
Eder. Óleo de Irene Gracia
Marcelo Figueras
No es cuestión de hacer nombres, Jane. Cada uno de nosotros tiene derecho a estar tan confundido como sea necesario, antes de rebotar en el fondo para buscar la altura que pretende para su vida. Lo que sí me da bronca son las oportunidades desperdiciadas, y este es un tiempo durante el cual muchos escritores juegan para el enemigo que prefiere a la literatura pequeña, preciosa e inoperante en el mundo, y a los narradores ya no como elementos vitales en la sociedad sino como figuras marginales, decorativas –la versión humana de un huevo Fabergé.
Me da bronca que por el simple hecho de ser escritor, tengo hoy que probarle a mucha gente que no me siento parte de una minoría iluminada ni de un culto esotérico. Mi vida es parecida a la de todos: trabajo para comer, amo de manera un tanto desaforada, puteo cuando pago servicios e impuestos, me angustio cuando leo el diario, me río toda vez que puedo, abomino de la violencia y estoy atento a sus formas más insidiosas, practico la estupidez con frecuencia alarmante, me preocupo por el futuro de mis hijos y de la nave nos transporta a la humanidad entera y trato, en consecuencia, de que lo que pienso y lo que hago no sean dimensiones contradictorias, sino complementarias. La mayor parte de lo que me diferencia del común de la gente es cuestión superficial: yo prefiero leer un libro de Lorrie Moore a ver un partido de fútbol, por ejemplo. La diferencia vertebral pasa por otro lado. Como escritor, se me presenta a diario la siguiente opción: tomar todo aquello que constituye mi existencia y transformarlo mediante la imaginación, o darle la espalda y si escribir como si fuese el único habitante de una estación espacial llena de libros de Thomas Bernhard.
Les cuento una escena simple. Ocurrió este domingo a la tarde. Habíamos terminado de almorzar. Bruno jugaba al sol en el balcón, bajo vigilancia de su madre. Yo barría las migas que habían caído debajo de la mesa. En la televisión sonaba Falling Slowly, la canción de Glen Hansard y Markéta Irglová que es el corazón de la película Once. Con el mango del cepillo todavía en la mano, levanté la vista, observé lo que me rodeaba y me puse a llorar como un idiota. De felicidad. De manera tan intensa, que no pude sino imaginar que mi cuerpo respondía a la cantidad de veces, a lo largo de tantos años, que soñé con tener una vida como la que hoy tengo. Terminé en la cocina, secándome la cara con un repasador sucio para no tener que dar explicaciones engorrosas. (La culpa es de mi abuelo, que de pequeño me enseñó que reír y llorar al mismo tiempo no sólo era posible, sino que además hacía bien.)
Lo que trato de decir es lo siguiente: si yo sintiese que debo relegar experiencias como la del domingo al desván de mi vida y buscar la materia de mi escritura en otra parte –por ejemplo otros libros, u otras modas literarias-, ¿cuál sería la gracia de escribir?
Entre otras razones, yo sigo con este blog porque refuerza mi sentido de pertenecer a una comunidad a pesar de ser escritor.
Y escribo para tratar de entender más y de sentir mejor, cosas que nunca logré hacer por separado.
Gracias por haber tolerado esta tirada durante tantos días.