Vicente Molina Foix
Mi homenaje al "mestre" hoy fallecido es este texto que escribí para el libro-regalo por sorpresa que le hizo su editorial al cumplir los 80 años de edad.
Entrevistas en Transilvania
Vicente Molina Foix
La primera vez que vi a Josep Maria Castellet no me pareció tan vampiro. Estoy hablando del año 1969, cuando el vampirismo tenía otro porte, otra prensa, olvidada la figura clásica del siniestro Drácula de Bela Lugosi, con sus espesas cejas y su mirada atrabiliaria, y aún por venir la avalancha de chupadores de sangre a borbotones asociados al gore contemporáneo. En 1969, la imagen establecida del Príncipe de las Tinieblas era, gracias a las populares películas de la casa Hammer, la de un Christopher Lee alto y esbelto, tan elegante como guapo, más penetrante de ojos que de colmillos y provisto de una embriagadora voz de excelente prosodia inglesa. Algo así como un Castellet de Oxford.
Ese primer encuentro ocurrió en el espacioso ático madrileño de Jaime Salinas, desde cuya terraza era (y es) posible ver las casas de todo el Madrid de los Austrias, captando, si se aguzaba un poco la vista, lo que debajo de cada techo sucedía, al modo de cómo lo hacía ‘El diablo cojuelo’ voyeur de Vélez de Guevara. Entre la fama de seductor draculíneo de Castellet y el ascenso a aquella altura tan dominante, los convocados a la entrevista, Leopoldo María Panero y yo, íbamos muertos de miedo. Nada más entrar al piso lo perdimos, ganados por la simpatía educadísima del anfitrión y la humareda del cigarrillo de Castellet, que lejos de ser mefítica parecía exóticamente perfumada. Por supuesto que nos dejamos hincar el diente en los manuscritos, pues el motivo de la reunión era pasar el casting para los ‘Nueve novísimos’, que aún no se llamaba así ni tenía a los nueve poetas reclutados. A Leopoldo María y a mí nos desconcertó que el padre del realismo social poético fumara en una larga boquilla.
Castellet se entrevistó con otros jóvenes poetas, supongo que con el mismo grado de abducción vampírica, y acabó por completar el número de los antologados, saliendo el libro, como es sabido, en abril de 1970, con una ruidosa recepción mixta parcialmente recogida en la separata de la reedición de 2001, en la que destacan las descalificaciones sumarias de algunos convertidos años después en turiferarios, y el veneno de Ullán. Otra sangre.
Casi treinta años después de aquella primera velada madrileña le solicité al Maestro, a quien había entretanto visto de vez en cuando y gozado en el humor y la inteligencia, una entrevista formal para una serie de retratos que yo estaba publicando semanalmente en ‘El País’ y que -agrupados y aumentados- salieron en 1997 en libro con el título de ‘La edad de oro’. En esa entrevista de 1996, mantenida en su despacho de la 62, pude apreciar que el tiempo no había limado la agudeza bucal de Castellet, aunque ahora sus colmillos se clavaban en nuevas carnes: el cerril nacionalismo catalán, los intelectuales pazguatos de Madrid. También los años le habían hecho más humilde de lo que decía su leyenda, como comprobé al preguntarle si no era estridente que el crítico que había encabezado en 1960 su famosa y controvertida antología Veinte años de poesía española con la cita: "la poesía es el producto orgánico de toda una sociedad violentamente en movimiento", se hubiera venido a fijar sólo diez años después en "nosotros", unos novísimos adolescentes que perjuraban de Neruda y Blas de Otero y de los Machado sólo rendían culto a Manuel. Castellet respondió a ésa y otras preguntas similares con el reconocimiento de sus pasados sectarismos o ignorancias, hablando de una fructífera travesía del desierto y con esta frase referida a sus herencias dogmáticas: "Me zafo de ese lastre gracias a vosotros". Por supuesto que los Novísimos no salvamos a Castellet de las tinieblas; a lo sumo nos metimos en la selva oscura de su mano.
Otra modestia cultivada por él, con el grado de coquetería que es de rigor en los grandes hipnotizadores de la cultura, es la de su rol ancilar. Componente de una generación literaria en la que estaban, como compañeros de diversos viajes y amigos íntimos, gente del calibre de Gabriel Ferrater, Carlos Barral, Jaime Gil de Biedma o Juan García Hortelano, Castellet ha solido reclamar para sí mismo la mera función del observador distante o testigo privilegiado o, en palabras de típica ironía castelletiana, "el caganer de los belenes, ese tipo que está al fondo del pesebre cagando y viendo el nacimiento. Sé que nunca he tenido el carácter agresivo y arrollador de Jaime Gil o Gabriel Ferrater o del Juan Benet de Madrid, pero siendo superviviente de todos ellos me he convertido en un descreído hipercrítico. Y siempre con una cosa muy clara: yo me he hecho con los demás". También se ha jactado de una áurea pereza o improductividad comparativa, como al decirme a mí aquella tarde en su despacho barcelonés que "con los ‘Novísimos’ me quito el marchamo socialero de una vez, y me quedo tan contento que casi no he hecho nada más desde entonces".
No voy a caer en la obviedad de enumerar los libros escritos por Josep Maria, al margen claro está de aquellos publicados bajo su imperio y criterio editorial en los últimos treinta años. En 1969, no recuerdo si poco antes o poco después de la cena de consanguinidad novísima en Madrid, todos habíamos devorado su excelente ‘Lectura de Marcuse’, que yo diría que al tiempo que puso a mi generación al día filosófico le dio al propio Castellet el impulso liberatorio de sus obras posteriores. Le he leído después sobre Espriu y sobre Pla, convencido de que sólo alguien tan atrevido como él podía ocuparse sin antagonía ni contradicción de estos dos grandes escritores. Y me fascinó la lúcida candidez de su ensayo autobiográfico ‘Los escenarios de la memoria’. Es en ese libro en particular donde yo veo a Castellet reflejado en el espejo del siglo XX como alguien que lo ha cruzado extrayendo su savia intelectual para inocularla a otros. Aún sigue haciéndolo en el XXI. Larga vida al vampiro.