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Escrito por

Marcelo Figueras

Marcelo Figueras (Buenos Aires, 1962) ha publicado cinco novelas: El muchacho peronista, El espía del tiempo, Kamchatka, La batalla del calentamiento y Aquarium. Sus libros están siendo traducidos al inglés, alemán, francés, italiano, holandés, polaco y ruso.   Es también autor de un libro infantil, Gus Weller rompe el molde, y de una colección de textos de los primeros tiempos de este blog: El año que vivimos en peligro.   Escribió con Marcelo Piñeyro el guión de Plata quemada, premio Goya a la mejor película de habla hispana, considerada por Los Angeles Times como una de las diez mejores películas de 2000. Suyo es también el guión de Kamchatka (elegida por Argentina para el Oscar y una de las favoritas del público durante el Festival de Berlín); de Peligrosa obsesión, una de las más taquilleras de 2004 en Argentina; de Rosario Tijeras, basada en la novela de Jorge Franco (la película colombiana más vista de la historia, candidata al Goya a la mejor película de habla hispana) y de Las Viudas de los Jueves, basada en la premiada novela de Claudia Piñeiro, nuevamente en colaboración con Marcelo Piñeyro.   Trabajó en el diario Clarín y en revistas como El Periodista y Humor, y el mensuario Caín, del que fue director. También ha escrito para la revista española Planeta Humano y colaborado con el diario El País.   Actualmente prepara una novela por entregas para internet: El rey de los espinos.  Trabajó en el diario Clarín y en revistas como El Periodista y Humor, y el mensuario Caín, del que fue director. También ha escrito para la revista española Planeta Humano y colaborado con el diario El País. Actualmente prepara su primer filme como director, una historia llamada Superhéroe.

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Ustedes mienten

Pocos días atrás, un hasta entonces ignoto senador llamado Joe Wilson interrumpió un discurso de Obama al grito de: “¡Usted miente!” Poco después, para sacar chapa entre sus amigos de derechas (a quienes, dicho sea de paso, no les gusta que se diga que son de derechas: Aznar entre ellos), el intendente de Buenos Aires, Mauricio Macri, dijo que el actual gobierno de la Argentina era “el más fascista en años”.

         Semejantes exabruptos produjeron miles de comentarios en ambos extremos de América. En su edición del martes, sin ir más lejos, el diario Página 12 publicó un texto contundente de la legisladora porteña Gabriela Cerruti, que funciona como un verdadero listado de los coqueteos del mismo Macri con el fascismo y los fascistas locales: desde militares de la dictadura como Cacciatore, a quien le agradeció haberlo inspirado “con su ejemplo”, hasta íconos civiles del mismo régimen –empezando por José Alfredo Martínez de Hoz, el padre de la debacle económica de la Argentina.

         Lo que llamó la atención fue que, al menos entre los comentarios que yo registré, faltase tan sólo la reacción que me parecía más natural. Joe Wilson le dijo a Obama que mentía justo cuando el Presidente mencionaba un punto del plan de salud que hacía referencia a los inmigrantes indocumentados. Más allá de la ruptura del protocolo, de las disculpas y los castigos formales, lo primero que habría que haber dicho sobre Wilson es, creo, que nadie mintió en ese instante que no fuese él mismo. Basta con consultar las fuentes para certificar que Obama no dijo otra cosa que lo que figura en los considerandos del plan. Si lo que mentó en el Congreso y lo que propone su administración por escrito es lo mismo, ¿dónde está la mentira?

         Del mismo modo, creo que mencionar el pasado cuestionable de Macri viene a colación, pero lo fundamental es decir lo siguiente: Macri miente. No porque este gobierno carezca de aspectos reprochables –tiene una larga lista, que la prensa, los políticos opositores y mucha otra gente desgranan a diario-, sino porque a tan pocos años de una dictadura militar como la que padecimos, decir que este gobierno es fascista es simplemente una falacia.

         Fascista fue el gobierno que llegó al poder por las armas y una vez allí secuestró, torturó y mató. Fascista fue la dictadura que no le permitía a nadie decir en público que la dictadura era fascista. (Muchos medios poderosos no dijeron sobre la dictadura ni la millonésima parte de lo que dicen contra la actual administración.)

         Fascista es el gobierno de Micheletti en Honduras, por su origen espurio y su práctica represora. Fascista fue en el final el gobierno de De la Rúa, que se despidió con toque de queda y asesinato de gente en la Plaza de Mayo. (No así Menem, que fungió de adalid del laissez faire y dejó hacer, lo que por supuesto benefició a los más pueden hacer, esto es los ricos y poderosos –Macri entre ellos.)

         Los exabruptos de Wilson y Macri deberían costarles caros. Si tienen cara para mentir respecto de cuestiones que son tan fáciles de refutar (cualquier alumno de primaria podría hacerlo, con sólo consultar internet), ¿cuánto más descaradamente mentirán sobre temas cuya verdad pueden mantener en secreto? Y sin embargo hablan y nadie –o más bien pocos- canta su bluff.

         En el capítulo de la serie Lie to Me que Fox emitió el lunes, Cal Lightman (Tim Roth) dijo algo parecido a lo siguiente (cito de memoria): “En este mundo todo está en crisis, menos la industria de la mentira”.

         Hablaba de Wilson, de Macri y de quienes los celebran, sin saberlo.



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22 de septiembre de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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El futuro ya llegó

Lo más sorprendente de la entrega de los Emmy, esto es los premios a la TV de los Estados Unidos que fueron entregados anoche en Los Angeles, fue que todo el mundo involucrado coincidiese en el diagnóstico de que, más temprano que tarde, la TV tal como la conocemos ya no existirá más.

         Esto puede pescar mal parados a ciertos espectadores, en especial a aquellos que como yo le agradecen a diario a HBO, AMC y a algún otro canal por hacer nuestra vida más interesante ahora que Hollywood ha muerto y el resto del cine está en coma. ¿Cómo es posible que en plena Edad de Oro de la TV, la era de Mad Men y de Breaking Bad, de True Blood y de Weeds, alguien nos diga que estos días están contados?

         Si la TV que ya no existirá fuese la Argentina que conocemos, yo saldría a la calle a celebrar. Salvo contadísimas excepciones (¡Dios preserve a Capusotto por muchos años!), la TV argentina está viviendo su Edad de Plomo (Rediviva): en los cuarenta y pico de años que llevo viéndola, nunca ha estado peor.

         Pero lo que está amenazado no es el estercolero nacional, sino el formato todo, de aire y de cable, y en el mundo entero. Lo que está en cuestión son los Prime Suspect, los The Sopranos del futuro.

         Si los mejores momentos de la entrega del Emmy sirven como indicación, la suerte está echada. El musical de apertura a cargo de Neil Patrick Harris fue una humorada en la que prácticamente se le rogaba a los espectadores que no apagasen la TV. Y el sketch tomado del programa que Joss Whedon (Buffy the Vampire Slayer, Firefly, Dollhouse) concibió para internet bajo el título de Dr. Horrible’s Sing-Along Blog (protagonizado nuevamente por Neil Patrick Harris, con Nathan Fillion como Captain Hammer), confirmó precisamente lo que todos temen: que en un futuro tan cercano que ya ha comenzado, los programas de TV no serán vistos en la TV, sino en esta misma pantalla donde ahora me están leyendo –o incluso en las más diminutas de sus teléfonos favoritos.

         Temblar o lamentarse por anticipado no tiene sentido, como no lo tuvo cuando la TV irrumpió y Hollywood se rasgó las vestiduras. (Más le valdría rasgárselas ahora, que está hundiendo al cine por sus propios desméritos.) La TV sobrevivirá, aunque transformada, del mismo modo en que el cine se transformó bajo su influjo. La verdad incuestionable es que internet está modificando nuestra vida a velocidad ultrasónica. Ya está alterando en los hechos la forma en que recibimos la narrativa audiovisual, a pesar de que todavía la calidad del material es más que cuestionable: ¡cuánto más lo hará cuando obtengamos un standard de calidad aceptable! De aquí en más, la forma en que se concibe y se produce un relato audiovisual se amoldará cada vez más a las demandas y excelencias de este medio al que todos, para qué negarlo, nos hemos hecho adictos.

         La frase el futuro está al alcance de nuestras manos nunca pudo ser interpretada de manera más literal que hoy.

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21 de septiembre de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Plegarias atendidas

Walter, de la editorial Mancha de Aceite de San Francisco Solano, Buenos Aires (que hace libros artesanales y encuadernados a mano: ¡como los de antes!), me pidió días atrás que respondiese algunas preguntas. Acá van –con respuestas incluidas, por supuesto.

 

1-¿Cuál fue el primer libro que leíste?

 

El primero que hoy recuerdo es una versión de Robin Hood que había pertenecido a mi madre. Me marcó para siempre con su mezcla de aventura y deseo de justicia: eso de quitarle al que se ha enriquecido vilmente para darle al que sufre hambre aunque quiera trabajar… Y al mismo tiempo, como se trataba de una de las versiones ‘completas’ –esto es, que no terminaba con el regreso de Ricardo Corazón de León sino con el triste final de su familia, y con la muerte a traición de Robin- me enseñó que ni los héroes ni las historias maravillosas obtienen necesariamente un happy ending. Me resultó educativo, en el más profundo de los sentidos.

 

2-¿Cuál fue el primer libro que compraste?

 

¿Con mi dinero? (Porque con el dinero de padres y parientes compré infinidad de libros: empezando por toda versión de Robin Hood con que me topase. ¡Llegué a tener más de diez!) Algún Cortázar, supongo. O uno de la colección Minotauro: Crónicas marcianas de Ray Bradbury, El señor de los anillos…

 

3-¿Cuál fue el primer libro que robaste?

 

Uno de cuentos de Jack London. Y no lo robé de una librería, sino de una casa de familia. Pero no se lo digan a nadie.

 

4-¿Cuál fue el primer libro que influyó en vos de alguna manera?

 

Los que me convencieron de que contar historias era lo mío fueron muchos: Los tres mosqueteros y El conde de Montecristo, Oliver Twist, la serie de Sandokán, La Ilíada y La Odisea, la saga del Rey Arturo…

 

5-¿Qué necesitás para ponerte a escribir?

 

Silencio y una buena taza de café negro.

 

6-¿Qué fue lo primero que escribiste?

 

Aventuras que servían de guión para jugar con mis amigos. Una adaptación de Hamlet. Historietas. Y finalmente cuentos. Un profesor de la secundaria leyó uno de esos en voz alta delante de toda la clase. La respuesta de mis compañeros fue buena, y sirvió de aliciente.

 

7-¿Qué fue lo primero que publicaste? ¿Cómo lo ves ahora?

 

Un cuento de fantasy a lo Tolkien que salió en una revista que editaban compañeros de la universidad. De este no me acuerdo casi nada, por fortuna. Pero el que sí significó mucho fue uno llamado La estrategia de Malory, porque ganó el segundo premio de un concurso que organizaba una revista literaria que yo adoraba: El Péndulo. Aparecer en un librito con ese sello fue un sueño hecho realidad para mí. Y el cuento no estaba del todo mal…

 

8-¿Qué estás escribiendo en este momento?

 

Una novela que mezcla géneros que amo –épica, fantasy, ciencia ficción, horror- y que saldrá por capítulos en internet a partir de septiembre de 2010: se llama El rey de los espinos.

 

9-Un libro imperdible

 

Moby Dick, de Herman Melville.

 

10-Una definición de escritor

 

Alguien que no encuentra otra manera de aprender a vivir que dándole rienda suelta a su imaginación.



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17 de septiembre de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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El escritor y su comunidad (5)

No es cuestión de hacer nombres, Jane. Cada uno de nosotros tiene derecho a estar tan confundido como sea necesario, antes de rebotar en el fondo para buscar la altura que pretende para su vida. Lo que sí me da bronca son las oportunidades desperdiciadas, y este es un tiempo durante el cual muchos escritores juegan para el enemigo que prefiere a la literatura pequeña, preciosa e inoperante en el mundo, y a los narradores ya no como elementos vitales en la sociedad sino como figuras marginales, decorativas –la versión humana de un huevo Fabergé.

         Me da bronca que por el simple hecho de ser escritor, tengo hoy que probarle a mucha gente que no me siento parte de una minoría iluminada ni de un culto esotérico. Mi vida es parecida a la de todos: trabajo para comer, amo de manera un tanto desaforada, puteo cuando pago servicios e impuestos, me angustio cuando leo el diario, me río toda vez que puedo, abomino de la violencia y estoy atento a sus formas más insidiosas, practico la estupidez con frecuencia alarmante, me preocupo por el futuro de mis hijos y de la nave nos transporta a la humanidad entera y trato, en consecuencia, de que lo que pienso y lo que hago no sean dimensiones contradictorias, sino complementarias. La mayor parte de lo que me diferencia del común de la gente es cuestión superficial: yo prefiero leer un libro de Lorrie Moore a ver un partido de fútbol, por ejemplo. La diferencia vertebral pasa por otro lado. Como escritor, se me presenta a diario la siguiente opción: tomar todo aquello que constituye mi existencia y transformarlo mediante la imaginación, o darle la espalda y si escribir como si fuese el único habitante de una estación espacial llena de libros de Thomas Bernhard.

         Les cuento una escena simple. Ocurrió este domingo a la tarde. Habíamos terminado de almorzar. Bruno jugaba al sol en el balcón, bajo vigilancia de su madre. Yo barría las migas que habían caído debajo de la mesa. En la televisión sonaba Falling Slowly, la canción de Glen Hansard y Markéta Irglová que es el corazón de la película Once. Con el mango del cepillo todavía en la mano, levanté la vista, observé lo que me rodeaba y me puse a llorar como un idiota. De felicidad. De manera tan intensa, que no pude sino imaginar que mi cuerpo respondía a la cantidad de veces, a lo largo de tantos años, que soñé con tener una vida como la que hoy tengo. Terminé en la cocina, secándome la cara con un repasador sucio para no tener que dar explicaciones engorrosas. (La culpa es de mi abuelo, que de pequeño me enseñó que reír y llorar al mismo tiempo no sólo era posible, sino que además hacía bien.)

         Lo que trato de decir es lo siguiente: si yo sintiese que debo relegar experiencias como la del domingo al desván de mi vida y buscar la materia de mi escritura en otra parte –por ejemplo otros libros, u otras modas literarias-, ¿cuál sería la gracia de escribir?

         Entre otras razones, yo sigo con este blog porque refuerza mi sentido de pertenecer a una comunidad a pesar de ser escritor.

         Y escribo para tratar de entender más y de sentir mejor, cosas que nunca logré hacer por separado.

 

Gracias por haber tolerado esta tirada durante tantos días.



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15 de septiembre de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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El escritor y su comunidad (4)

A veces creo que algunos narradores compraron de lo más encantados el buzón que les vendieron los poderes establecidos, y en consecuencia están convencidos de no formar parte de su comunidad (un ostracismo voluntario, que los enorgullece) sino de una elite –un grupo selecto de iluminados, que habita en un plano de la existencia distinto del común de los mortales.

         Lo más triste es que, aun cuando en algunos casos es verdad que no viven ni registran la realidad igual que el resto, se debe a un hecho que ni siquiera es mérito propio: la educación que han obtenido, una gracia que en buena medida le deben a sus padres… y por extensión a la comunidad de la que tanto les gusta renegar.

         Lo que singularizó a los escritores en sus comunidades originales fue el hecho de que aplicaran su sensibilidad y su facilidad para la expresión a la tarea de dar forma artística a las cosas que todos sentimos, o intuimos, o padecemos, o soñamos, aun cuando nos cueste manifestarlas. Desde el comienzo de los tiempos, los narradores verbalizaron pensamientos y emociones (las dos cosas al unísono, por definición: el pensamiento puro es materia de la filosofía, no de la literatura) del modo en que, en el dominio de lo ideal, habríamos querido plasmarlos; gente que transformaba la revelación esquiva y la verdad que había parecido enigma y la experiencia profunda en un personaje, o en una acción, o en una frase elegante, que daban la sensación de haber estado siempre allí –de surgir de un manantial por completo natural, aun cuando fuesen obra del más brillante artificio.

         En estos tiempos, algunos narradores usan su sapiencia y su habilidad sólo para diferenciarse de la masa y sacar carné de pertenencia a un club de personalidades; para pasar por inteligentes, a pesar de que sus libros podrían ser empleados para probar lo contrario (el pez por la letra muere); y para colaborar con los poderes establecidos (cosa que la mayoría hace sin siquiera darse cuenta, lo cual podría ser etiquetado Prueba No. 2 en el juicio a sus escasas luces) en la tarea de alienar una forma artística inmejorable de sus recipientes históricos: esto es, la multitud de lectores que en un tiempo coincidió casi con la cantidad de ciudadanos y que en el futuro deberíamos (tomen nota de la primera del plural: sí, los escritores también tenemos responsabilidad en el asunto) elevar por encima de esa marca histórica.

 

(Continuará.)



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14 de septiembre de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

Blogs de autor

El escritor y su comunidad (3)

Los narradores que escriben en inglés suelen tener un oficio y un dominio de los géneros que les ayuda a disimular su (posible) desconexión con el mundo real: aun cuando vivan también en torres de cristal, saben fingir muy bien su empatía con el género humano. Quiero decir: puede que nunca hayan salido de Chicago ni hayan vivido experiencia más intensa que la de caerse de sus bicicletas, pero aun así, al leerlos, se tiene la sensación de que esta gente siente: amor, desamor, ira, confusión, culpa –la clase de emociones que el común de los humanos visitamos día tras día.

         Pero nuestros literatos (los de hoy, pero también los de siempre) no cuentan con una tradición sensible al estilo anglosajón; muy por el contrario, parecen responder a una noción de la literatura –y de su propia importancia, en consecuencia- muy francesa en el más equívoco de los sentidos.

         Quiero decir: un escritor que narra en inglés puede hablar sobre dos autores de historietas imaginarios y ganarse el Pulitzer. (Ver: The Amazing Adventures of Kavalier & Clay, Michael Chabon, 2000.) En Hispanoamérica, cualquier escritor que le otorgue importancia a géneros considerados menores (o por extensión, a cuestiones sensibles que no entren dentro del limitado repertorio de lo que aquí se considera Importante con mayúsculas) no puede aspirar a otro premio más allá de la lotería.

         Lo que a mí me ocurre como lector es que, al leer o sobrevolar muchos textos escritos en español, me pregunto si esos autores pertenecen o no a la misma especie que el resto de nosotros, puesto que no parecen compartir ninguna de nuestras preocupaciones, formularse ninguna de las preguntas que nos desvelan ni experimentar ninguna de nuestras emociones.

         Siempre me cuestiono si será que esta gente no tiene hijos, no se plantea la posibilidad de engendrarlos, no experimenta contradicciones a la hora de educar o no se angustia ante la idea de perderlos. Siempre me cuestiono si no se habrán enamorado nunca, o si en todo caso no alentarán la esperanza de que les ocurra de verdad aunque el mundo entero juegue para el bando enemigo. Siempre me cuestiono si será que esta gente no se cruza nunca con un pobre (dado que es obvio que no se considera pobre ella misma) y por ende no sabe lo que es la indignación, la necesidad de rebelarse contra al menos algún rasgo del orden establecido. Siempre me cuestiono si esta gente no reirá nunca (quiero decir: una risa positiva, que excluya la que usan cuando se mofan de aquellos a los que considera sus inferiores), si nunca se perderá en la ciudad por pura ansia de juego, si nunca disfrutará de un sexo que no sea obsesivo y sórdido –como el que habitualmente figura en sus novelas.

         Yo, al menos, estoy harto de leer novelas que se limitan a decirme qué terrible es el mundo y cuán nauseabunda es la vida.

 

(Continuará.)



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11 de septiembre de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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El escritor y su comunidad (2)

Encerrado en su casa o estudio, por el aislamiento a que su labor lo condena pero también –como le ocurre a buena parte de su comunidad- por las características solipsistas de la vida moderna, el escritor ha perdido contacto con la sociedad en que vive. Disuadido de pisar la calle por voces e imágenes que le pintan de un mundo cada vez más peligroso, y avalado por las facilidades que la comunicación moderna pone a su alcance (no hay casi nada que no podamos comprar por teléfono o internet para que nos lo entreguen, vía delivery, en nuestro mismísimo umbral), el narrador de hoy está más recluido que nunca en la proverbial torre de cristal.

         Para comprobarlo, basta con hojear sus relatos. Están llenos de juegos intraliterarios, de sátira o parodia a ciertos géneros o a cierto tipo de personajes (que ya eran, desde antes de llegar al libro, clichés en sí mismos), de una falta de concentración que, antes que desmesura, sugiere adicción al zapping o a la internet caleidoscópica. Las referencias a marcas de productos y a íconos culturales se han vuelto tan compulsivas como en el protagonista de American Psycho, pero desprovistas del sentido que tenían en la novela de Easton Ellis: en la mayoría de los relatos se deshojan nombres como Marlboro o Sony cual si fuesen pétalos de margarita, para generar en el lector una sensación de lo real que el resto del texto, por lo demás, no proporciona. Son guiños con los que se pretende insinuar que el narrador vive en el mismo mundo –en la misma comunidad- que el lector.

         Pero esto, ay, está muy lejos de ser verdad.

 

(Continuará.)  



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10 de septiembre de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

Blogs de autor

El escritor y su comunidad

Durante un reportaje abierto que Alejandro Soifer me hizo ayer en la librería Eterna Cadencia, salieron a luz algunas cuestiones –¡de las tantas que me obsesionan!- que no estaría de más dejar anotadas.

         Patricio Zunini me preguntó por qué conservaba este blog, siendo que con la literatura, el cine y la práctica ocasional del periodismo mi carnet de baile está más que lleno. Al intentar una respuesta surgió la cuestión del escritor y la comunidad –esto es, su comunidad.

         Desde que existe algo que puede llamarse práctica literaria, los escritores asumieron la relación con su comunidad de origen (o bien de adopción) como algo natural. El narrador tomaba como propias algunas de las problemáticas que estaban vivas, de manera más o menos consciente, en su sociedad; y después de procesarlas artísticamente con la libertad (formal, pero también ideológica) más absoluta, se las devolvía a su comunidad en la forma de un libro –para iluminarla, para enfrentarla al espejo deformante de sus propias compulsiones, para cuestionarla.

         Lo que nunca estaba en disputa, primero, era que el escritor formaba parte de la comunidad; que en tanto miembro de ese colectivo le cabía un rol específico, que sólo los narradores podían desempeñar y nadie más estaba en condiciones de cubrir: ni los sociólogos, ni los filósofos, ni los antropólogos, ni los periodistas; y en pago del cual, la comunidad le reconocía un status único, no muy distinto del que las sociedades primitivas concedían a sus chamanes: el del enajenado al que hay que proteger (¡a pesar de sus escasas gracias sociales!), porque dice lo que nadie más se atreve a decir –algo que, aunque difícil de cuantificar en términos económicos, la comunidad consideraba esencial para su desarrollo, y por ende para su supervivencia.

         En nuestras sociedades hipertecnificadas, el rol del narrador ha cambiado por completo.

 

(Continuará.)



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9 de septiembre de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Llegaron las águilas

Hace pocos días, mientras cenábamos en el Urondo del barrio de Caballito, Cristian Alarcón me contó de las Aguilas Humanas. Eran un circo que hace ya muchos años solían levantar “al lado del río Cocule, en La Unión”, el pueblo chileno donde Alarcón nació. Volvían cada verano. Instalarse sobre el puente para ver el armado de las carpas y los preparativos era una ceremonia de rigor para los más pequeños. Según Alarcón, su abuela encontraba una ligazón científica entre el espectáculo recurrente y los fenómenos atmosféricos: “Llegó el circo, hoy llueve”, solía decir. Y esa misma noche, mientras las Aguilas Humanas que daban nombre a la troupe volaban al amparo de la carpa, llovía siempre –como que hay Dios.

         Habíamos hablado de muchas otras cosas esa noche (entre otras, la del inminente lanzamiento del blog de crónicas que habían imaginado con la gente del taller que dirige), pero el sueño siempre separa la paja del trigo. Al día siguiente recibí un mail donde aseguraba haberse levantado “con cierta resaca, pero además con cierto deja vu, y todo el día tuve una sensación de extraño descubrimiento. …Al fin del día entiendo que nada es casual: me reuní con mi bloguera, y hemos, creo, decidido que el bendito blog se llamara Aguilas Humanas”.

         Y allí está, ahora: deslumbrante como la carpa de aquel circo, y abierto a cualquiera que se presente en la dirección www.aguilashumanas.blogspot.com. 

         No contento con ser uno de los mejores cronistas de la lengua hispana (para comprobar que no exagero, basta con que lean el libro Cuando me muera quiero que me toquen cumbia), ahora Alarcón lanza a la pista a las estrellas de su semillero: gente que se floreció bajo su cuidado, malabaristas, magos, ecuyeres y trapecistas dispuestos a deslumbrarnos con esas historias que la realidad produce a borbotones y los escritores, como buenos tontos que somos, solemos pasar por alto.

         Ya están ahí los retratos del Tula, uno de los personajes más fellinescos que ha producido el peronismo en este país, y del célebre delincuente el Gordo Valor. Pero, según asegura Alarcón, “ya vienen los narcos, los freaks y el glam que no deben faltar”. Después de lo cual invita, al mejor modo del maestro de ceremonias, a visitar “la carpa de Las Aguilas Humanas, que siempre habrá algo nuevo en el aire de los nuevos cronistas latinoamericanos”.

         Allí estaremos.

         ¿A qué no saben qué? Hoy llovió sobre Buenos Aires.



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7 de septiembre de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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El poder de lo real

El cuento de Lorrie Moore People Like That Are The Only People Here: Canonical Babbling in Peed Onk tuvo un derrotero extraño.

         Publicado por primera vez en enero de 1997 en el New Yorker, salió sin la tradicional aclaración que lo definía como ‘ficción’. (En el sitio de internet, sin embargo, se ocuparon de devolverlo a la categoría adecuada.) Dado que la historia es narrada por una mujer que, como Moore, es profesora y escritora, y tiene además -como ella tenía por entonces- un marido y un niño pequeño (los personajes de People Like That sólo son identificados por su función: la Madre, el Bebé, el Marido), asumir que se trataba de una historia autobiográfica y por ende de nonfiction era un salto obvio. La vividez con que Moore narra esa historia de visos terribles, que se inicia con el descubrimiento de un tumor de Wilms en el riñón del Bebé, hizo el resto. La historia está tan bien contada y es tan desgarradora, que asumir que Lorrie Moore pasó algo similar resulta lo más natural del mundo.

         En más de un sentido, la cuestión es secundaria. Que el hijo de Lorrie Moore haya atravesado o no un trance parecido no tiene relación directa con la excelencia del relato: si toda la gente pudiese contar sus historias personales con el arte de Moore, el mundo desbordaría de narradores eminentes –y eso está muy lejos de ocurrir, por cierto, aun cuando el mundo ofrece a diario una sobreabundancia de anécdotas dignas de un cuento.

         La confusión alrededor de su naturaleza no altera el hecho de que People Like That es uno de los grandes cuentos de Lorrie Moore: lleno de humor y de desesperación en las proporciones adecuadas para ponernos en contacto con lo que John Mayer llamaría the heart of life, el corazón de la vida. La mejor ficción, aun cuando participa de géneros claramente no realistas como el fantasy o la ciencia ficción, tiene esa propiedad de hacernos sentir que estamos recibiendo ya no una historia de la más pura imaginación, sino una verdad sobre la vida que está tan sólo a milímetros de una Revelación –así con mayúsculas, como en los textos religiosos.

         A veces pienso que tratar la cuestión ficción-no ficción dentro de lo estrictamente literario sería incurrir en reduccionismo. También hay no ficción y ficción en el contexto de nuestras vidas materiales. En estos días, las noticias de la muerte de un niño cercano y de la agonía de alguien a quien le profeso cariño y gran admiración modificaron el prisma con que suelo ver las cosas.

         El día de la presentación de Aquarium, sin ir más lejos, regresamos a casa en plena madrugada. A pesar de que todo había salido maravillosamente bien, de que la tecnología había hecho su parte y los actores su aporte generoso y de que la gente me había expresado su afecto en mil modos diferentes, nada me preparó para lo que sentí cuando entramos con sigilo en el dormitorio y Bruno se despertó.

         Estaba del más soleado de los humores. Reía a carcajadas y saltaba sobre la cama, haciendo un uso inmejorable de sus resortes. Nada más que eso –y nada menos.

         Riendo con él, pensé que no había sentido cosa más intensa en todo el día… ni más real.



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4 de septiembre de 2009
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El Boomeran(g)
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