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La fuerza del destino

Por 4 de abril de 2018 diciembre 23rd, 2020 Sin comentarios

Sergio Ramírez

Cuando alguien cree ciegamente en la fuerza del destino, al que nada ni nadie puede cambiar, pensamos más bien en los personajes de las novelas. Pero no es asunto sólo de las novelas. Es lo que cree la mayoría de los jóvenes que viven en barriadas marginales de cinco capitales centroamericanas, donde dominan la pobreza, el desamparo, la violencia, y el miedo. Un destino fatal que para ellos no es nada halagüeño, y sólo les hace esperar el golpe falta que caerá inclemente sobre sus cabezas.
El Instituto de Investigaciones Sociales de la Universidad de Costa Rica desarrolló a finales del año pasado una encuesta de opinión, cuyos resultados acaban de ser publicados, en los asentamientos de El Limón, de ciudad Guatemala; Nueva Capital, de Tegucigalpa; Popotlán, de San Salvador; Jorge Dimitrov, de Managua; y La Carpio, de San José. La muestra incluye a 1501 jóvenes de ambos sexos, entre los 14 y los 24 años.
El destino tiene diversos rostros, el de la miseria irreductible, y también el de la violencia, a la cual estos jóvenes temen: ser reclutados o agredidos por las pandillas, o acabar como víctimas suyas en una morgue. Y la única manera de librarse es huyendo de sus garras poderosas: para ellos, la mitad de los cuales nunca ha ido a la escuela ni irá nunca, y peor las muchachas, cuya cota de falta de educación se acerca al 60%, la única oportunidad posible de salvarse es emigrar: esta proporción de exiliados en potencia, que alcanza también la mitad de los encuestados, se extiende en Popotlán al 70%; nada extraño, si un millón y medio de salvadoreños viven fuera de las fronteras, sobre todo en Estados Unidos.
Pero el destino tiene aún otro rostro, el del poder, frente al que los jóvenes se sienten aún más inermes, y lo aceptan tal como es, lejos de atreverse a imaginar que pueden enmendarlo: hay que obedecer a los padres aunque no se hayan ganado el respeto para ejercer su autoridad familiar; y de este molde paternalista derivan otras formas de sumisión: obedecer a las autoridades del gobierno, aunque tampoco tengan la razón. Y la mano dura como mejor remedio para enfrentar los problemas del país.
De allí que no resulte nada extraño que más del 80% de estos jóvenes considere que no importa si un gobierno es o no democrático si resuelve esos problemas; que da lo mismo un gobierno democrático que uno autoritario; y que, en algunos casos, un gobierno autoritario puede ser preferible a uno democrático. Los jóvenes del Dimitrov en Nicaragua, que piensa que un gobierno democrático es preferible a cualquier otro, quedan reducidos al 8%, y a 10% en Popotlán, El Salvador; mientras en La Carpio, Costa Rica, país de larga tradición democrática, llegan, con costo, al 20%.
Es el ideal de un estado que no depende de las leyes y puede dispensar prodigalidad, o represión, como los alcaides de las cárceles. Pero, más llamativo aún, un estado que en los territorios miserables donde esos jóvenes sobreviven, no tiene, por lo común, rostro visible, más que el de la acción policial.
El asentamiento Nueva Capital, a media hora de Tegucigalpa, fue fundado por un sacerdote, no por el estado, y sus habitantes acarrean en carretones el agua potable. Ese estado es así un padre irresponsable y desamorado. Y como anda ausente, tiene sustitutos eficaces en cuanto a la vida espiritual de los jóvenes.
La palma se la llevan las iglesias cristianas protestantes, con un promedio del 40%, mientras la iglesia católica sólo llega a un 18%. La mayor afiliación protestante se da en El Limón, Guatemala, con un 51%, y le sigue el Dimitrov, Nicaragua, con 43%.
¿Y los partidos? Apenas al 7% declara pertenecer a alguno, y es curioso ver cómo en Nicaragua, donde el partido oficial busca meterse en todos los resquicios de la sociedad, la incorporación política de los jóvenes del Dimitrov no pasa de esa exigua media del 7%; mientras en Popotlán, El Salvador, donde gobierna la antigua guerrilla del FMLN, sólo el 3% declaran ser parte de alguna agrupación partidaria.
Otras encuestas entre gente de diversos estratos económicos y edades, demuestran que sobre el descrédito de los partidos, la emergencia de las iglesias cristianas, que ganan cada vez más peso político, y la creencia en las virtudes del autoritarismo en desprecio de la democracia, las opiniones son parecidas. Y que la fuerza del destino, es la fuerza de la pasividad.
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Sergio Ramírez

Sergio Ramírez (Masatepe, Nicaragua, 1942). Premio Cervantes 2017, forma parte de la generación de escritores latinoamericanos que surgió después del boom. Tras un largo exilio voluntario en Costa Rica y Alemania, abandonó por un tiempo su carrera literaria para incorporarse a la revolución sandinista que derrocó a la dictadura del último Somoza. Ganador del Premio Alfaguara de novela 1998 con Margarita, está linda la mar, galardonada también con el Premio Latinoamericano de novela José María Arguedas, es además autor de las novelas Un baile de máscaras (1995, Premio Laure Bataillon a la mejor novela extranjera traducida en Francia), Castigo divino (1988; Premio Dashiell Hammett), Sombras nada más (2002), Mil y una muertes (2005), La fugitiva (2011), Flores oscuras (2013), Sara (2015) y la trilogía protagonizada por el inspector Dolores Morales, formada por El cielo llora por mí (2008), Ya nadie llora por mí (2017) y Tongolele no sabía bailar (2021). Entre sus obras figuran también los volúmenes de cuentos Catalina y Catalina (2001), El reino animal (2007) y Flores oscuras (2013); el ensayo sobre la creación literaria Mentiras verdaderas (2001), y sus memorias de la revolución, Adiós muchachos (1999). Además de los citados, en 2011 recibió en Chile el Premio Iberoamericano de Letras José Donoso por el conjunto de su obra literaria, y en 2014 el Premio Internacional Carlos Fuentes.

Su web oficial es: http://www.sergioramirez.com

y su página oficial en Facebook: www.facebook.com/escritorsergioramirez

Foto Copyright: Daniel Mordzinski

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