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Escrito por

Rafael Argullol

Rafael Argullol Murgadas (Barcelona, 1949), narrador, poeta y ensayista, es catedrático de Estética y Teoría de las Artes en la Facultad de Humanidades de la Universidad Pompeu Fabra. Es autor de treinta libros en distintos ámbitos literarios. Entre ellos: poesía (Disturbios del conocimiento, Duelo en el Valle de la Muerte, El afilador de cuchillos), novela (Lampedusa, El asalto del cielo, Desciende, río invisible, La razón del mal, Transeuropa, Davalú o el dolor) y ensayo (La atracción del abismo, El Héroe y el Único, El fin del mundo como obra de arte, Aventura: Una filosofía nómada, Manifiesto contra la servidumbre). Como escritura transversal más allá de los géneros literarios ha publicado: Cazador de instantes, El puente del fuego, Enciclopedia del crepúsculo, Breviario de la aurora, Visión desde el fondo del mar. Recientemente, ha publicado Moisès Broggi, cirurgià, l'any 104 de la seva vida (2013) y Maldita perfección. Escritos sobre el sacrificio y la celebración de la belleza (2013). Ha estudiado Filosofía, Economía y Ciencias de la Información en la Universidad de Barcelona. Estudió también en la Universidad de Roma, en el Warburg Institute de Londres y en la Universidad Libre de Berlín, doctorándose en Filosofía (1979) en su ciudad natal. Fue profesor visitante en la Universidad de Berkeley. Ha impartido docencia en universidades europeas y americanas y ha dado conferencias en ciudades de Europa, América y Asia. Colaborador habitual de diarios y revistas, ha vinculado con frecuencia su faceta de viajero y su estética literaria. Ha intervenido en diversos proyectos teatrales y cinematográficos. Ha ganado el Premio Nadal con su novela La razón del mal (1993), el Premio Ensayo de Fondo de Cultura Económica con Una educación sensorial (2002), y los premios Cálamo (2010), Ciudad de Barcelona (2010) con Visión desde el fondo del mar y el Observatorio Achtall de Ensayo en 2015. Acantilado ha emprendido la publicación de toda su obra.

 

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Galería de espectros: André Rubliov

Rafael Argullol: Hoy, en mi galería de espectros, he visto el del pintor André Rubliov.

Delfín Agudelo: ¿Lo ves acaso a través de la película de Tarkovsky?

Rafael Argullol: Lo veo fundamentalmente a través de la película de Tarkovsky pero no solo a través de ella. A este espectro le tengo dos historias personales que se cruzan. La primera es cuando contemplé por primera vez los iconos de André Rubliov en la Galería Tretiakov de Moscú —sobre todo cuando contemplé su icono de Cristo, y especialmente el de la "Santísima Trinidad"—, tuve una conmoción casi sin precedentes, sobre todo porque no iba preparado respecto a la importancia de los iconos o la importancia que para mí tendrían. La "Santísima Trinidad" de Rubliov me pareció una de las obras más perfectas de la historia del arte, y la que quizá encierra de mejor manera toda la magia de perfección del círculo, es como si lo divino y lo humano quedaran estrechamente unificados en el interior de un círculo mágico. Y esta historia se me entrecruza con la visión de la película de Tarkovsky André Rubliov, con la cual me sucedió lo mismo: la vi hace algunos años sin tener una idea muy clara de la importancia de esa película, y dejó en mí un sello realmente imperecedero. Me impresionó sobre todo que la película pudiera recoger algo que para mí es de los misterios más duros del arte, o quizás más fuertes de la creación artística: el punto de sutura, la línea de unión entre técnica y fe. Al contar la historia de Rubliov, Tarkovsky perfila a un hombre dotado de un extraordinario talento como pintor que hereda una técnica prodigiosa de sus maestros pero que en un momento determinado pierde no solo la fe religiosa sino la fe en el hombre y el arte. Luego, a través de una secuencia absolutamente genial de la película, se nos muestra la metáfora de la recuperación de esta fe: un chico, un adolescente hijo de un constructor de campanas, es obligado por parte del duque de Moscú a fundir y construir una campana, actividad que el asegura que hará. Logra construir la campana, y al final se descubre que no conocía la técnica para poder hacerlo. A través de la propia fuerza que tiene su fe, le hace llevar a cabo la realización de algo tan difícil como es la fusión y construcción de una campana. Al contemplar eso, Rubliov recupera la fe y se lanza a la pintura de esos maravillosos iconos. Para mí, el nombre de Rubliov no solo va unido al de una extraordinaria muestra de la pintura, sino también a algo que me parece absolutamente imprescindible desde el punto de vista de la creación, que es conservar la fe.

 

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24 de marzo de 2008
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Caída y unión

Rafael Argullol: Pero en cambio Dios, en cuanto a ser autosuficiente, es incapaz de amar: para que haya amor tiene que haber caída, y tiene que haber castigo.

Delfín Agudelo: En este sentido, quien ama busca librarse así sea momentáneamente del castigo, pero lo hace sabiendo que el acto que depura puede traer consigo mismo otro castigo monstruoso: el del desamor.

Rafael Argullol: Eso me recuerda una maravillosa frase al final de la película de Bergman El ojo del diablo— cuyo título en realidad debería ser El orzuelo del diablo— que es una versión magnifica del mito de Don Juan. Se inicia con un lema o proverbio irlandés: “Toda doncella casta es un orzuelo en el ojo del diablo.” Esto es lo que da el título a la película. En ésta, don Juan está en el infierno, y Satanás, que tiene un orzuelo en el ojo porque han descubierto una chica casta— la última que queda en la faz de la tierra— ,envía a Don Juan a seducirla. Cuando va a seducirla, se produce una gran catástrofe, y es que la chica finalmente se deja seducir por don Juan pero no porque éste la cautive, sino por compasión, que es la patada más grande que puede recibir un amante. Hacia el final de la película, cuando Don Juan se le queja a Satanás—al cual, por cierto, ya le ha desaparecido el orzuelo— de que ha hecho su misión y sin embargo tiene que volver a la tristeza del infierno, y que además en cierto modo ha sufrido ese máximo castigo de seducirla no por sus encantos sino por compasión de la chica , Satanás le dice una frase genial: “Nunca hay castigo suficiente para quien ama.” Por tanto, el amor, que evidentemente siempre está vinculado al castigo, no deja de ser el fruto de un castigo inicial. Sin ese castigo, sin esa caída, en la vida de sonámbulo del andrógino, o en esa especie de blancura sideral del mundo de las ideas platónico, ahí no hay posibilidad de amor. El amor místico mismo, que casi siempre es un amor—en la tradición cristiana— que pasa por un cuerpo que se ha sentido escindido del dios padre como vía unitiva, como unión, es así precisamente porque es la más alta conciencia de separación y de nostalgia.

 

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19 de marzo de 2008
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El caos creador

Rafael Argullol: Aunque pueda parecer una paradoja, el deseo es una nostalgia.
Delfín Agudelo: Me resulta muy interesante la idea de la nostalgia de la eternidad, y la condición de caída que implica nostalgia. Siempre me ha llamado la atención —y es una pregunta que surge cuando pienso en el Paraíso Perdido de Milton—el momento de la expulsión, el momento en que Eva come de la fruta luego del acto de seducción por parte de la serpiente emplumada. ¿A partir de qué momento surge el amor entre Adán y Eva? Adán también decide comer de la fruta, porque se reconoce como el compañero de Eva por un designio divino: “Lo que tú hagas, también lo haré yo.” Pero hay una ambigüedad: Adán, sin haber comido de la fruta, ¿a quién está amando? ¿A Dios o a su esposa? A partir de ahí, surge la pregunta: ¿en qué momento se anhela el amor que no se ha tenido, así suene a tautología?
Rafael Argullol: En el momento en que entra en acción la conciencia de separación y escisión. Creo que nuestras figuras bíblicas de Adán y Eva responden a la figura del andrógino en otras culturas. Es decir, Adán y Eva eran dos componentes del andrógino como todo ser que vive en el sonambulismo del paraíso o de la edad de oro. Entre Adán y Eva no hay auténtico erotismo en el paraíso. El erotismo se manifiesta en el momento de la expulsión, en que son capaces de reconocer aquellas contradicciones que antes hemos indicado. No hay erotismo si no hay constancia de escisión, de separación. No hay erotismo si no hay constancia de la muerte y del tiempo, porque el erotismo no deja de ser siempre una especie de convocatoria desesperada frente a esa conciencia de la muerte y del tiempo. Por eso te diría que no hay erotismo si no puede haber lenguaje, el juego del lenguaje, el intercambio. Entonces Adán y Eva estaban en la misma condición del andrógino. De hecho, Adán y Eva forman una unidad andrógina antes de ser expulsados del paraíso. Por tanto, no hay auténtico Eros. Para que haya Eros, y eso Heráclito lo veía muy bien, es necesario que haya eris, discordia: para que haya cosmos que haya caos; en ese sentido, es el reconocimiento del caos, una vez has puesto la patita fuera del paraíso, lo que te lleva al erotismo, al sentimiento de lo sagrado y fundamentalmente al amor, que es una palabra desigual que creo que integra todos estos niveles que hemos hablado. Es la consecuencia del lenguaje, del juego de los cuerpos de su tensión violenta, y el amor es la consecuencia de la confrontación entre muerte e inmortalidad.
Pero todo eso no se puede dar antes de la caída, antes de la expulsión. De la misma manera que las almas platónicas antes de caer en el cuerpo no aman, viven en una especie de espacio sideral, asimismo andrógino, o espacio divino andrógino; es como el dios de la Biblia, que no ama, es incapaz de amar. Exige que le amen, pero es incapaz de amar, porque al ser omnipresente y todopoderoso, nunca se ha desglosado de sí mismo, no se ha enajenado de sí mismo, y por tanto no reconoce el sentimiento de separación, por tanto no tiene la nostalgia fundamental que exige el amor y la hospitalidad. No lo tiene, es una especie de monstruosa máquina autogenerante y autoreproductiva, pero incapaz de amar. Los dioses griegos sí eran capaces de amar porque todos ellos estaban dotados de las mismas escisiones de las que estaban los hombres; en ese sentido, sí eran capaces de amar, como es capaz de amar Cristo: la teología cristiana bien lo ha visto, que en cuanto a hijo de Dios, es una especie de escisión unitiva con Dios pero escindido con Dios, que es capaz de sentir la contradicción con Dios—“Padre, padre, ¿por qué me has abandonado?” le dice en la cruz—, que es capaz de sentir sufrimiento y que tiene necesidad de amor. Pero en cambio un ser autosuficiente es incapaz de amar: para que haya amor tiene que haber caída, y tiene que haber castigo.
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18 de marzo de 2008
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Galería de espectros: el Cristo de Mantegna

Rafael Argullol: Hoy, en mi galería de espectros, he visto el del Cristo yacente de Mantegna.

Delfín Agudelo: ¿Desde qué perspectiva lo viste?

Rafael Argullol: Curiosamente lo vi desde una perspectiva que no era la que deseaba Mantegna. Lo he visto sin aceptar la complicidad de la retina que él exigía. Requería ver su Cristo desde varias decenas de metros de distancia. Lo he visto desde muy cerca, y así de cerca el Cristo yacente es como un hombre contrahecho, monstruoso, alguien que está tirado en una mesa de disección como si estuviera en manos de un médico forense. Desde esta primera mirada en la cercanía se hacía patente todo el sufrimiento de un Cristo desesperanzado y sin futuro, de un Cristo sin resurrección sobre el cual está el rostro de su madre que asimismo es una mujer vieja y desesperada. Pero luego me he ido alejando, lentamente, como en un zoom, y entonces he ido aceptando la propia complicidad de la mirada que requería el brutal escorzo pintado por Mantegna. A medida en que me iba alejando de la pintura, ésta iba perdiendo su distorsión violenta, se iba en cierto modo suavizando, dulcificando, continuaba siendo una imagen violenta, pero que cada vez poseía más grandeza. En un momento determinado, alejado ya, este Cristo monstruoso y contrahecho de antes se convertía en un Cristo sufriente, en una víctima del sacrificio, en la cual todavía era posible concebir una esperanza. Por tanto, finalmente ese ángulo con el cual he contemplado el Cristo yacente de Mantegna ha ido desde el horror y la desesperanza a un resquicio de luz, a una posibilidad de compasión y de fraternidad humanas, no sé si también a un indicio de existencia de una trascendencia, pero sí al menos de una profunda compasión que va más allá de la pura carne pragmática echada sobre una mesa de disección.

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17 de marzo de 2008
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Galería de espectros: "El hombre de la multitud"

Rafael Argullol: Hoy, en mi galería de espectros, me he topado con el fugaz espectro del hombre de la multitud.

Delfín Agudelo: El hombre de la multitud tiene tantas caras como la misma multitud, y tanto tiempo como el del día y la noche. ¿En qué momento de su recorrido te pareció verlo?

Rafael Argullol: Es curioso que aunque en el relato de Edgar Allan Poe van pasando todas las horas del día, yo siempre tengo una imagen del hombre de la multitud como alguien que vive en un claroscuro, en una penumbra. Su hora favorita es el atardecer, cuando está declinando el sol, o en las primeras luces de la aurora, aunque evidentemente él necesita la multitud a todas horas. Lo que me parece absolutamente turbador de ese personaje es que no puede vivir sin la presencia de los otros convertidos ya en masa, sea en Oxford Street, sea en el Covent Garden, sea en los mercados, bajos fondos, calles comerciales. Es alguien que tiene tal terror a la soledad que necesita estar ensartado continuamente en medio de la masa. Ahí creo que estriba la enorme capacidad de anticipación de Edgar Allan Poe al presentarnos a un hombre que no sólo tiene miedo a la soledad, sino que tiene miedo, pienso, a la individualidad, a la subjetividad, tiene miedo fundamentalmente a la intimidad. Es alguien que, como un dibujo muy propio del hombre contemporáneo y moderno, tiene terror a enfrentarse a su a su propio yo, y en ese sentido busca desesperadamente la compañía, el ruido, la voz de los otros, pero no entendido en cuanto a conjunto de individuos, sino entendidos como una masa informe que es como una suerte de monstruo que se va deslizando por las calles de la ciudad.
En la narración de Poe por primera vez la masa se convierte en el héroe, aunque sea un héroe que actúa como contrapunto de ese hombre sumido en un torbellino y en una inquietud permanentes, y que en cierto modo anuncia lo que serán los futuros personajes kafkianos que ya muestran monstruosamente la consecuencia de la sumisión de la conciencia individual al poder de lo masivo. Resulta impresionante cómo desde una ciudad ordenada, pequeña, apacible, tan civilizada como Boston yen una región como Massachussets, Edgar Allan Poe sin haberlo vivido directamente fuera capaz de captar de una manera tan fehaciente lo que es el pulso de la metrópolis que se está configurando en el siglo XIX, y que llega a su máxima distorsión a principios del siglo XXI. El hombre de la multitud nos guste o no, a mí personalmente me gusta poco, es uno de los grandes protagonistas de nuestro escenario.
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14 de marzo de 2008
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La nostalgia

Rafael Argullol: Diálogo, relación erótica y conciencia de lo sagrado nacen de la misma herida epifánica que está míticamente encajada, bien espacialmente en la idea del paraíso, bien temporalmente en la idea de la pérdida de la edad de oro.

Delfín Agudelo: El producto de esa herida es ante todo el anhelo de trascendencia. La noción de epifanía la veo como el acto puntual en el cual se lleva a cabo un proceso humano que permite la oportunidad de trascender.

Rafael Argullol: El anhelo de trascendencia, como el anhelo erótico o el anhelo que implica el lenguaje y el diálogo, es el resultado de una nostalgia. Nosotros buscamos la inmortalidad más allá de la muerte porque se desarrolla en nosotros una idea nostálgica de la eternidad: buscamos en el otro cuerpo una unidad con nuestro cuerpo porque tenemos una idea de división. Buscamos el diálogo porque nuestros monólogos son insuficientes. En el mito del andrógino que relata Aristófanes esto es muy claro: se habla de una humanidad dividida en dos, y cada una busca a la otra: el erotismo sería la búsqueda de esa otra mitad perdida. Por tanto, aunque pueda parecer una paradoja, el deseo es una nostalgia. En el caso de nuestros distinto delirios e ilusiones de trascendencia inmortal, está muy bien explicado por el propio Platón al hablar de la caída del alma. El alma tiene nostalgia de cuando participaba de ese mundo de las ideas. Por tanto, la herida epifánica de la pérdida, que es una caída, implica una nostalgia en todos los terrenos. De ahí que muy probablemente, si ahora nosotros desarrolláramos un juego darwiniano o evolucionista de preguntarnos en qué momento ese otro animal desarrolló por fin el salto hacia lo que llamamos hombre, diríamos que fue en el momento en que ese animal al que llamamos hombre se sintió expulsado del paraíso, y al sentirse así fue desarrollando todos esos poderes genuinamente humanos que al mismo tiempo son todas sus contradicciones trágicas.

 

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13 de marzo de 2008
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El despertar

Rafael Argullol: En la medida en que pierdes el paraíso, eres capaz de confrontar la vida con la muerte y con al idea de mortalidad, eres capaz de confrontar el bien y el mal, el amor y el odio, Eros y discordia, y a partir de aquí casi diría que la historia del ser humano empieza con la pérdida del paraíso. Y este es un acto simbólico y por tanto epifánico.

Delfín Agudelo: La epifanía, sobre todo, cuando Adán y Eva reconocen su ineludible condición humana luego de la expulsión. Es, además, la conciencia de Dios, y por tanto del sentimiento religioso, el nacimiento de la religión como tal. Sin caída, no habría religión judeocristiana.

Rafael Argullol: No solo es el nacimiento de la religión, se crea todo. Esto está muy bien reflejado en el poema de Hesíodo: en la edad de oro, los hombres viven una especie de sonambulismo. Incluso es muy bonita la manera como Hesíodo describe la muerte para los habitantes de la edad de oro. Los hombres son mortales y en cuanto a seres mortales, mueren, a diferencia de los dioses. Pero son mortales sin conciencia de la muerte. En la edad de oro los hombres mueren como sumidos en un sueño. Pero yo diría también que viven como sumidos en un sueño, auténticos sonámbulos. La herida epifánica se produce en el despertar de ese sonambulismo. Y ese despertar es la pérdida de la edad de oro y del paraíso. Ahí, de alguna manera, nace todo: el otro día vimos que el erotismo nace de allí, porque el desnudo del paraíso terrenal era un desnudo que no tenía ningún contenido erótico. El erotismo nace en el momento en que Dios obliga a vestirse a Adán y a Eva y por tanto inaugura el contraste entre lo vestido y lo desnudo. La conciencia religiosa, o más profundamente la conciencia de lo sagrado, nace en el momento en que el hombre descubre la muerte. No solamente muere: adquiere la conciencia de la muerte, muere despierto, no como en el paraíso o en la edad de oro que muere sonámbulo. Muere despierto y evidentemente se desatan todas las contradicciones vinculadas con la muerte, y con su siervo inmediato que es el tiempo. El siervo del tiempo que es la duración, la edad; la constatación física de la vejez y la enfermedad, y a partir de ahí se pone en funcionamiento el deseo de inmortalidad del hombre que ha sido herido de una manera epifánica.
También se da el deseo erótico del otro, la necesidad también diría erótica de traspasar la muerte hacia la inmortalidad, e incluso también la necesidad erótica del propio lenguaje: mientras los hombres son sonámbulos, son de alguna manera seres que como máximo hacen soliloquios, que monologan. Es en el momento en que pierde el paraíso que el hombre deja de estar impedido a inaugurar un tipo de signos y de comunicación que vaya más allá del monólogo para iniciar el diálogo. Desde mi punto de vista, diálogo, relación erótica y conciencia de lo sagrado nacen de la misma herida epifánica que está míticamente encajada, bien espacialmente en la idea del paraíso, bien temporalmente en la idea de la pérdida de la edad de oro.

 

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12 de marzo de 2008
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VII. Los paraísos perdidos. La expulsión fundacional

Rafael Argullol: Adán y Eva, antes de ser expulsados, no tenían nada que decirse eróticamente. Empiezan a tener qué decirse una vez han pasado las puertas del paraíso y han sido expulsados. Empieza el juego del desnudamiento y el revestimiento, que es el juego erótico por excelencia.
 
Delfín Agudelo: Por esto, a veces no sé cómo comprender la vida en aras de la recuperación del paraíso. Su pérdida nos concedió tanto el sentimiento amoroso y erótico.
 
Rafael Argullol: Tiendo a creer que la imagen simbólica del paraíso perdido es uno de los espacios epifánicos que el ser humano se ha dado a sí mismo como fundación de sus propios placeres y dolores. El paraíso perdido en la Biblia es el final de una etapa de armonía, pero al mismo tiempo da comienzo a penalidades, a la dinámica de la lucha de contrarios y de la atracción de contrarios que implican estas penalidades. En Trabajos y Días de Hesíodo, el proceso es el mismo: cuando se pierde la edad de oro los hombres entran en un proceso dominado por las contradicciones, pero de esas contradicciones nace luego la propia civilización. Y diría incluso que la leyenda de Buda, cuando el príncipe Siddharta sale del palacio dorado, lo que se encuentra, que es la vejez, la muerte, el tiempo, la enfermedad, el trabajo, es exactamente lo mismo que se encuentran Adán y Eva a la salida del Paraíso— que es lo que se encuentra en el relato de Trabajos y Días cuando se pierde la edad de oro. Hay un momento fundacional en el ser humano que es la pérdida del paraíso. En la medida en que pierdes el paraíso, eres capaz de confrontar la vida con la muerte y con al idea de mortalidad, eres capaz de confrontar el bien y el mal, el amor y el odio, Eros y discordia, y a partir de aquí casi diría que la historia del ser humano empieza con la pérdida del paraíso. Y este es un acto simbólico y por tanto epifánico.

 

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11 de marzo de 2008
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Galería de espectros: Dorian Gray

Rafael Argullol: Hoy en mi galería de espectros he visto el de Dorian Gray.

Delfín Agudelo: ¿Pero a cuál de los dos?

R.A.: Los veo a los dos. Se hallan entremezclado de una manera que no se pueden separar. Por un lado, cuando pienso en Dorian Gray, pienso en esa imagen brutal del final de la novela en la cual Dorian aparece viejo, repulsivo, arrugado, como una muestra de toda la posibilidad de fealdad. Y ese otro Dorian, que se mantiene a lo largo de la trama eternamente joven, con esa especie de pureza prerrafaelista con que ha sido pintado originalmente en el retrato. Creo que es un texto de desigual fortuna y que debería ser reivindicado en nuestra época. Nos traslada a uno de los grandes conflictos modernos entre el arte y la vida. Hay allí también un juego, esgrima o duelo muy interesante: al principio Dorian Gray permanece joven porque es el cuadro el que envejece, y por tanto se modifica la función fundamental o tradicional del arte. Hemos tendido a depositar en el arte nuestros sueños de inmortalidad porque nosotros somos mortales. Pero allí se invierte el sueño, y lo que es inmortal es el hombre mientras que y lo que es mortal y sometido a lo efímero es el arte. En la escena final se recupera la antigua función del arte de ser el sueño de inmortalidad del hombre mientras que el hombre acaba sometido a su fugacidad, a su mortalidad.

Toda la novela está llena de ese maravilloso sentido del humor de Wilde, ese humor cargado de sabiduría aforística y paradójica. Hay un choque entre lo estético y lo ético, entre el mundo de los sentidos y el mundo del alma, un intercambio continuo de posiciones que a mí me resulta muy atractivo. Recientemente releí la novela y me quedó claro que hay un circuito que es como una especie de recorrido interminable: por un lado nos encontramos a Basil, el pintor del retrato, un hombre completamente inspirado por la idea del arte por le arte, pregonado por los prerrafaelistas; luego Lord Henry, esa especie de personaje mefistofélico, mundano, en el que se refleja muy bien esos personajes decadentistas aristocráticos de Wilde; y por otro lado está Dorian Gray, que no deja de representar nuestra figura actual del adolescente perpetuo. Lo que es muy llamativo es que los tres vértices de ese triángulo no dejan de ser alter egos de Oscar Wilde, el cual, por un lado, se identifica con la pureza esteticista del pintor, con el demonismo mundano, dandy y decadente de Lord Henry, y por último con ese adolescente que significaría el triunfo de la belleza sobre cualquier consideración moral. Ocurre que si uno relee la novela se da cuenta de que en cierto modo Dorian Gray es el producto de todo este juego y es también un reflejo más de esa tensión que ha dado tantos frutos modernos entre el creador y al criatura. Es una cierta versión del mito fáustico, como también lo puede ser Frankenstein o Doctor Jekyll y Mister Hyde, con la diferencia de que Hyde acaba comiéndose o tragándose a Jekyll, quien lo ha utilizado para poder verter sus sueños.

El retrato de Dorian Gray me hace recordar algo que leí una vez en Platón, pero no sabría decir en qué obra: la diferencia entre un pecador y un virtuoso es que el pecador lleva a la práctica aquello que el virtuoso sólo sueña.

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7 de marzo de 2008
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Inglés para idiotas

En el gran bazar en que se ha convertido el proceso electoral puede encontrarse de todo, como hemos podido comprobar estas últimas semanas. El político, disfrazado de prestidigitador, hace los trucos que están a su alcance, e incluso —patéticamente— los que no lo están, con tal de convencer a los electores. Para conseguir sus propósitos se valen de buenas y malas artes, creciendo en sofisticación estos últimos a medida en que avanza la campaña. Los clientes más deseados son los “desmovilizados”, los “indecisos”, los “abstencionistas” y los que, si esto tuviera algún valor, votarían en blanco.

Precisamente con respecto al voto en blanco hemos asistido a uno de los pocos fenómenos remarcables de esta campaña electoral: el silenciamiento de la propuesta de Pascual Maragall. No es que yo crea que es fácil de aceptar que quien ha sido hasta hace poco presidente de la Generalitat y del partido socialista proponga a los electores el voto en blanco; sin embargo, esta circunstancia hubiera debido avivar el debate pues si alguien con su dilatada experiencia y responsabilidad políticas ha llegado a esta conclusión es que nos hallamos ante un caso de alerta considerable sobre el funcionamiento de nuestra vida pública.

Lo remarcable es que, en lugar de avivarse el debate, se ha producido una auténtica conspiración del silencio en la que han participado los medios de comunicación, al recoger un eco rápidamente debilitado, los partidos, encabezados por el propio partido socialista, y muchos de los amigos políticos de Pasqual Maragall, que apenas han intervenido en su defensa o así me lo ha perecido a mí. No han faltado, además, siniestras manifestaciones de supuesta “compasión”, sobretodo por parte de aquellos que viven y medran en estos aparatos de poder que exigen la opacidad y el camuflaje.
Fuera del “caso Maragall” —un personaje, Pasqual Maragall, que para bien o para mal remueve las aguas del pantano— no ha habido nada en el gran bazar que no fuera previsible. Entre ataque y ataque lo más vistoso ha sido la subasta que los candidatos han hecho con el dinero de los ciudadanos, unos regalando cheques y otros promesas de reducciones impositivas. En todos los casos está claro que en las arcas del Estado sobra dinero y no se entiende porqué éste no se emplea en arreglar las injusticias que el mismo Estado detecta gracias a sus sacrosantas estadísticas.
Pero si el segmento más filibustero de la campaña ha sido la tómbola que se ha realizado con el dinero público el segmento más estúpido ha sido, sin duda, el arrebato en torno a la enseñanza del inglés. De repente casi todos los candidatos, mirándose probablemente en el espejo de sus propias carencias, han encontrado en el aprendizaje del inglés el talismán de nuestro porvenir. Pronto toda Catalunya, toda España hablará inglés si hacemos caso a lo que nos aseguran los señores Zapatero, Rajoy, Montilla,… (todos al parecer menos ellos).
 
No vamos a negar ahora la importancia del inglés como lengua científica, económica o de comunicación pero de ahí a transformar ese idioma en la panacea de las virtudes futuras media un universo. Sin ir más lejos, y para recordar un tema doméstico, las turbas de simpáticos hooligans británicos vociferan en inglés entre cerveza y cerveza y no por eso los vamos a poner de ejemplo –creo- para esas escuelas llenas de niños angloparlantes que vamos a crear. Tampoco resulta conveniente, por ejemplo, inculcarles el himno de los marines para que lo canten en el recreo, por más que su letra algo tosca sea perfectamente inglesa.
 
Con todo, la verdad, el problema no estriba ni en los hooligans ni en los marines sino en nosotros: ¿Qué importa el idioma si lo que se dice es el fruto de la ignorancia? ¿Qué habremos avanzado si un estudiante universitario manifiesta en maravilloso inglés que no sabe quién es el emperador Carlos V o el pintor Piero della Francesca, que tampoco sabe, ni desde luego le importa cuál es el teorema de Pitágoras o el número pi, que confunde con absoluta impunidad la Revolución Francesa y el Mayo del 68? Estas pequeñas lagunas —en catalán, español o inglés— son fácilmente constatables para cualquiera que se entretenga en charlar con nuestros estudiantes, actividad que quizá sería de provecho para quien pretendiera presentarse candidato.
 
Sin embargo, lejos de hacer este trabajo de campo, el candidato prefiere ofrecer inglés para todos de modo que el mal sistema educativo actual derive en una peor academia de un único idioma. Tras el goteo apocalíptico de informes europeos y mundiales sobre el pésimo estado de educación en España hubiera sido de esperar que la enseñanza fuera el asunto central de la campaña. No ha sido así en absoluto, o únicamente lo ha sido en lo referente a la enseñanza del inglés, tema en el que la farsa guarda paralelismos con la subasta de talones y reducciones de impuestos: “Yo haré que todos sepan inglés en diez años”, “yo haré que sea en cinco”, “yo en dos”, y así sucesivamente.
 
Sospecho un par de razones. La primera, fácil de adivinar, es que proponer el inglés universal es una tarea bastante menos complicada que realizar una auténtica reforma educativa. La segunda es un poco más maliciosa: ¿saben nuestros candidatos quién es Piero della Francesca o cuál es el teorema de Pitágoras? ¿Les importa? English for idiots.

                                                                                               El País, 23/02/08

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6 de marzo de 2008
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