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Escrito por

Sergio Ramírez

Sergio Ramírez (Masatepe, Nicaragua, 1942). Premio Cervantes 2017, forma parte de la generación de escritores latinoamericanos que surgió después del boom. Tras un largo exilio voluntario en Costa Rica y Alemania, abandonó por un tiempo su carrera literaria para incorporarse a la revolución sandinista que derrocó a la dictadura del último Somoza. Ganador del Premio Alfaguara de novela 1998 con Margarita, está linda la mar, galardonada también con el Premio Latinoamericano de novela José María Arguedas, es además autor de las novelas Un baile de máscaras (1995, Premio Laure Bataillon a la mejor novela extranjera traducida en Francia), Castigo divino (1988; Premio Dashiell Hammett), Sombras nada más (2002), Mil y una muertes (2005), La fugitiva (2011), Flores oscuras (2013), Sara (2015) y la trilogía protagonizada por el inspector Dolores Morales, formada por El cielo llora por mí (2008), Ya nadie llora por mí (2017) y Tongolele no sabía bailar (2021). Entre sus obras figuran también los volúmenes de cuentos Catalina y Catalina (2001), El reino animal (2007) y Flores oscuras (2013); el ensayo sobre la creación literaria Mentiras verdaderas (2001), y sus memorias de la revolución, Adiós muchachos (1999). Además de los citados, en 2011 recibió en Chile el Premio Iberoamericano de Letras José Donoso por el conjunto de su obra literaria, y en 2014 el Premio Internacional Carlos Fuentes.

Su web oficial es: http://www.sergioramirez.com

y su página oficial en Facebook: www.facebook.com/escritorsergioramirez

Foto Copyright: Daniel Mordzinski

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La fiesta de las verdades

He salido de Medellín tras vivir la entrega de los premios de periodismo Gabriel García Márquez padeciendo los estragos que siguen a los excesos de una fiesta incesante, entre ellos la nostalgia que se paga como una penitencia. Homenaje al gran mago de feria que fue Gabo. Fiesta de conversaciones aleccionadoras para exaltar la profesión del periodismo. Fiesta de las verdades contadas con rigor.

El premio a la Excelencia se concedió al colombiano Javier Darío Restrepo, maestro por décadas en ejercer y explicar la ética; y a la mexicana Marcela Turati, cronista de los horrores de la violencia, el crimen organizado y el narcotráfico, y del drama de los migrantes, fundadora del contingente juvenil de los Periodistas de a Pie, que desafían riesgos y amenazas para cumplir con sus oficio.

Escuchando los debates, lo primero que surge a la vista, y lo apunto en mi libreta, es esa contradicción feroz entre la transformación centelleante de los medios tecnológicos, y los temas de la realidad diaria a enfrentar: el reinado de los barones del narcotráfico, periodistas decapitados por las mafias igual que ocurre con los rehenes del califato islámico, migrantes asesinados en masa por los Zetas cuando buscan la frontera dorada de los Estados Unidos, buses incendiados por las Maras con todos sus humildes pasajeros adentro, selvas exterminadas y la ecología sacrificada en el altar de la ambición desmedida de riqueza; y la represión oficial que busca siempre esconder la mano, y excusar las trasgresiones envolviéndose en la retórica.

Sorprendente paradoja. El siglo veintiuno es incomparable en cuanto a atrocidades y desmanes, como en la edad de las cavernas, y al mismo tiempo lo es cuanto a la multiplicación de posibilidades de la comunicación, la edad de las luces cibernéticas. El viejo maestro José Salgar, que lo fue de Gabo cuando sus tiempos de joven aprendiz en la redacción de El Espectador, a sus noventa años veía el fenómeno de las transformaciones de la era digital con entusiasmo, y recordaba cómo del uso de los dedos para escribir en el teclado se había pasado al de los pulgares. Ahora escribimos en los celulares, y nos informamos a través de los celulares, y con ellos fotografiamos y filmamos; mientras no envejezcan de vejez prematura y pasen al olvido.

Se concedieron premios en texto, imagen, cobertura e innovación, tres finalistas y un ganador por categoría; y hay uno  que quiero destacar: "Los sucesos del 12F", ganador de cobertura, obra de un equipo que entonces era del diario Ultimas Noticias, encabezado por César Batiz, en el que había reporteros, redactores, infógrafos, videógrafos, fotógrafos, verificadores de datos y diseñadores.

El 12 de febrero de 2014, durante una marcha de protesta en Caracas, a la altura de la plaza de la Candelaria ocurrió una balacera que dejó muertos, entre los que se hallaban un militante oficialista y un dirigente estudiantil. "A través de un trabajo de investigación audiovisual y de una curaduría de fotos y vídeos ofrecidos por vecinos y testigos de los hechos, logramos determinar que los asesinos eran policías y funcionarios de inteligencia de Nicolás Maduro", dice Batiz.

Como consecuencia de este reportaje, del que fueron parte activa los propios vecinos, que cedieron al equipo de periodistas fotos y videos tomados por ellos mismos, el gobierno tuvo que dejar de un lado sus falsas versiones que inculpaban a los opositores, abrió juicio contra los policías secretos, y el jefe de inteligencia fue destituido.

Pero es más. El propio periódico ya había cambiado para entonces de manos, y sus nuevos dueños, alineados con el gobierno, quisieron impedir la publicación del reportaje. Frente al intento de imposición se alzó toda la planta, empezando por los editores y redactores jefes, y la censura fue impedida. Un último acto de rebeldía antes de que Últimas Noticias pasara al dócil acomodo del silencio. 

Vivimos nuevos tiempos. Un teléfono celular, que puede tomar fotos y filmar, se convierte en una poderosa arma de la verdad, y puede derribar las mentiras oficiales. Periodistas hoy en día podemos ser todos.

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8 de octubre de 2014
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De refrescos y perfumes

En días pasados apareció Rubén Darío en una valla publicitaria gigante en una de las avenidas más traficadas de Managua, algo que resultó efímero porque mandaron a retirar el anuncio antes del anochecer, frente a las protestas desatadas en las redes sociales. En el cartel, una muchacha invitaba a beber un refresco enlatado mientras el egregio panida, al lado, permanecía con la mano en el mentón, como si dijéramos silencioso, e indiferente. 

¿Qué tenían en mente los publicistas que metieron al excelso poeta en este anuncio de una bebida gaseosa? No puedo imaginármelo. Quizás si lo han puesto haciendo propaganda a una marca de plumas fuentes, o de cuadernos, habría tenido un tanto más de sentido, al fin y al cabo lo que hizo en su vida fue escribir; cuando uno compra una libreta Moleskine le advierten que son de las que usaban Picasso y Hemingway.

A lo mejor, pienso, a esos creativos de la agencia publicitaria se les ocurrió primero usar a Rubén para promover una marca de ron, pero sus superiores lo consideraron demasiado grotesco, y entonces se quedaron en el refresco envasado.

En tiempos en que la publicidad era más casera, no tan sofisticada como ahora, y los dueños de las empresas que buscaban vender sus productos participaban en la confección de los anuncios, hubo en Nicaragua marcas de gran eficacia, como los analgésicos Divina. Cada sobrecito de pastillas llevaba la efigie de Jesús tocando la frente de un niño con la cabeza vendada, y el lema abajo rezaba: "como con la mano". Una muestra de perfección propagandista. Nada más cercano a la imagen del Redentor que el dolor, y su poder para aliviarlo.

No es extraño ver a Leonardo di Carpio anunciando relojes de precios estratosféricos, o a Kate Blanchett perfumes de lujo; y tampoco que los haya con el nombre de otras estrellas como Antonio Banderas o Jennifer López. También están las fragancias Heat de Beyonce, e Intimately Beckham, del futbolista David Beckham. Pero en el mundo de las marcas y de la propaganda, relacionadas con personajes sagrados o famosos, hay ahora de todo, como en la viña del Señor, sean poetas, caudillos o guerreros.

Acababa de anunciarse la salida al mercado de dos nuevos perfumes para hombres: uno se llama Ernesto, por el comandante Ernesto Che Guevara; y el otro Hugo, por el comandante Hugo Chávez.  Ambos son creaciones del grupo empresarial cubano Labiofam, que además de cosméticos produce en sus laboratorios antiparasitarios para el ganado, insecticidas, medicinas naturistas, detergentes, yogures y suplementos dietéticos.

El perfume Ernesto, anuncia Labiofam, "es una fragancia cítrica refrescante, con un toque de madera y talco...el toque de roble le da el sentido varonil"; mientras que el Hugo "es más suave y afrutado, con aromas de mango y papaya"...y tiene "fragancias cítricas y esencias maderables que le dan una expresión de masculinidad".

Ambos perfumes son el resultado del trabajo de un equipo dirigido por el bioquímico Mario Valdés, que fijó las fórmulas proveídas por el laboratorio francés Robertet, y, según el propio Valdés, esta combinación de aromas, obtenidos de esencias a partir de productos naturales, se propone evocar la "heroicidad y gallardía" que distinguió a ambos personajes.

Es fácil imaginar a Rubén Darío llevándose a los labios una copa de "fino bacarat" para sorber el "rubio champán" de las marcas más refinadas, que tanto le gustaba, pero no empinando una lata de bebida gaseosa. Así como tampoco es posible imaginar al mítico Che Guevara, barbudo y desaliñado, vestido con su sempiterno uniforme verde olivo, conduciendo a sus hombres en la batalla de Santa Clara, en Cuba, o acosado en la quebrada del Churo, en Bolivia, con un frasco de perfume en su mochila. Eso que los creadores del perfume Ernesto llaman aroma varonil, estaba más bien en su sudor.

¿Se pueden combinar esencias de sudor y pólvora para meterlos en un frasco? Imposible, así como tampoco se puede poner una lata de gaseosa en las manos de marqués de Rubén.

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1 de octubre de 2014
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Lo que pudo haber sido y no fue

El segundo período del presidente Obama se acerca ya a su ocaso, y ha llegado la hora de preguntarse si su figura no quedará en la historia envuelta más bien en un halo trágico. El sentimiento de tragedia también es no pocas veces fruto de la frustración de quienes, desde la platea, albergaban la esperanza de ver al héroe alumbrado por los fulgores de la gloria y tienen que despedirse de él en silencio, o con aplausos desganados. La nostalgia de lo que pudo haber sido y no fue.

En El mayordomo, Forest Whitaker interpreta al sirviente negro que ha estado junto a varios presidentes a través de las décadas, poniendo la mesa en silencio y cepillando trajes. Una de las escenas lo muestra auxiliando a Lyndon Johnson, mientras puja con los pantalones abajo en el retrete, víctima de estreñimiento crónico. Y en otra, ya anciano, ve con los ojos llenos de lágrimas por la televisión la ceremonia en que Obama es juramentado. Es su propia reivindicación.

He allí el gran contraste, de donde nace la fábula posible: el primer presidente negro de la nación más poderosa del mundo. Antes, en el reparto de papeles, a los negros les tocaba servir de mayordomos del poder, o llorar la muerte de sus benefactores, de Abraham Lincoln, el ícono de la liberación de los esclavos, a Franklin Delano Roosevelt, como en esa imagen clásica del soldado negro que toca bañado en lágrimas su acordeón, al paso del féretro del presidente.

El cineasta Michael Moore, ha dicho hace poco que Obama "tan sólo será recordado por ser el primer presidente negro de Estados Unidos". Moore, cada vez más un demagogo, a lo mejor está en lo cierto. Pero quizás más que debido a su propia culpa, su fracaso esté siendo determinado por los anticuerpos que generó ante su llegada a la Casa Blanca, precisamente por ser negro.

Hizo una entrada triunfal bajo los reflectores, pero pronto sus frases para recordar fueron distanciándose de la realidad, en medio de una feroz batalla doméstica donde la misión primordial de los fundamentalistas del tea party fue entorpecer todo lo que hiciera y propusiera. Y desde las tramoyas de esta conspiración llegó siempre un inconfundible aunque disimulado olor a racismo.

Quizás su buena voluntad lo llevó a entrar con pie falso en el escenario, porque, al principio de su primer mandato, cuando tuvo la oportunidad de tomar iniciativas por su cuenta, insistió con terquedad en que no actuaría sino era por consenso. Perdió tiempo, y después de ser electo de nuevo siguió empantanado.

Y empantanado quedó también en la escena internacional, del tradicional conflicto de Estados Unidos con Irán al siempre renovado enfrentamiento entre Israel y Palestina, las primaveras árabes que terminaron otra vez en dictaduras, o en anarquía, como en Libia, la guerra de múltiples fuerzas en disputa en Siria, la trampa mortal que siempre ha sido Afganistán, el avance ruso hacia sus viejas fronteras imperiales en Ucrania, de por medio el cinismo sin miramientos de Putin, que no deja de poner nunca su cara impasible de jugador de póker.

 Y ahora, el Califato Islámico, la peor de las pesadillas, llena de confusiones y atrocidades como todas las pesadillas que quitan el sueño. Esta guerra de los drones contra los yihadistas seguramente tuvo que haberla peleado cualquier presidente de Estados Unidos; pero no será una cruzada capaz de reverdecer sus laureles.

Nada extraño que un presidente de Estados Unidos le herede a otro una guerra; pero Obama andará ese camino final a tropiezos, con los focos de los reflectores apagados, siempre bajo el acecho intransigente y feroz de los fundamentalistas domésticos que nunca quisieron haberlo visto en la Casa Blanca.

Ahora en las fotos aparece como un hombre viejo, encanecido bajo el agobio de las frustraciones, tan lejos ya de la música de fiesta que acompañó su entrada a la gloria de aquel reino, mientras música y reino se desvanecen en el aire cargado de infortunios

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24 de septiembre de 2014
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El niño que canta en la cuna

Celebramos este año el centenario del nacimiento de Joaquín Pasos. La precocidad, unida a una intensiva formación literaria, ha producido en Nicaragua esa imagen del "poeta niño", el primer título que tuvo el propio Darío, quien desde temprana edad era capaz de tocar todos los registros musicales en sus versos. Después de Salomón de la Selva, el siguiente sería Joaquín Pasos, el benjamín del grupo de vanguardia. Y el último, Carlos Martínez Rivas.

Pero entre todos, el poeta que nació siendo poeta y que vio al mundo como un poeta desde que andaba en pañales hasta su temprana muerte, es Joaquín Pasos. Su poesía nunca dejó de ser la poesía de un niño asombrado por la inocencia y las crueldades del mundo, como empieza expresándolo en Desocupación pronta y si es necesario violenta, el poema de pantalones cortos donde reclama la salida de Nicaragua de las tropas de ocupación de los Estados Unidos; asombro que culmina con Canto de guerra de las cosas, su elegía ante los horrores de la segunda guerra mundial.

Algunas vez oí decir a Coronel Urtecho, cuando a comienzos de los años sesenta recién había vuelto de Madrid y los adolescentes aprendices de escritores lo seguíamos en viajes de ida y vuelta por la calle Candelaria de Managua, oyéndolo perorar sin tregua, que Neruda era un animal que resollaba poesía.

Siempre medité sobe aquella afirmación, y entendí que se podía ser poeta como resultado de una función biológica, como el sudor o la orina, que es lo mismo que me pareció hallar en Joaquín Pasos. Lo releo por el puro deleite de entrar en la poesía como en una casa sin puertas ni cerrojos, y en la que siempre hay música y voces armoniosas; pero lo releo también para cerciorarme de esa calidad natural tan suya de exudar poesía, o de dibujarla con inocencia en las paredes de esa casa encantada, como un niño armado de un mazo de lápices de colores.

Con esos lápices traza el ambiente telúrico de su paisaje natal, el barro de los caminos, los frutos tropicales, la majestad de los volcanes, los indios dormidos como parte misma del paisaje inmóvil. Esta aproximación podría parecer demasiado tradicional y por tanto nada moderna, pero cuando pinta, o dibuja todo lo que puede ver y tocar, sentir, oler y respirar de cerca, transforma ese entorno en imágenes que irán a dar a un lenguaje que será capaz de representar, en las palabras, una realidad paralela.

 Cuando Ernesto Cardenal tituló la selección de la poesía de Joaquín que se publicó en México como Poemas de un joven, aludía a esa calidad primeriza, y primigenia, de una poesía siempre en estado futuro, en la que sobran los artificios; Joaquín Pasos, que murió a los 33 años, víctima de la bohemia provinciana, no recorre ningún proceso que vaya desde la inocencia de sus primeros versos, a la madurez. Es una poesía sin intermediaciones, la poesía del niño que siempre canta en la cuna, aunque se trate de los peores horrores de la vida y de la muerte.

Es, por tanto, una poesía que nunca llegó a adocenarse, ni a meterse dentro de ningún corsé escolástico. Espontánea siempre, Cardenal la organizó en cuadernos del nunca: poemas de un joven que no ha amado nunca, poemas de un joven que no ha viajado nunca....es la poesía siempre vital de la inexperiencia, del desconocimiento, del aprendizaje que no ha comenzado, y que por eso mismo sólo puede ofrecer la pureza de la imagen capaz de reflejar la realidad de primera intención, la búsqueda de esa imagen paralela a la percepción sensorial, que confirma el viejo dictum de Rubén: yo persigo una forma que no encuentra mi estilo....

Lo cual es, en todo caso, la empresa perpetua de la poesía, encontrar la palabra que haga calzar la imagen que a su vez haga calzar la idea, para que a su vez nos ofrezca un reflejo, aunque sea distante y difuso, del universo entero; en el caso de Joaquín Pasos visto con los ojos del niño que nunca dejó de ser.

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17 de septiembre de 2014
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El fondo a fondo

Recorriendo el stand del Fondo de Cultura Económica en la Feria Internacional del Libro de Panamá, me encontré entre los libros expuestos con no pocos viejos conocidos, empezando por aquellos viejos breviarios, claves en mi formación libre y voluntaria cuando fui alumno de una especie de universidad espontánea que me procuré entre libros, más allá  de  las fronteras de mis estudios de derecho.

Pero lo que mejor me asombró fue que esos breviarios estuvieran allí, recién reeditados después de cincuenta años. Y eso me recordó que una  empresa cultural es verdadera cuando trasciende de una generación a otra, y en el caso de una editorial, sobre todo de una editorial pública, cuando sus libros se vuelven letra viva, y se siguen leyendo porque son necesarios a la formación cultural de tantos.

Volví a encontrarme así con Los Condenados de la tierra de Franz Fanon y el prólogo de Sartre, un libro que fue una Biblia laica para mi generación, la generación de los sesenta, que abjuraba del colonialismo que ya para entonces se despedía de la realidad geopolítica entre grandes llamaradas; y con ¡Escucha, yanqui! de Wright Mills, que tantos leímos cuando la revolución cubana era toda una esperanza.

Y más allá de esa formación autodidacta que los libros del FCE me procuraron como curioso en permanente estado de búsqueda, están los escritores que alentaron mi vocación, el primero Juan Rulfo, con quien tantos escritores confiesan su deuda impagable. En la ciudad de León, en Nicaragua, donde yo estudiaba derecho, alguien puso en mis manos Pedro Páramo, seguramente la primera edición de la colección Letras Mexicanas de 1955.

Nunca olvidé el párrafo de entrada, pero tampoco la ilustración en tinta negra de la cubierta, una pareja abrazada bajo una mata de agave, y la viñeta encima de la primera línea del capítulo de entrada, el par de arrieros que se acercan a Comala con sus burros por delante, ambos dibujos del artista mexicano Ricardo Martínez; una bella edición imperecedera para la historia y para la memoria.

En los libros del FCE encontré herramientas preciosas y precisas para mi formación abierta y arbitraria, basada en ese don tan imprescindible de la curiosidad, que es la puerta de la libertad, y encontré a escritores que serían mis manes; y al cumplirse los ochenta años de su fundación, hago mis reflexiones sobre su dilatada existencia desde la perspectiva hispanoamericana.

La inmensa marejada del exilio español al ser derrotada la república tras la guerra civil, que llevó hacia México, gracias a la visión del presidente Lázaro Cárdenas,  a legiones de académicos, docentes, filósofos, sociólogos, artistas y actores, cineastas y escritores, que empezaron no sólo a nutrir el catálogo del FCE, sino que le dieron también editores, maestros tipógrafos, correctores y traductores.

Y ese exilio también alentó la creación del Colegio de México, la Universidad Nacional Autónoma de México vio nutrirse su planta docente, y los periódicos y revistas, el teatro y el cine, resultaron beneficiarios de este generoso alud. Un trasvase de recursos forzado por una catástrofe intelectual de la que España tardaría  mucho en reponerse, pero que dio brillo y energías a la cultura mexicana, y a la de América Latina en general.

Por otro lado, los sucesivos exilios latinoamericanos, que han sido parte de nuestra historia, llevaron a México una constante corriente de intelectuales, escritores y artistas, acogidos siempre de manera generosa, y muchos de ellos llegaron a ser parte del patrimonio intelectual del FCE, y de los foros académicos mexicanos, de sus universidades y editoriales. Las dictaduras militares, primero en Centroamérica y el Caribe, después en el cono sur, trabajaron con toda constancia en beneficio de la cultura mexicana, igual que el franquismo.

Y apenas diez años después de su fundación, en 1944, en un formidable salto a través de todo el continente,  se abre la delegación de Buenos Aires a cargo del editor argentino Arnaldo Orfila Reynal, quien asumiría pocos años después, en 1948, la dirección general en México, y por mucho tiempo. Y en 1962 se extendió hasta España, con el inolvidable pensador Javier Pradera como su primer director.

No encuentro otra obra tan formidable y de tan dilatada existencia que pueda marcar mejor lo que somos como comunidad cultural, dueños de una vasta lengua que ha podido manifestarse en su catálogo de diez mil títulos de tantas maneras y con tan vivas muestras de expresión, y también ser enriquecida desde fuera por tantos autores de otras lenguas.

Hemos ganado en sabiduría gracias a esta obra mexicana que es ya de todos  nosotros, y lo será más en la medida que en que se siga aproximando a su primer siglo de existencia.

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10 de septiembre de 2014
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Primeras letras con Borges

Mi primer encuentro con Borges tuvo lugar en San José de Costa Rica en una tarde de llovizna en octubre de 1964. Fue un encuentro sin presentimientos, como ocurre siempre en el infinito juego de azares y certidumbres imprevistas que es la existencia, según él mismo enseñaba.

Y así me detuve frente a las vitrinas de la Librería Lehmann que solía exhibir sus novedades acomodadas sobre un lienzo de seda recogido en pliegues, como si se tratara de estuches de joyas o frascos de perfume. Entonces, como todo es obra del azar, y de los espejos, estaban allí esperándome las tapas grises de Ficciones. Borges del otro lado de la vitrina mojada y yo mirándome en ella y en sus libros como en el espejo que prefija la continuidad de los encuentros hasta el infinito.

De vuelta en mi casa, recuerdo, puse mi firma en las portadillas, y la fecha, un hábito escolar de herrar los libros al entrar en posesión de ellos, que me sirve ahora, al volver a ese ejemplar tantas veces manoseado, para comprobar cuándo empezó Borges a ser mi maestro de primeras letras.

En apariencia, no hay nada tan lejano al mundo de Borges como el mundo del Caribe, de donde yo vengo, y de donde venía cuando me encontré la primera vez con él bajo una llovizna centroamericana. Pero fue el mismo Borges quien alguna vez estableció esas conexiones mágicas con el Caribe, cuando recuerda en Historia Universal de la infamia "la deplorable rumba El Manisero...la cruz y la serpiente en Haití, la sangre de las cabras degolladas por el machete del papaloi, la habanera madre del tango, el candombe..."

El Caribe, que tiene mucho que ver con el sur de Borges, porque son parcelas distantes de un mismo territorio arcaico y recurrente. Recabarren; el patrón de la pulpería en la pampa que tendido en el camastro va a presenciar pronto un duelo, o Juan Dalhmann que empuña con firmeza el cuchillo, que acaso no sabrá manejar, y sale a la llanura infinita a que lo maten, también podrían haber sido historias de la Nicaragua rural y ganadera, o de la ciénaga de García Márquez.

Borges buscó siempre alejar al lector de la idea de que el acto de leer es el acto de congeniar con una mentira, tratando de fingir a fondo para lograr algo que fuera lo más parecido a la verdad, como las citas falsas de autores que nunca existieron.

Y su erudición como arma. No una falsa erudición, sino la erudición insondable, arcana, a través de la cual es posible construir todo un mundo imaginario, utilizando sus caminos y entreveros como si se tratara de un laberinto imposible donde el lector, que es el Minotauro, dueño falso de ese laberinto, que es el mundo apócrifo de la ficción, morirá siempre de una puñalada limpia.

Y frente a sus posiciones políticas, tan irritantes, aprendí a consolarme con la idea de que nunca fue un político, como él mismo también pensaba de Quevedo. Con humor nos dice que cuando Quevedo da su lista de los enemigos de Dios, lo que está haciendo "es mero terrorismo". Quienes como Quevedo o como Borges fueron tan grande humoristas, no pudieron dejar de ser, al mismo tiempo, grandes terroristas literarios.

El Borges que podía describir una y otra vez el duelo a muerte de Martín Fierro, al revés o al derecho, matando o muriendo, y siempre la eternidad que estaba en él mismo, en sus antepasados, en sus compadritos de faca urgida, y en su paisaje sin mesura.

El Borges del sur, el sur de Borges que pese a las distancias era como Nicaragua, como también el sur de Faulkner era Nicaragua, humo de lámparas de kerosén, olor a cueros al sol y a quesos rancios, y un vuelo funeral de moscas sobre el rostro de un muerto cubierto con un poncho bajo la luna pálida. Borges era mi país y era mi infancia. Y era la literatura como pasión, o como vicio, o como desesperación.

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3 de septiembre de 2014
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Alguien que anduvo por ahí

Estamos en el mes del centenario de Julio Cortázar, y es la hora de evocarlo. Contar cómo lo conocimos, dónde nos encontramos con él por primera vez. Para mí esa primera vez fue en abril de 1976 en San José, Costa Rica, donde yo vivía para entonces.

En su cuento Apocalipsis en Solentiname relata el viaje que en esa ocasión hicimos a Solentiname, en el Gran Lago de Nicaragua, donde Ernesto Cardenal tenía su comunidad campesina, no muy lejos de la frontera. Nuestro otro acompañante era Óscar Castillo, actor y director de cine:

"Sergio y Óscar y Ernesto y yo colmábamos la demasiado colmable capacidad de una avioneta Piper Aztec, cuyo nombre será siempre un enigma para mí pero que volaba entre hipos y borborigmos ominosos mientras el rubio piloto sintonizaba unos calipsos contrarrestantes y parecía por completo indiferente a mi noción de que el azteca nos llevaba derecho a la pirámide del sacrificio. No fue así, como puede verse, bajamos en Los Chiles y de ahí un yip igualmente tambaleante nos puso en la finca del poeta José Coronel Urtecho, a quién más gente haría bien en leer..."           

Eso fue un sábado. Julio había llegado a Costa Rica invitado a dar unas conferencias en el Teatro Nacional. Desde la finca Las Brisas, donde vivía Coronel Urtecho, cercana al río San Juan, se llegaba en bote hasta el puerto de San Carlos, y de acuerdo al santo y seña acordado entre la familia Coronel y los guardias  del puesto nicaragüense, se hacía un giro con el bote y así se podía seguir hacia el Gran Lago sin necesidad de bajar en el muelle para los trámites de migración. Julio entró a Nicaragua sin que la dictadura de Somoza se enterara. Clandestino.

Con alguna frecuencia yo iba a Las Brisas, en vuelos más azarosos que el que describe Julio, pues tomaba, a veces en compañía del poeta Carlos Martínez Rivas, un viejo bimotor DC-3 de tiempos de la segunda guerra mundial, de esos que mientras están en tierra parecen insectos gordos sentados en sus patas traseras. Un ruidaje de las latas del fuselaje  al despegar, y cuando iba a aterrizar en la pista de barro rojizo de Los Chiles, el piloto debía pasar rasante y volver a elevarse en señal de que las vacas vagabundas debían ser ahuyentadas.

            Llegamos a Solentiname al atardecer, y al día siguiente asistimos a la misa de Ernesto. Después de la lectura del Evangelio se iniciaba un diálogo con los feligreses; las conversaciones se grababan, y luego se editaron en un libro, El Evangelio de Solentiname. Ese domingo tocaba el prendimiento de Jesús en el huerto, y allí están las intervenciones de Julio al comentar ese episodio de la pasión de Cristo. El evangelio según Cortázar. También tomaron la palabra los  muchachos campesinos que en octubre del año siguiente participarían en el asalto al cuartel del puerto de San Carlos al iniciarse la insurrección contra Somoza; en represalia, fue incendiada la casa comunal, y destruida la iglesia.

Pasada la misa, Julio decidió fotografiar los cuadros primitivos pintados por los campesinos: "...Sergio que llegaba me ayudó a tenerlos parados en la buena luz, y de uno en uno los fui fotografiando con cuidado, centrando de manera que cada cuadro ocupara enteramente el visor..."

            Luego cuenta que ya de regreso en París, cuando proyecta una noche las diapositivas a colores, en lugar de los cuadros empiezan a aparecer escenas del terror de las dictaduras militares, prisioneros encapuchados, cadáveres mutilados.

Pero entre esas imágenes hay una en que aparece la escena del asesinato del poeta salvadoreño Roque Dalton, ejecutado por sus propios compañeros de armas acusado de ser agente de la CIA, una acusación que iba más allá de la ejecución física porque pretendía la ejecución moral.

Esa fue la primera vez que nos encontramos. Y con el paso de los años, hasta su muerte en 1983, quedarían muchas otras cosas que contar. Como para un libro.

 

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27 de agosto de 2014
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El viaje de la escritura

Heródoto de Halicarnaso fue explorador, viajero, cronista, reportero, narrador literario, y periodista, y por la fuerza de la necesidad, geógrafo, arqueólogo, etnólogo y paleontólogo, pues al poner pie fuera de las fronteras conocidas  se veía en la imprescindible necesidad de comportarse como un descubridor obligado al registro de todo lo visto y oído.

Todos estos géneros, que juntó en Los nueve libros de la historia, llegaron a desarrollarse a través de los siglos, y a separarse, cada uno en su propio camino; pero el periodista polaco Ryszard Kapuściński volvió a enhebrarlos en el siglo veinte en el hilo de la narración literaria para crear un género híbrido, novedoso y atractivo, que marca los propios pasos de Heródoto. Y creando un nuevo género, repite el genio narrador del periodista que es Heródoto, que al contar lo que ve y lo que oye, lo hace con virtud literaria.

En los tiempos de Heródoto no era posible discernir entre historia y narración. Ni siquiera era posible separar la fábula del relato que cuenta asuntos reales, con lo que la distancia entre verdad y mitología se vuelve nula. Heródoto, igual que Homero, vivió un mundo compuesto de realidades reales y realidades imaginarias. Se cree lo que se cuenta, y el narrador se pone como testigo presencial de los hechos, o acude al dicho de terceros frente a los que se obliga a tomar distancia, en busca también del sello de la veracidad, que proviene de la duda, por contrapuesto que parezca.

Frente al vacío y la oscuridad que representan lo desconocido, el amor a la verdad objetiva ha sido siempre un deber, y la imaginación una tentación: la rigurosidad en la selección de los datos, y la libertad de suponer. Era cosa sabida y aceptada entonces, que no pocos de los reyes descendían de los dioses del Olimpo, menudo problema a resolver para un cronista de verdades.

Heródoto probó que se necesitaba curiosidad para el oficio. Esa curiosidad, igual que para Kapuściński, no podía ser saciada sin echarse a navegar, y a andar. Lo extraño comienza más allá de las fronteras.  El viajero mira, y escribe lo que mira. Heródoto recorrió a los treinta años las islas y la tierra firme de la Hélade, la Cólquida, Babilonia, Macedonia, Siria, Egipto, Libia, Cirene, Fenicia, Mesopotamia. Todo lo que era el mundo de entonces, conocido para muy pocos, y por tanto exótico. Se ganaba la vida dando conferencias sobre sus viajes, contando lo que había visto y oído. En Atenas le pagaron una vez diez talentos por una de esas conferencias.

Son dos mundos distantes, el de Heródoto y el de Kapuściński. Distantes en el tiempo, más de dos milenios, y distantes en las percepciones de la realidad, un abismo de civilizaciones. Kapuściński anota que en la escritura de Heródoto no hay ni comas, ni puntos, ni párrafos, ni capítulos. Un rollo infinito de papiro de trazos continuos, que contiene Los nueve libros de la Historia.

Cuando Kapuściński explica las razones del por qué Heródoto se siente en la necesidad de viajar por el mundo, nos dice que lo hace dominado "por una especie de hambre de conocimiento, impelido por una fuerza mayor, tan impetuosa como indefinida. A lo mejor tenía una mente inquisitiva por naturaleza, un cerebro que no cesaba de alumbrar miles de preguntas que no le dejaban vivir, despertándolo en las noches", nos dice en Viajes con Heródoto, su libro de 2004, en el que sigue las huellas de aquel.     

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20 de agosto de 2014
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El sueño americano al lado

Si comparamos los indicadores económicos fundamentales de Guatemala, El Salvador, Honduras y Nicaragua: ingreso per cápita, desempleo, falta de servicios básicos, vamos a encontrar resultados muy parecidos. Casi la mitad de la población vive en todos ellos con menos de dos dólares al día, y Nicaragua aparece en la cola de casi todos esos indicadores, sólo superada por Haití.

            Pero en Nicaragua la tasa de criminalidad es tan baja como la de Costa Rica, no existe el fenómeno de las pandillas juveniles violentas, y ahora que se habla tanto de la emigración masiva de niños hacia Estados Unidos, sólo un porcentaje menor de ellos provienen de Nicaragua.

            ¿Viene a ser la violencia el principal motivo de que la gente emigre de Centroamérica? La violencia es un fenómeno que se concentra sobre todo en las barriadas marginales, donde las pandillas rivalizan por el control de territorios. Luego está el imperio criminal de los Zetas en la frontera de Guatemala con México. Y muchos de los emigrantes provienen de áreas rurales donde no hay pandillas ni más violencia que la de la pobreza.

            ¿Es Nicaragua un paraíso de seguridad ciudadana? Es lo que se trata de vender en beneficio de la imagen turística del país. Y es cierto que la diferencia entre la tasa de homicidios de Nicaragua es abismalmente más baja que la de Honduras, las más alta del mundo. ¿Por qué hay menos violencia? Quizás aún vive el recuerdo de la guerra de los ochenta que dejó más de 50.000 muertos, y este recuerdo actúa a manera de revulsivo; pero igual de mortífero fue el conflicto armado en El Salvador durante el mismo período, y la situación es totalmente contraria.

También podría alegarse que en Nicaragua hay más control social del estado a través de los Consejos del Poder Ciudadano, que actúan en coordinación con la Policía Nacional para ejercer vigilancia preventiva, que incluye la profilaxis política. Pero el que la tasa de delitos sea baja, no quiere decir que se trate de una situación congelada.

 La violencia contra las mujeres se revela en la manera alarmante en que los femicidios, por ejemplo, se han disparado; y el Informe sobre Derechos Humanos y Conflictividad en Centroamérica señala la "reaparición de la violencia política en Nicaragua con toda su crudeza, especialmente en contextos electorales".

            La marginalidad y la miseria envuelve a los niños igual que en los otros tres países, lo mismo que los abusos de que son víctimas, incluidos los abusos sexuales. Los más pobres no van a la escuela o la abandonan muy temprano, piden limosna en las calles, se vuelven adictos a los pegamentos, y muchos no tienen hogar.

            Los nicaragüenses emigran, pero hacia Costa Rica, donde el salario mínimo es tres veces mayor. Costa Rica es los Estados Unidos cercanos para los nicaragüenses. Tenemos un "sueño americano" al lado. Y se habla el mismo idioma, los emigrantes pueden enviar buenas remesas a sus familiares, y la frontera está mucho menos vigilada, con decenas de pasos clandestinos.

Diez por ciento de la población de Costa Rica es nicaragüense. Una población flotante, que va y viene, porque las distancias cortas lo permiten. Un hombre que emigra a Costa Rica para la cosecha de café o de naranjas, puede dejar atrás a su familia o volver, o sabe que puede enviar por ella en cualquier momento. Y lo mismo ocurre con las mujeres que van a emplearse como domésticas.

Por supuesto que existen estallidos de chauvinismo, redadas de ilegales, deportaciones. Aunque de pronto hay motivos para estar unidos. Oscar Duarte, un niño que emigró con sus padres se convirtió en jugador de la selección de Costa Rica que disputó la Copa Mundial, metió un gol decisivo en uno de los partidos, y fue celebrado como héroe en ambos lados de la frontera.

Para buscar cómo explicarnos el bajo porcentaje de niños nicaragüenses que buscan la frontera de Estados Unidos, debemos mirar hacia Costa Rica. Sus padres no están ni en Chicago, ni en Los Angeles, y por tanto no tienen por qué pagar a los coyotes para que los lleven hasta ellos. Están en Costa Rica, o en Nicaragua, en busca de la próxima oportunidad de cruzar la frontera, con sus hijos, o sin ellos. 

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30 de julio de 2014
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La fábrica de los portentos

Cuando hablo delante de un auditorio acerca de la pasión, o el vicio de la lectura, y alguien me pregunta por mi libro preferido, respondo que Las mil y una noches. Leer por entero este libro de los libros, dice Jorge Luis Borges, podría llevar a la locura. Y yo diría, a la más placentera de las locuras. En árabe, mil y una noches significa infinidad de noches. Por eso el temor de Borges a la locura ante la prueba de leerlas o escucharlas todas. Lo infinito no es sino la locura misma.

Las caravanas llevaban las historias hasta los hakawati, los cuenteros, que en las plazas y mercados se ganaban la vida relatando a viva voz aventuras prodigiosas a un auditorio que los escuchaba embelesado; y allí, otra vez, las historias volvían a ser transformadas, tanto en la cabeza y en la lengua de quienes las contaban, como en las de quienes escuchaban; y estos a su vez repetían sus propias versiones en los establos, los mesones, las barberías, los harenes, las cárceles y las cocinas.

De boca del cuentero a la boca de sus oyentes, entre los que se hallaban las esclavas y eunucos que repitieron esas historias sabias y a la vez descabelladas al oído de la princesa Scherezada, quien habría de contárselas a su vez, para salvar la vida, al sultán homicida que no se saciaba en su venganza contra las mujeres porque su esposa lo había engañado con un esclavo. Y esos cuentos cambiarán otra vez en boca de ella. Las variaciones de la imaginación también sus infinitas.

Para un niño ávido y curioso este libro tiene una ventaja inigualable, y es que puede empezar  a leerlo por cualquier parte, eligiendo cualquiera de los cuentos. Lo mismo ocurre con un adulto, que no precisa seguir el orden estricto en que los cuentos están presentados, salvo que, en la secuencia que les da la propia Scherezada, quien debe mantener interesado al sultán para no perder la cabeza bajo el alfanje del verdugo, la historia se prolongue más de una noche antes de alcanzar su desenlace.

Pero yo recomendaría comenzar siempre leyendo el relato inicial, aunque después variemos el orden de la lectura a nuestro gusto,  pues así vamos a enterarnos del porqué de la venganza del sultán, que es el porqué de aquella numerosa sucesión de relatos. Ese primer cuento, a manera de una columna vertebral, ofrece no sólo una estructura, sino también una tensión a todo el conjunto. A Scherezada, la que cuenta cada noche, le debemos el sentido unitario del libro, que de otra manera quedaría desperdigado.

             El sultán  tiene ya tres años de ejecutar cada noche a las doncellas que le son dadas por esposas cuando Scherezada entra por primera vez a su lecho. Su venganza es contra la mujer que lo traicionó, que quiere decir contra todas las mujeres. Y el plan de Scherezada es mantener despierto al sultán con las historias que cada noche va a contarle.

Mientras leemos, no sabemos si el sultán va a aburrirse una noche de tantas y al amanecer ordenará la ejecución de la narradora. Si eso ocurriera, este libro de vida tan precaria, porque depende del capricho de un déspota, acabaría en el mismo momento como si nos lo quitaran de las manos.

            Pero Scherezada no sólo se salva de la muerte, sino que salva también a las mujeres del reino, a todas esas niñas que al crecer serían desfloradas y luego decapitadas. Y nos ha salvado también a nosotros los lectores, que podemos terminar de leer el libro que ha durado esos largos tres años en ser narrado.

Las historias han pasado de boca del cuentero callejero a la de ella Scherezada; o, viceversa, es él quien alimenta su repertorio de lo que ella cuenta cada noche en la alcoba. Y así los dos ganan su vida. Uno se salva del hambre, la otra de la muerte.

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9 de julio de 2014
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El Boomeran(g)
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