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Escrito por

Marta Rebón

Marta Rebón (Barcelona, 1976), se licenció en Humanidades y Filología Eslava. Amplió sus estudios en universidades de Cagliari, Varsovia, San Petersburgo y Bruselas, cursó un postgrado en Traducción Literaria en Barcelona y un Máster en Humanidades: arte, literatura y cultura contemporáneas. Tras una breve incursión en agencias literarias se dedicó a la traducción y a la crítica literarias. Ha traducido una cincuentena de títulos, entre los que figuran novelas, ensayos, memorias y obras de teatro. Entre sus traducciones destacan El doctor Zhivago, de Borís Pasternak; El Maestro y Margarita, de Mijaíl Bulgákov; Cartas a Véra, de Vladimir Nabokov; Gente, años, vida, de Iliá Ehrenburg; Confesión, de Lev Tolstói o Las almas muertas, de Nikolái Gógol, así como varias obras al catalán de Svetlana Aleksiévich, Premio Nobel de Literatura en 2015. Actualmente es colaboradora de La Vanguardia y El Mundo. Sus intereses de investigación incluyen el mito literario de varias ciudades y la literatura rusa del siglo XX. Fue galardonada con el premio a la mejor traducción, otorgado por la Fundación Borís Yeltsin y el Instituto Pushkin, por Vida y destino, de Vasili Grossman, escogido el mejor libro del año en 2007 por los críticos de El País. Ha expuesto obra fotográfica en Moscú, La Habana, Barcelona, Granada y Tánger en colaboración con Ferran Mateo, quien también participa en sus proyectos editoriales. Ha publicado En la ciudad líquida (Caballo de Troya, 2017) y El complejo de Caín (Destino 2022). Copyright: Outumuro

La expedición. Una historia de amor de Bea Uusma. Ed. Menguantes

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Bea Uusma y la historia de una obsesión: un viaje a un pasado de hielo y muerte

"La naturaleza nos devora", concluye la médica y escritora Bea Uusma (Lidingö, Suecia, 1966) en La expedición. Según la ley termodinámica que rige la entropía, el universo tiende al caos. A pesar de nuestros esfuerzos por estructurar y clasificar, escribir listas interminables y hacer cálculos precisos, "la naturaleza siempre tiende a una elevada entropía con una fuerza infinitamente más poderosa que la nuestra". Es lo que experimenta la autora después de 15 años inmersa en la historia de la denominada "expedición de Andrée" (liderada por el ingeniero Salomon A. Andrée), la que "más literatura ha generado en Suecia". Incluso fue adaptada al cine en 1982, con Max Von Sydow como protagonista. Su libro está repleto de tablas, listas, documentos, informes, en un intento exhaustivo de agotar cada aspecto de la expedición. Su mirada evoca tanto a Perec como a Sebald en su afán de extraer todas las posibilidades de los rastros de quienes ya no están.

La expedición de Andrée, acompañado por dos jóvenes científicos, tenía por misión cruzaren globo el Polo Norte hasta Alaska o Canadá, "deslizándose elegantemente" por los vientos del sur. Era 1897 y ni siquiera se sabía que aquello no era tierra firme sino un mar helado, e incluso creían que tendrían como aliados vientos favorables y la luz del sol.

Fue una empresa temeraria, marcada por un exceso de optimismo, de "tres hombres de Estocolmo que habían pasado la mayor parte de su vida detrás de un escritorio". Los problemas técnicos surgieron ya en el despegue, dejándolos a merced del viento y de un aterrizaje forzoso sobre el hielo a unos 480 km de distancia. Penosamente, alcanzaron la denominada Isla Blanca debido a las placas de hielo. Cuatro días después, cesan las anotaciones de sus diarios. Tres décadas después encontraron sus cuerpos, y abundaron las teorías acerca de su muerte.

La investigación de Uusma es la crónica de una obsesión. Resulta interesante que surgiera de la más pura casualidad: en una aburrida fiesta de los años 90, la autora tomó un libro de una estantería que trataba de esta expedición... y así empezó todo. Estamos acostumbrados a que subyazca a este tipo de búsquedas una fuerte motivación personal y que el texto revele tanto las biografías de los exploradores como la del propio autor, unas nutriendo a la otra, y viceversa. Aquí no es así. El enigma tanto de lo que les sucedió a los exploradores como de la motivación de la autora queda a salvo en el refugio de la imaginación. Uusma incluso llega a preguntarse si se convirtió en médica "simplemente para descubrir lo que pasó".

Varias vías A lo largo de una década y media hizo todo lo posible por acercarse a ese minuto final: horas incontables revisando documentos, búsqueda de financiación para ir a la Isla Blanca (cosa que consiguió). Este esfuerzo casi irracional se manifiesta en las primeras líneas, cuando se percata de que todas las teorías no son definitivas, y de ahí nace su necesidad: "Tengo que seguir sus pasos. Tengo que colarme en sus bolsillos interiores. Tengo que penetrar en las palabras de las páginas descompuestas de sus diarios".

Y eso es La expedición, una hermosa y rigurosa búsqueda en la forma y en el contenido, que no se pierde en el lirismo de las aventuras polares ni en lo meramente científico. El lector es testigo de cómo una historia del pasado va creciendo y ocupando el interior de Uusma, hasta la identificación total. La investigación está narrada en orden cronológico, interrumpida por fragmentos del diario de Nils Strindberg, uno de los expedicionarios, en diálogo con su amada, Anna Charlier. Este romance cobra vida en el libro: es trágico y permite tirar del hilo de quienes quedaron atrás. ¿Es la "historia de amor" a la que se alude en el subtítulo? ¿O la expedición es la historia de amor de la autora? ¿Su verdadera protagonista?

Uusma sólo se desvía de los hechos en dos páginas, casi al final, cuando las pruebas ya no pueden ofrecer más certezas y se entrega a la imaginación. Porque, al referirnos al pasado, en nuestros intentos por reconstruir "una cadena de acontecimientos probables", no hay más remedio. Como seres narrativos que somos, nos angustian los vacíos en una historia. Y al llenarse, la magia emerge.

En búsqueda de la verdad Adaptada en 2017 como un trepidante y poético documental, protagonizado por la propia Uusma, en la novela se inercalan en el texto fotografías de la expedición, imágenes de los diarios, todo tipo de mapas, análisis forenses e incluso una catalogación de los tonos de color del hielo que en su primer viaje por el Ártico registró la autora, que también es ilustradora. Documentos y más documentos para hallar, al fin, la verdad.

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25 de agosto de 2023

'Donantes de sueño' de Karen Russell. Ed. Sexto Piso

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Karen Russell y el terror de un mundo sin sueño

 

¿Qué pasaría si nadie pudiese dormir? Esta distopía de Karen Russell teoriza sobre esta inquietante epidemia

Una de las características de las obras distópicas es el uso de mayúsculas para designar una nueva realidad. Karen Russell (Miami, 1980) hace lo propio en Donantes de sueño, cuando imagina una epidemia de insomnio en Estados Unidos que acabará por convertirse en pandemia cuando se detecten casos en China.

Así tenemos las "Campañas del Sueño", con que se captan donantes del bien más preciado y las "Brigadas Duermevela", que al volante de los "Furgones de Sueño" son quienes se ocupan de la extracción. También van en mayúscula los antros a los que acuden los insomnes, "Mundos Nocturnos", donde consumir productos del mercado negro para mantenerse en vilo por miedo a las pesadillas o las "Zonas Solares", núcleos urbanos con enormes tasas de insomnio.

No se sabe el origen de este déficit de fase REM, pero intuimos que es la evolución lógica de un malestar global de sobra estudiado: dormimos menos y peor, el consumo de somníferos se ha disparado y la sobreexposición a la luz azul de las pantallas ha hecho mella en el descanso de los adolescentes. La autora imagina el momento en que todo esto se va de las manos. Un sueño poco reparador sostenido en el tiempo acelera el deterioro cognitivo. Recordemos: la "peste de insomnio" que se sufre en Macondo tiene "una inexorable evolución hacia una manifestación más crítica: el olvido".

Aquí la anemia onírica extrema es mortal, de modo que todas las esperanzas se depositan en que los laboratorios consigan sintetizar sueño. Entretanto, las Brigadas lo extraen de quienes aún tienen un dormir placentero, sin pesadillas, para hacer transfusiones a los insomnes crónicos u "orexines". Una distopía no sería tal sin neologismos.

En novelas como esta todo se juega a que la tesis inicial encuentre su coherencia interna, que los retos de un mundo sin X o con exceso de Y provoque una cascada de reflexiones sobre su presente al lector. Al fin y al cabo -y como se vio en la pandemia-, todo gira en torno a la solidaridad y la corrupción, a la resistencia y los valores, al miedo irracional y las teorías conspirativas.

Todo está aquí, explicado en primera persona por una "Captadora" cuyo gran éxito ha sido encontrar a un donante universal, la "Bebé A". Como no hay distopía sin historia personal que funcione, Dora, la protagonista, es una "hemofílica de la pena". Su hermana murió de insomnio terminal y eso la convirtió en una Captadora entregada a la causa que explota su tristeza para convencer a nuevos donantes, algo que le pasará factura psicológica.

Russell es hábil haciendo encajar todas las fichas de un futuro que se antoja posible. No sobrecarga el texto con jerga científica ni ahonda en la interesante historia cultural del dormir. El resultado es correcto, pero no contagia la pesadilla de las noches en blanco.

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27 de julio de 2023

Ellos de Kay Dick (Automática Ed. 2023)

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Kay Dick y el inquietante espejo de vivir en un mundo sin arte

Hay un enemigo común en las distopías más conocidas, como las de Zamiatin, Orwell, Bradbury o Atwood, que retratan un poder autoritario. Además de la prensa independiente, se persigue el arte, entendido como una vía de escape de las normas impuestas o un generador de alternativas. En estos mundos opresivos, el uso de los libros como trinchera por parte de los disidentes los convierten en un objeto subversivo que debe erradicarse. El fascismo, el fundamentalismo y el neopuritanismo comparten el afán de prohibir la libre circulación de ideas en su cruzada permanente contra una ciudadanía libre y crítica, para lo cual recurren a la dicotomía entre un "nosotros" monolítico y un "ellos" que hay que derrotar. Pero también hay otras formas efectivas de neutralizar la subjetividad vigorizante del arte: rebajarlo a entretenimiento, precarizar a los creadores o ensalzar la ignorancia sin rubor alguno.

Estas reflexiones se hallan en el núcleo de la perturbadora novela Ellos de Kay Dick (Londres, 1915-Brighton, 2011). La historia se desarrolla en una Inglaterra reconocible, trasladada a un futuro impreciso, donde artistas e intelectuales viven aislados en colonias rurales. El narrador, cuyo género está difuminado, vive en soledad con un perro, escribe y es uno de sus miembros. Alrededor, un grupo creciente de filisteos los vigila, los acosa y, si es necesario, actúa sin miramientos: cuando se ausentan, a veces sustraen libros u obras de arte de sus casas. Tampoco tienen reparos en ser más drásticos: ciegan a un pintor o queman la mano de una poeta por dar rienda suelta a su pulsión creativa. El amor, la fraternidad y el duelo también están proscritos. La terapia más radical se practica en unas torres de internamiento donde se extirpan la sensibilidad y los recuerdos.

En esta novela, dividida en nueve capítulos independientes que conforman la "secuencia" desasosegante a la que se hace referencia en el subtítulo, se muestran los distintos posicionamientos de los artistas: la connivencia, el compromiso, la protesta o el exilio interior. La sociedad parece adentrarse en un periodo pre-Gutenberg, en que la memoria, y no el papel impreso, es el ámbar que conserva la gran literatura. Dick, editora de Orwell y participante activa en la vida intelectual inglesa, librepensadora abiertamente bisexual, vio cómo su inquietante, aunque delicada especulación futurista pasó sin pena ni gloria en 1977. Cayó en el olvido, y no fue hasta hace un par de años, cuando un agente literario la "redescubrió" en un mercadillo y la devolvió al anaquel de las novedades.

Pero ¿quiénes son "ellos"? A diferencia de los autores mencionados, Dick elige retratar a una masa reaccionaria que no sigue a un líder ni es el brazo ejecutor del Estado. Ese "ellos" se informa solo por la televisión, prefiere "mirar el mar desde el refugio seguro del monstruoso puerto deportivo" y gustan de las mujeres dóciles. Se ha simplificado tanto el discurso que apenas se sabe articular palabras y perciben cualquier forma de emancipación como "una amenaza". El narrador recuerda que todo comenzó como "una parodia para la prensa". ¿Les suena familiar? Kay Dick nos ofrece un espejo que refleja hoy nuestros tiempos.

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19 de julio de 2023

Virginia Woolf con su cuñado Clive Bell, 1910. New York Public Library.

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Virginia Woolf: recorrer el mundo para registrar lo que pasa en la mente

 

Paul Bowles hizo una inteligente reflexión sobre la literatura de viajes en el ensayo Desafío a la identidad, título que ya de por sí propone una definición tan concisa como incontestable de lo que el viaje plantea al viajero. Para él, el mayor placer era "leer el relato de un escritor inteligente acerca de lo que ocurrió lejos de casa". Lo de menos era la información sobre hoteles, rutas o sugerencias de vestimenta.

Y esto es lo que encontramos en este invento editorial -inspirado tal vez en la edición de Jan Morris Travels with Virginia Woolf (1997), si bien los contenidos y su disposición divergen-, que recopila y ordena cronológicamente lo que escribió la autora de Al faro sobre sus estancias en el extranjero: en total, unas 80 semanas, de sus 59 años de vida (y sólo una vez fuera de Europa, en la parte asiática de Constantinopla, donde su Orlando cambia de sexo después de un sueño de siete días).

De viaje de Virginia Woolf. Traducción de Patricia Díaz. Ed. Nórdica.

 

CONTRA LA LITERATURA DE VIAJES

El material procede, sobre todo, de sus cartas y diarios, porque en su bibliografía, salvo contados ensayos para revistas, no encontramos un libro que corresponda al género de viajes. En una anotación de Woolf de 1909, desde Florencia, leemos: "La escritura descriptiva es peligrosa y tentadora. Es fácil, con un poco de esfuerzo mental, hacer algo[...] Lo que una registra de verdad es el estado de su propia mente".

La naturaleza privada de los textos seleccionados muestra una Virginia Woolf menos preocupada por el alarde literario, la repetición de tópicos o las descripciones de paisajes y edificios, y sí más espontánea y directa. "No merece gastar tinta acerca del viaje por Italia. Hacía calor, hacía frío, perdimos trenes, encontramos hoteles... y, entretanto, pasamos de una punta de Italia a la otra", resume en su diario desde Olimpia, en 1906, y de igual modo despachará otros iconos turísticos. Lo que intenta captar es ese "estado de la mente" que varía con la edad, el contexto o, si lo hay, el destinatario: cuando se dirige a su hermana, por ejemplo, se muestra más cálida y sincera, y, aun así, expresa sin tapujos lo "aburridas que son las historias de los viajeros".

Tenemos, por lo general, la imagen de una autora muy arraigada a su ciudad natal, y aquí se incluyen acertadamente impresiones de lugares ingleses que no son Londres, pues reivindicaba explorar los paisajes cercanos y no sólo, como dictaba la moda, los de Italia o la Riviera francesa. Prefería las caminatas sin compañía -"El viajero solitario tiene muy poco en qué pensar, sus deseos se satisfacen con facilidad"- y las rutinas -"Leer, escribir, maldecir y andar, todo como de costumbre", escribe desde New Forest-. Aun así, no oculta una nostalgia hiriente cuando se aleja: suspira desde Grecia que "la mera palabra Devon es mejor que un poema" o que prefiere una "húmeda calle londinense" al soleado país.

UN VIAJE IMAGINARIO

Sin embargo, Woolf también destila un disfrute tranquilo y hedonista al estar fuera, en el mundo, con el sentir propio de una mujer de su época, clase y procedencia cultural (la Inglaterra colonial), algo que exploró desde su primera novela, Viaje de ida (1915), en la que hizo embarcar a sus personajes en un trayecto por mar de Londres a Santa Rosa, en América, retomando la visión ancestral del viaje físico como metáfora del espiritual.

Antes de escribirla, Virginia, con 24 años, perdió, de resultas de una fiebre tifoidea contraída en Grecia, a su hermano y alma gemela, Thoby Stephen, a partir del cual perfiló a Percival, personificación de la muerte en Las olas. El extranjero fue desde entonces, además de un espacio donde interrogarse sobre qué es ser una mujer inglesa, un recordatorio de la fatalidad.

Woolf no corresponde al prototipo de nómada multiterreno (su predilección fueron las carreteras francesas, de hotel en hotel), pero en toda su obra importa (y mucho) la experiencia del espacio, imaginado o conocido, y cómo influye en la sensibilidad de sus protagonistas. De entre todos los proyectos literarios que no vieron la luz después de apagarse para siempre cuando se sumergió en el río Ouse, quedó sin escribir el que imaginó en 1931: "Un viaje imaginario alrededor del mundo de aventureros, cazadoresy escaladores, que cazan tigres, viajan en submarino, vuelan y cosas así. Fantástico".

Una pasión helénica Son especialmente interesantes las impresiones de Grecia, cuya lengua y arte había estudiado. De su primer viaje dijo: "En Grecia, sientes muy a menudo que el espectáculo pasó hace mucho y has llegado demasiado tarde, e importa muy poco lo que pienses o sientas. La Grecia moderna es tan débil y frágil que se rompe en pedazos cuando se la confronta con el fragmento más tosco de la antigua".

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7 de julio de 2023
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La genialidad de Kafka a través de los ojos de Canetti

 

Permítanme la libertad de iniciar este texto con un apunte personal. Ciertos escritores resuenan en nuestras vidas de manera particular: al oír sus nombres, reverbera un tiempo pasado que nos marcó. En mi caso, lectora de Las Voces de Marrakech y fascinada con la biblioteca de Peter Kien en Auto de fe, Elias Canetti (Ruse, Bulgaria, 1905-Zúrich, 1994) es para mí, ante todo, el autor del epígrafe que acompañaba cada número de la revista cultural Lateral (1994-2006), al que debía su nombre: "A medida que crece, el saber cambia de forma. No hay uniformidad en el verdadero saber. Todos los auténticos saltos se realizan lateralmente, como los saltos del caballo en el ajedrez. Lo que se desarrolla en línea recta y es predecible resulta irrelevante. Lo decisivo es el saber torcido y, sobre todo, lateral".

La revista, editada en Barcelona, y en cuya redacción se hablaba en catalán y en español (de Perú, Colombia, Ecuador, Argentina o España), fundada por un húngaro (Mihaly Dés) e inspirada en la poética del escritor de origen búlgaro, sirvió de puente entre los creadores nacionales y americanos, siempre con un ojo en Europa Central y del Este. No podría haber mejor ilustración de ese "saber torcido" que proponía el autor de Masa y poder. Lejos de ser esto una concesión a la nostalgia, sirve como ejemplo del género con el cual Canetti se distinguió, el de los Aufzeichnungen, una palabra con tintes burocráticos que se traduce como "registro", "nota" o "apunte".

Canetti aplicó este término a una amplia gama de tipologías textuales -aforismos en el sentido tradicional, simulaciones de diálogos socráticos, caricaturas, reflexiones a partir de sus lecturas, entre otros-, que almacenó en sus cuadernos con el dictum "pienso, luego escribo". La devoción constante que Canetti manifestaba hacia sus apuntes tenía el doble valor de registrar su flujo de pensamientos y funcionar como un diario poco dado a lo autobiográfico. Servía también como confesionario íntimo y muro de lamentaciones, instrumento de creación audaz y taller de experimentación. Seleccionados, reorganizados y revisados, estos apuntes pasaron a formar parte esencial de su bibliografía, como El suplicio de las moscas, del cual se extrajo el epígrafe citado.

Tal es la potencia evocadora filosófico-literaria de sus apuntes que uno solo inspiró toda una revista. "La capacidad de abarcar (del apunte) no conoce límites", concluyó Canetti. Y yo añadiría que es la forma expresiva de nuestro siglo, la que celebra lo breve e inacabado, que no es un fracaso, sino un triunfo. En palabras de Joshua Cohen, es un triunfo del arte sobre la muerte, porque "el aura proyectada por lo inconcluso convierte ese arte en un misterio para el futuro2.

Un arte sin límites

Y si el género de los apuntes ya tiene de por sí algo "lateral", porque se desarrolla en los márgenes de otra cosa -en el caso de Canetti, surgieron como válvula de escape frente a otros trabajos unitarios mayores, específicamente Masa y poder, en cuya creación invirtió décadas-, este aspecto se acentúa cuando los apuntes nacen al calor de la lectura, en ese cuaderno que mantenemos al lado del libro en cuestión, y en el que, desconfiando de nuestra memoria, anotamos lo que debe ser inolvidable, las emociones suscitadas por un fragmento, el detalle que no puede pasar por alto, los mimbres de una teoría aún por desarrollar, las relaciones con otros autores, ideas aparentemente sin sentido, verdades inspiradas en la lectura y deseos articulados en voz baja.

En los apuntes de lectura, entablamos un diálogo tanto con el texto como con nosotros. ¿Estamos, pues, ante una lectura aumentada, por usar la jerga tecnológica? En los apuntes de lectura, el lector no se abstrae, sino que mantiene un canal activo de pensamiento que le permite sentirse inmerso en la lectura e interpelar a lo que lee. En este sentido, Sobre Kafka, los apuntes de Canetti previos y preparatorios para su ensayo El otro proceso (publicado en dos entregas, julio y diciembre de 1968, en Neue Rundschau), basados en la lectura de las cartas del de Praga a Felice Bauer, "que dan testimonio de cinco años de tortura", así como de la (re)lectura en especial de lo que Kafka escribió durante ese periodo y justo después, es una auténtica experiencia intelectual.

Este hecho se ve reforzado en gran medida por el formato de la edición: además de los textos introductorios (de Susanne Lüdemann e Ignacio Echevarría), se ha añadido después de las anotaciones, agrupadas en las anteriores a los trabajos preparatorios (1946-1966), las correspondientes a la primera parte (1967-1968) y a la segunda (1968), y las posteriores (1969-1994) relacionados con Kafka. Se incluye asimismo El otro proceso revisado, dos conferencias -Proust-Kafka-Joyce, de 1948, y Hebel y Kafka, de 1980-, y unas cincuenta páginas de notas que amplían las de la edición original.

El resultado provoca un efecto mágico: ¿leemos a Canetti a través de Kafka, o a Kafka a través de Canetti? Tal es el esfuerzo que el Premio Nobel despliega en este encargo, del que atestiguamos no pocos momentos de flaqueza. Un encargo que afronta con una premisa clara: extraer la esencia a partir de la lectura personal como único asidero, sin mediación de bibliografía especializada. "Me enfrento a las cartas con candor (...) Por tanto, existe el peligro de que, por desconocimiento, escriba algo que ya se ha dicho hace tiempo. ¿Está dispuesto a asumir el riesgo?2, le preguntó, a modo de advertencia, a Rudolf Hartung, redactor jefe de Neue Rundschau.

Extraer la esencia

Cuando Canetti se sumergió en las cartas a Felice de Kafka, cuya muerte ocurrió cuando el él tenía diecinueve años, había leído El artista del hambre y La transformación ("esta única pieza bastaría para asegurarle la inmortalidad"). A partir de ese momento, seguirá sus pasos con dedicación. Las notas, siempre fechadas, y entrelazadas con algunas cartas al editor y algunos acontecimientos de la actualidad que irrumpen por su trascendencia -"1968: Fue el año de los estudiantes en la Sorbona, de la primavera de Praga y de la catástrofe en agosto. Un año salvaje, demostrativo, trágico", recordará en un apunte de 1993-, son, sin duda, una aproximación a Kafka basada en esas misivas que él considera imprescindibles para su explosión creativa inicial.

Las cartas están al servicio de su escritura, de ahí su importancia. Véase El fogonero, cinco capítulos de El desaparecido (o América) y La transformación. En ellas, explica, encontró la energía necesaria a una distancia segura. Canetti indaga en la dimensión física de Kafka, en su delgadez, su tendencia a encogerse y su lentitud. Un cuerpo que fue capaz de captar como ningún otro todo lo que emanaba el poder y la jerarquía. Junto a esta mirada fascinada hacia su objeto de estudio -que no deja de ser crítica, ya que hay textos que lo "avergüenzan", o momentos en los que siente que busca un significado en una correspondencia que cuando fue escrita no aspiraba a tener-, hay también una mirada introspectiva, una que lo lleva a medirse con el de Praga y lo lleva a cuestionarse sobre su propia obra, sobre lo que ha sido y será.

Y el amor, que se desliza con ferocidad hacia Hera Buschor, se mezcla con el recuerdo de Veza, su difunta primera esposa. Son notas de vida, lectura y amor que resuenan con una autonomía propia, encontrando su lugar alrededor de Kafka: "Kafka no acaba nunca. No puede acabar. Interminables se vuelven todos los caminos por la duda".

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19 de junio de 2023

'Una carpa bajo el cielo' de Liudmila Ulítskaya

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Liudmila Ulítskaya y la Rusia del Deshielo: disidencia en la «sociedad de las larvas»

 

Caudalosa como un río siberiano, la nueva novela de Ulítskaya, galardonada con el Formentor 2022, reflexiona sobre el papel disidente de su generación

 

La generación soviética del Deshielo, parafraseando una marcha estalinista que afirmaba hacer realidad los "cuentos de hadas", acuñó un dicho sarcástico: "Nacimos para hacer realidad a Kafka". Esta referencia literaria no es casual, ya que el arte creaba un espacio alternativo para ejercer la resistencia interior. "La poesía llenaba el espacio sin aire, ella misma se volvía aire. Probablemente, como dijera Mandelstam, 'aire robado'", leemos en Una carpa bajo el cielo de Liudmila Ulítskaya (Davlekánovo, 1943), galardonada con el Premio Formentor 2022.

Esta novela abarca desde la muerte de Stalin (1953) hasta la de Joseph Brodsky (1996), y es igual de extensa geográficamente, pues nos lleva a Moscú, Kiev, Tashkent, Nueva York o Bruselas. La trama sigue las vidas de tres amigos de escuela con distintos orígenes. Lo que une a Sania, Iliá y Misha es lo que los diferencia del resto: una sensibilidad contraria a la brutalidad impuesta. Cada uno tomará un camino diferente: musicología, fotografía y poesía respectivamente, guiados por mentores que fomentan su curiosidad, como el profesor de literatura (cuyos recorridos literarios por Moscú resultan encantadores) o la abuela de Sania, bastión de la tradición cultural que los jóvenes hallaban en sus mayores.

LA SOCIEDAD DE LAS LARVAS

La obra llena un vacío para los lectores de habla hispana respecto a las décadas mencionadas, abordando la evolución de la disidencia -no como un movimiento, sino como islas o "pequeños rebaños", sin "una unidad de pensamiento clara y simple"-, la circulación de textos prohibidos autopublicados (samizdat) -cuya práctica, ilegal, hizo que Ulítskaya perdiera su trabajo en una institución científica y optara por la escritura- y el precio humano que se pagó.

En una línea temporal sinuosa -la trama se enrosca como la hélice del ADN- los personajes intercambian protagonismo, logrando así una polifonía caleidoscópica que refuerza la idea explícita en el texto: "El tiempo no se mueve del punto A al punto B, en realidad se compone de capas... Es como una cebolla, en su interior todo ocurre simultáneamente". El resultado es un retrato perspicaz de la segunda mitad del siglo XX soviético -y de la historia de la literatura en ruso, casi enciclopédica- sin romantizar la disidencia de su generación, pero valorando su papel.

El título que Ulítskaia, bióloga de formación, consideró para esta novela es el de uno de los últimos capítulos: Imago. La autora desarrolla esta metáfora central en la novela seiscientas páginas antes, en una conversación entre Víktor Iúlevich y el único amigo de la infancia con el que logra reconstruir lazos, también mutilado de guerra, biólogo y "filósofo ocasional". Imago es la etapa del insecto posterior a la fase larvaria, en la que alcanza la madurez, al menos en sentido fisiológico, pues ya puede reproducirse.

¿Sucede lo mismo con el ser humano? ¿Es ese el único criterio para marcar el inicio de la edad adulta y no "la responsabilidad de los actos, la independencia, el grado de conciencia de uno mismo"? ¿Cómo se alcanza ese despertar moral que implica "reventar el capullo y liberar la mariposa multicolor volátil, efímera, preciosa"? ¿Por qué no ocurre con todos y qué pasa cuando un Estado engrasa su maquinaria represiva para impedirlo? "Pero Mijaíl, tendrás que aceptar el hecho de que vivimos en una sociedad de larvas, de gente que no ha llegado a madurar, de falsos adultos".

UNA PSICOSIS PERPETUA

El término "imago" aflora también a los labios de Misha antes de su trágico final. La editorial rusa lo descartó por considerarlo un nombre científico poco conocido. Se tituló, en su lugar, con el mismo nombre del séptimo capítulo: en él, Olga -cuyos padres forman parte del statu quo, pero a los que se enfrenta al enamorarse de Iliá-, necesitada de quimioterapia, relata un sueño: en una gran carpa verde, como la de un circo, se congregan sus conocidos, "los muertos y los vivos todos juntos", y aguardan en una larga fila para entrar, como una especie de reconciliación crepuscular.

¿Es posible esto en una sociedad en que se premia a los traidores, destruye cualquier tipo de lealtad, expulsa a sus miembros más destacados o los quiebra forzándolos a delatar? En palabras de Kúsikov, un policía de barrio: "Es sorprendente cómo funciona la vida soviética, o rusa tal vez: nunca sabes quién te delatará ni quién te tenderá la mano. Y los roles pueden cambiar de sopetón". Es una cuestión irresoluble a la que también hace referencia Iván Karamázov, cuando expresa su incapacidad para tolerar que "la madre abrace al verdugo que ha hecho que los perros destrocen a su hijo... Muy caro han puesto el precio a la armonía".

Esta novela plantea preguntas pertinentes, debates morales y filosóficos, y muestra la diversidad de vidas y decisiones personales, muchas de ellas inspiradas en las de personas reales, que a veces aparecen con sus nombres. Una gran novela rusa caudalosa como un río siberiano que nos recuerda que "en el mundo hay gran multitud de todo y un sinfín de mundos".

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8 de junio de 2023
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El ‘carpintero’ James Salter: la realidad convertida en literatura

En el prólogo a los cuentos completos de James Salter (Passaic, NJ, 1925- Sag Harbor, NY, 2015), John Banville nos dice que el autor de Años luz no escribe sobre la realidad: "su obra es la realidad en sí misma". En otras palabras, su prosa es "una vida realmente vivida". Si lo narrado ocurriera, sería así y no de otro modo. Si una tal Jane Vera, la del relato Veinte minutos, en plena agonía tras una caída de caballo, viera cruzar recuerdos ante sí, serían los imaginados por Salter y no otros, y el desenlace, fruto de una mala decisión, irremediablemente fatal.

El elogio de Banville me recuerda la técnica del strappo, con la que se traslada una pintura mural a otro soporte (aquí la realidad a la página), pero conservando el craquelado, las fisuras, las imperfecciones, en especial las que no saltan a la vista. ¿Se puede señalar mayor logro literario?

Cautivar como Sherezade  En esencia, escribir, como dijo Salter, el "autodidacta tardío" por excelencia de las letras estadounidenses, no es tan misterioso. Es algo básico, "como un martillo y unos clavos": hay un material, las palabras, y unas reglas arquitectónicas. Luego, saber qué sigue a qué. Pero si se posee la misma intuición de una rara avis como Isaak Bábel, capaz de helar el corazón con un punto colocado en el lugar debido, sucede que el libro que transcurre en un período o un lugar, como señaló en El arte de la ficción, "poco a poco se convierte en ese lugar y ese momento".

Salter, nacido Horowitz y con raíces entre Fráncfort y Moscú, era un ferviente admirador del genio de Odesa. De él dijo que aunaba la tríada suprema: estilo, estructura y autoridad. Si por algo nos apresan estos 22 relatos -"la obligación de todo escritor es cautivar como Sherezade", dijo-, no es por las tramas complicadas, la filigrana innecesaria o los giros efectistas, sino por algo más subterráneo. La mayoría de las veces, los sentimientos, los destinos y las relaciones de sus personajes se desmoronan de manera casi imperceptible, fuera del foco, opacados por una nostalgia brumosa y residual; tragedias que implosionan en la sordina de lo cotidiano.

En El cine, Salter, que coqueteó con el séptimo arte como guionista y director, describe la película en la mente de Peter Lang como "tranquila en la superficie, pero en ningún caso mansa: por debajo de lo visible había emociones que, al ocultarse, resultaban más potentes". Esas emociones -en especial el deseo sexual-, ni siquiera razonadas por los personajes ni por la voz narrativa "a lo Bábel" ("guarda distancia con el relato y permite que concluya solo"), son las que acaban decidiendo el rumbo de ese trío de turistas en Barcelona cuando, en un solo día, el interés de él oscila de su pareja a la amiga, quien recoge a hurtadillas el guante.

La forma sobre el contenido O bien, en American Express, la revalidación de la amistad, forjada en la juventud, entre dos ambiciosos abogados como sacados de un capítulo de Mad men, cuya conquista de un estatus privilegiado con la consecuente sensación de impunidad pasa por traicionar el primer bufete para el que trabajaron, aprovecharse sexualmente de secretarias y clientas o, de viaje por Europa, compartir los favores de una colegiala que recogen por la calle, como un trofeo más.

De Salter se suele destacar la eficacia expresiva, la delicadeza descriptiva junto con una brusquedad no carente de violencia, los diálogos... La forma prima sobre el contenido. ¿Basta siempre el estilo, cuya sensualidad lorquiana es la de la luz que se refracta y recorre un espacio siguiendo distintas trayectorias, sin llegar a bañarlo todo, sólo fragmentos a partir de los cuales el lector ha de completar el resto, en un presente empañado del condicional compuesto: lo que "habría podido ser"? "Todo aquello se habría acabado, pero esa clase de cosas nunca quedaban definitivamente atrás", piensa Reemstma en Hijos perdidos.

Nada es lineal, todo consiste en virtuosas ramificaciones narrativas, como el trabajo mismo de la memoria. De hecho, Quemar los días, su autobiografía, se construye como uno de sus cuentos, imaginando que la vida es una casa grande y cada capítulo-relato es, en cierto modo, "como mirar por las ventanas de esa casa. En algunas ventanas, quizá uno desee quedarse más tiempo, pero no es posible. Como ocurre en cualquier casa, no se puede ver todo". El arte, añade, es la vida rescatada del tiempo, desechando "todo lo que es aceptablemente bueno".

Un buscador de detalles "No hay hierro capaz de atravesar el corazón humano con la fuerza de un punto colocado en el lugar preciso", citaba Salter a Bábel en El arte de la ficción, que recoge tres conferencias sobre literatura que impartió un año antes de morir. En ellas desgranaba las claves de su forma de entender el oficio: "escribir no consiste en anotar las conversaciones de los demás, hay que ir rascando y escarbando hasta encontrar unos pocos objetos de valor. Los detalles son todo".

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25 de mayo de 2023

Jorge Zapata /EFE

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El olvido que seremos

Cuando el futuro queda sepultado bajo el pasado, algo va mal. Si el pasado se aniquila, el individuo pierde aquello que lo hace único. Vasili Grossman sostenía que cuando alguien muere, con él se derrumba el mundo singular e irrepetible que construyó: un universo con sus propios océanos, montañas y cielo. Algunas enfermedades, al devorar recuerdos y palabras, provocan un efecto devastador similar al descrito por el ucraniano.

F. viene a buscarme a un pequeño pueblo de la Segarra para llevarme al aeropuerto. Mientras baja la ventanilla, reflexiona: “La memoria es como el agua en el campo. Demasiada lluvia daña las raíces; sin ella, nada crece”. Le pido noticias sobre su madre. Hace dos años, cuando le diagnosticaron afasia y, al cabo de poco, alzheimer, F. se mudó con ella.

Afortunadamente, puede trabajar desde casa, pero realiza malabarismos como el mejor equilibrista para compaginarlo todo. En cierto sentido, vive desconectado del mundo y acompañarme al aeropuerto hoy es un lujo que saborea. Con avidez en la mirada, lo veo engullir el paisaje mientras conduce, disfrutando de esas escasas horas de libertad.

“Es curioso”, me dice, “me paso el día trabajando con palabras: leo, escribo, traduzco... Mientras tanto, mi madre se desliza hacia un silencio absoluto, más allá del lenguaje, y eso me aterra". Para visualizarlo, recurre a metáforas como la sequía, con sus ríos secos, y la tierra agrietada por la sed que evoca las áreas marchitas del cerebro.

Al pasar por Montserrat, confiesa: “Esta es la traducción más difícil que he hecho: sus silencios. Completo sus puntos suspensivos, procurando no hacerla sentir mal. Ahora soy su diccionario y su mapa, su agenda y su guía. Soy el apuntador que le sopla el guion para que la función no se detenga y el silencio no sea incómodo”. Me recomienda que lea el discurso sobre el silencio de Juan Mayorga en la RAE y me cita un pasaje de una de sus obras: “La lengua está en pedazos y es solo amor el que habla”

Hace unos días F. me envió la entrevista de La Contra a Carme Elías, y añadió al enlace: “Mi madre tiene un Bruce Willis, frontotemporal y afasia”. No entiende por qué es necesario recurrir a actores conocidos como anzuelo para recordar a la sociedad una enfermedad incapacitante, la forma más común de demencia, que solo en España afecta a más de 800.000 personas. Esa cifra corresponde a casos diagnosticados, que suelen detectarse en estados medios o avanzados. A veces, la enfermedad incuba, silenciosa, durante una década antes de enseñar las garras.

Al incorporarse a la C-31, me pregunta si conozco el término anosognosia, que encontró en el libro de una neuróloga. Como no digo nada, me explica que proviene de las palabras griegas nosos, “enfermedad”, y gnosis, “conocimiento ”, sumado al prefijo -a (privación), y se refiere a la incapacidad de reconocer la enfermedad en uno mismo. “Es un mecanismo de defensa, imagino, experimentado también por amputados o quienes sufren parálisis tras un derrame cerebral. Una manera de evitar el pánico: la tranquilidad de la ignorancia”.

F. habla de demencias degenerativas, pero trazo un paralelismo con el debate público, al que el término le va ni que pintado. Cada dos o tres días “se abre un debate”–hoy la maternidad subrogada, ayer la renovación del poder judicial, mañana el acceso a la vivienda–, pero parece que no se llega a conclusiones, como el dedo que se desliza en scroll infinito por la pantalla.

Por ejemplo, la anosognosia de la desertificación de la Península: ¿es preferible negar lo evidente en lugar de buscar soluciones a largo plazo? En la política actual, al igual que para el paciente de alzheimer, el pasado se desvanece y el futuro no existe, solo queda un presente perpetuo.

F. comenta que en consultas y centros repiten lo mismo: “Somos pocos, los justos para no cerrar esto”. Se lo confirman el psiquiatra del hospital público, los terapeutas del centro de día, la geriatra. Con ella, su madre pasa una visita anual, como la ITV de un coche viejo. F. describe la tormenta perfecta: “Para el 2030 se prevé el doble de afectados, escasez de especialistas, sobrecarga en atención primaria y una lucha titánica de familias y pa­cientes”.

Al llegar a la zona de salidas, aparca y ­saca mi equipaje. “Seguro que te has dejado algo”, bromea, aunque sé que le parezco un desastre en el arte de hacer maletas. Le abrazo y le digo que estoy orgullosa de lo que hace. “Cuando vuelvas de Uzbekistán –sonríe– aquí estaré. No, no me ol­vidaré”.

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12 de mayo de 2023
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Pascal Quignard: la atemporal e infinita música del amor

 

"¿Cómo concentrarse en el silencio y la introversión del alma, cuando todos los días están sumidos en gritos? ¿Cuando todos los instantes del tiempo pretendidamente regulados están oprimidos por el miedo?", se pregunta Pascal Quignard (Verneuil-sur-Avre, 1948) en El amor el mar. En otras palabras, ¿cómo brota y sobrevive el sentimiento amoroso, cuando todo alrededor se confabula para aplastarlo? ¿Y el arte? ¿Acaso es el contrapeso último frente a la violencia? ¿A más presión, un diamante más puro? Decía Ajmátova: "Si supierais de qué clase de basura nace la poesía, desvergonzada, como un diente de león amarillo junto a la valla, como el cenizo blanco y la bardana".

Quignard nos lleva a la convulsa Francia sumida en la Fronda (1648-1653), un periodo de insurrecciones, con el telón de fondo de un continente abierto en canal por las guerras de religiones, las epidemias y la hambruna -y, con todo, época de grandes logros en todas las disciplinas artísticas, el Grand Siècle de Racine, Molière, Georges de la Tour o Poussin- en que una troupe de músicos -algunos reales- nos lleva en volandas por esa Europa atravesada de ejércitos y enfermedades, pero también de ideas, partituras y sed de belleza.

Y en el centro, el amor arrebatado de Thullyn, virtuosa violista nórdica que "vivía la música como aquel mismo mar centelleante que avanzaba y se retiraba ante nuestros ojos", alumna de Monsieur Sainte-Colombe -recuerden Todas las mañanas del mundo-, y Hatten, cotizado copista ajeno a las mieles de la fama, de carácter difícil ("se le trataba como a las brasas de las chimeneas") y con el don de hacer traer con su laúd "ese misterioso andante en que radica el canto secreto de toda obra musical". A pesar de todo, se separan, y exploramos el secreto de esa relación desde la distancia: "Hubieran debido vivir juntos siempre, pero prefirieron amarse que entenderse".

Quignard pone de nuevo la poesía al servicio de la erudición. Construye un tempo propio al que el lector debe acomodarse, como al vaivén de las mareas. El amor el mar es un peldaño más, ascendente, en su estética del fragmento y el arte transgénero. Su prosa aspira a ser pintura, música, aforismo, ensayo, a la manera de Stendhal, Bataille o Rousseau, que "mezclan pensamiento, vida, ficción y saber como si se tratara de un mismo cuerpo" (escribe en Vie secrète).

Todo ello bajo la luz ascética de Oriente. Cada época porta su propio ocaso, su decadencia. Aquí, instrumentos moribundos del Barroco, como la viola, emiten sus últimas notas, para dejar paso a las sonoridades del piano y el Romanticismo. Hay un hilo invisible de continuidad en el tiempo, mágico y misterioso, del que esta novela tira. Es lo que siente Thullyn, de vuelta al paisaje marino de su infancia, acerca de nuestro ser fragmentario: "...en las últimas edades, la vida que se ha vivido se descubre como unos detritos en la playa cuando el océano se retira. Se camina entre tesoros desparejos, pero donde todo brilla. Cuanto más grande es la marea, más cerca está la muerte, más sublime es la marisma".

 

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17 de abril de 2023
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Yishai Sarid: Israel y el trauma de militarizar a toda una sociedad

Tras la inquietante 'El monstruo de la memoria', Yishai Sarid nos adentra en el complejo clima social del Israel actual a través del debate sobre la implacable movilización bélica del país

Uno de los colores omnipresentes en el paisaje de Israel es el verde oliva de los uniformes que llevan chicos y chicas cuando hacen el servicio militar obligatorio, del que están exentos ortodoxos y árabes israelíes. No hace falta acercarse a los puestos de control para distinguirlos, pues se mezclan con el tejido de la vida cotidiana: ametralladora en ristre y petate en bandolera, están en autobuses de línea, en colas de supermercados, en estaciones de servicio. En un país en estado de alerta permanente desde hace décadas, el ejército se ha erigido como una de sus instituciones centrales, y el servicio militar es un rito de paso que incluye el permiso para matar. Para que el dedo sea capaz de apretar el gatillo, la mano de hundir el cuchillo o de lanzar una granada, se debe forzar la resistencia de un cerrojo interior hasta quebrarla.

Como explica Dave Grossman en El coste psicológico de aprender a matar en la guerra y en la sociedad (Melusina, 2019), se ha constatado en estudios sobre la Segunda Guerra Mundial que la gran mayoría de soldados no disparaban a matar. En la guerra de Vietnam, sin embargo, ya se había logrado invertir esa realidad. He ahí el resultado de aplicar la psicología a la maquinaria militar.

Aprender a matar a cualquier precio

Y a eso se ocupa, con entrega y fascinación, Abigail, teniente coronel del ejército que ejerce como terapeuta, con lo que se ha ganado una puerta de entrada al alma de las fuerzas armadas. Además, es hija de un psicólogo con un cáncer terminal cuyos pacientes son mayoritariamente excombatientes con trastorno de estrés postraumático. Padre e hija tienen visiones opuestas sobre la psicología: si para el primero el objetivo es curar el trauma -en la invasión del Líbano de 1982 el número de bajas psiquiátricas doblaba el de muertos: recuérdese el documental de animación Vals con Bashir-, para la segunda "no hay nada que dañe más la salud mental que la derrota". En otras palabras, lo prioritario es "hacer de los soldados mejores combatientes", para que puedan "matar con mayor facilidad», libres de remordimientos, culpa o miedo".

Victoriosa compone un potente díptico con la novela precedente de Yishai Sarid (Tel Aviv, 1965), El monstruo de la memoria (Sigilo, 2020), para adentrarnos en el clima social y político del Israel contemporáneo, guiado por la lección envenenada del Holocausto, que consiste en el deber de ser una nación fuerte capaz de defender a sus hijos a cualquier precio, un imperativo que es una carga para las nuevas generaciones. Esto se lo oí decir al propio Sarid en un festival en Jerusalén hace años, cuando se cumplía el cincuenta aniversario de la Nakba, y en el episodio quince se cuelan las protestas en la frontera con Gaza durante esa efeméride a través de la mirilla de los francotiradores israelíes.

Con el fin de mantener viva esa predisposición a matar hay que cultivar un relato radicalizado que, en manos de políticos extremistas, tiene efectos desastrosos. Tanto en esta novela como en la previa, tenemos a un narrador en primera persona que ejerce de instructor, lo que proporciona los mimbres para un debate entre distintos puntos de vista. Si en la anterior nos hablaba un joven historiador que trabajaba de guía en los campos de concentración nazis, aquí Abigail imparte charlas a soldados y mandos. "Mido desde arriba las penurias, el estrés, los amagos de abandono, como una ingeniera del espíritu", dice, sabiendo que sin la manipulación no existirían los ejércitos. La palabra hebrea del título es, además de adjetivo, el sustantivo para designar a un "director de orquesta".

El dolor en carne propia

Sarid, abogado de profesión y con experiencia en inteligencia militar, sabe llevar al límite los argumentos de unos y otros. Uno de los aciertos de la novela es que la guerra siempre aparece lejana -la acción se desarrolla en aulas, campos de entrenamiento, casernas, hospitales, etc.-, y el "enemigo"» sin rostro es un requisito necesario para la anestesia moral: los árabes son "objetivos", "terroristas", "alborotadores", "los malos". Tal es la burbuja donde crecen estos adolescentes y donde aprenden que hay quien "merece morir". Un alto mando le pregunta cómo se puede conseguir que interioricen el acto de matar los jóvenes, más "delicados y blandengues", absorbidos por las pantallas: "esos niños ya casi no juegan en el patio ni se pegan. Su barrio está en el teléfono móvil, todo es simbólico, el mundo real apenas existe".

Al final, todo cuanto rodea a Abigail, madre soltera por decisión propia, tiene que ver con el ejército: el padre de su hijo Shaúli (jefe del Estado Mayor), sus amistades y los pacientes, y así sigue siendo cuando retoma la vida civil. La protagonista es tan atractiva como desconcertante: ¿un producto de la cultura militarista? Está fascinada por los casos anómalos de quienes matan sin remordimientos, y no es fortuito que tenga la libido tan activa, como un reflejo de esos dos instintos fundamentales, Eros y Tánatos, en constante oposición.

Tampoco es casual que al inicio de la novela se sitúe a Shaúli en ese proceso de (de)formación militar. Como hijo único no está obligado a ir al frente y, aun así, va, víctima de las expectativas maternas y su glorificación de la fortaleza. Ella lo ve así: "ha entendido que sólo estás dispuesta a soportar a los valientes, a los duros, que te repugnan las personas débiles". Desde entonces nos quedamos en vilo, expectantes ante cuál será la reacción de Abigail cuando tenga que lidiar con el dolor en su propia carne por medio de su hijo. Sarid vuelve a meter el dedo en la llaga con esta reflexión sobre el papel del ejército en la deriva de su país.

Una herida nunca sanada

Aunque alcanzó el éxito internacional con su segundo libro, Limassol, fue su anterior obra, El monstruo de la memoria, la que ha hecho de Sarid uno de los grandes narradores israeslíes. "Quise escribir una historia sobre la naturaleza de la memoria. Pensar cómo recordamos hoy día la Shoah, cómo esa memoria influencia nuestra vida y cómo es manipulada por aquellos en el poder", ha contado sobre esta novela escrita en forma de carta dirigida al director de Yad Vashem, el instituto israelí encargado de la preservación de la memoria del Holocausto. "El trauma nunca fue tratado ni sanado, nos sigue persiguiendo".

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30 de marzo de 2023
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