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Escrito por

Marcelo Figueras

Marcelo Figueras (Buenos Aires, 1962) ha publicado cinco novelas: El muchacho peronista, El espía del tiempo, Kamchatka, La batalla del calentamiento y Aquarium. Sus libros están siendo traducidos al inglés, alemán, francés, italiano, holandés, polaco y ruso.   Es también autor de un libro infantil, Gus Weller rompe el molde, y de una colección de textos de los primeros tiempos de este blog: El año que vivimos en peligro.   Escribió con Marcelo Piñeyro el guión de Plata quemada, premio Goya a la mejor película de habla hispana, considerada por Los Angeles Times como una de las diez mejores películas de 2000. Suyo es también el guión de Kamchatka (elegida por Argentina para el Oscar y una de las favoritas del público durante el Festival de Berlín); de Peligrosa obsesión, una de las más taquilleras de 2004 en Argentina; de Rosario Tijeras, basada en la novela de Jorge Franco (la película colombiana más vista de la historia, candidata al Goya a la mejor película de habla hispana) y de Las Viudas de los Jueves, basada en la premiada novela de Claudia Piñeiro, nuevamente en colaboración con Marcelo Piñeyro.   Trabajó en el diario Clarín y en revistas como El Periodista y Humor, y el mensuario Caín, del que fue director. También ha escrito para la revista española Planeta Humano y colaborado con el diario El País.   Actualmente prepara una novela por entregas para internet: El rey de los espinos.  Trabajó en el diario Clarín y en revistas como El Periodista y Humor, y el mensuario Caín, del que fue director. También ha escrito para la revista española Planeta Humano y colaborado con el diario El País. Actualmente prepara su primer filme como director, una historia llamada Superhéroe.

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El huevo de la serpiente (II)

La clase media de Buenos Aires es rara. Por lo pronto, ya no es lo que era. Algunos creen todavía que se trata de gente que, como los inmigrantes de quienes descienden, apuesta al Sueño Argentino del ascenso social y la prosperidad sin límites. Eso ya fue. La clase media de hoy es gente formada en otro tipo de sueño, uno que tiene mucho de pesadilla. Muchos han sido golpeados de forma inclemente por las crisis económicas, al punto de caerse de su clase original o quedar colgados de las uñas. El calor arrebatador de estas experiencias los ha traumatizado, al punto de hacerlos reaccionar de manera irracional ante cualquier hecho –o cualquier otra clase social, habría que puntualizar- que parezca amenazarlos con quitarles los bienes que rescataron de la catástrofe.

Familiares míos muy próximos, por ejemplo, pasaron en pocos meses del apoyo al presidente Kirchner a la oposición más cerril. Cuando traté de entender por qué, me explicaron que Kirchner estaba cediendo a los reclamos de los gremios. Cuando les pregunté qué había de malo en conceder beneficios a trabajadores que vienen perdiendo poder adquisitivo y calidad de vida desde la dictadura, entendí que lo que veían mal era lo mismo que yo consideraba natural, esto es, que el Presidente atendiese a las necesidades de esa gente que está en peores condiciones que ellos y que yo. Para mis familiares, gente de clase media profesional de Buenos Aires, concederle algo a los maestros o a los ferroviarios significaba de manera inexorable que iban a meterles a ellos la mano en el bolsillo, y esto es algo que no parecen dispuestos a tolerar. Como tanta otra gente de esta ciudad, piensan que la justicia social es maravillosa siempre y cuando no tengan que aportar nada para su causa: de dinero ni hablar, por cierto, pero tampoco les pidan esfuerzo o tiempo alguno en beneficio de alguien que no sean ellos mismos.

El hecho de que hayan sido golpeados por vendavales económicos podría despertar simpatías en su favor. Lo que sería preciso entender, en este caso, es que parte de esta gente ni siquiera participa ya de la cultura del trabajo que heredó de sus padres. Criados en la inflación y en los tipos de cambio artificiales, muchos prefieren especular a producir y son campeones de la evasión fiscal. Su prototipo, el modelo a imitar, es el mismo que encarnan tantos famosos locales, que hacen bandera del hecho de haberse forrado en dinero a pesar de que ni siquiera terminaron la escuela: son vivillos, que han sabido oler el perfume del tiempo y le ofrecen a la gente basura que envilece. Me hacen recordar al Harry Lime de El tercer hombre, que adulteraba penicilina para vender más en la Viena de posguerra, aunque eso significase la muerte para tantos enfermos. Lo cierto es que, por más que las crisis los hayan afectado, afectaron de forma mucho más cruel a las clases más humildes. Y en esta sociedad del sálvese quien pueda, parte de la clase media argentina se ha negado a practicar la más mínima solidaridad con aquellos que empezaron a sentir hambre de un día para el otro.

Fuera del país, muchos recuerdan todavía las manifestaciones del infame corralito, al despuntar el siglo. Fue una ocasión insólita. Mucha gente que ponía cara de asco antes las manifestaciones populares que reclamaban condiciones mínimas de supervivencia, ganó la calle enloquecida cuando les tocaron el bolsillo. (Hubo gente honesta y trabajadora que perdió ahorros en esa celada del gobierno de Fernando de la Rúa, pero junto a ellos salieron a golpear cacerolas muchos atorrantes que atesoraban ganancias malhabidas.) Fue la única vez en los últimos años que las clases medias jugaron en el mismo equipo que las clases más populares, la única vez que las clases medias asumieron un rol que no fuese el reaccionario de siempre. De entonces a esta parte, mucha de esa gente volvió a la calle tan sólo para reclamar más presencia policial y más represión, por ejemplo en las marchas convocadas por el señor Blumberg, que se vendía a sí mismo como la contracara de los políticos profesionales y terminó admitiendo, acorralado por las pruebas, que llevaba décadas diciéndose ingeniero –¡cuando no lo era!
Esa gente es la clientela más preciada del triunfador Macri. Los que abominan de los pobres que afean la ciudad, los que se han tragado el cuento de que los pobres son sus enemigos y quieren quitárselo todo. Un cuento que ha resultado efectivo, a todas luces, porque es obvio que con tal de sacarse a los pequeños delincuentes de encima, esta gente no dudó en votar a los grandes delincuentes.

Una lógica perversa, por cierto. La seguimos mañana.

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26 de junio de 2007
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El huevo de la serpiente

Me cuesta aceptar que la mayoría de los habitantes de la ciudad de Buenos Aires haya elegido como alcalde a un impresentable. Mauricio Macri es un señor al que por más que busco y rebusco, no logro encontrarle un solo mérito. Durante buena parte de su vida fue apenas el hijo de Franco Macri, un empresario que se enriqueció como Creso durante la corrupción menemista; dado que Mauricio formó siempre parte del equipo de su padre, eso lo convierte en un cómplice más de lo ocurrido durante aquella devastación del Estado, y por ende de la Nación, que todavía estamos lejos de revertir.

Su viveza –porque viveza tiene, y en especial de esa a la que aquí se llama viveza criolla; yo no la considero un mérito, sino todo lo contrario- le indicó que si quería tener futuro en la política, debía sobreponerse al estigma del niño rico. Como sus razonamientos suelen ser lineales, se le ocurrió que podría salirse con la suya si llegaba a presidente de Boca Juniors, el club de fútbol más popular de la Argentina. Con dinero suficiente para pagar la más rica campaña y algunas otras cosas, lograr ese objetivo era sólo cuestión de tiempo. A la cabeza de Boca, Macri se dio lo que suele llamarse “un baño de masas”. Por supuesto, cada vez que Macri se codeaba con los jugadores o con los fanáticos de Boca se veía tan ridículo como Carlos de Inglaterra en plena corrida de San Fermín, pero eso al boquense furibundo no pareció importarle. Si yo fuese fanático de Boca habría exigido que, además del voto, uno hubiese debido meter dentro del sobre constancia de su preferencia futbolística, para que no se diese por sentado que los boquenses son un rebaño que rinde obediencia ciega al presidente del club. Pobres los boquenses progresistas, hoy deben sentirse tan culpables…

El triunfo que obtuvo ayer Macri (que encuentra muy difícil sostener una conversación de un mínimo nivel, como demostró ya sobradamente; que suspendiese el debato público con su rival durante el tramo final de la campaña, pues, no sorprendió a nadie, dado que todos sabíamos que en ese trámite lo iban a hacer puré) es mucho más grave de lo que parece a simple vista. Porque significa la primera victoria electoral que obtiene en las urnas un representante del poder económico que desde hace décadas explota y esclaviza a las mayorías de este país. Hasta ayer, fecha fatídica para nuestra historia, los poderes fácticos de la Argentina sabían que las urnas les eran contrarias por definición: por eso se limitaban a apoyar los golpes militares, que siempre interpretaron la partitura económica que le ponían delante, o a sobornar a los gobiernos consagrados por votación. (El de Menem fue paradigmático, puesto que desde el primer día puso su investidura al servicio de los mejores postores: malvendió propiedades del Estado, comprometió los servicios al licitarlos en términos que todos los usuarios de trenes, luz, gas y demás padecemos a diario, otorgó licitaciones públicas al que ofrecía el soborno más alto –fue en esta época que los Macri y Menem se hicieron muy amigos- y destruyó la industria local para favorecer al capital internacional.) Cuando algún gobierno amenazaba retobarse a sus designios, se lo acosaba mediante maniobras arteras, como la resurrección de la amenaza militar o el desabastecimiento de mercaderías o servicios esenciales para la gente.

Pero esas trapisondas ya no parecen serles necesarias. Desde ayer, Macri es el caballo de Troya de nuestros verdugos en el interior del sistema democrático. Ya no precisan recurrir a los subterfugios de antaño, porque tienen a alguien que los representa en las urnas –y que por primera vez para uno de su calaña, gana a la hora del recuento de los votos. Nadie puede sostener que Macri venció por mérito propio, dado que no puede definirse como mérito el haber hecho campaña sin abrir la boca. En todo caso parte del desmérito se debe a errores del gobierno de Néstor Kirchner, que es el principal derrotado de la elección de ayer. Otra parte mínima se le puede atribuir a lo que Horacio Verbitsky suele llamar la Paleoizquierda argentina, que convocó a votar en blanco a sabiendas de que ese voto beneficiaría a Macri. (¿Cómo duerme por las noches alguien que se dice de izquierda después de haber sido funcional a un Macri?) 

Al menos hoy, en plena eclosión de bronca, estoy convencido de que la mayor parte de la culpa de esta victoria ignominiosa es de las clases medias de Buenos Aires, un sector de nuestra sociedad que a la hora de jugar a favor de los explotadores no se equivoca nunca. Pero en fin, con la clase media me la agarraré mañana.

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25 de junio de 2007
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Sobre los capítulos finales

Esta fue una semana extraña. Que empezó tristemente el sábado, con la noticia de la muerte de la niñita africana. (Una hoja que cae en Etiopía, produciendo temblores a miles de kilómetros.) A mitad de camino me encontré con The End of the Affair, la película de Neil Jordan que adapta la novela homónima de Graham Greene. Releyendo el libro, descubrí un párrafo que había subrayado la primera vez: “Cuán retorcidos somos los hombres, y aun así dicen que Dios nos hizo; yo encuentro difícil concebir a Dios alguno que no sea tan simple como una ecuación perfecta, tan claro como el aire,” escribe el protagonista. En cambio yo creo que si existe algo parecido a Dios, seguramente se nos parece más de lo que sería deseable –incluso en su retorcimiento. Esta pobre criatura lo habría experimentado todo antes que nosotros: la soledad, la confusión, el miedo… y el amor, por cierto, con todo lo maravilloso y terrible que encierra. 

Prosiguiendo con la semanita, anoche fui al DVD club. Para mi sorpresa, encontré que quedaba una copia de una película que llevaba semanas tratando en vano de alquilar: The Fountain, la tercera de Darren Aronofsky –después de Pi y de Requiem for a Dream. Allí estaba, en el estante. Tan sólo una copia. Como si hubiese estado esperándome, ahora que había llegado el momento adecuado.

The Fountain es una película rara, una suerte de 2001: Odisea del espacio, pero de los afectos. No es difícil entender por qué le fue mal comercialmente –en la Argentina ni siquiera llegaron a estrenarla- y por qué tantos críticos la entendieron a medias. (Los críticos son tan generosos con los adjetivos como pobres en materia de sentimientos.) Cuenta una misma historia de tres maneras distintas, o si se quiere, en tres tiempos. En el presente, Tom (Hugh Jackman) es un científico en desesperada búsqueda de cura para una enfermedad tan innominada como mortal. No lo mueve el deseo de gloria, sino la imperiosa necesidad de salvar a su mujer, Izzi (una resplandeciente Rachel Weisz), de los tumores que la están llevando al filo de la tumba. En el siglo dieciséis, Tom se convierte en Tomás, un conquistador español que busca el Arbol de la Vida en continente americano, convencido de que encontrarlo significará la salvación para su reina, llamada Isabel –Izzi es una abreviatura cariñosa del nombre hispano-, cuya vida peligra bajo la amenaza de la Inquisición. (La asociación entre la Inquisición, o sea la fe ciega, y un tumor cancerígeno, no deja de ser interesante.) Y ya en el futuro, Tom es una versión calva y casi traslúcida de sí mismo, que transporta el árbol en que Izzi se ha convertido por el espacio, rumbo a una estrella moribunda que convertirá todo fin en un principio.

El hilo conductor es la necesidad de Tom de preservar la vida de su amor. Hugh Jackman transmite la desesperación de su personaje con una elocuencia que es a la vez maravillosa y terrible. (Como la de Dios mismo.) Al mismo tiempo, Rachel Weisz logra con elementos mínimos sintetizar todo aquello que es amable en el ser humano; y en ese sentido se convierte, por obra y gracia del arte, en aquellos amores que hemos perdido en la vida. Puede que algunos encuentren desconcertante la estructura narrativa, que tiene mucho de literario. De hecho Izzi ha escrito un relato llamado The Fountain, como la película misma, que cuenta la parte de la historia que concierne al conquistador Tomás y a su reina en peligro: antes de morir le deja a Tom el mandato de que termine el último capítulo, y pluma y tinta para que acometa la tarea. Lo primero que hace Tom es tomarse el mandato de forma (apropiadamente) literal: se “escribe” a sí mismo, dibujando en su dedo el anillo matrimonial que ha perdido. (El Tom del futuro se escribe anillos en los brazos, como aquellos que suman los árboles a cada año.)

Pero quizás sea inapropiado perderse en las circularidades de imágenes y relato, en las apropiaciones borgianas y hasta cortazarianas. The Fountain es una película en la que hay que limitarse a sentir y nada más, una película a la que hay que permitirle que ocurra en nuestra alma. Como suele ocurrir en la vida, las cosas verdaderamente importantes son tan simples que a menudo se nos tornan invisibles. Perder a alguien amado es terrible, pero la desaparición física no supone el fin del amor. (Tan sólo el fin del romance.) Los que sobrevivimos tenemos el mandato de escribir el último capítulo, lo cual significa asumir la pérdida y a la vez honrar a quien se ha ido. Y al hacerlo comprendemos que el relato completo no puede ser sino circular, porque así como nuestros átomos provienen de las estrellas, también van hacia ellas.

Esta ha sido una semana extraña. Triste, a menudo. Pero con un capítulo final lleno de esperanza.

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22 de junio de 2007
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El mejor y más moderno de los inventos

Nos tocó en suerte un mundo que es puro vértigo. Las cosas cambian a mayor velocidad de lo que podemos asimilar. Yo me he visto en problemas más de una vez para explicar a mis hijas cómo eran ciertas cosas hace no tantos años: el hecho de que la televisión fuese en blanco y negro, por ejemplo, de que no tuviese más de cuatro o cinco canales y de que uno debiese levantarse para cambiar de uno a otro, usando una perilla que hacía un ruido muy feo, trac, trac, trac… También he sido testigo de las mil y una modas en un área que debería ser ajena a ellas, como la del cuidado de la salud. Me habían dicho que la sal era peligrosa, hasta que apareció un estudio que proclamaba que era lo mejor que podíamos consumir. Lo mismo con el azúcar. Un día me dijeron que existía un colesterol bueno, que se diferenciaba del tradicional villano. No hace mucho me alertaron: tené cuidado con los pomelos, que hasta ayer eran pura salud pero hoy pueden ser peligrosos, según consta en el último, modernísimo estudio científico.

Una de las consecuencias de estos cambios es que no sabemos muy bien en qué creer. ¿Para qué entusiasmarnos como chicos con una tecnología, si pronto aparecerá otra que es mejor? (Yo todavía conservo mis películas en sistema láser, dicho sea de paso.) ¿Para qué dar vuelta nuestra dieta si en cuestión de un par de años surgirá una nueva, con impecable pedigrí científico, revelándonos que lo estábamos haciendo todo mal? En consecuencia no nos apegamos demasiado a nada, y desconfiamos esencialmente de todo. Un poco de distancia crítica es recomendable, por cierto. Pero a veces nos vamos de mambo, y en aras de preservar nuestro detachment –estar lejos de todo es cool por definición-, nos perdemos cosas esenciales.

El valor del libro, por ejemplo. (Ojo que no dije precio: dije valor.) ¿Existe acaso un invento que haya resistido mejor los zarandeos de la modernidad? ¿Ha inventado alguien acaso una instancia superadora? No. Se han efectuado correcciones, por supuesto –un libro tamaño pocket es más fácil de manipular que un códice-, pero se trata de mínimas modificaciones a una idea que ya era perfecta en su origen. ¡Más de un milenio de uso, y el libro sigue siendo el artefacto más moderno que se pueda concebir!

El libro va conmigo allí donde voy. El libro no necesita baterías. Puedo mojarlo, lo cual lo arruinará un poco pero no del todo, como ocurriría con un teléfono móvil o con un aparatito de videogames. Puedo golpearlo sin problemas. Puedo doblarlo. Puedo anotar direcciones y teléfonos en sus espacios en blanco. (Alguien dirá: eso también puedo hacerlo en mi teléfono o en mi BlackBerry, donde además ahora recibo peliculitas y pronto veré largometrajes enteros. A lo que respondo: pero nunca encontrarás allí pensamientos, frases o versos que te iluminen la vida, y tampoco podrás subrayarlos, ni anotar tus impresiones en los márgenes, ni guardar recuerdos entre sus hojas.)

El libro no necesita recarga ni se sulfata. No me obliga a pagar onerosas garantías renovables anualmente. No tengo que declararlo en los aeropuertos. No corre riesgo de ser infectado por virus alguno. No pierde información de un día para otro. No necesita back ups ni llega a límite alguno de almacenamiento. Puedo prestarlo sin sufrir por su suerte. Es reciclable, lo cual significa que puede dar vida a otros libros. (Los teléfonos no pueden decir lo mismo.) Algo fundamental: siempre son más baratos que el último grito de la tecnología. Y tienen una ventaja comparativa maravillosa, en este mundo tan muerto de miedo: ¡nadie va a asaltarme para quitarme uno!

Digo todo esto porque me parece que estamos equivocándonos de actitud. Vivimos como si fuésemos ciudadanos de cuarta, anacronismos que caminan. Y, sí, qué se le va a hacer: yo escribo libros. O los vendo. O los compro. O me gustan, cuanto menos. Qué demodé, lo nuestro. Nos sentimos más próximos al ebanista y al fileteador que al científico nuclear. Y eso es un error. Deberíamos sentir que estamos en la cresta de la ola, que trabajamos con tecnología de punta –porque es así. Lo que esta gente tan moderna diseña y consume va a caer en desuso en un abrir y cerrar de ojos. Lo que nosotros hacemos va a seguir dando resultados en el siglo próximo y también en el que viene, si es que no volamos antes por los aires. Somos los Terminator de esta era. Nos matan una y otra vez, pero seguimos funcionando.

Así que nada de avergonzarse. Nada de moverse con culpa. Nada de andar mendigando atención. Somos los representantes de una tecnología imbatible. El libro es el mejor invento de la historia de la humanidad. Mejor que la rueda, incluso, porque puede llevarnos a sitios a los que ningún vehículo accederá nunca. Y además no hay objeto más piola, más canchero, más cool. Fueron libros los que inspiraron a las personas más interesantes de la Historia: a los navegantes, a los exploradores, a los científicos. Si a Einstein le diesen a elegir entre los libros que lo iluminaron y una calculadora de última generación, ¿creen ustedes que elegiría la calculadora? Las cuentas pueden realizarse con tiempo y con esfuerzo, pero no hay nada que suplante a la inspiración. Y además el libro otorga la sensación de pertenencia a un club selecto. Hoy hasta el más pavo anda con un teléfono a cuestas, ¿pero cuántos tontos han visto cargando libros en los últimos años?

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21 de junio de 2007
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El comienzo de un amor sin fin

Ayer pesqué The End of the Affair por televisión. Me refiero a la película de Neil Jordan basada en la novela de Graham Greene, que aquí en la Argentina se llamó El ocaso de un amor. Ya la había visto más de una vez, pero volvió a resultarme irresistible. Los actores están maravillosos (Ralph Fiennes, Julianne Moore, Stephen Rea), la música de Michael Nyman es sublime –uno de los scores más tristes y bellos que recuerdo-, pero el anzuelo que me engancha cada vez es el misterio que está en el corazón de la historia que narra. Siempre pienso que la película no obtuvo el reconocimiento que merece, pero me resulta comprensible que el gran público la haya encontrado desconcertante. Después de todo, un triángulo amoroso que tiene a Dios por uno de sus vértices (aunque debería decir cuadrado, para ser geométricamente responsable), no es para el paladar de cualquiera.

La novela de Greene es narrada por Maurice Bendrix (aquí Ralph Fiennes), un escritor de discreto éxito que durante la Segunda Guerra vivió un intenso affaire con una mujer casada. En el presente del relato han pasado ya dos años desde que esta mujer, Sarah, puso fin al asunto; pero Bendrix está lejos de haberse sobrepuesto a ese amor. Un encuentro fortuito con el marido de Sarah, un gris funcionario llamado Henry Miles, le abre a Bendrix una ventana por la que colarse nuevamente en la historia. Henry sospecha que Sarah tiene un amante. Sobreactuando su rol de amigo, Bendrix le dice que contrate un detective privado para seguirla. Henry rechaza semejante iniciativa, que le parece escandalosa, pero de todos modos Bendrix la lleva a cabo por una sencilla razón: los celos que él mismo siente cada vez que piensa que Sarah tiene otro amante son más devoradores que los del marido.

La historia va y viene en el tiempo, regresando siempre al episodio que sumió a Bendrix primero en el dolor y después en el más profundo desconcierto. Sarah estaba en casa de Bendrix la tarde en que una bomba alemana cayó en las inmediaciones. Bendrix sobrevivió prodigiosamente a la explosión. Pero la alegría le duró poco, dado que apenas se recuperó del desmayo Sarah lo abandonó. Desde entonces ha vivido como alma en pena, hasta este presente en que se le cruza la oportunidad de descubrir la verdad. Sarah, hija de madre católica aunque no practicante, cayó de rodillas al creer que Bendrix había muerto y le pidió al Dios en quien no creía que por favor le devolviese la vida. Si Dios permitía que Bendrix viviese, ella le prometía romper con la relación para volver al sendero de la virtud. Cuando Bendrix reaccionó milagrosamente, Sarah entendió al instante que debía ser fiel a la promesa formulada in extremis; después de todo, Dios había cumplido con su parte del trato. Durante esos dos años de separación Bendrix lo ignora, pero el amante de quien siente tantos celos, aquel que lo ha apartado de los brazos de su amada al ofrecerle los suyos, no es otro que Dios mismo.

Lo que me conmueve de The End of the Affair –la novela, la película- es su asunción del misterio del amor humano. Sarah, que no creía en Dios, descubre cómo creer una vez que lo que ella interpreta como intervención divina preserva la vida de su amado. Creer es amar a alguien a quien no vemos, del mismo modo en que ella se ve obligada a amar a Bendrix –esto es, a la distancia y a pesar del silencio. El amado resulta inaccesible, pero el amor no cede ni decrece. A diferencia de lo que pretenden los preceptos religiosos, es el amor humano lo que le sirve a Sarah como camino hacia Dios, y no al revés: experimentar el amor humano, con su dosis inevitable de dolor y de pérdida, hace posible practicar el amor a este Dios encerrado en su silencio.

Creamos o no en algún dios, todos hemos experimentado la realidad del amor. Que nunca se vuelve más elocuente que en el fracaso: cuando hemos perdido al otro de una u otra manera, por decepción o por muerte, como le acaba de ocurrir a Lolichka con su madre, o a la hija de mi amiga con su niñita africana. Aunque el amado ya no esté, el amor persiste. Esto es lo verdaderamente inefable: el descubrimiento de que pase lo que pase, en presencia o en ausencia física y más allá de cualquier desencuentro (a veces me pregunto, querida Eréndida Gallardo, si la enfermedad no es tan sólo eso, un desencuentro transitorio), el amor subsistirá –lo cual equivale a decir: funcionará. Lo cual torna a la traducción del título The End of the Affair como El ocaso de un amor en un disparate, la negación misma de lo que la historia pretende contar, porque la muerte de Sarah no implica la muerte de sus sentimientos por Bendrix, ni los de Bendrix por ella. Creo, más bien, que lo que Graham Greene sugirió al titular su novela de esa manera fue, precisamente, que allí donde termina el affaire, la relación puramente romántica, es donde comienza el verdadero amor.

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20 de junio de 2007
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Perdidos y encontrados

Hace algunos días Julia preguntaba por qué no había dicho nada del final de temporada de Lost, conjeturando incluso si no habría abandonado la visión de la serie. Mujer de poca fe: ¡no había dicho nada porque no lo había visto! Creo que no podría abandonar Lost ni siquiera bajo presión. El final de esta tercera temporada, que vi al fin hace algunas horas, no hizo más que renovar mi admiración por J. J. Abrams y Damon Lindelof, sus creadores y productores. Estos tipos siempre encuentran alguna forma de dejarme con la boca abierta. Como espectador, pero también como escritor y como guionista, no puedo menos que sacarme el sombrero ante su excelencia como narradores.

A simple vista, Lost está llena de elementos fantásticos que hacen las delicias de la gente como uno, que adora los relatos de género. He leído comentarios que la vinculan a La isla misteriosa de Julio Verne. Otros se remiten a La tempestad, donde Shakespeare recurre a fuerzas sobrenaturales para producir un naufragio en las costas de una isla. Más allá de todas las citas y guiños culturales -que por cierto agradezco, porque parecen haber sido escogidos por alguien a quien le gustan exactamente las mismas cosas que a mí: Verne, Shakespeare, la novela Our Mutual Friend de Charles Dickens, que en algún momento Desmond anduvo leyendo por ahí-, creo que el atractivo más profundo pasa por otro lado. Sin dejar de lado el encanto del thriller fantástico o sobrenatural, Lost trata en esencia de lo mismo que tratan los grandes dramas: sobre la clase de gente que somos, o elegimos ser, una vez que el ropaje de las convenciones ha sido dejado de lado y no nos queda más remedio que probarnos en los hechos. Lost muestra a un grupo de gente que, de manera individual y también como comunidad, vive una situación límite que los obliga a demostrar y demostrarse si son lo que creían ser –esto es, si están a la altura de la mejor versión de sí mismos- o si son en cambio la bestia antisocial, egoísta y violenta con que muchos identifican al especimen humano. En este sentido (aquellos que no hayan visto el final, por favor abstenerse de seguir leyendo) la resolución de la historia de Charlie fue admirable, rescatando a un personaje que se había desdibujado para devolverle una humanidad que lo agigantó y terminó de definirlo ante nuestros ojos. Eso es lo que somos, a fin de cuentas: ni nuestra posición social o económica, ni nuestro nivel cultural, ni nuestra confesión política, sino las elecciones que tomamos en los momentos cruciales de nuestras vidas.

Ahora que sabemos que restan tres temporadas hasta el final (de dieciséis capítulos cada una, o sea más cortas de lo usual), el comienzo de nuestro sufrimiento tiene una fecha concreta. En algún momento del año 2010 nos ocurrirá lo mismo que a Jack (Matthew Fox) en el último capítulo de esta temporada, porque entonces sentiremos, como él, que por fin hemos dejado atrás esa maldita isla… y al mismo tiempo, que nos morimos por volver a visitarla.

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19 de junio de 2007
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(Sin título)

Esto no es lo que yo iba a escribir. Pero abrí el correo antes de abocarme a la tarea y me encontré con un mensaje inesperado. Quizás no debería hablar del asunto porque no me ocurrió a mí, seguramente es un error meterme con un dolor ajeno. En ese caso pido disculpas por anticipado, dado que lo haré de todas formas, y por la más egoísta de las razones: me partió el alma en mil pedazos, y desde entonces no puedo pensar en otra cosa.

Digamos que alguien a quien conozco me contó hace tiempo lo que estaban tratando de hacer dos personas a quienes no conozco: adoptar legalmente a una pequeña niña africana. Sé apenas que llevaban muchos meses empeñados en el asunto, y que venían tolerando cada dilación y cada nuevo trámite con paciencia de santos. Sé también el nombre de la niña, cuya madre había muerto al ayudarla a nacer, pero me lo reservo por razones obvias; básteme decir que era un nombre exótico y musical y dulce –lo que yo llamaría un nombre perfecto.

Iban a viajar rumbo al África este sábado que pasó, para buscarla al fin después de tanto papelerío, de tanta demora inhumana. Estaba convencido de que ya estarían allí, pero en cambio recibí el mail que me decía que no, que nunca habían llegado a viajar, que horas antes de partir les dijeron que la niña había muerto súbitamente, con la misma ligereza con la que pasó por este mundo. Nunca supe de ella más que su nombre, pero me puse a llorar. Por la esperanza frustrada, por la vida que pudo ser preciosa y tan sólo lo fue brevemente, por tanto amor desperdiciado, ese dolor de pecho hinchado de leche sin boca que lo reclame.

El mail me hablaba de la huella que la niña dejó en todos ellos, a pesar de la brevedad de los instantes compartidos. Estoy seguro de que no exageran. Si la muerte de una niña que no conocí puede trastornarme de semejante manera, ¿cómo no creer que iluminó a los que sí la conocieron, a los que son capaces de recordar su carita, su voz o la tibieza que emanaba al simple contacto con su piel?

Me consuela saber que todo lo que estuvo vivo sigue actuando en el universo, aun cuando se lo pretenda enterrado. (A veces creo que el universo es en esencia un alfabeto, que el fenómeno de la vida utiliza para escribir la poesía original: nadie está más capacitado para comprender profundamente la poesía que un biólogo, un físico o un químico.) Los átomos que nos constituyen no desaparecen con nosotros, siguen existiendo y con el correr de las décadas se integran a otra materia. Cada uno de ellos formó antes parte de estrellas y de múltiples organismos para integrarse al fin, de manera siempre transitoria, al cuerpo que es nuestro soporte. Por eso mismo dentro de algún tiempo serán muchos los seres que participarán, aunque más no sea en proporción ínfima, de lo que la niña supo ser durante su existencia; y es maravilloso que así sea.

Los que seguimos andando no tendremos ese privilegio, pero nos quedan otros. Para aquellos que la conocieron, el del sentimiento siempre vivo. El amor se parece al fenómeno de la vida porque una vez que nace nunca muere del todo, se ve obligado a transformarse, a adoptar nuevas formas, a encarnarse en nuevos rostros: los que perdimos seres amados entendimos al día siguiente que amábamos más que ayer, y que una vez producido el sortilegio no podíamos más que actuar en consecuencia. Un segundo mail me contó el domingo que después de la oscuridad de este sábado funesto, la familia empezaba a emerger con la sensación de amarse más y mejor: vaya poder el de la niña indefensa, que transformó todo lo que tocó sin siquiera esforzarse.

Para los demás, aquellos que apenas supimos de ella, nos queda la emoción. Cada vez que oiga su nombre o una música que lo conjure, recordaré el dolor de este sábado y después la alegría que me hizo sentir al probarme que la belleza de una existencia, por breve que haya sido, se multiplica en el corazón de todos aquellos a los que llegó de un modo u otro, aunque más no sea como parte de una historia o el asunto de un mail.

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18 de junio de 2007
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Un héroe de estos tiempos

Los paradigmas pueden haber cambiado, pero mi sed de héroes sigue intacta. Muhammad Ali es el único de mi panteón que encontré en el área del deporte, un mundo al que no suelo frecuentar. Pero no lo considero un héroe por su talento sobre el ring, desde ya indiscutible, sino porque conservó su dignidad cuando su propio país –y me refiero al país más poderoso del mundo- se le puso en contra.

Siendo campeón del mundo, y además musulmán confeso, Ali se negó a combatir en Vietnam. A diferencia de Elvis, que en su momento se integró de buen grado al servicio activo (Lennon decía que Presley murió cuando aceptó vestir uniforme), Ali hizo uso de su derecho al disenso en un país democrático. Y pagó el precio que el sistema le arrancó –un precio altísimo, que Shakespeare calcularía en varias libras de carne-, sin chistar ni una sola vez. A fines de 1967 lo despojaron por decreto del título que había ganado en buena ley. Después le impidieron boxear, arrebatándole sus medios de vida. Todavía insatisfecho, el Estado le entabló juicio, condenándolo a cinco años de cárcel por desertor. Ali fue fiel a sus convicciones mientras entablaba la batalla legal, que finalmente lo eximiría de prisión. Y no cedió nunca. Durante los tres años que duró su exilio interior, fue figura resonante en los mítines más importantes en contra de aquella guerra. La Corte Suprema del Estado de New York terminó dándole la razón. La Historia lo haría un poco más tarde, al condenar de plano las razones que llevaron a los Estados Unidos a invadir Vietnam.

Confieso que cuando yo era pequeño lo detestaba. Lo vi demoler al argentino Ringo Bonavena en diciembre de 1970, en la TV blanco y negro del hotel de La Falda, Córdoba, en que mi familia vacacionaba por entonces. La inteligencia con que Ali enfrentó el combate, evitando los mamporros elementales del pobre Ringo y manejando la pelea a su antojo, me exasperó entonces. Con el tiempo supe más y mejor. Me ayudaron a entender Norman Mailer, el documental When We Were Kings y la película Ali, del talentoso Michael Mann. ¿Un negro que no se calla, negándose a jugar el juego a que lo conmina la mayoría blanca? Ali debe ser el único musulmán al que millones de sus compatriotas admiran hoy, en estos tiempos de demonización de su fe.

Los héroes de hoy no pueden hacer lo que era común a los héroes de antaño: ni matar, ni invadir, ni conquistar. Los héroes de hoy triunfan con las manos desnudas, o no triunfan. A menudo el sistema se muestra tan aplastantemente poderoso que no es mucho, o por lo menos muy ostensible, lo que se puede hacer para enfrentarlo: debido a ese contexto, el simple hecho de preservar la dignidad ha adquirido dimensiones heroicas. Cuando el sistema amenaza y tienta a la vez, los héroes de hoy, como Ali en su momento, son aquellos que parafrasean al Bartleby melvilliano y dicen, sin siquiera elevar su voz: Preferiría no hacerlo.

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15 de junio de 2007
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Un final 'ferpecto'

La gente está como loca en los Estados Unidos discutiendo el final de la saga de Los Soprano. (Aquí en América Latina la temporada final empieza a emitirse dentro de poco por HBO, o sea que me estoy adelantando a una discusión que ocurrirá entre nosotros dentro de algunos meses.) Parece ser que el creador de la serie, David Chase, armó lo que suele llamarse un final abierto. Esto es, un final que no huele a final. Sin cabos prolijamente atados, sin revelaciones espectaculares, sin escenas catárticas. De hecho, como en un momento Chase corta a un cuadro negro sobre el cual se queda, mucha gente pensó que se trataba de un defecto de la transmisión… cuando no lo era.

¿Qué es lo que constituye un buen final? Para la mayor parte de nosotros, en carácter de lectores y espectadores, un buen final es aquel que colma todas nuestras expectativas: donde se termina entendiendo todo y los personajes obtienen el destino que se merecen, y mejor todavía si la cuestión se resuelve de la manera más espectacular posible. Un final a la King Kong, podríamos decir, con gorilón, rubia, Empire State, aviones de guerra y caída que quita el aliento. Pero aun cuando coincidamos en la definición (confesémoslo, ¿existe alguien a quien no le gusten los happy endings?), algunos de nosotros también esperamos otra cosa: por ejemplo, que el final sea coherente con las reglas establecidas por el relato mismo. A nadie le parecería bien que el coronel Kurtz recobrase la cordura al final de Apocalypse Now y regresase a casa del brazo de Willard, diciendo cuán equivocado estuvo al dudar de la política exterior de los Estados Unidos. Lo sentiríamos como una traición, un final que borra con el codo todo lo que el relato escribió con la mano. El mismísimo Coppola tenía dudas al respecto, de hecho rodó más de un final. Terminó optando por uno a mitad de camino, en que Willard mata a Kurtz y regresa a casa. Yo hubiese preferido que matase a Kurtz para tomar su lugar entre los nativos. Me parece que habría hecho mejor honor a la ambición del filme.

¿Y cuáles serían, ya que estamos, los mejores finales de la historia? Pienso en Ulises siendo reconocido por su viejo perro. Pienso en el secreto de rosebud perdiéndose entre las infinitas riquezas del difunto Kane, al cierre de El ciudadano. Pienso en Kay observando que a Michael Corleone se le rinden honores de don, con esa puerta que se cierra para dejarla definitivamente afuera en la culminación de El padrino. Pienso en el saludable Tiny Tim, deseándonos lo mejor al término de A Christmas Carol. Pienso en Hamlet diciendo The rest is silence, y expirando después. Pienso en el final de The Usual Suspects. Y en el final de Some Like It Hot, cuando el pretendiente de Jack Lemmon acepta alegremente su destino diciendo: “¡Nadie es perfecto!” Y en el final de Brazil, por el cual Terry Gilliam debió batallar contra el estudio que lo encontraba deprimente. (Cosa que es, sin dejar de ser a la vez el final más adecuado para su antiutopía.) Pienso en los finales de tantos cuentos de Borges. (Como el de El muerto, por ejemplo: “Suárez, casi con desdén, hace fuego”.)

Debe haber mil más. Acepto sugerencias.

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14 de junio de 2007
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'Be good'

A esta altura del partido no tengo dudas: E.T. seguirá siendo siempre una de mis películas favoritas. En mi lista personal figuran títulos más prestigiosos, desde El ciudadano, pasando por Lawrence de Arabia hasta llegar a El padrino, pero la sorna con que se suele tratar a Spielberg en general y a este filme en particular me tiene sin cuidado. A 25 años de su estreno –que ocurrió el 11 de junio de 1982, para ser precisos- creo haber obtenido ya la perspectiva necesaria para tener claro que E.T. es una magnífica película (diría más aun: una bella película) y punto.

E.T. tiene todo lo que yo amo del cine. Un relato entretenidísimo, la mezcla adecuada entre fantasía y verdad, humor a carradas, drama desgarrador, suspenso y una visión realista pero no desesperanzada de lo que somos como especie y del rol que jugamos, o deberíamos jugar, en la trama de la vida. Algunos la consideran una película para chicos. En todo caso se tratará de una película para el chico que la mayoría de nosotros no deja nunca de ser, en el mejor de los casos, o como lo pondría Marechal: para el hombre en tránsito hacia el niño. El dolor que Elliot siente ante el divorcio de sus padres no tiene nada de infantil; en todo caso, se trata de la primera herida abierta de su vida adulta. La segunda sobreviene enseguida, cuando la irrupción del marcianito en su vida le muestra cuán necios, y en consecuencia cuán violentos, podemos ser los hombres.

Estoy seguro de que el consejo que el extraterrestre le deja a Elliot antes de partir, ese be good pronunciado con la vocecita tan característica, le sonará infantil a más de uno. ¿Pero no se trata, acaso, del diagnóstico más preciso sobre nuestra situación y lo que nos separa de la felicidad posible sobre esta tierra? ¿No estamos librados a la violencia, a la destrucción sistemática del planeta, al racismo y a la desconfianza que todos sentimos respecto de todos, precisamente porque nos hemos descarriado? Soy testigo del denodado esfuerzo que tantos hacen a diario para poner la mayor distancia posible entre ellos y el niño que fueron, he atendido a infinitas explicaciones y eruditos diagnósticos sobre por qué somos como somos y estamos como estamos, y aun así nada ha logrado borrar el eco de esa vocecita expresando la misma clave que todos conocemos, que todos llevamos dentro de nuestros corazones, más o menos oculta, más o menos enterrada; esa llave a la felicidad, o cuanto menos a la plenitud, que casi todas las religiones han expresado antes de ser devoradas por las instituciones. Be good. Sean buenos. Y punto.

De todas las películas de mi lista, ninguna formula este imperativo con tanta claridad y convicción.

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13 de junio de 2007
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El Boomeran(g)
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