes, Camus había descubierto a Philipe en una pieza de Giraudoux, quedando tan impresionado que fue él mismo quien le eligió para interpretar el rol titular de su tragedia. Poco tiempo después, en 1947, Gérard protagonizaría junto a María Casares, la pareja de Camus, la adaptación de ‘La cartuja de Parma' filmada por Christian-Jaque.

Los documentos encontrados en los archivos de la editorial Gallimard y recientemente dados a conocer indican sin embargo que fue del actor -en 1950 convertido en una estrella gracias a sus papeles cinematográficos a las órdenes de Autant-Lara, Allégret, René Clair, Max Ophüls y Marcel Carné, entre otros- de quien partió la idea de llevar a la pantalla ‘El extranjero' de Camus, que ya había despertado el interés de la industria cinematográfica francesa. En la correspondencia cruzada con los primeros productores que pidieron una opción de compra de derechos a la editorial parisina encontramos a Dionys Mascolo, sugestiva figura del campo entrecruzado de la literatura y la política, en el que desempeñó largos años, y no sólo por su larga vinculación amorosa con Marguerite Duras, un relevante papel de característico. En el asunto al que nos referimos, Mascolo comparece en función del cargo que desempeñaba en Gallimard desde el fin de la guerra mundial, el de director del servicio de ventas audiovisuales y teatrales de los libros de autores de la casa. Y es él el que, al contestar a esos productores interesados, señala que el novelista franco-argelino sin duda pondrá como una de las condiciones de su consentimiento el nombre del director elegido, añadiendo Mascolo que a Camus le gustaría mucho "ver a Jean Renoir hacer el film. ¿Creen que eso será posible?".

Frustrado casi de raíz aquel intento, Gérard Philipe, a través de su agente Lulu Watier, logró levantar una nueva producción gracias al apoyo económico del príncipe ruso emigrado Sacha Gordine, otro personaje real muy novelesco, tanto que aparece con siluetas cambiantes en más de una novela de Patrick Modiano. En ese segundo proyecto patrocinado por el actor con el dinero del príncipe, Renoir ya figura como realizador, a plena satisfacción de Camus; para el rodaje, una vez listo el guión que se encomendaría al celebrado tándem Aurenche y Bost, se ha previsto la fecha de la primavera de 1951. Todo parecía estar bien engranado, como le escribe Philipe a Camus en la citada carta de septiembre de 1950: "Tengo la impresión de que esta vez no habrá pegas". Las hubo.

Mascolo, actuando en aguerrida defensa de los derechos del autor, rechaza las cantidades ofrecidas, y en el forcejeo escrito que sigue invoca la autoridad suprema de Gaston Gallimard, a quien no le parecía justo, dice Mascolo "que el autor de un libro deba recibir cantidades tan netamente inferiores a las que recibe el actor encargado de interpretar en el cine el libro". Las conversaciones se alargaron sin que las diferencias se superaran, hasta que en febrero de 1951, Jean Renoir, incómodo por tanta demora y receloso de contar con un presupuesto exclusivamente francés, abandona y regresa, con la perspectiva de un film que también se frustró, a los Estados Unidos, donde había vivido y trabajado durante la década anterior, un período que él mismo llamó en sus memorias "mi estancia entre los pielesrojas".

Camus, que estaba entonces escribiendo ‘El hombre rebelde‘, sintió una amarga decepción. La cronología posterior, reiteradamente trágica, es sabida. Gérard Philipe siguió su fulgurante trayectoria en el cine y el teatro hasta que el 25 de noviembre de 1959, acabado su último trabajo fílmico con Buñuel, muere de un cáncer de hígado días antes de cumplir los 37 años, pidiendo ser enterrado con el atuendo de uno de sus grandes triunfos escénicos, ‘El Cid' de Corneille. Cinco semanas después, el escritor pierde la vida en el accidente del coche que conducía su amigo y editor Michel Gallimard, también fallecido.

Pero ‘El extranjero' acabó siendo una película, que ninguno de los dos ilusionados instigadores pudo ver. ‘Lo straniero', así llamada a menudo sin haberse rodado en italiano, tiene, pese a ser de Luchino Visconti, mala fama en la historia del cine. Es una fama inmerecida. Realizada en 1967, antes que ‘La caída de los dioses', una de sus estampas históricas más abarquilladas por el paso del tiempo, ‘El extranjero' de Visconti ha ganado, por el contrario, en calidad y justeza, al menos para mí, que he vuelto a verla hace una semana sin someterme al suplicio insoluble de pensar cómo habría sido este gran libro en la mirada de Jean Renoir. La del autor de ‘Senso' es escueta y extraordinariamente fiel a la novela, que adaptaron junto con él, además de su habitual colaboradora Suso Cecchi d´Amico, los novelistas franceses Georges Conchon y Emmanuel Roblès. La coproducción fue franco-italiana, los escenarios, de notable autenticidad, la capital argelina y sus alrededores, y el reparto de altura, actores franceses en su mayoría (algunos de la Comédie Française) dando réplica al protagonista que no era, en este caso, el deseado, Alain Delon, que renunció por motivos pecuniarios. Marcello Mastroianni hace un trabajo impecable, si bien es Anna Karina quien deslumbra en su composición de Marie. Los nativos árabes, en pequeños papeles, aportan mucho más que su físico, y sólo es de lamentar, lo digo a título personal, que la partitura que empezó a componer el gran Luigi Nono desagradara a Visconti en las primeras muestras, una maqueta de las secuencias carcelarias, en las que Nono quería incorporar una rica gama de sonidos naturales. La música definitiva, encargada a Piero Piccioni, cumple de acompañamiento convencional.

Visconti no abusa de la voz en off, trasmite el estupor y la dejadez de Mersault, y filma con la maestría esperada: las escenas del hospicio donde ha muerto la madre, el velatorio, el entierro, y el largo día de playa que lleva al asesinato, son memorables El director enriquece, además, muy visualmente a los ancianos, Thomas Pérez, amante de la madre, y el vecino del perrito sarnoso, agrandando su perfil doliente y tragicómico. ¿Qué hace entonces que la película no constituya en sí misma una obra maestra parangonable a la de Camus? La voz, y no me refiero a la de Mastroianni en tanto que narrador. La novela nos seduce, más que por la técnica ‘conductista' a la americana, por la construcción de un cauce verbal propio, inigualable, insondable, por el que el novelista desliza fatalmente a su anti-héroe; la identificación sutil entre el autor y el narrador en primera persona es la esencia del libro, y por ello, pienso, aun siendo los hechos y las figuraciones las mismas en el papel y en la pantalla, la obra de Visconti pierde en parte la resonancia de Mersault, ese "hombre sin cualidades" (así se le llama expresamente en la película) que el propio Camus definió como un "extranjero a la sociedad en que vive", errando marginalmente por "los suburbios de la vida privada, solitaria, sensual".

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17 de diciembre de 2013
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Waterstones de Piccadilly

Antes que libros, yo compraba en este elegante edificio de Piccadilly una crema ‘after shave' especialmente balsámica. La loción era cara, pero mi cara, lo más delicado que tengo, me obligaba al dispendio y al ir hasta allí, viviendo yo en la otra punta. Simpsons se llamaban entonces, desde su inauguración en 1936, esos grandes almacenes dedicados en exclusivo al hombre, y tan definitivamente masculinos que mis amigas, gustándoles mucho su estilo racionalista, nunca compraban en la planta 4ª que algo tardíamente se abrió para la mujer. Simpsons era la creación de un modesto empresario textil, Mister Alexander Simpson, que tuvo gran éxito con una marca de pantalones y quiso extenderlo a toda la gama del ‘pret-à-porter' y los complementos, vendiéndolos en la tienda más moderna de la ciudad. Para ello contrató al arquitecto Joseph Emberton, quien levantó una fachada escueta y luminosa, con cada una de sus cinco plantas marcadas por los grandes vidrios de los ventanales, el acero y la piedra de Portland. En sus primeros años, antes de la guerra mundial, el artista Moholy-Nagy, que entonces dirigía la Nueva Bauhaus en Chicago, diseñó muchos de los arreglos de escaparates y las señalizaciones interiores.

        Cuando yo frecuentaba su sección de perfumería, los dependientes vestían aún de "edwardianos", aunque sin llegar al frac que hoy siguen llevando, cien metros más arriba de la calle, los de Fortnum and Mason. Y es que esta acera izquierda de Piccadilly (si la miramos desde la fuente del ‘Eros' que domina la famosa plaza o ‘circus') está jalonada de monumentos del espíritu, la hostelería y el comercio a la antigua usanza: la iglesia de St James´s, obra de Wren y escenario de oficios fúnebres muy señalados, el Simpsons que hoy es Waterstones, la otra gran librería histórica de la ciudad, Hatchards (comprada recientemente por la cadena Waterstones), el citado Fortnum and Mason con su carillón en funcionamiento y el Hotel Ritz.

     Lloré en los primeros años 90, con las mejillas resecas, la venta de Simpsons a un grupo financiero japonés, pero volví a sonreír cuando en 1999 ocupó el local Waterstones. Es tan habitual ver que una librería de tu barrio se convierte en hamburguesería, en local de cabinas de rayos UVA o en una franquicia más de ropa joven, que entrar hoy en esta megatienda del libro ganada a la sastrería tiene algo de resarcimiento por las afrentas que sufre el gremio librero.

    Soy un amante de las librerías abarrotadas, que suelen ser las de viejo, donde los libros acumulan saber y polvo formando torres que el lector curioso ha de sortear, como en el laberinto. Pero también es un gozo sentirse los reyes de un espacio infinito como el de los cinco pisos de Waterstones, que conservan, junto a la majestuosa escalera original de mármol y los apliques del arquitecto Emberton, el espíritu, por no decir efluvio, de su pasado esplendor. Y además de libros también compro allí, como hacía antaño, los complementos de la materia esencial. En este caso, unos cuadernos tamaño diario con sus recias páginas en blanco, sin rayar, que venden en la estupenda papelería de la planta baja. Todo en este edificio proclama, así pues, la vigencia amenazada del inmarchitable papel.

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10 de diciembre de 2013
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Efecto Boris Vian

El cine nació, naturalmente, como un efecto, el que producía en los espectadores la movilidad de las imágenes y, en el famoso plano del tren llegando a la estación filmado en 1895 por Louis Lumière, la amenaza de ser arrollados por la locomotora. Los efectos fueron atemperándose con el refinamiento del lenguaje cinematográfico y el hábito de las ‘moving pictures', aunque el componente ilusionista, literalmente mágico, del nuevo arte, nunca ha dejado de producirse voluntariamente: Méliès, el Fellini de ‘Y la nave va', las anamorfosis de Aleksandr Sokurov.

    La pujanza comercial del actual cine en tres dimensiones, que ha dado a mi juicio sólo dos obras de substancia (‘Pina' de Wim Wenders y ‘La cueva de los sueños olvidados‘ de Werner Herzog), se está tragando a muchos directores de talento, como Scorsese (‘La invención de Hugo'), Ang Lee (‘La vida de Pi'), y ahora el mexicano Alfonso Cuarón, quien tras haber realizado con ‘Hijos de los hombres' una de las más indiscutibles obras maestras de la ciencia-ficción fílmica, presenta estos días esa ingrávida demostración de mero efectismo aeroespacial que es ‘Gravity'. Menos mal que Bertolucci, tentado por los efectos estereoscópicos, no filmó al fin en relieve su excelente película de cámara ‘Tú y yo'.

     ‘La espuma de los días' no hay que verla con gafas especiales, ni los objetos y las figuras que pululan en el interior de los fotogramas se nos echan encima, aunque la finalidad de sus imágenes es la misma: ofuscar. Michel Gondry, un director franco-americano cuyo cine anterior (efectista sin efectos especiales) nunca me ha deslumbrado, intenta en esta ocasión el equivalente visual de la imaginería verbal de Boris Vian, y en ese ejercicio de adaptación sale muy airoso, dando vida brillantemente a los mil inventos con los que el escritor francés contó en 1947 su historia de amor entre el joven millonario Colin y la dulce Chloé, invadida mortalmente por los nenúfares. Más que en los recovecos de la tercera dimensión, Gondry se inspira en el dibujo animado, y también en ello acierta, ya que el libro de culto de Vian es una novela adolescente y evanescente, con un fondo de patafísica surreal y una gran dosis de puerilidad exquisita. El ojo del espectador del film de Gondry no descansa nunca, como tampoco leyendo las páginas de Vian dejamos de celebrar casi en cada párrafo la ocurrencia de las palabras. La novela describe, por ejemplo, "un frasco de formol en cuyo interior dos embriones de pollo parecían mimar el ‘Espectro de la Rosa' en la coreografía de Nijinsky", o el repetido baile de unos ratoncitos movidos al compás del agua de los grifos de la cocina. Pues bien, todo eso y pasajes aún más alambicados obtienen su correlato en la pantalla, con gusto compositivo, con medios adecuados (nada menos que 19 millones de euros de presupuesto) y con ingenio.

     Claro que el texto no sólo se detiene en los efectos léxicos (que tanto influyeron, junto con alguno de los poemas de ‘En la masmédula' de Oliverio Girondo, en el capítulo 68 de la ‘Rayuela' de Cortázar) sino en una poética de los afectos, y en ese sentido Gondry lima demasiado las aristas del original, edulcorando los sentimientos hasta extremos empalagosos a los que Vian no llegaba. La adaptación, firmada por Gondry y su coguionista Luc Bossi, es fiel, aunque las pérdidas son más de una vez lamentables. La escena de la boda de la pareja, que en el libro ocupa cinco capítulos magistrales, del XVII al XXII, resulta demasiado sintética en la película, y también la presencia del filósofo obsesivo, Jean-Paul Sartre, memorablemente rebautizado por Vian para la eternidad como Jean-Sol Partre, sabe a poco, siendo tan determinante en la novela. Aunque el actor Philippe Torreton está muy bien caracterizado (en el estrabismo catódico de sus gafas), la escena de la conferencia no trasmite el descarrachante humor del retrato escrito del autor de ‘El ser y la nada', que fue por cierto el padrino, junto a su compañera Simone de Beauvoir, del lanzamiento literario del escritor (es recomendable, si se quiere saber más de la vida, corta y trepidante, de Vian, la lectura de ‘Piscina Molitor. La vida swing de Boris Vian', que acaba de publicar Impedimenta).

    La película acierta más en la caligrafía de los ambientes que en la de la intimidad. La oficina siniestra de rodantes máquinas tiene, por ejemplo, una potencia icónica que nunca alcanzan las escenas amorosas de la pareja, quizá porque a Audrey Tatou no se le quita del todo, haga el papel que haga, el síndrome de ‘Amelie', y Romain Duris, excelente actor, no parece aquí bien dirigido. Vian fue un artista múltiple en diferentes facetas ligadas al espectáculo: letrista de canciones y libretista de ópera, compositor, cantante, dramaturgo copioso, actor secundario (le recuerdo en ‘Las relaciones peligrosas' de Roger Vadim, entre Gérard Philippe y Jeanne Moreau), y el cine le ha devuelto con creces su interés; de ‘La espuma de los días' existen tres versiones anteriores a la de Gondry, que no conozco, incluyendo una hecha en Turquía y otra, más recientemente, en Japón. Novelas tiene muchas, algunas con su nombre y otras ‘negras' firmadas con su seudónimo de V. Sullivan. ¿Se llevarán al cine? A una de mis preferidas, ‘El lobo-hombre', y sobre todo a su fantástico ‘Cuento de hadas para uso de las personas medianas', que Boris le escribió en 1943 a su esposa Michelle convaleciente, no les faltan efectos, susceptibles quizá de despertar la avidez de los efectistas hoy tan prevalecientes sobre los artistas.

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20 de noviembre de 2013
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Antes del surrealismo

Mientras la vida real se va haciendo más y más caótica, menos lógica, aumenta el interés por el Surrealismo, que no nos explica el mundo pero sí lo refleja en sus pulsiones ocultas y en su disparate. Y así el surrealismo, sin que nos demos cuenta, está usurpando la nomenclatura de nuestra cotidianeidad, en la que hace poco aún éramos realistas y nos teníamos por sensatos. Y aun antes, no mucho antes, habíamos sido románticos largo tiempo: al amar, cogidos de la mano tiernamente, al bailar la música de orquestas dulzonas bajo la luna, al combatir a pecho
descubierto por causas que nos tocaban el corazón y no la cartera. Ahora todo es salvajemente irreal, dislocado, y en la insensatez dominante tratamos de buscar un sentido.

La estupenda exposición que presenta en Madrid (hasta el 12 de enero) la Fundación March lleva el título de ‘Surrealistas antes del surrealismo', y un subtítulo explicativo: ‘La fantasía y lo fantástico en la estampa, el dibujo y la fotografía', que aun siendo largo se queda corto, pues la exposición abarca asimismo otros terrenos esenciales, como el cine, proyectándose en distintas salas, sobre un suelo rodeado de sillas rojas donde el espectador puede sentarse, algunos de los grandes clásicos del cine de las vanguardias irracionalistas. Entre lo entretenido que resulta el inmenso caudal de obras expuestas (muchas de pequeño formato) y ese (muy recomendable) programa cinematográfico, se le recomienda al visitante que acuda a la March sin prisas. Sus piernas y su intelecto se lo agradecerán.

  
La exposición quiere rendir homenaje a una, ya histórica, que el gran estudioso de las artes y director del MOMA Alfred H. Barr Jr. hizo en Nueva York en 1936 bajo el nombre de ‘Fantastic Art, Dada and Surrealism'. Allí y entonces se trataba de fijar teóricamente una genealogía de lo irracional en el arte europeo y americano de los cinco siglos anteriores, y eso es justamente lo
que vemos en Madrid ahora: padres y antecedentes, familiares cercanos y exploradores de lo fantástico, unidos todos, como recuerda en un sugestivo texto del catálogo Juan José Lahuerta, por la retroactividad surrealista que el propio fundador del movimiento, André Breton, anticipó en 1925, cuando en una carta a su mujer Simone le habla de un proyecto que había iniciado con Antonin Artaud, "la constitución de un dossier muy importante de notas relativas a todas las obras aparecidas hasta la fecha en cuya composición haya alguna traza de lo maravilloso".

La selección apabulla, y no sólo por su cantidad sino por el contenido, que mezcla a Goya con Piranesi, a Durero con Man Ray, a García Lorca con Max Ernst, destacando especialmente las secciones de fotografía proto-surreal de distintas épocas y países (Ladislav Novák, Grete Stern, Herbert Bayer), y los ‘collages' de la gran Hanna Höch y de nuestro interesantísimo Adriano del Valle. Una imagen se me quedó en la cabeza al salir de la Fundación; se trata de una extraordinaria fotografía que nunca había visto, ‘Salvador Dalí en Port Lligat', tomada por Man Ray en 1933. El joven Dalí parece mortecino, con su mata de pelo revuelto y sus ojos idos, bajo un zapato de mujer que le ahoga o le arroba. Misterio, gozo y peligro, los elementos que nunca pueden faltar en el surrealismo.

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14 de noviembre de 2013
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El Boomeran(g)
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