Rafael Argullol: Hoy, en mi galería de espectros, he visto el del pintor André Rubliov.
Delfín Agudelo: ¿Lo ves acaso a través de la película de Tarkovsky?


Rafael Argullol Murgadas (Barcelona, 1949), narrador, poeta y ensayista, es catedrático de Estética y Teoría de las Artes en la Facultad de Humanidades de la Universidad Pompeu Fabra. Es autor de treinta libros en distintos ámbitos literarios. Entre ellos: poesía (Disturbios del conocimiento, Duelo en el Valle de la Muerte, El afilador de cuchillos), novela (Lampedusa, El asalto del cielo, Desciende, río invisible, La razón del mal, Transeuropa, Davalú o el dolor) y ensayo (La atracción del abismo, El Héroe y el Único, El fin del mundo como obra de arte, Aventura: Una filosofía nómada, Manifiesto contra la servidumbre). Como escritura transversal más allá de los géneros literarios ha publicado: Cazador de instantes, El puente del fuego, Enciclopedia del crepúsculo, Breviario de la aurora, Visión desde el fondo del mar. Recientemente, ha publicado Moisès Broggi, cirurgià, l'any 104 de la seva vida (2013) y Maldita perfección. Escritos sobre el sacrificio y la celebración de la belleza (2013). Ha estudiado Filosofía, Economía y Ciencias de la Información en la Universidad de Barcelona. Estudió también en la Universidad de Roma, en el Warburg Institute de Londres y en la Universidad Libre de Berlín, doctorándose en Filosofía (1979) en su ciudad natal. Fue profesor visitante en la Universidad de Berkeley. Ha impartido docencia en universidades europeas y americanas y ha dado conferencias en ciudades de Europa, América y Asia. Colaborador habitual de diarios y revistas, ha vinculado con frecuencia su faceta de viajero y su estética literaria. Ha intervenido en diversos proyectos teatrales y cinematográficos. Ha ganado el Premio Nadal con su novela La razón del mal (1993), el Premio Ensayo de Fondo de Cultura Económica con Una educación sensorial (2002), y los premios Cálamo (2010), Ciudad de Barcelona (2010) con Visión desde el fondo del mar y el Observatorio Achtall de Ensayo en 2015. Acantilado ha emprendido la publicación de toda su obra.
Rafael Argullol: Hoy, en mi galería de espectros, he visto el del pintor André Rubliov.
Delfín Agudelo: ¿Lo ves acaso a través de la película de Tarkovsky?
Rafael Argullol: Pero en cambio Dios, en cuanto a ser autosuficiente, es incapaz de amar: para que haya amor tiene que haber caída, y tiene que haber castigo.
Delfín Agudelo: En este sentido, quien ama busca librarse así sea momentáneamente del castigo, pero lo hace sabiendo que el acto que depura puede traer consigo mismo otro castigo monstruoso: el del desamor.
Rafael Argullol: Hoy, en mi galería de espectros, he visto el del Cristo yacente de Mantegna.
Delfín Agudelo: ¿Desde qué perspectiva lo viste?
Rafael Argullol: Curiosamente lo vi desde una perspectiva que no era la que deseaba Mantegna. Lo he visto sin aceptar la complicidad de la retina que él exigía. Requería ver su Cristo desde varias decenas de metros de distancia. Lo he visto desde muy cerca, y así de cerca el Cristo yacente es como un hombre contrahecho, monstruoso, alguien que está tirado en una mesa de disección como si estuviera en manos de un médico forense. Desde esta primera mirada en la cercanía se hacía patente todo el sufrimiento de un Cristo desesperanzado y sin futuro, de un Cristo sin resurrección sobre el cual está el rostro de su madre que asimismo es una mujer vieja y desesperada. Pero luego me he ido alejando, lentamente, como en un zoom, y entonces he ido aceptando la propia complicidad de la mirada que requería el brutal escorzo pintado por Mantegna. A medida en que me iba alejando de la pintura, ésta iba perdiendo su distorsión violenta, se iba en cierto modo suavizando, dulcificando, continuaba siendo una imagen violenta, pero que cada vez poseía más grandeza. En un momento determinado, alejado ya, este Cristo monstruoso y contrahecho de antes se convertía en un Cristo sufriente, en una víctima del sacrificio, en la cual todavía era posible concebir una esperanza. Por tanto, finalmente ese ángulo con el cual he contemplado el Cristo yacente de Mantegna ha ido desde el horror y la desesperanza a un resquicio de luz, a una posibilidad de compasión y de fraternidad humanas, no sé si también a un indicio de existencia de una trascendencia, pero sí al menos de una profunda compasión que va más allá de la pura carne pragmática echada sobre una mesa de disección.
Rafael Argullol: Hoy, en mi galería de espectros, me he topado con el fugaz espectro del hombre de la multitud.
Delfín Agudelo: El hombre de la multitud tiene tantas caras como la misma multitud, y tanto tiempo como el del día y la noche. ¿En qué momento de su recorrido te pareció verlo?
Rafael Argullol: Diálogo, relación erótica y conciencia de lo sagrado nacen de la misma herida epifánica que está míticamente encajada, bien espacialmente en la idea del paraíso, bien temporalmente en la idea de la pérdida de la edad de oro.
Delfín Agudelo: El producto de esa herida es ante todo el anhelo de trascendencia. La noción de epifanía la veo como el acto puntual en el cual se lleva a cabo un proceso humano que permite la oportunidad de trascender.
Rafael Argullol: En la medida en que pierdes el paraíso, eres capaz de confrontar la vida con la muerte y con al idea de mortalidad, eres capaz de confrontar el bien y el mal, el amor y el odio, Eros y discordia, y a partir de aquí casi diría que la historia del ser humano empieza con la pérdida del paraíso. Y este es un acto simbólico y por tanto epifánico.
Delfín Agudelo: La epifanía, sobre todo, cuando Adán y Eva reconocen su ineludible condición humana luego de la expulsión. Es, además, la conciencia de Dios, y por tanto del sentimiento religioso, el nacimiento de la religión como tal. Sin caída, no habría religión judeocristiana.
Rafael Argullol: Hoy en mi galería de espectros he visto el de Dorian Gray.
Delfín Agudelo: ¿Pero a cuál de los dos?
R.A.: Los veo a los dos. Se hallan entremezclado de una manera que no se pueden separar. Por un lado, cuando pienso en Dorian Gray, pienso en esa imagen brutal del final de la novela en la cual Dorian aparece viejo, repulsivo, arrugado, como una muestra de toda la posibilidad de fealdad. Y ese otro Dorian, que se mantiene a lo largo de la trama eternamente joven, con esa especie de pureza prerrafaelista con que ha sido pintado originalmente en el retrato. Creo que es un texto de desigual fortuna y que debería ser reivindicado en nuestra época. Nos traslada a uno de los grandes conflictos modernos entre el arte y la vida. Hay allí también un juego, esgrima o duelo muy interesante: al principio Dorian Gray permanece joven porque es el cuadro el que envejece, y por tanto se modifica la función fundamental o tradicional del arte. Hemos tendido a depositar en el arte nuestros sueños de inmortalidad porque nosotros somos mortales. Pero allí se invierte el sueño, y lo que es inmortal es el hombre mientras que y lo que es mortal y sometido a lo efímero es el arte. En la escena final se recupera la antigua función del arte de ser el sueño de inmortalidad del hombre mientras que el hombre acaba sometido a su fugacidad, a su mortalidad.
Toda la novela está llena de ese maravilloso sentido del humor de Wilde, ese humor cargado de sabiduría aforística y paradójica. Hay un choque entre lo estético y lo ético, entre el mundo de los sentidos y el mundo del alma, un intercambio continuo de posiciones que a mí me resulta muy atractivo. Recientemente releí la novela y me quedó claro que hay un circuito que es como una especie de recorrido interminable: por un lado nos encontramos a Basil, el pintor del retrato, un hombre completamente inspirado por la idea del arte por le arte, pregonado por los prerrafaelistas; luego Lord Henry, esa especie de personaje mefistofélico, mundano, en el que se refleja muy bien esos personajes decadentistas aristocráticos de Wilde; y por otro lado está Dorian Gray, que no deja de representar nuestra figura actual del adolescente perpetuo. Lo que es muy llamativo es que los tres vértices de ese triángulo no dejan de ser alter egos de Oscar Wilde, el cual, por un lado, se identifica con la pureza esteticista del pintor, con el demonismo mundano, dandy y decadente de Lord Henry, y por último con ese adolescente que significaría el triunfo de la belleza sobre cualquier consideración moral. Ocurre que si uno relee la novela se da cuenta de que en cierto modo Dorian Gray es el producto de todo este juego y es también un reflejo más de esa tensión que ha dado tantos frutos modernos entre el creador y al criatura. Es una cierta versión del mito fáustico, como también lo puede ser Frankenstein o Doctor Jekyll y Mister Hyde, con la diferencia de que Hyde acaba comiéndose o tragándose a Jekyll, quien lo ha utilizado para poder verter sus sueños.
El retrato de Dorian Gray me hace recordar algo que leí una vez en Platón, pero no sabría decir en qué obra: la diferencia entre un pecador y un virtuoso es que el pecador lleva a la práctica aquello que el virtuoso sólo sueña.
Precisamente con respecto al voto en blanco hemos asistido a uno de los pocos fenómenos remarcables de esta campaña electoral: el silenciamiento de la propuesta de Pascual Maragall. No es que yo crea que es fácil de aceptar que quien ha sido hasta hace poco presidente de la Generalitat y del partido socialista proponga a los electores el voto en blanco; sin embargo, esta circunstancia hubiera debido avivar el debate pues si alguien con su dilatada experiencia y responsabilidad políticas ha llegado a esta conclusión es que nos hallamos ante un caso de alerta considerable sobre el funcionamiento de nuestra vida pública.
El País, 23/02/08