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Escrito por

Sergio Ramírez

Sergio Ramírez (Masatepe, Nicaragua, 1942). Premio Cervantes 2017, forma parte de la generación de escritores latinoamericanos que surgió después del boom. Tras un largo exilio voluntario en Costa Rica y Alemania, abandonó por un tiempo su carrera literaria para incorporarse a la revolución sandinista que derrocó a la dictadura del último Somoza. Ganador del Premio Alfaguara de novela 1998 con Margarita, está linda la mar, galardonada también con el Premio Latinoamericano de novela José María Arguedas, es además autor de las novelas Un baile de máscaras (1995, Premio Laure Bataillon a la mejor novela extranjera traducida en Francia), Castigo divino (1988; Premio Dashiell Hammett), Sombras nada más (2002), Mil y una muertes (2005), La fugitiva (2011), Flores oscuras (2013), Sara (2015) y la trilogía protagonizada por el inspector Dolores Morales, formada por El cielo llora por mí (2008), Ya nadie llora por mí (2017) y Tongolele no sabía bailar (2021). Entre sus obras figuran también los volúmenes de cuentos Catalina y Catalina (2001), El reino animal (2007) y Flores oscuras (2013); el ensayo sobre la creación literaria Mentiras verdaderas (2001), y sus memorias de la revolución, Adiós muchachos (1999). Además de los citados, en 2011 recibió en Chile el Premio Iberoamericano de Letras José Donoso por el conjunto de su obra literaria, y en 2014 el Premio Internacional Carlos Fuentes.

Su web oficial es: http://www.sergioramirez.com

y su página oficial en Facebook: www.facebook.com/escritorsergioramirez

Foto Copyright: Daniel Mordzinski

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La palabra chunche

Chunche pertenece en la lengua nicaragüense a una familia de palabras ubicuas, indefinidas y multiuso, es decir, que sirve para nombrar cualquier cosa, un objeto, un artefacto, un cuerpo o parte de él, una persona. Una palabra cómoda que es a la vez comodín. Huidiza, si se la quiere atrapar, se esfuma. La ambigüedad es su esencia. Hay otras como ella: virote, cuestión, chochada, calache, chereque, chechereque.

Hace poco circulaba en las redes la fotografía de un aviso colocado en una ferretería que más o menos decía: "aquí no tenemos el chunchito que va dentro del hueco del chunche. Traiga un diagrama o una foto de la pieza que necesita". El aviso, que causa risa, es una súplica exasperada contra la persistente abstracción que arrastra la palabra chunche, y contra su eterno don de ubicuidad.

Pero en nuestra realidad oral, existe sin duda el chunchito que va dentro del hueco del chunche. Es un espectro de palabra que anda por todas partes, se mete por todos los resquicios, y nos auxilia en el olvido de un término concreto, listo a reponerlo. Y hasta sustituye el nombre de una persona de la que ignoramos el nombre o lo hemos olvidado: don Chunchito aquel, el que te hizo el mandado...

Ninguna de las otras palabras comodines similares a chunche tienen la virtud suprema de convertirse en verbo: chunchame eso, chunchalo bien: que según el caso puede ser arreglame eso, componelo bien. Cuestión, por ejemplo, no resiste el paso a verbo. No sería lo mismo chunchar que cuestionar. Chunchar es manipular un chunche, cuestionar es interrogar, poner en duda; son caminos que se apartan sin remedio.

Podemos hablar de un solo chunche, o de muchos, y entonces tenemos un chunchero. A quien se pasa de casa se le multiplican los chunches, y debe enfrentarse con un chunchero, o un chunchalal, o sea, también, un calachero, un cachivachero. Chunche multiplica sus significados cuando pasa al diminutivo o al aumentativo: chunchón puede representar la idea de un cuerpo grande y desgarbado, y conocí a alguien así a quien apodaban de ese modo.

O chunchón puede ser también una forma de piropo, de esos que son ahora socialmente incorrectos, para señalar a un monumento de mujer, alta y de buen talle, y de físico espléndido y carnoso. Y chunchito, en su humildad de vocablo disminuido, no deja de ser cariñosa: que lindo ese chunchito, por ejemplo.

Pero dentro de sus incontables virtudes, chunche también puede servir para formar palabras híbridas, como chunchereque, al combinarse con chereque. Y admite la forma verbal: chuncherequear.

Como toda palabra que persiste en el idioma por su uso reiterado, chunche ha ganado carta de legitimidad, y el Diccionario de la Lengua Castellana la reconoce como propia de Centroamérica: "objeto cuyo nombre se desconoce o no se quiere mencionar".

No parecer ser tan completa, o exacta, la definición. Claro que chunche incluye lo desconocido: "¿qué chunche es ese? ¿Qué cosa es ese chunche?" Pero también llamamos chunche a lo cotidianamente conocido, un plato, un vaso, o cuchillo, una herramienta, y entonces chunche pasa a ser sinónimo, un sinónimo perezoso.

Y en cuanto a lo de "objeto que no se quiere mencionar", chunche va más allá. No es sólo la negativa pertinaz a llamar una cosa por su verdadero nombre. Es el gusto o vicio por lo genérico, o, por qué no, la ambición de que el todo quepa en una sola palabra: desde un sombrero a una taza, desde un teléfono celular a un espejo, desde una aguja a un pajar, desde un carro que corre por la carretera a un avión que vuela por los aires. Desde lo que no funciona a lo que se halla en perfecto estado. Un chunche viejo, un chunche de medio uso, un chunche nuevo.

Y de allí, en esa constelación infinita, a la propia persona, como acto supremo de conmiseración, cuando alguien se queja de sus dolencias: soy un chunche viejo que ya no sirve para nada.

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28 de marzo de 2018
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Bogotá contada

Tenía una vieja invitación para ser parte del programa Bogotá Contada. La idea es quedarse diez días, ver, oír y tocar, hablar con todo el mundo, y luego escribir una crónica sobre algún tema de la visita. Ha sido una breve temporada de experiencias espléndidas.

La primera de ellas es que una ciudad está formada por capas, como en la pintura, y que buscar como separarlas, y entrar en su realidad cotidiana, puede tomar toda una vida, sin haber logrado raspar más que la primera capa.
Vine a Bogotá la primera vez en 1965, cuando trabaja para el Consejo Superior Universitario Centroamericano, y debía discutir un convenio de cooperación con las autoridades de la Universidad de los Andes. Mi recuerdo va a dar al campus de esa universidad en una hondonada de intenso verdor, y a la figura de Antonio Montaña que recogía sus papeles, terminada su clase. Me obsequió entonces su hermoso libro de cuentos Cuando termine la lluvia, y nunca volví a saber de él hasta ahora que alguien me dice que ha muerto.

La gente andaba por las calles de gruesos abrigos largos y sombreros de fieltro, los vendedores de la lotería de Cundinamarca asediaban a los viandantes, los ladrones huían cargando las cajas registradoras de los almacenes, y gracias al tipo de cambio enloquecido, se podían comprar barato las esmeraldas, los trajes de casimir en las sastrerías elegantes, o una pila de libros en la inmensa librería Bucholz, como yo le hice con todos los tomos en cuarto mayor de En busca del tiempo perdido, traducción de Pedro Salinas.

Bogotá se parecía aún a aquella que fue estremecida por el "bogotazo", cuando se desató la violencia en las calles tras el asesinato de Jorge Eliécer Gaitán, el 9 de abril de 1948. Mario Jursich me cuenta del descubrimiento de un verdadero tesoro: decenas de fotografías inéditas sobre aquellos sucesos tomadas por Luis Alberto Gaitán, "Lunga", quien trabajaba para el periódico Jornada, y era, además, músico y campeón de maratones.

Con motivo del aniversario del "bogotazo", el Fondo de Cultura Económica va a publicar, bajo el cuidado de Mario, un libro de estas fotografías, que incluirá una memorable: la multitud que arrastra por la carrera séptima, en dirección al palacio de Nariño, el cadáver de Juan Roa Sierra, el supuesto autor del disparo mortal contra Gaitán que prendió en llamas no solo a la capital, sino a la historia de Colombia por décadas.

Como también me toca otra jornada en el Gimnasio Moderno, su rector, el doctor Victor Alberto Gómez, me recuerda que a esos recintos se trasladaron las sesiones de la IX Conferencia Panamericana desde el Capitolio Nacional cuando estalló el "bogotazo". Allí, mientras crepitaba el fuego y sonaban los balazos en el centro de Bogotá, se creó la OEA, en los inicios de la guerra fría, cuando los gobiernos americanos cerraron filas alrededor de Estados Unidos.

Habían pasado menos de veinte años desde el "bogotazo" la primera vez que desembarqué en el aeropuerto El Dorado, y Bogotá era no sólo la misma que había vivido aquellos días trágicos, sino también, yendo más atrás, la ciudad lúgubre de lluvias persistentes cercada por el tañido de las campanas que Gabriel García Márquez describe en Cien años de soledad. Y él estuvo allí ese 9 de abril, y presenció los hechos, como también estuvo por aparte Fidel Castro, muy joven aún, quien había llegado para entrevistarse con Gaitán.

Regresé más de una década después, en octubre de 1977, cuando iba en busca de García Márquez, a quien encontré en los estudios de la RTI porque Jorge Alí Triana estaba filmando una serie de televisión basada en La mala hora, y Gabo la supervisaba de cerca. Fue entonces cuando nos conocimos.

Yo llegaba a proponerle que fuera a convencer al presidente Carlos Andrés Pérez que diera reconocimiento diplomático al gobierno provisional que el mes siguiente instalaríamos en algún lugar de Nicaragua liberado por la guerrilla sandinista. Le dije que teníamos más de mil combatientes listos, y entusiasta conspirador que era, al día siguiente tomó un avión a Caracas, dispuesto a cumplir con la encomienda.

El gobierno no se instaló entonces, porque la operación militar fracasó, pero sí menos de dos años después. Luego, ya la revolución triunfante, y él huésped oficial en Nicaragua, me reclamaría mi exageración de entonces, porque llegó a averiguar que no eran ni sesenta los combatientes. Un reclamo injusto, le respondí, viniendo de él, el rey de las exageraciones.

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21 de marzo de 2018
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Equivocaciones fatales

En Ecuador se sigue celebrando el comienzo del desmontaje de un sistema autoritario, de esos de supuesta duración indefinida, gracias a las soluciones que la misma democracia, mientras respire, es capaz de ofrecer. Una salida pacífica, en la que prevaleció la voluntad popular.
Un referéndum ideado por el presidente Lenin Moreno, en el que el votante tuvo ante sí una serie de siete preguntas, la más importante de ellas la prohibición de la reelección indefinida, cuyo principal destinatario era su antecesor en el cargo, el ex presidente Rafael Correa. La repuesta ciudadana fue rotunda. No más reelección.
Correa, electo tres veces presidente de Ecuador de manera democrática, con un total de diez años en el poder, no fue un caudillo de botas militares y espadón al cinto. Doctor en economía con estudios en Bélgica y Estados Unidos, buscó llevar adelante reformas profundas a través de la llamada revolución ciudadana, pero sin que faltaran las pretensiones de control social, los abusos de poder, y graves restricciones a la libertad de prensa.
Fue dueño también de un exacerbado estilo de discurso y de actitudes airadas y confrontativas, y protagonizó actos melodramáticos, como cuando en octubre de 2010 se abrió los botones de la camisa poniéndole el pecho a los policías rebeldes que lo habían secuestrado en un cuartel.
Los regímenes políticos creados por caudillos iluminados, que llegan a convencerse de que sin su presencia en el poder los países se exponen a descalabros y fracasos, tienen distintas maneras de alcanzar su final. Pero ese final siempre llega.
En Ecuador ha ocurrido de la mejor manera posible: sin violencia y sin derramamiento de sangre, todo debido a un error de cálculo, o una fatal equivocación de Correa, quien eligió, según sus propias cuentas, a un sucesor provisional, su antiguo vicepresidente durante dos periodos, para que la calentara la silla presidencial mientras regresaba a ocuparla. Esos mismos malos cálculos le decían que, de todos modos, al cabo de esos pocos años, el pueblo estaría reclamando a gritos su regreso.
Que un caudillo escoja a un sucesor al que decide que va a mangonear fácilmente, y cuyo único papel será el de cumplir funciones protocolarias, mientras el verdadero poder sigue estando donde debe estar, sólo que ahora detrás de bambalinas, es un recurso que funciona cuando el sucesor es lo suficientemente dócil, pero en otros casos, y valga el presente ejemplo, ha probado ser fatal.
Uno clásico es el del general Plutarco Elías Calles, caudillo máximo de la revolución mexicana, uno de quienes la convirtió en "revolución institucional". Impedido de permanecer en la presidencia más allá de 1928, debido a la regla de oro "sufragio efectivo, no reelección", se quedó sin embargo manejando en la sombra a sus obedientes sucesores; los ministros de estado le rendían cuentas a él, no al presidente que ocupaba nominalmente la silla del águila. Pero le llegó su hora fatal con la elección del general Lázaro Cárdenas en 1934. Calles persistió en su empeño, hasta que un contingente militar entró la medianoche del 9 de abril de 1936 en su dormitorio de la casa hacienda de Santa Bárbara, y muy al alba fue obligado a subir a un avión que lo llevó al exilio en San Diego, California.
La sorpresa de Correa debió haber sido muy grande al darse cuenta de que había confiado su despacho en el palacio de Carondelet, para que se lo mantuviera en orden, a quien más bien iba a cerrarle para siempre las puertas de ese despacho: cría cuervos, y te sacarán los ojos. Moreno pasó a ser el traidor; mientras para el propio Moreno, Correa no es ahora sino "un opositor más".
Moreno demostró desde el principio que iba en serio, cuando separó del cargo a su vicepresidente Jorge Glas, acusado de actos de corrupción dentro de la trama del caso Odebrecht. Los tribunales lo encontraron culpable, y ahora purga una condena de 6 años de prisión. Este juicio sacó de sus casillas a Correa, lo mismo que la política de diálogo que su sucesor inició con la oposición. Sentía ya pasos de animal grande, y el referéndum vino a ser el tiro de gracia.
Las réplicas del sismo que significó la defenestración de Correa siguen dándose, y las luchas de poder dentro del partido oficial Alianza País son evidentes, entre acusaciones y zancadillas. Pero Moreno parece contemplarlo todo desde arriba. Tras el referéndum, y sin posibilidad de prolongar su propio mandato, puede concentrarse en consolidar su legado democrático.

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7 de marzo de 2018
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Nuevos nombres de la mentira

Hay una lucha sorda entre verdad y mentira que se libra en la novela y demás obras de ficción, y así mismo en la crónica o el relato periodístico. En la ficción, que cuenta situaciones imaginarias vividas por personajes imaginarios, se miente con toda legitimidad, y en el relato de prensa, que describe hechos, la mentira es ilegítima.
Recuerdo una vez en que mi amigo Jon Lee Anderson me entrevistó para un reportaje sobre el pretendido Gran Canal por Nicaragua, que escribía para The New Yorker. Cierto día recibí una llamada del departamento de "fact checking" (verificación de hechos) de la revista. Debían verificar si era cierto todo lo que Jon incluía como dicho por mí. Fue un interrogatorio detallado, casi judicial. Y no sólo comprueban las palabras de los entrevistados, sino también las afirmaciones que el autor del reportaje haga, bajo el principio de que "las palabras verdaderas son más importantes que las palabras bonitas".
Hay un punto intermedio que Truman Capote buscó en lo que llamó "real fiction" (ficción real), una de las grandes vueltas de tuerca del periodismo moderno, plasmada en su libro A sangre fría, una obra maestra, en el que narra el asesinato de una familia de granjeros en el estado de Texas, perpetrado por dos muchachos delincuentes, que terminan en la silla eléctrica.
Capote usa los procedimientos imaginativos propios del relato de ficción para contar los hechos, sin falsearlos ni alterarlos. Es lo mismo que hizo Gabriel García Márquez en su Relato de un náufrago, publicado por entregas en El Espectador de Bogotá, antes de convertirse en libro, y que disparó la tirada del periódico. Era toda una hazaña entretener al público con un relato que en manos de cualquier otro hubiera podido resultar monótono, la sobrevivencia de alguien perdido en alta mar, viviendo las mismas ocurrencias día tras día.
Siempre me he considerado un escritor realista, que edifica su aparato de invención sobre los relieves del mundo verdadero, sin alterarlos. Es lo que da legitimidad a la mentira. Se investigan los hechos, igual que lo haría un periodista, pero llega un momento en que los caminos se separan: el periodista debe atenerse hasta el final a los hechos, mientras que el novelista, a partir de los hechos, tiene toda la libertad del mundo para mentir.
No sólo se separan los caminos, sino que entre ambos se abre una brecha que adquiere naturaleza ética. Aunque se mienta a mansalva en la ficción, se trata de una mentira inocente. Quien abre las páginas de una novela, ya sabe que se trata de una invención, y entra entonces en lo que se llama "la suspensión de la incredulidad". Comienza a creer que todo es cierto, por obra del arte del novelista.
Pero si se miente deliberadamente en una crónica, un reportaje, en una simple nota periodística, entonces está de por medio el dolo. Y quizás los medios de comunicación pudientes, como The New Yorker, cuidan no sólo su prestigio verificando los hechos, sino también que no vayan a ser demandados judicialmente, porque la mentira tiene un costo monetario elevado.
Ficción versus realidad. "Hechos alternativos" es uno de los términos de mayor impacto contemporáneo en este sentido, inventado por la consejera de la Casa Blanca, Kellyanne Conway, recién pasada la toma de posesión del presidente Trump en enero de 2017. Su secretario de prensa había afirmado que aquel acto había roto todos los records de asistencia, y de audiencia por televisión, un afirmación cuya falsedad era fácilmente demostrable: con sólo comparar los datos del número de personas que había abordado el metro ese día, y el día de la primera investidura de Obama, se probaba que Trump había tenido mucho menos gente.
Cuando Chuck Todd, el entrevistador del programa Meet the Press confrontó a la señora Conway diciéndole que aquella era una "falsedad demostrable", ella respondió que lo que él estaba dando era nada más un «hecho alternativo». Así se acuñó está frase tan célebre hoy. ¿Un hecho alternativo a qué? A la falsedad, porque la verdad de los hechos no tiene alternativa, salvo en las novelas y en los cuentos, en el teatro, en el cine. Semejante tipo de conceptos pretenden convertir los hechos en mentiras dolosas, prestando elementos a la invención de manera ilegítima, o secuestrándolos.
La realidad real es la mía, aunque sea mentira; la tuya no es más que una realidad alternativa. Si soy dueño del poder, lo que diga siempre será verdad. Los demás, sólo tendrán en sus manos un arma débil, desacreditada, la realidad alternativa. Los hechos sometidos a duda, cuestionados. Todos los diques de la lógica y de la ética se rompen, y las aguas sucias e impetuosas de la mentira lo inundarán todo.
Otro nuevo nombre de la vieja mentira es la posverdad, un término que ha entrado ya en el Diccionario de la Lengua Española: "Distorsión deliberada de una realidad, que manipula creencias y emociones con el fin de influir en la opinión pública y en actitudes sociales". Es un neologismo de antiguas raíces.
La demagogia siempre ha procurado que los hechos objetivos sean sustituidos por las mentiras sustentadas en las emociones y en las creencias en determinados valores, aunque estos sean espurios, como la superioridad de una raza, la infalibilidad de una creencia religiosa, la superioridad del sexo masculino, el credo ciego de un partido. Se trata de que la realidad simple se ignorada, y sustituida por dogmas hijos del fanatismo. "El que algo aparente ser verdad es más importante que la propia verdad", dice el Diccionario Oxford de la posverdad.
Hacer que se ignoren los hechos, sobre todo a la hora de conducir a los rebaños de votantes a las urnas para elegir candidatos fundamentalistas, o demagogos, o movilizar a la gente en las calles contra los inmigrantes retratándolos una y otra vez, en el discurso posverdad, como causantes de males y amenazas. Es la búsqueda del triunfo definitivo de la propaganda sobre la razón.
 
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21 de febrero de 2018
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Prohibido prohibir

Hay quienes piensan, y están en todo su derecho, que la trama de la ópera Carmen es machista. Don José, despechado porque Carmen, su amante, lo rechaza para irse con un torero de fama y gloria, mientras él no es más que un soldado sin fortuna, termina acuchillándola, y esta es la celebrada escena final, antes de que caiga el telón.
Carmen, un personaje originalmente literario, debe más su popularidad a la música que a la literatura. La novela de Prosper Merimée sobrevive gracias a la ópera compuesta por su compatriota Georges Bizet.
Hace pocas semanas el teatro Maggio Musicale de Florencia estrenó una versión de Carmen con un final diferente, ideado por el director Leo Muscato. En la famosa última escena, en lugar de que el despechado don José acuchille a la desdichada Carmen, ella le arrebata la pistola y lo mata de un balazo.
 
Este cambio radical en la representación, la víctima femenina convertida en victimaria, tiene el propósito declarado de denunciar la violencia machista, dado que la versión original no es sino un ejemplo, un mal ejemplo, de feminicidio. Así lo justificó el teatro.
Esto nos llevaría a una cadena infinita de revisiones de los relatos clásicos desde una perspectiva de género. Al lobo del cuento de la Caperucita Roja de los hermanos Grimm, habría que dejarlo como está: como depredador sexual recibe su merecido porque el cazador le llena la barriga de perdigones. Pero lo que debió haber hecho Madame Bovary, en lugar de envenenarse, es pegarle un tiro tan certero como el de la nueva Carmen a su amante Rodolphe Boulanger cuando, asediada por los acreedores, busca su auxilio y él se niega a socorrerla.
A finales del año pasado, una ofendida señora, de moral muy victoriana, consiguió reunir cerca de 9 mil firmas para demandar que el Museo Metropolitano de Nueva York retirara de la vista del público la pintura de Balthus El sueño de Teresa, "porque promueve el voyerismo y la cosificación de los niños". El cuadro representa a una muchachita de 13 años que duerme la siesta en una silla, con la pierna levantada, y deja a la vista su ropa interior.
Al contrario del criterio de la dama pudibunda, este cuadro, que data de 1938, ha sido visto siempre por la crítica como muestra de la despreocupada pureza infantil que emana de la placidez del sueño. El museo rechazó la petición: "Las artes visuales son uno de los medios más importantes que tenemos para reflexionar a la vez sobre el pasado y el presente, y esperamos motivar la continua evolución de la cultura actual a través de una discusión informada y de respeto por la expresión creativa", expresó en un comunicado.
Pero también una de las grandes novelas del siglo veinte, Lolita, de Vladimir Nabokov, donde se narra la relación sexual de una adolescente con un adulto que bien podría ser su padre, tardó en encontrar editor, y publicada por fin en 1955 estuvo prohibida en Francia e Inglaterra, bajo la acusación de pornográfica y de promover la pedofilia.
Lo mismo la magistral novela Ulises de James Joyce, prohibida por inmoral en Estados Unidos en 1920 y mantenida en la lista negra durante diez años; y más atrás, Flaubert sometido a juicio criminal en 1857 bajo el cargo de ensalzar el adulterio en Madame Bovary, pero absuelto por la corte tras ocupar durante varias sesiones el mismo banquillo donde se sentaban los homicidas, ladrones y estafadores. Suerte que no corrió Baudelaire, con Las flores del mal seis meses después: condenado el autor, el tribunal mandó suprimir seis de los poemas del libro.
También, hace poco, un usuario de Facebook ha acusado a la compañía ante un tribunal francés por haber suprimido su cuenta, debido a que reprodujo el famoso cuadro de Gustave Courbet El origen del mundo, que está colgado en el Museo de Orsay en París, y que muestra en primer plano una vulva en todos sus detalles, como si se tratara de la ilustración de un texto de ginecología.
La cultura ha sobrevivido a lo largo de la historia de la humanidad derrotando las imposiciones de toda clase de inquisidores. Qué buscar en las redes, qué ver en los museos, en los teatros y las salas de ópera y en el cine, qué leer en los libros y revistas, qué música escuchar, es un derecho que los seres humanos no pueden ceder a nadie. Es nuestra libre escogencia.

 

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7 de febrero de 2018
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Dolores Morales

Cuando presenté en el Instituto Cervantes de Madrid mi nueva novela Ya nadie llora por mí, alguien de entre el público preguntó por qué mi personaje, que está también en El cielo llora por mí, siendo hombre llevaba nombre de mujer.

Expliqué que en Nicaragua hay casos en que a los niños varones se les encomienda a la protección de la Virgen María al bautizarlos, bajo sus diferentes nombres: Virgen de Dolores, de Concepción, del Carmen, del Pilar, de Mercedes, de Guadalupe; en este último caso, en México abundan los Guadalupes, o Lupes.

Un tío abuelo mío, de apetito pantagruélico, se llamaba Mercedes Gutiérrez, y en las comarcas de Masatepe, mi pueblo natal, conocí algún don Pilar, o don Concepción, o "Chon". De modo que el nombre de mi personaje no responde a una invención mía, y ya me gustaría que lo fuera, sino a que conozco a más de un Dolores, o "Lolo" Morales.

Semejante conjunción de nombre propio y apellido le ofrece al novelista la singular oportunidad de tener como protagonista principal nada menos que a un Dolores Morales; pero siempre he repetido que no tuve intención de ir más allá del atractivo de una coincidencia tan graciosa: como mi inspector es bastante mujeriego, su compañero de aventuras, el circunspecto pero cáustico Lord Dixon, le dice que más bien debería llamarse Placeres Físicos.

Es lo que pasa con el nombre de la guerrillera panameña con quien se casa en el Frente Sur, Eterna Viciosa. Tampoco es invención mía. El nombre Eterna, y el apellido Viciosa, existen de verdad en el Caribe. Eso me lleva a recordar que en Masatepe había una Zoila Clara, de apellido Luna, quien se casó con un Monterrey, de lo que resultó un nombre más que poético: Zoila Clara Luna de Monterrey.

Mi lector y amigo Porfirio Gómez se ha referido al nombre de mi personaje en un escrito, y dice que aunque yo afirme todo lo contrario, Dolores Morales encarna un dolor moral. "A mi juicio este es un nombre que carga una intención y, por lo tanto, no fue escogido al azar ni por ser usual", afirma.

Y yo creo que los dos tenemos razón: en una novela, los nombres de los personajes, y también la trama, llegan a tener consecuencias en la lectura más allá del ardid literario, aunque no hayan sido pensadas por el escritor deliberadamente; o es que a lo mejor están en su subconsciente, y es el lector quien las saca a flote.

Y cuando se trata no de uno, sino de varios o muchos lectores, entonces la novela llega a tener consecuencias sociales. Por eso es que una obra de ficción se escribe siempre entre dos, el escritor y el lector, o, en todo caso, entre el escritor y los lectores.

Tampoco es que el inspector Dolores Morales, más allá de su nombre, sea un personaje concebido de manera inocente. Es un viejo guerrillero que perdió una pierna en combate, tiene que soportar una prótesis, y más allá de ese dolor físico soporta, y aquí mi amigo Porfirio tiene razón, el dolor moral de su propia historia.

Como joven idealista quiso cambiar el mundo en que vivía, sus crueldades e injusticias, la opresión, la corrupción, y la ignominia de que una misma familia permaneciera en el poder década tras década. Por eso se rebela, arriesga la vida, pierde una pierna, y al triunfo de la revolución entra en la Policía Sandinista, donde se convierte en agente antidrogas, dueño de esos mismos ideales a los que no renuncia por mucho que cambien los tiempos después.

Y los mantiene hoy en día, cuando tiene que ganarse la vida como investigador privado que se ocupa de casos de poca monta, sobre todo infidelidades conyugales que investiga con el auxilio de su vieja colaboradora doña Sofía, fotografiando a parejas sorprendidas in fraganti.

Hoy en día, cuando la lucha se libra dentro de su propia conciencia donde pugnan su vieja entereza, sostenida por esos ideales para muchos ya caducos, frente a las tentaciones de acomodarse al sistema, aceptar la corrupción como norma, y despojarse de sus principios como si se tratara de una vestidura ya fuera de moda.

 

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17 de enero de 2018
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La república pendiente

Hace cuarenta años, una mañana del 10 de enero de 1968, el periodista Pedro Joaquín Chamorro fue asesinado por sicarios de la dictadura de la familia Somoza. Iba solo, ajeno como era guardaespaldas, al volante de su propio vehículo, cuando los asesinos a sueldo lo emboscaron en un paraje desolado de las ruinas de Managua, destruida por el terremoto de 1972.
 
Una frase suya lo define como pocas: "cada quien es dueño de su propio miedo". Recibía constantemente amenazas de muerte porque en sus editoriales de La Prensa se mostraba inflexible con el sistema somocista que había desmantelado las instituciones y sometido al país a la violencia represiva, la abyección y la corrupción que carcomía el andamiaje social.
No eran denuncias huecas. Llevaban los nombres y apellidos de quienes se lucraban de negocios inmorales, la familia reinante a la cabeza, pues no había letra del alfabeto donde los Somoza no tuvieran empresas: desde el arroz de la A, a la Z de zapatos, pasando por la X que correspondía a negocios desconocidos.
En la letra S se hallaba el más infame de todos, el de la sangre, que Pedro Joaquín no cesaba de denunciar. La compañía Plasmaféresis, de la que Anastasio Somoza Debayle era socio mayoritario, compraba la sangre a los menesterosos para exportar el plasma a los mercados extranjeros.
Se convirtió así en la conciencia del país en tiempos de desidia, temor y silencio. Y tras su muerte, cada quien supo que también era dueño de su propio miedo, y que era necesario tomar conciencia del miedo para acabar con el miedo.
Miles acompañaron su ataúd desde la morgue hasta su casa, miles más lo siguieron hasta el cementerio, y la indignación popular se desbordó en las calles. Llena de ese furor que acabaría destronando a la dictadura, la gente incendió Plasmaféresis y otros negocios de la familia. Una ola de fuego que ya nadie detendría.
Haber sido en vida la conciencia del país, y el detonante de la insurrección popular con su muerte, es algo que la historia oficial le escatima con absurda mezquindad. Es cierto que en 2012 la Asamblea Nacional lo declaró por unanimidad Héroe Nacional; pero en el cerrado santoral de la lucha revolucionaria, Pedro Joaquín no figura. La mano del poder lo ha excluido.
Colocarlo en el lugar que de verdad tiene en el desencadenamiento de la insurrección nacional, significaría alterar el discurso publicitario que asigna papeles de acuerdo a los intereses de quienes hoy tienen el poder político. De ese mismo santoral han sido excluidos, o colocados también en papeles complementarios, dirigentes guerrilleros de las mismas filas sandinistas porque han caído en desgracia una vez convertidos en adversarios, no pocos de ellos calificados de traidores.
La deliberada exclusión de Pedro Joaquín esconde la verdad de que derribar a la dictadura fue una gesta nacional en la que concurrieron nicaragüenses de muy diferentes tendencias, empezando por las tres en las que estuvo dividido el propio sandinismo, en resumidas cuentas un asunto de cúpulas intelectuales.
Y en las calles y en las áreas rurales, quienes juntaron esfuerzos, con las armas o sin ellas, formaban un amplio y complejo mosaico ideológico en el que había marxistas, cristianos de la teología de la liberación, y también cristianos tradicionales; socialistas, socialdemócratas, liberales, conservadores, socialcristianos, y otros muchos que solo ansiaban vivir en un país libre y diferente. Conforme esa base se integró el primer gobierno de la revolución.
Claro que se necesitaban cambios profundos, y que la revolución no era sólo un trámite para seguir en lo mismo de antes. La consigna que guio la lucha armada hasta el final, de rechazar el somocismo sin Somoza, siempre fue justa e imprescindible.
 
Y no hay duda que el primero que habría respaldado esta determinación es el propio Pedro Joaquín, quien llegó a tomar las armas veinte años atrás cuando vio todos los caminos democráticos cerrados; sufrió cárcel y exilio, y nunca dejó, a riesgo constante de su vida, de ser el opositor por excelencia a la dictadura, desnudando sus vicios y atrocidades.
Quienes piensan que habría querido un cambio a medias, se equivocan. Pero quienes piensan que ese cambio pasaba por negar la democracia, y por establecer una sola ideología desde el poder, también se equivocan. Siempre habría sido un fiscal implacable del ejercicio de las libertades públicas y de la institucionalidad democrática.
Si tantas veces le escuchamos decir que cada quien era dueño de su propio miedo, también nunca se cansó de repetir que Nicaragua volvería a ser república. Y esa es una tarea aún pendiente.
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10 de enero de 2018
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El insustituible

El universo estrafalario y cruel de la dictadura de Manuel Estrada Cabrera se refleja con maestría en El señor presidente de Miguel Angel Asturias, Premio Nobel de Literatura hace 50 años. Es una novela construida de manera cinética, cuadro tras cuadro, que retrata el miedo y la degradación, la represión y el servilismo, el sometimiento y la adulación.
No era militar, sino un abogado de segunda, quien se coló en el poder al producirse el asesinato del general Reina Barrios en 1898, crimen del que a lo mejor fue cómplice; y entre mañas, fraudes, y sobre todo terror, logró mantenerse en el mando doce años.
Si en la novela de Asturias está casi ausente, Rafael Arévalo Martínez, el más joven de los poetas modernistas centroamericanos, lo retrata de cuerpo entero en ¡Ecce Pericles!, una exhaustiva crónica de su satrapía publicada en 1945, apenas dos años antes que El señor presidente.
Su espíritu vengativo era insaciable. En 1908, un cadete de la Escuela Politécnica, al presentarle armas como miembro de la guardia de honor, sorpresivamente enderezó su fusil contra él. Salió apenas chamuscado, porque el tiro no fue certero, pero mandó a fusilar a todos los cadetes. Y no solo eso. Ordenó demoler el edificio que albergaba la escuela, y una vez aplanado el terreno, hizo que encima regaran sal.
En la otra cara del terror, está siempre la adulación, que es una de las formas de la cobardía. En el periódico La Mañana, el periodista Fernando Somoza Vivas escribió: "después de enjugarse la preciosa sangre, comenzó allí mismo a disponer lo conveniente para la Nación".
"Preciosa sangre" se refiere siempre a la sangre de Cristo. Pero Estrada Cabrera tenía la manía de apropiarse de la religión: había dispuesto que el santo entierro no siguiera su recorrido habitual, sino que pasara frente a su casa. Un arma de doble filo, porque quienes cargan el sepulcro llevan cucuruchos de penitentes que los ocultan, y así otros cadetes complotados planearon disfrazarse de esa manera, entrar a la casa, y capturarlo. Pero antes del viernes santo estaban ya todos presos.
Y extravagancias de su megalomanía, como hacer que lo llamaran, entre otros tantos títulos, "el Insustituible"; u obligar a rendir culto a su madre, doña Joaquina Cabrera de Estrada. En este sentido se mostraba generoso, porque era un culto compartido.
Había un «Club de Amigos del Señor Presidente», para los varones, en tanto sus esposas pertenecían al «Club Joaquina»; los niños formaban el «Club de Amiguitos del Señor Presidente», y las mujercitas la «Asociación del Veintiuno de Agosto», fecha del nacimiento de la "augusta matrona".
Pero la celebración de las Fiestas de Minerva fue la cumbre de sus extravagancias. Como "protector de las Artes, las Ciencias y la Educación", no podía sino rendir culto a la diosa de la Sabiduría.
Las primeras se celebraron en 1899, con la mala fortuna de que la ligera estructura del templo griego construido para la ocasión se desplomó sobre la cabeza de la joven a quien tocó ese año representar a la diosa y sobre la cabeza de sus vestales, huyendo todas despavoridas. Pero al año siguiente el templo había sido ya construido en toda regla, un verdadero Partenón de columnas dóricas, y también se erigieron réplicas en los sitios más remotos, y sus capiteles sobresalían entre la verdura de la selva.
La diosa Minerva desfilaba cada año con su cortejo de vestales, escoltadas por jovencitos disfrazados a la usanza de la Grecia clásica. A lo largo del recorrido se alzaban majestuosos arcos triunfales, e, igual que el santo entierro, la procesión pasaba obligadamente frente casa del dictador, a quien las niñas vestales ofrendaban canastas de flores, y quemaban incienso en su honor en los pebeteros.
El poder del Insustituible acabó, sin embargo, y acaba mal. El pueblo se rebeló en las calles, y el ejército se le volteó. El Protector de Minerva, y Padre de la Juventud, fue derrocado en 1910, y sometido a juicio. Sus fieles partidarios, aduladores y serviles, se escurrieron por los albañales.
Miguel Ángel Asturias era entonces estudiante de derecho, y como practicante actuaba de secretario del juzgado a cargo de la causa criminal en su contra. Ya para entonces le habían dado la casa por cárcel, y allí lo visitaba para cumplir los trámites judiciales.
"Usted hizo muy pocos amigos en el gobierno", le comentó una vez, viendo que nadie lo visitaba. Y él le respondió: "Usted no entiende lo que es el poder. Yo en el gobierno no hice amigos. Lo que tuve fueron cómplices".

 

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27 de diciembre de 2017
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Escrito en piedra, o en el agua

En el año de 1982, la Asamblea Constituyente de Honduras aprobó una nueva carta magna en la que se prohibía la reelección presidencial de manera terminante e inconmovible. Ni por medio de una reforma constitucional, ni aún por un plebiscito podía cambiarse el artículo que impedía a un presidente de la república continuar en el mando. Esta prohibición entraba entre las disposiciones llamadas "pétreas", escritas en piedra. Y el código penal pasó a considerar el solo intento de promover la reelección como traición a la patria.
La extrema previsión de los legisladores provenía de la propia historia del país, plagada de dictaduras militares, elecciones fraudulentas, y presidentes ambiciosos de quedarse sentados en la silla presidencial largo tiempo, o para siempre, lo que significa también apoderarse de las institucionales, someterlas, y corromperlas.
En junio de 2009, el presidente Manuel Zelaya, del partido Liberal, promovió la celebración de una consulta popular a través de lo que llamó una "cuarta urna" en busca de abrir la vía para llamar a una nueva Asamblea Constituyente. Fue acusado de querer eliminar el artículo pétreo que le prohibía reelegirse, y como remate de una grave crisis institucional el ejército, con el respaldo de la Asamblea Nacional en manos de sus adversarios conservadores del partido Nacional, lo depuso mediante un golpe de estado.
Como si otra vez estuviéramos viendo la misma vieja película, el presidente fue sacado en pijama de su cama a medianoche, metido en un avión, y expulsado a Costa Rica. Parecía que estábamos regresando de nuevo a la época poco honrosa de las famosas repúblicas bananeras.
En 2014 fue electo presidente Juan Manuel Hernández, del partido Nacional, y al año siguiente un grupo de diputados de su propio partido recurrió ante la Corte Suprema de Justicia para que las disposiciones que prohibían la reelección fueran derogadas. El sólo hecho de formular la petición, daba pie para procesarlos, con la consecuencia de ser cesados de sus cargos e inhabilitados políticamente, perdiendo aún la ciudadanía, "por incitar, promover o apoyar el continuismo o la reelección", según la letra de la misma Constitución.
Pero la Corte Suprema, dominada por magistrados del mismo Partido Nacional, sentenció que las disposiciones constitucionales que prohibían la reelección presidencial ¡eran inconstitucionales!, abriendo el camino al presidente Hernández para presentarse de nuevo como candidato.
Estas son las raíces del drama que hoy está viviendo Honduras tras las elecciones del 26 de noviembre de este año, cuando un cuestionado Tribunal Supremo Electoral se ha visto impedido de poder declarar a un ganador frente a una votación estrechamente dividida entre el propio Hernández y el candidato de la Alianza de Oposición contra la Dictadura, el presentador de televisión Salvador Nasralla, respaldado por el expresidente depuesto Manuel Zelaya.
El conteo inicial que favorecía a Nasralla cambió abruptamente tras interrupciones del sistema electrónico. Cuando el sistema se restableció, Nasralla pasó de ganador a perdedor. Todo un acto de prestidigitación digital.
El Tribunal Electoral ha concluido un nuevo recuento parcial de los votos sin la presencia de la oposición, y mantiene el escaso margen de ventaja a favor del presidente Hernández. Nasralla no acepta los resultados y demanda un nuevo recuento total, o la anulación de las elecciones para celebrar unas nuevas, algo que luce más que improbable; y aunque los observadores de la Unión Europea y de la OEA avalaran el escrutinio oficial, la sombra del fraude no podrá ser desterrada.
Desgraciadamente, la Corte Suprema de Costa Rica ordenó en 2003 anular la prohibición de reelección establecida por una reforma constitucional en 1969. Esta sentencia, proveniente de un país de reconocida tradición democrática creó un precedente nefasto que ha sido seguido después en Nicaragua, en Honduras, y últimamente en Bolivia.
En 2010, la Corte Suprema de Justicia de Nicaragua, dominada por Daniel Ortega, declaró inaplicable el artículo de la Constitución que impedía la reelección, y así pudo seguirse presentando como candidato, amparado por las razones filósofas de sus correligionarios del tribunal: "el derecho a Elegir y Ser Electo, no puede ser alterado...por ser un derecho sustancial y esencial al ser humano".
Evo Morales, que lleva ya bastantes años como presidente de Bolivia, buscó seguir reeligiéndose y para ello convocó un plebiscito, que perdió. No dejó de insistir. Ahora, el Tribunal Constitucional lo autoriza a seguir presentándose como candidato de manera indefinida. La prohibición constitucional, dice la sentencia, violenta sus derechos políticos.
Lo escrito en piedra, está más bien escrito en el agua.

 

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13 de diciembre de 2017
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El poder para siempre no existe

En 1972 Oriana Fallaci logró entrevistar en su palacio amurallado al emperador Haile Selassie, quien se proclamaba descendiente de la reina de Saba y el rey Salomón. Al final ella le preguntó: "¿cómo mira a la muerte? El emperador, que tenía 80 años y le faltaban tres para morir, pareció no entender: "¿A qué? ¿A qué?". "A la muerte, Majestad", insistió ella. Y eso desbordó la paciencia del soberano: "¿La muerte? ¿La muerte? ¿Quién es esta mujer? ¿De dónde viene? ¿Que quiere de mí? ¡Fuera, basta!".
No cabía en su mente que su poder no estuviera ligado a la inmortalidad. Pero no fue siempre un hombre distraído de la realidad, porque en un tiempo se puso a la cabeza de la lucha en contra de las tropas de Mussolini que invadieron Etiopía. Y al final, depuesto por un golpe militar, no pudo imaginar la clase de muerte que tendría, estrangulado en su cama, y enterrado bajo el piso de un baño en su propio palacio imperial.

Me ha venido a la cabeza esta historia de alguien que desde su trono eterno se indigna cuando le hablan de la muerte, ante la caída del dictador de Zimbabue Robert Mugabe, gracias a otro golpe militar, tras su permanencia en la presidencia durante casi cuatro décadas. Mugabe, un tanto más práctico a sus 93 años, sí aceptaba que un día habría de morir, desde luego que escogió como su sucesora a su esposa Gracia Marufu, mucho más joven que él, y a quien la gente llamaba en secreto "Desgracia Marufu".

También, en lugar del título de Primera Dama, le daban el de "Primera Compradora", pues se escapaba a París o Londres en excursiones por las boutiques de lujo para hacerse de decenas de trajes y zapatos exclusivos. Dueña del monopolio de producción y distribución de los productos lácteos en el país, alegaba que sus gustos se los pagaba con su propio dinero.

La Universidad de Zimbabue le otorgó un doctorado, sin haber puesto nunca un pie en las aulas, siendo el propio Mugabe quien le colocó el birrete en la ceremonia de graduación. Ambiciosa y astuta, mientras su anciano marido se dormía en las reuniones de gabinete, ella iba tejiendo su propia urdimbre de poder.

Tal como Haile Selassie, Mugabe, líder guerrillero del Ejército de Liberación Nacional (ZANLA), condujo la lucha de su pueblo para librarse del régimen racista de la minoría blanca. Y de las penurias del combate pasó a la ruindad de la tiranía, el crimen, el fraude electoral, la corrupción y la opulencia, ya convertido en primer ministro, luego presidente, y al mismo tiempo jefe vitalicio del partido oficial, el ZANU-PF.

Nunca dejó de proclamarse socialista, en lucha abierta contra los demonios del capitalismo y el colonialismo. Pero su paraíso socialista no fue sino un infierno. A su caída reinan la pobreza y el desempleo, y la esperanza de vida es de apenas 56 años. Su pretendida reforma agraria destruyó la organización productiva, y sólo trajo escasez y desabastecimiento.

Cualquiera que lo criticara se convertía en traidor, algo que podía significar una orden de ejecución. Y también tenía a su servicio fuerzas paramilitares para asesinar disidentes. En 2008 perdió las elecciones ante su oponente Morgan Tsvangirai, y entonces proclamó que "solamente Dios" podía apartarlo de la presidencia. Dios a su servicio personal de católico practicante que comulgaba devotamente en la catedral de Harare.

Al celebrar sus 91 años, Gracia le organizó una fiesta para 20 mil invitados, que llenaron un estadio de futbol. Por supuesto, los empleados públicos debieron asistir obligatoriamente, bajo pena de despido, pagando su cuota. Se sirvió un menú de lomos de elefante, entrecotes de búfalo, piernas de impala y costillas de antílopes, todo un zoológico sobre las brasas. Por lo visto, la dentadura del anciano seguía sana.

Ahora todo ha terminado para la pareja. Mugabe destituyó al vicepresidente Emmerson Mnangagwa buscando dejarle libre el camino a su esposa, un paso en falso, y ahora lo tiene como su sucesor, con lo cual las sombras ominosas vuelven a cerrarse sobre el país, igual que tras la deposición de Hailie Selassie, cuando asumió el poder como dictador el coronel Mengistu, cabeza del golpe de estado. Mnangagwa, apodado "el cocodrilo" por la fama de su crueldad, fue jefe de espionaje de la guerrilla durante la lucha de independencia, y luego Ministro de Seguridad, y como tal, jefe de la policía secreta.

Pésima costumbre que tiene la historia de repetirse.

 

     

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29 de noviembre de 2017
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El Boomeran(g)
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