Rafael Argullol
Rafael Argullol: Hoy en mi galería de espectros he visto el de Dorian Gray.
Delfín Agudelo: ¿Pero a cuál de los dos?
R.A.: Los veo a los dos. Se hallan entremezclado de una manera que no se pueden separar. Por un lado, cuando pienso en Dorian Gray, pienso en esa imagen brutal del final de la novela en la cual Dorian aparece viejo, repulsivo, arrugado, como una muestra de toda la posibilidad de fealdad. Y ese otro Dorian, que se mantiene a lo largo de la trama eternamente joven, con esa especie de pureza prerrafaelista con que ha sido pintado originalmente en el retrato. Creo que es un texto de desigual fortuna y que debería ser reivindicado en nuestra época. Nos traslada a uno de los grandes conflictos modernos entre el arte y la vida. Hay allí también un juego, esgrima o duelo muy interesante: al principio Dorian Gray permanece joven porque es el cuadro el que envejece, y por tanto se modifica la función fundamental o tradicional del arte. Hemos tendido a depositar en el arte nuestros sueños de inmortalidad porque nosotros somos mortales. Pero allí se invierte el sueño, y lo que es inmortal es el hombre mientras que y lo que es mortal y sometido a lo efímero es el arte. En la escena final se recupera la antigua función del arte de ser el sueño de inmortalidad del hombre mientras que el hombre acaba sometido a su fugacidad, a su mortalidad.
Toda la novela está llena de ese maravilloso sentido del humor de Wilde, ese humor cargado de sabiduría aforística y paradójica. Hay un choque entre lo estético y lo ético, entre el mundo de los sentidos y el mundo del alma, un intercambio continuo de posiciones que a mí me resulta muy atractivo. Recientemente releí la novela y me quedó claro que hay un circuito que es como una especie de recorrido interminable: por un lado nos encontramos a Basil, el pintor del retrato, un hombre completamente inspirado por la idea del arte por le arte, pregonado por los prerrafaelistas; luego Lord Henry, esa especie de personaje mefistofélico, mundano, en el que se refleja muy bien esos personajes decadentistas aristocráticos de Wilde; y por otro lado está Dorian Gray, que no deja de representar nuestra figura actual del adolescente perpetuo. Lo que es muy llamativo es que los tres vértices de ese triángulo no dejan de ser alter egos de Oscar Wilde, el cual, por un lado, se identifica con la pureza esteticista del pintor, con el demonismo mundano, dandy y decadente de Lord Henry, y por último con ese adolescente que significaría el triunfo de la belleza sobre cualquier consideración moral. Ocurre que si uno relee la novela se da cuenta de que en cierto modo Dorian Gray es el producto de todo este juego y es también un reflejo más de esa tensión que ha dado tantos frutos modernos entre el creador y al criatura. Es una cierta versión del mito fáustico, como también lo puede ser Frankenstein o Doctor Jekyll y Mister Hyde, con la diferencia de que Hyde acaba comiéndose o tragándose a Jekyll, quien lo ha utilizado para poder verter sus sueños.
El retrato de Dorian Gray me hace recordar algo que leí una vez en Platón, pero no sabría decir en qué obra: la diferencia entre un pecador y un virtuoso es que el pecador lleva a la práctica aquello que el virtuoso sólo sueña.