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Escrito por

Rafael Argullol

Rafael Argullol Murgadas (Barcelona, 1949), narrador, poeta y ensayista, es catedrático de Estética y Teoría de las Artes en la Facultad de Humanidades de la Universidad Pompeu Fabra. Es autor de treinta libros en distintos ámbitos literarios. Entre ellos: poesía (Disturbios del conocimiento, Duelo en el Valle de la Muerte, El afilador de cuchillos), novela (Lampedusa, El asalto del cielo, Desciende, río invisible, La razón del mal, Transeuropa, Davalú o el dolor) y ensayo (La atracción del abismo, El Héroe y el Único, El fin del mundo como obra de arte, Aventura: Una filosofía nómada, Manifiesto contra la servidumbre). Como escritura transversal más allá de los géneros literarios ha publicado: Cazador de instantes, El puente del fuego, Enciclopedia del crepúsculo, Breviario de la aurora, Visión desde el fondo del mar. Recientemente, ha publicado Moisès Broggi, cirurgià, l'any 104 de la seva vida (2013) y Maldita perfección. Escritos sobre el sacrificio y la celebración de la belleza (2013). Ha estudiado Filosofía, Economía y Ciencias de la Información en la Universidad de Barcelona. Estudió también en la Universidad de Roma, en el Warburg Institute de Londres y en la Universidad Libre de Berlín, doctorándose en Filosofía (1979) en su ciudad natal. Fue profesor visitante en la Universidad de Berkeley. Ha impartido docencia en universidades europeas y americanas y ha dado conferencias en ciudades de Europa, América y Asia. Colaborador habitual de diarios y revistas, ha vinculado con frecuencia su faceta de viajero y su estética literaria. Ha intervenido en diversos proyectos teatrales y cinematográficos. Ha ganado el Premio Nadal con su novela La razón del mal (1993), el Premio Ensayo de Fondo de Cultura Económica con Una educación sensorial (2002), y los premios Cálamo (2010), Ciudad de Barcelona (2010) con Visión desde el fondo del mar y el Observatorio Achtall de Ensayo en 2015. Acantilado ha emprendido la publicación de toda su obra.

 

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Estrategias

Rafael Argullol: Un poema de Baudelaire en principio parece que expresar radicalmente el anti-amor, pero también se convierte en una forma fulminante de amor.
 
Delfín Agudelo: Tanto la cartografía personal como la escritura como acto que completa resumen en gran medida la escritura amorosa. Por esto, podríamos decir que la escritura de una carta de amor es un gesto narcisista, un juego ilusorio: se cree estar pensando en el ausente, cuando el realidad se está pensando en uno mismo.
 
R.A.: Al contrario de lo que comúnmente se admite, tanto el amor como la muerte son productos de la imaginación, más narcisistas que el placer y el dolor. En el caso del amor toda carta amorosa generalmente tiene un único destinatario, que es quien la escribe, no quien la recibe. Desarrolla una especie de larguísima circunferencia en medio de la cual está el teórico receptor, pero que fundamentalmente se espera la segunda parte de la circunferencia, que es cómo llega de nuevo hacia el escribiente. Esa es la gran fascinación de la carta de amor, que quien la está escribiendo puede que llegue a pensar incluso desesperadamente en una mujer, pero sobre todo está pensando en cómo esa mujer le va a responder. El que la escribe, entre líneas está pensando también en la respuesta. Por esto yo diría que es un proceso extraordinariamente moroso, extremadamente parsimonioso, y en la medida en que hemos ido abandonando las cartas de amor se ha ido abandonando también ese proceso en el cual el que escribía estaba pendiente de la propia recepción.
Es muy curioso el género amoroso en nuestros días, cómo la carta de amor ha ido siendo sustituida por la rivalidad del teléfono, luego con la de los e-mails, y por último con la de los sms. El sms es un lenguaje lapidario, conciso, extraordinariamente adecuado para las trampas del placer, para tender y recibir trampas eróticas, porque está basado en la síntesis y en cierto modo en poner pequeños pedazos de queso en la ratonera, a ver si pica el ratón. En cambio la carta amorosa es una estrategia en la cual uno quedaba muy retratado, por lo que iba con mucho cuidado, precavidamente. Incluso la carta amorosa más breve es la que uno imagina que se ha pensado con extraordinario detenimiento. Es interesante ver cómo los géneros de la comunicación amorosa se han ido volviendo cada vez más sintéticos, y en cierto modo cada vez más tramposos; o de trampas más vinculadas a lo que sería la propia trampa del encantamiento de la publicidad de nuestra época.
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20 de febrero de 2008
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VI. El amor y la máscara. La carta de amor.

Rafael Argullol: Yo, que pienso que todo amor es amor propio, no creo que pueda amar aquél que no tiene una dosis sólida de amor propio porque el amor es un exceso.
Delfín Agudelo: Así como hay cartas de suicidio, también hay cartas de amor: las dos definen momentos de geografía interior. Centro de su propio universo, el amante que escribe la carta de amor desea que el sentimiento amoroso lo rodee de una manera precisa, pero que en momento alguno deje de lado la estela que él mismo ejerce.
R.A.: El propósito de una carta de amor puede ser muy variable. Hay un propósito muy directo y un propósito extremadamente oblicuo. En ese sentido, toda la historia de la literatura o bien ha sido una carta de muerte, de adiós, una elegía, o bien ha sido una carta de amor. Podemos analizar la literatura occidental como una sucesión de cartas de amor. Por ejemplo, la Divina Comedia es la gran carta de amor a Beatriz por parte de Dante, que nos deja un monumento literario extraordinariamente minucioso. El Werther es una carta de amor que está muy teñida de muerte pero no por esto deja de serlo. Madame Bovary sería una carta de amor por vía negativa. Tenemos muchas obras en las cuales se va representando o desarrollando más bien una estrategia respecto al amor, porque en definitiva en una carta de amor fundamentalmente lo que se busca es la cartografía de uno mismo, la cartografía de tus propios accidentes, de tus propias necesidades, de tus desiertos, montañas, valles, bosques; y a partir de ahí vas siguiendo esos senderos ocultos o enrevesados en medio de los accidentes.
Por tanto, hay tantas tipologías de cartas de amor como estrategias literarias que se han dado a lo largo de la historia. Desde el dardo fulminante hasta lo que sería una estrategia elaboradísima. Yo quisiera hacer un paralelo con el dolor y el placer; de la misma manera que estas dos ideas han suscitado comentarios y sensaciones simétricas, el amor y la muerte han hecho lo mismo. Es decir, a la muerte le pedimos mucho en cuanto la situamos como el mayor misterio de la vida. Y al amor le pedimos mucho porque le pedimos que nos regale esa segunda mitad de la frase que no tenemos. La vida, el cuerpo... lo que aprendemos siempre parece que nos da la primera mitad de la frase; entonces al amor le exigimos completarla. Y por eso realmente le pedimos mucho. Nos dejamos llevar por el dolor y el placer pero quizás les pedimos menos porque se trata de situaciones fulminantes. En cambio a la muerte y al amor le pedimos mucho. Singularmente, desde una óptica literaria, al amor lo definiría como el intento de escribir la segunda parte de la frase que necesitamos para completar lo que en una preciosa palabra podemos definir: entereza. Sentirnos enteros, completos. Y en ese sentido hay una infinidad de estrategias para intentar conseguir eso, desde la estrategia de Dante hasta la estrategia que puede ser un poema de Baudelaire que en principio parece que exprese radicalmente el anti-amor, pero esto también se convierte en una forma fulminante de amor.

 

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19 de febrero de 2008
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Galería de espectros: Doctor Strangelove

Rafael Argullol: En mi galería de espectros hoy he escuchado las risas del Doctor Strangelove.

Delfín Agudelo: Cuando pienso en Peter Sellers se me viene a la mente Zelig de Woody Allen.

R.A.: Es verdad. Peter Sellers fue un actor que tenía una capacidad única para mimetizar los personajes hasta el punto en que en un documental realizado con posterioridad a su muerte se comentaba que era un hombre que había dejado de tener posibilidad de orientar su propia vida. Estaba tan encarnado en sus personajes que había desencarnado su propio personaje. En ese sentido, entre las múltiples y geniales interpretaciones de Peter Sellers, quizás la más enigmática y espectral sería aquella que nos condujera a ver su propia interpretación en el mundo y vida cotidiana. Como actor, realizó media docena de interpretaciones de enorme talento, vinculadas siempre a la comedia de alto rango, desde La Pantera Rosa a su papel extremadamente turbador en Lolita de Kubrick. Pero no hay duda de que quizá la película en la que él interviene con más matices, en la que se vacía más en esa capacidad proteica por ir cubriéndose con la carne de sus personajes, es El doctor Strangelove, donde no solo representa varios papeles, sino que hace una auténtica polifonía de comedia negra en los distintos personajes que tiene que asumir.
Además, pienso que en ninguna otra película se ha llegado tan lejos respecto a lo que podríamos llamar “la risa del horror” de nuestro tiempo, que es la escenificación macabra de la posibilidad de la autodestrucción de la humanidad a través de la bomba atómica. Se plantea como si fuera una comedia negra, en la que van chocando los distintos personajes, y en las que Peter Sellers muchas veces se coloca en ambos lados. El Doctor Strangelove, por otro lado, sería una especie de criatura monstruosa final de esa gran saga de doctores espectrales que ha dado el cine a lo largo del siglo XX —como son el doctor Mabuse, el doctor Moreau, el doctor Cagliari, el doctor Phives— y que de alguna manera culminan en ese personaje que es el antiguo científico nazi que se reconoce en un lugar muy importante en la historia moderna, precisamente porque esta historia está conmovida por su propia capacidad de destrucción y de autodestrucción. Es quizá la interpretación más genial de un Peter Selleres que se olvida de sí mismo para convertirse en un autorretrato de nuestros propios miedos y de nuestras propias incertidumbres.

 

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18 de febrero de 2008
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Galería de espectros: Orfeo

Rafael Argullol: Hoy en mi galería de espectros he creído escuchar la lira de Orfeo.

Delfín Agudelo: ¿En qué momento de su travesía escuchaste la lira?

R.A.: Siempre me sorprende pensar en el personaje Orfeo porque es uno de los más volubles de toda la mitología antigua. Hay pocos personajes que tengan tan continua metamorfosis y tanta riqueza de caracterizaciones, incluso a veces contradictorias. Depende mucho, también, de mi propio estado de ánimo: soy capaz de vislumbrar una u otra de las siluetas de Orfeo. Me llama la atención de entrada que Orfeo nunca fuera presentado como estos héroes corpulentos, fuertes, enérgicos, que eran propios de la mitología griega, sino que era un personaje ambivalente, que parecía continuamente colocado entre dos mundos: entre el cielo y la tierra; la tierra y el subsuelo; entre el encanto y el terror; entre lo masculino y femenino; entre la luz y la noche. En ese sentido el propio Orfeo, primer músico y primer poeta, era un hombre que tenía una potencia encantadora sin igual: encantaba a los bosques, a las fieras, a las rocas en el viaje de los Argonautas. Incluso encanta al mismo Infierno cuando desciende al Hades para rescatar o tratar de rescatar a su mujer Euridíce. Tiene ese poder encantador, propio de la música, que es capaz incluso de domesticar a las fieras.

Pero luego hay otra faceta de Orfeo que lo vincula a los reinos limítrofes del terror, que es ese Orfeo que por demasiado seductor llega a encantar a los propios hombres y es perseguido y troceado por las Ménades, que lo descuartizan y echan sus pedazos en la tierra, desde la cual renace. O esa imagen terriblemente inquietante de la cabeza de Orfeo flotando en la superficie del mar, mientras sigue tocando al lira. Orfeo es poliédrico porque somos capaces de verlo en escenas vinculadas a la mayor armonía del mundo, y también en escenas vinculadas al mayor desequilibrio. Es alguien cuya materialidad espectral también es muy evidente, porque sus metamorfosis hacen que no tenga una realidad única, sino que parece que esté en una especie de continuo baile de disfraces, de carnaval, que le permite ir pasando de mundo en mundo. Por esto somos capaces de vincular su propio descuartizamiento y muerte a la idea misma de resurrección y renacimiento, o de segundo nacimiento. La espiritualidad órfica iba muy vinculada al inmortalidad del alma y a la posibilidad de la resurrección. Pero es una resurrección que nunca es completamente luminosa, sino que parece que siempre se vuelve a mover entre dos mundos. Es el héroe, por antonomasia, del entremundo, de la ambivalencia entre los mundos.
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15 de febrero de 2008
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El grito

Hace poco estuve de nuevo en Lisboa, una ciudad que siempre apacigua. Fue una estancia breve de apenas dos días, con escaso tiempo por tanto para dedicarme a la mejor actividad que ofrece la ciudad, el paseo. Sin embargo, pese a esta brevedad, experimenté otra vez la misma sensación que ya había tenido en estancias anteriores. A las pocas horas de estar en Lisboa sentí, sin que sucediera nada especial, un bienestar singular, lo que me empujó a pensar en el contraste entre aquellas percepciones y las que había dejado en Barcelona por la mañana, antes de coger el avión.

De pronto se me ocurrió que allí en Lisboa la gente no gritaba al hablar, o gritaba mucho menos que aquí, y que esta podía ser una razón que explicara el cambio que percibía. Como no tenía nada que hacer hasta la noche me puse a observar la forma de comunicarse de los lisboetas: hablaban, en efecto, en voz baja e incluso los turistas e inmigrantes compartían este tono como si fuera una exigencia del espíritu de la ciudad.

En cambio, pensé, en Barcelona -en Catalunya, en España- el grito parece consubstancial al habla. Con todo lo significativo es que la necesidad de gritar no es únicamente un fenómeno fonético sino también un hecho ontológico: aquí la gente grita para desprenderse de la intimidad de las palabras. Fíjense, si no, en tantos hombres y mujeres que se dirigen a interlocutores cercanísimos y sin embargo se sienten en la necesidad de gritar. Lo comprobamos continuamente en la calle, en los restaurantes, en la playa. Quien habla gritando, lo hace a un metro, a un palmo de quien recibe el grito. Fisiológicamente no haría falta para nada elevar la voz. Sospecho que aun inconscientemente nuestros gritones gritan para evitar la soledad, que les parece abrumadora, del cara a cara y para buscar la genérica aprobación del involuntario espectador. Un país de gritones se convierte automáticamente en un país de fisgones. El gritón, que quiere llamar la atención, está encantado de estar rodeado por otros gritones que, a su vez, llamen su atención. Todo con tal de no tener que responsabilizarse de la autenticidad de sus propias palabras. Aquí para convencer el grito se hace imprescindible como nos demuestran permanentemente parlamentarios, alcaldes, tertulianos, cómicos o padres de familias; y quien no grita para persuadir queda relegado a una indeseable marginalidad.

Volviendo a esa tarde en Lisboa me pareció averiguar otros factores, estrechamente vinculados al antigrito, que contribuían a la serenidad del visitante. Puesto que la gente por lo general no berreaba tenía su lógica que los distintos individuos con que uno se topaba hicieran gala de una cierta discreción o de lo que en otros tiempos se llamaba educación. El recepcionista del hotel te trataba con amabilidad, al igual que el empleado del parking e, increíblemente, también el taxista y hasta el camarero. Además en toda una tarde por Lisboa nadie me apabulló con nuestro brutal tuteo, perfecto para el gritón pero desconcertante para la mayoría de los habitantes del planeta, incluidos los italianos afines en el cultivo del grito aunque con ritos lingüísticos bastantes más esmerados.

Por la noche al ir al Bairro Alto para cenar con unos amigos me alegró ver una pintada en una pared que confirmaba mis pensamientos: Tourist: respect the portuguese silence or go to Spain! (guardo la foto de esta magnífica proclama que quizá algunos españoles encuentren revanchista). Imaginé lo que hubiera pensado el autor de la pintada al ver el comportamiento de los turistas en nuestras ciudades. En la patria del grito todos se sienten libres para aullar.

Junto con los amigos portugueses participaba en la cena una señora originaria de Madrid que trabajaba en el Instituto Cervantes y residía desde hacía más de veinte años en Lisboa. Al transmitirle mis impresiones acerca del silencio lisboeta y el bienestar que este procuraba cuando se procedía de una tierra de gritones, ella me comunicó tajantemente que iba lo menos posible a España porque se le hacía insoportable el trato que recibía. En su opinión el deterioro se había acentuado mucho en esas dos décadas en que había estado ausente.

Estuvo de acuerdo con respecto a la función siniestra que juega el griterío en nuestra vida colectiva. En cuanto el uso soez y despiadado del tuteo, piedra angular de nuestra pésima educación similar a la de muchos latinoamericanos que visitan por primera vez la Madre Patria y quedan horrorizados por los abruptos ritos maternos.

La lisboeta de adopción me dio más pistas con respecto a nuestro malestar y todas me parecieron razonables. Por ejemplo, según ella, los horarios laborables españoles, tan dilatados como ineficaces acentuaban la ansiedad general. Los españoles dormían poco pues no podían prescindir de una amplia dosis de televisión y de una concepción neurótica del ocio. Con respecto a esto último mi interlocutora insistía mucho en la calidad de que todavía gozaba el noctámbulo portugués frente al pillaje absurdo y puramente cuantitativo de la noche que representaba nuestra universalmente famosa marcha que, como se sabe, no es nada si no se grita mucho.

Al volver al hotel pasé por delante de la estatua de bronce de Pessoa, sentado silenciosamente en el café A Brasileira. Su silencio le hacía compañía a la hermosa noche lisboeta. Nosotros, más bien, deberíamos colgar reproducciones de El grito de Munch por todas partes. Igual así aprendemos algo.

                                                                                          El País, 09/02/2008

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14 de febrero de 2008
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El acto más radical

Rafael Argullol: Y sin embargo no se habla jamás del suicidio.
 
Delfín Agudelo: Guardan silencio aquellos que lo han vivido de cerca; los demás, a duras penas podrían decir algo.
 
R.A.: Desde pequeño he estado rodeado de susurros suicidas: es decir, a veces oías el murmullo, el susurro, una conversación indirecta de que en tu familia o en otra hubo un suicidio, pero se ocultaba de manera muy celosa la verdad real del suicidio Aquí, recientemente, ha habido personajes de relevancia que se han suicidado y se ha negado y ocultado. Recuerdo el caso de hace unos años el caso del poeta   José Agustín Goytisolo, aquí en Barcelona. Esto pesa mucho. Respecto al suicidio artístico, habría un matiz: un artista se suicida más allá de las infelicidades personales que pueden determinarlo bien porque ya no tiene nada que decir, o tiene tanto que decir de manera que no puede decirlo por medios artísticos. Hay un suicidio por déficit, y hay otro por exceso. Eso, en el personaje que se suicida. Para el espectador, o para el lector que sigue la obra de ese artista, tiene algo siempre de interrupción de un proceso en el cual se sentía copartícipe. Te quedas solo porque claro, el lector, en el sentido fuerte del término, acaba siendo un coautor, y por lo tanto un cómplice muy íntimo del escritor o del artista.
El suicido es un acto radical, quizás el más radical de la vida humana. Hay un cierto suicido falso adolescente, en el cual el adolescente no piensa tanto en matarse sino asistir desde atrás a su entierro para ver cómo sus padres están sufriendo. Pero este suicidio, o pseudosuicidio narcisista del adolescente es un falso suicidio: el radical es aquél que se emprende como un acto irreversible. Es verdad que nuestra época también se ha propagado de lo que podríamos llamar nuestro suicidio narcisista e inducido que es suicidarse después de matar. Por ejemplo, recientemente el caso de aquél estudiante en Estados Unidos, que se mató después de matar a decenas de estudiantes, y filmándose todo: ha llegado a nuestra época el cultivo del narcicismo de la imagen hasta tal punto que ha incluido en algunos casos lo que podríamos llamar ejemplos de este pseudosuicidio. Pero esto lo considero excluido del testamento artístico del suicidio.
 
D.A.: ¿Cuál sería el inmediato contrario de la nota de suicidio? ¿La carta de amor? Imaginemos una nota de suicidio que a la vez fuera una carta de amor. Habría tanta tensión en esa escritura que sería de difícil legibilidad

R.A.: Yo creo que si. De la misma manera que antes hablaba de la alegría que se manifestó en estos días anteriores al suicidio de Kleist, él mismo, mientras estaba a punto de suicidarse, le envió a su amante una carta de amor preciosa. En ese sentido creo yo que cuando se llega al tipo de madurez en la cultura del suicidio que tuvo Kleist o Zweig es muy posible que aquí rece una energía que también se pueda traducir en amor. También es bueno recordar el poema de Leopardi: el amor y la muerte tienen una comunicación estrechísima. Yo, que pienso que todo amor es amor propio, no creo que pueda amar aquél que no tiene una dosis sólida de amor propio porque el amor es un exceso. Por tanto, no lo veo como la negación del amor.

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13 de febrero de 2008
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Galería de espectros: Aschenbach

Rafael Argullol: Hoy en mi galería de espectros he observado al de Aschenbach deambulando por Venecia.

Delfín Agudelo: Cuando pienso en Aschenbach, de La muerte en Venecia, no sé si pensar en él como un escritor o como un músico en íntima relación con Mahler.

R.A.: Yo mismo al pensar y al sentir el espectro de Gustav Von Aschenbach a veces lo imagino como escritor, tal como nos lo presenta Thomas Mann en la novela, y a veces lo imagino como músico, según la recreación que realiza Visconti en su película. Generalmente la traslación cinematográfica de una obra literaria es inferior; en cualquier caso, es parcial. Pero aquí nos encontramos con un ejemplo en el cual la retraducción visual es casi o tiene casi igual calidad que la propia novela. Creo que fue un acierto por parte de Visconti convertir al escritor Aschenbach en compositor, porque el lenguaje cinematográfico a la fuerza es menos introspectivo. Y en ese sentido, la combinación de visualidad y de música representó una combinación muy potente, en el que el gran tema de Thomas Mann de la lucha, contradicción o incompatibilidad entre arte y vida se pone de manifiesto a través de una música fascinante pero difícil, sobre todo para su época como fue la música de Gustav Mahler. En ese sentido la aspiración a la belleza, que en la película discurre a través de esa seducción por el adolescente Tadzio, nos conduce al gran problema de Thomas Mann, según el cual el artista necesariamente estaba condenado a verse atrapado en los abismos de la sensualidad y que, como tal, siempre acabaría rompiendo el equilibrio moral. En la novela hay mucha más introspección: el protagonista es un escritor, lo cual lleva consigo que se recurra muchísimo al monologo interior. Sin embargo, el tema evidentemente es el mismo: el de la lucha entre ese difícil equilibrio que intenta mantener el artista, un equilibrio que le convierta también en un héroe del conocimiento, de la sabiduría, pero finalmente el volcarse hacia un desequilibrio de las sensaciones y de las pasiones que en definitiva es el destino final de Aschenbach.
Hay una derrota y una victoria en ese destino. Es una derrota en cuanto a que se desintegra su estructura vital, y llega a la muerte, a la agonía de la muerte. Todo su deambular por Venecia es una especie de continua agonía. Su victoria es que al final de todo el proceso se libera el centro pasional e instintivo, tanto en el caso del escritor como en el del músico, y es capaz, en cierto modo, de acceder a una belleza libre que previamente, mientras intentaba detentar toda esta convención moral, se hacía completamente imposible. En ese sentido, es interesante el desenlace de Thomas Mann, el cual habla de la locura del artista, rememorando el Fedro de Platón; extraordinario es también el de Visconti, que plantea el declive y descomposición física de un hombre, con ese maquillaje que le va cayendo por la cara, como signo externo, barroco, muy presente de una agonía; y al final esa agonía, sin embargo, parece que vaya acompañada por ese sentimiento de liberación que le hace que por primera vez pueda hablarle cara a cara a la belleza que venía persiguiendo. Por tanto, el espectro de Aschenbach siempre tiene, creo, algo de patético, como un hombre que ha tenido enormes dificultades o enormes imposibilidades para hacer conciliar su propia vida y el arte. Tiene, al mismo tiempo, algo de muy impactante y muy cercano, en el sentido en que plantea ese choque entre la razón y el instinto, entre la moral y la sensualidad, entre la libertad y la norma, que en definitiva siempre está presente en el arte.

 

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11 de febrero de 2008
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Galería de espectros: el Gritador

Rafael Argullol: En mi galería de espectros he oído al del Gritador.

Delfín Agudelo: ¿Qué crees que intentó Munch con El grito?

R.A.: Lo curioso es que creo que Munch no intentó pintar a alguien que grita, sino el grito mismo, que es lo que da una gran peculiaridad a este cuadro, y una singularidad extraordinaria a su protagonista, que es esta máscara aullante, esta máscara que grita y que tanto ha intrigado al espectador moderno. En ese sentido Munch, como una paradoja maestra, lleva o intenta llevar a la práctica algo que Schopenhauer había negado en uno de sus escritos, donde dice que un artista puede pintar a hombres que gritan, pero no puede pintar el grito mismo. Lo que quiere pintar Munch en su cuadro, y en las dos o tres variaciones, es la esencia del grito visual. Ahí entra una de las características más importantes de Munch como artista, que es el intento de llegar no tanto a la corteza exterior de las emociones, sino a la fuente desde la que emanan las emociones. Cuando miro El Grito siempre me acuerdo de una anécdota fundamental en la época de aprendizaje de Munch, cuando le dieron una beca para vivir tres años en el París de los impresionistas, que estaba en un momento de ebullición artística. Sin embargo, interrumpió su estancia en París para ir a Montecarlo porque le interesaba estudiar a fondo las reacciones de los jugadores de los casinos. En un momento determinado explica que su mejor escuela de artista fue allí mismo, porque estudió, observó y cuando llegaba a su casa dibujó y pintó a hombres y mujeres que tenían que contener sus emociones. El jugador, cuando está delante de la ruleta, gane o pierda, tiene que contener sus emociones. Esa contención le parecía muy importante a Munch para llegar a la esencia de las propias emociones. Él quería evitar la grandilocuencia de una emocionalidad exterior para hacer una radiografía de los propios orígenes de una acción emocional. Creo que esa escuela que cita el propio Munch luego fue un elemento fundamental en toda su pintura. Él, no solo en un grito sino con los celos, con las pasiones en general, con las relaciones entre hombre y mujer, con la sexualidad misma, intentó ir más allá de la emoción en su propia singularidad para ir directamente a la propia idea de la emoción. Casi diríamos que Munch plantea una especie de platonismo fisiológico, unas ideas que no están en una esfera celeste sino que están en la propia entraña o estómago, en el interior de la víscera del hombre. Lo que se transmite en un cuadro como éste no es tal o cual hombre que grita, sino el mismo grito en una esencialidad no abstracta, sino en la propia entraña del alma humana.

 

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8 de febrero de 2008
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Protesta contra la muerte

Rafael Argullol: La aproximación a la propia muerte en el arte daría lugar a un espectro sorprendente de lenguajes, desde el dolor a la alegría, desde lo cómico a un cierto travestismo moral, o una gran serenidad.
 
Delfín Agudelo: ¿No está acaso un escritor constantemente escribiendo un testamento artístico, en la medida en que jamás se puede olvidar de la muerte en el momento de la creación? Conoce un fin último, sabe un fin último: sabe de un momento en el que ya no podrá escribir más.
 
R.A.: Hay determinadas actividades y entre ellas la actividad relacionada con la creación artística, que tienen un mayor contacto con la muerte porque implican una relación más continua con ella. También lo está la filosofía: si el filósofo tiene que pensar sobre la vida, necesariamente tiene que pensar acerca de la muerte. Al artista le sucede igual: la mayoría de los hombres tienden a postergar continuamente el pensamiento sobre la muerte. Esto no quiere decir que los haga más vulnerables, porque a veces cuando ese pensamiento se presenta estás más indefenso. Pero a veces he llegado a la conclusión de que si tuviera que resumir en una sola frase en qué consistía la cultura, al menos para el hombre occidental, diría que ha sido desde el principio una protesta contra la muerte: contra le hecho de que nos hemos hecho conscientes de que vamos a morir, por lo tanto protesta contra el tiempo, contra la muerte que es la quintaesencia última del tiempo. Y al ser eso la cultura, es inevitable que arte, filosofía y música tengan que plantearse muy frecuentemente la reflexión sobre la muerte porque también es una rebelión, una resistencia contra la muerte.
 
    La obra de arte incluye la muerte pero se resiste frente a ella, porque desesperadamente el artista busca una especie de trascendencia en vida, en la vida. El hombre religioso puede  proyectar esa trascendencia aún después de la muerte. El artista es aquél que se da cuenta del problema último constantemente, y sin embargo se resiste frente a él. Podríamos decir que la muerte es el más amoral de los actos. Y en ese sentido desarrollamos una cierta resistencia moral frente a esa a moralidad. No digo inmoral: digo amoral. La muerte es el acto por el cual nos vemos ya desposeídos por completo de consciencia, desposeídos de imaginación, de pensamiento y de sentimiento. Todo aquello en lo cual nosotros podemos trabajar, la muerte lo subvierte, y en cuanto a tal, evidentemente está presente continuamente en una reflexión -que es la de la filosofía, poesía, literatura- que tiene siempre como materia prima la consciencia, los sentidos, el placer, el dolor. La contrafigura continua es la muerte. Pienso que lo reflejó muy bien Ingmar Bergman en El séptimo sello con el juego del caballero y la muerte al ajedrez. El arte no deja de ser esa partida continua del caballero con la muerte, en el que muchas veces tenemos la sensación de que ganamos provisionalmente una jugada, pero que en el fondo el jugador último es la muerte. El enemigo último o el adversario último no son solo los editores, lectores, o el público, la impotencia o la imperfección: el enemigo último es la muerte, porque si no existiera, podríamos reiniciar el intento cuantas veces quisiéramos. Pero sabemos que tenemos un tiempo limitado para nuestra jugada.

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7 de febrero de 2008
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Últimos sonidos

Rafael Argullol: El caso de Kleist culminó toda una trayectoria literaria y poética.

Delfín Agudelo: ¿Cómo sería, entonces, una última nota de suicidio de un músico, escrita en un lenguaje musical? La música que más me gusta es aquella que puede ser la más triste o la más alegre, siendo la misma pieza.

Rafael Argullol: He oído algunas "piezas de suicidio", pero es evidente que así como hay una última mirada, hay un último sonido. Tenemos el caso, muy tópico, del Réquiem de Mozart, que tiene mucho de testamento musical. Mozart era un hombre que claramente prefiguraba la inminencia de la muerte seguramente porque se sentía muy enfermo, a pesar de que no tenía diagnóstico objetivo alguno. En el caso de Mozart, el Réquiem y La flauta mágica atestiguan esa dicotomía entre la muerte y la alegría, muy placentero en muchos momentos, y luego ese rigor mortis del Réquiem, que también, en algunos momentos, exalta. Luego están los últimos cuartetos de Beethoven, donde vemos la constancia de la proximidad de la muerte. La Sinfonía inacabada de Schubert; la última sinfonía de Mahler, donde la muerte parece estar muy presente dada la íntima relación que estableció con ésta: a partir de la muerte de su hija escribió las Canciones de los niños muertos, una música terrible. Pero en su última sinfonía la diferencia en la relación con la muerte se debe a que está frente a frente con su propia muerte.
Con esto quiero decir que el arte, en sus distintas facetas de la literatura o la música, ha manifestado el dolor por la muerte de seres queridos quizás más de lo que se ha aproximado a la propia muerte. Generalmente ha sido más patético el dolor por los seres queridos. La aproximación a la propia muerte en el arte daría lugar a un espectro sorprendente de lenguajes, desde el dolor a la alegría, desde lo cómico a un cierto travestismo moral, o una gran serenidad. En cambio, el dolor por la muerte ajena es la que ha concentrado la pulsión más patética.

 

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6 de febrero de 2008
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