Marcelo Figueras
Los narradores que escriben en inglés suelen tener un oficio y un dominio de los géneros que les ayuda a disimular su (posible) desconexión con el mundo real: aun cuando vivan también en torres de cristal, saben fingir muy bien su empatía con el género humano. Quiero decir: puede que nunca hayan salido de Chicago ni hayan vivido experiencia más intensa que la de caerse de sus bicicletas, pero aun así, al leerlos, se tiene la sensación de que esta gente siente: amor, desamor, ira, confusión, culpa –la clase de emociones que el común de los humanos visitamos día tras día.
Pero nuestros literatos (los de hoy, pero también los de siempre) no cuentan con una tradición sensible al estilo anglosajón; muy por el contrario, parecen responder a una noción de la literatura –y de su propia importancia, en consecuencia- muy francesa en el más equívoco de los sentidos.
Quiero decir: un escritor que narra en inglés puede hablar sobre dos autores de historietas imaginarios y ganarse el Pulitzer. (Ver: The Amazing Adventures of Kavalier & Clay, Michael Chabon, 2000.) En Hispanoamérica, cualquier escritor que le otorgue importancia a géneros considerados menores (o por extensión, a cuestiones sensibles que no entren dentro del limitado repertorio de lo que aquí se considera Importante con mayúsculas) no puede aspirar a otro premio más allá de la lotería.
Lo que a mí me ocurre como lector es que, al leer o sobrevolar muchos textos escritos en español, me pregunto si esos autores pertenecen o no a la misma especie que el resto de nosotros, puesto que no parecen compartir ninguna de nuestras preocupaciones, formularse ninguna de las preguntas que nos desvelan ni experimentar ninguna de nuestras emociones.
Siempre me cuestiono si será que esta gente no tiene hijos, no se plantea la posibilidad de engendrarlos, no experimenta contradicciones a la hora de educar o no se angustia ante la idea de perderlos. Siempre me cuestiono si no se habrán enamorado nunca, o si en todo caso no alentarán la esperanza de que les ocurra de verdad aunque el mundo entero juegue para el bando enemigo. Siempre me cuestiono si será que esta gente no se cruza nunca con un pobre (dado que es obvio que no se considera pobre ella misma) y por ende no sabe lo que es la indignación, la necesidad de rebelarse contra al menos algún rasgo del orden establecido. Siempre me cuestiono si esta gente no reirá nunca (quiero decir: una risa positiva, que excluya la que usan cuando se mofan de aquellos a los que considera sus inferiores), si nunca se perderá en la ciudad por pura ansia de juego, si nunca disfrutará de un sexo que no sea obsesivo y sórdido –como el que habitualmente figura en sus novelas.
Yo, al menos, estoy harto de leer novelas que se limitan a decirme qué terrible es el mundo y cuán nauseabunda es la vida.
(Continuará.)