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Escrito por

Marcelo Figueras

Marcelo Figueras (Buenos Aires, 1962) ha publicado cinco novelas: El muchacho peronista, El espía del tiempo, Kamchatka, La batalla del calentamiento y Aquarium. Sus libros están siendo traducidos al inglés, alemán, francés, italiano, holandés, polaco y ruso.   Es también autor de un libro infantil, Gus Weller rompe el molde, y de una colección de textos de los primeros tiempos de este blog: El año que vivimos en peligro.   Escribió con Marcelo Piñeyro el guión de Plata quemada, premio Goya a la mejor película de habla hispana, considerada por Los Angeles Times como una de las diez mejores películas de 2000. Suyo es también el guión de Kamchatka (elegida por Argentina para el Oscar y una de las favoritas del público durante el Festival de Berlín); de Peligrosa obsesión, una de las más taquilleras de 2004 en Argentina; de Rosario Tijeras, basada en la novela de Jorge Franco (la película colombiana más vista de la historia, candidata al Goya a la mejor película de habla hispana) y de Las Viudas de los Jueves, basada en la premiada novela de Claudia Piñeiro, nuevamente en colaboración con Marcelo Piñeyro.   Trabajó en el diario Clarín y en revistas como El Periodista y Humor, y el mensuario Caín, del que fue director. También ha escrito para la revista española Planeta Humano y colaborado con el diario El País.   Actualmente prepara una novela por entregas para internet: El rey de los espinos.  Trabajó en el diario Clarín y en revistas como El Periodista y Humor, y el mensuario Caín, del que fue director. También ha escrito para la revista española Planeta Humano y colaborado con el diario El País. Actualmente prepara su primer filme como director, una historia llamada Superhéroe.

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Hongo

Anoche tuve uno de esos sueños que transcurren ligeros y en apariencia inconsecuentes, permitiéndole a uno vagar por otros mundos sin sufrir ninguna de las consecuencias de la aventura real. No recuerdo demasiado, más allá del hecho de que estaba en Mar del Plata, la prototípica ciudad balnearia de la Argentina. Ya la elección era peculiar, en tanto se trata de una ciudad con la que no me une ningún lazo particular. (He pasado años sin verla, la última vez fue por trabajo, durante el Festival de Cine 2006.) Yo simplemente estaba ahí, aunque no recuerde para qué ni con quién. Sólo sé que la estaba pasando bien, el sueño discurría con esa calidad lúdica y un tanto fumada de tantas fantasías nocturnas, cuando la aparición de una extraña formación en el cielo me quitó el aliento.

Yo que estaba contemplando la costa desde una cierta altura (recuerdo edificios que se interponían entre mi vista y el mar, una construcción muy parecida a la del clásico casino), levanté la vista para estudiar el fenómeno. Tratándose de mi sueño, supongo que era lógico que supiese lo que estaba por venir, una fracción de segundo antes de ver la explosión. El hongo nuclear empezó a desperezarse delante de mis ojos, con esa belleza terrible que le conocemos después de tantos documentales. Me desperté enseguida. Supongo que ya no necesitaba saber nada más.

En ese estado a media agua entre el sueño y la vigilia que transitamos al levantarnos, lamenté que ni siquiera mi inconsciente estuviese ya a salvo de la irresponsabilidad y el salvajismo de los líderes mundiales, que nos hacen temer a diario lo peor. Yo que suelo estar abierto a lo inefable, concediendo el beneficio de la duda a los fenómenos que no puedo explicarme de manera racional, me encontré deseando estar equivocado al menos esta vez; y que no fuese cierto aquellos de que los humanos nos comunicamos en nuestros sueños, para decirnos lo que no nos atrevemos a decirnos cuando estamos despiertos.

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7 de agosto de 2007
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Afuera del tiempo

He estado viviendo como si fuese a durar mil años.

La noción apareció en mi cabeza como una burbuja, sabrá Dios por qué. No puedo atribuírsela a la ocasión, estaba comiendo en un restaurante al que voy de tanto en tanto, una versión pretensiosa de la cantina en que Michael Corleone balea a Sollozzo y al policía McCluskey. (Siempre imagino que alguien aparecerá, más temprano que tarde, a cobrársela con uno de esos gordos que almuerzan allí a diario mientras hablan de dinero con lascivia, es lo único que los calienta cuando no media el Viagra. Bang bang. Deje a los muertos pero no olvide los cannoli.) Recurrí a la excusa del baño para recuperarme, la certeza de que ya no me quedaban novecientos años y pico para hacer todo lo deseado me había quitado el aliento. Con el agua del depósito se fue algo más que la mugre.

Por la noche me puse a ver El pasajero. Ya la había visto unas cuantas veces, pero a la luz de la muerte de Michelangelo Antonioni, me pareció estar en presencia de una película nueva. Antonioni tenía setenta y pico de años cuando la filmó, pero El pasajero se ve hoy como la narración de un hombre que estaba más allá del tiempo, alguien que ya había pasado de todo, o que lo había perdido todo, menos aquello que le resultaba esencial: la capacidad de ver y el coraje imprescindible para llevar adelante esa visión. Sobre el final el personaje de María Schneider dice que la idea de la ceguera le resulta terrible, a lo que David Locke (Jack Nicholson) le responde que hay algo mucho peor que perder la vista, y eso es no querer ver. El pasajero es la historia de un hombre que decide ver (esto es: ya no engañarse más) y que lleva esa decisión hasta las últimas consecuencias.

¿Cómo viviría si dejase de actuar como si fuese eterno? ¿Qué clase de cosas dejaría de hacer, de qué ceremonias me ausentaría? ¿Con qué ojos miraría al mundo, una vez que el tiempo se convirtiese en un imposible? ¿Qué palabras se me caerían de la boca, para ya no volver?

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6 de agosto de 2007
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No hay descanso para los narradores

Las vacaciones me persiguen. Cuando fui a Rosario la gente se estaba preparando para las inminentes vacaciones de invierno. Cuando fui a Córdoba ya estaban disfrutando de ellas. Volví a Buenos Aires cuando las vacaciones locales estaban por comenzar. Hoy la ciudad toda está llena de niños en busca de diversión y de padres alienados. (Hace un par de días estuve en la Feria Infantil y Juvenil del Libro. Era como la fábrica de Willy Wonka, pero con historias e historietas en vez de chocolates.) Mi hermana se fue a Mar del Plata. Mis hijas duermen hasta tarde. La más grande acaba de irse a Europa. Afortunadas ellas. Ni siquiera encuentro consuelo cuando miro hacia otro continente. Mis amigos españoles ya se han ido a gozar de sus vacaciones estivales, o están a punto de hacerlo. Y yo aquí, encadenado a mi ordenador. Ni siquiera me queda el consuelo de ir al cine. La cartelera está llena de películas para chicos, de las que apenas se salvan Ratatouille y la de Los Simpsons. Lo más divertido que vi en estos días fue El pasajero, de Antonioni. Para el fin de semana me reservo El huevo de la serpiente, de Ingmar Bergman. Mi vida, habrán percibido, es puro jolgorio. Mis pesadillas como un remake de Los pájaros, pero con turistas en lugar de aves.

Mi reino por unas vacaciones. En verano no las tuve porque estaba terminando el tratamiento de un guión. Ahora tampoco pude, estaba terminando la primera versión de la misma historia. Menos mal que viajo mucho y que me gusta lo que hago. La verdad es que me vendría bien tumbarme panza arriba y no pensar en nada. Eso en el caso de que fuese posible desconectar mi cabeza. He ahí una de las características inescapables de mi trabajo. Donde los míos ven un sitio paradisíaco, yo veo un setting posible para una historia. En presencia de alguien nuevo, los míos celebran haber conocido a una persona encantadora y yo a un potencial personaje. Me pongo a leer un libro por puro placer, o a ver una película por las mismas razones, y al rato estoy anotando ideas para una futura novela o guión. El refrán en inglés dice no rest for the wicked, no hay descanso para los malvados. Ya sea porque entramos en la categoría, o en el mejor de los casos tan sólo por las características de nuestra labor, deberíamos reescribir el refrán y pintar encima de nuestra puerta: no hay descanso para los narradores.

Pero en fin, una de cal y otra de arena. La profesión también ofrece ventajas ciertas, nos permite viajar a otros tiempos y lugares, nos pone en contacto con personas fascinantes, y todo sin que debamos molestarnos en salir de casa. (Ya me estoy imaginando la campaña publicitaria. Turismo mental: más barato, más rápido, más seguro.) Sin ir más lejos, hoy me he pasado buena parte del día en el desierto del Neguev –al que por cierto ya conocía, y regresaré si Dios quiere dentro de un mes- sin gastar en pasaje ni en protector solar. Y si la presión aumenta, no tendré más remedio que tomarme minivacaciones en el transcurso de mi día de trabajo. Aprovechar el oportuno rayo de sol para tumbarme en la cama e imaginarme en el Caribe. Convertir el baño de inmersión en un jacuzzi en las islas Seychelles. Lo mío es muy marítimo, como verán, y por cierto de aguas cálidas y transparentes. Cuando sea grande (lo digo obviando el hecho de que ya tengo más años de los que el pobre hombre llegó a cumplir, entre otras diferencias), yo quiero ser como Robert Louis Stevenson.

Me pregunto cómo serán sus vacaciones –las de ustedes: las reales, y las que se imaginan como ideales. En cualquiera de los casos: felices vacaciones para todos.

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3 de agosto de 2007
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Queremos tanto a Gamerro

Por todo lo que he leído sobre él, y también por lo que intuyo, creo que Carlos Gamerro es uno de los narradores argentinos más interesantes de hoy. Lo cual torna mi confesión en algo vergonzoso: no he leído ninguna de sus novelas, ni Las islas, ni El secreto y las voces, ni La aventura de los bustos de Eva. Mea culpa. Me dispongo a redimirme en breve. (No hay tantos escritores argentinos que valgan la pena como para darme el lujo de dejar pasar a quien promete.) Pero sí he leído los artículos que Gamerro publica de tanto en tanto en los suplementos culturales de Página 12 y de Clarín. Aquí sí puedo dar fe: Gamerro es un ensayista brillante, culto e inteligente pero jamás pedante, de esos que escriben tan bien y exponen con tanta elocuencia que te convencen de que están en lo cierto aun cuando hablan de escritores a los que uno no ha leído.

Esas vueltas de la vida (me invitaron a la feria del libro de mi viejo colegio, y como obsequio me dejaron elegir un título de los que ofrecían en sus mesas) hicieron que cayese en mis manos El nacimiento de la literatura argentina y otros ensayos, una compilación de algunos de aquellos artículos que recordaba haber leído y de algunos otros que resultaron una novedad para mí. El ensayo que da nombre al libro es verdaderamente interesante. Gamerro sostiene que la literatura argentina empezó “muy bien y muy mal al mismo tiempo y a manos de la misma persona”. En efecto, Esteban Echeverría escribió tanto el insoportable poema La cautiva como el impresionante cuento El matadero. En algún sentido La cautiva simboliza todo lo que no hay que hacer (en este caso la insinceridad, la impostura del artista), mientras que El matadero encarna el descubrimiento de algo nuevo. Al relatar la humillación y muerte de ese joven unitario, Echeverría produjo un texto desaforado y por eso único. En algún sentido Gamerro se apoya en una tesis de  David Viñas (“La literatura argentina empieza con una violación”), pero para definir el impacto que ese cuento conserva aún hoy debe ir más allá: enseguida recurre al ejemplo de La naranja mecánica para tratar de explicar la reacción visceral que el texto de Echeverría provoca, “un salvajismo y explicitud que no volverán a repetirse, en nuestra literatura, hasta bien entrado el siglo XX”. Lo que me gusta es la vuelta de tuerca que da, cuando sugiere que el lenguaje del vulgo –en este caso, los mazorqueros asesinos- se apodera de Echeverría y mancilla también su texto, llenándolo de obscenidades… y produciendo en el proceso ese algo nuevo que antes no estaba allí, aquel texto que nos funda. “El lenguaje del matadero violando al lenguaje de salón: de este parto nace nuestra literatura de ficción”, escribe Gamerro.

Más allá de este ensayo Gamerro escribe también sobre Capote, sobre Hawthorne, sobre Saer, sobre Joyce, sobre Manuel Vásquez Montalbán. Su artículo sobre Salinger me impulsó a releer El guardián en el centeno. (Gracias, Gamerro.) El texto sobre Rodolfo Walsh me parece impagable, en especial ahora que se publica completo, con un párrafo final que había perdido al ser reproducido en un diario. Y el artículo Borges y la tradición mística me encantó; de hecho, creo haber repetido en este lugar una cita de Gershom Scholem que Gamerro incluye allí y que en su momento iluminó mi día.

Releyendo a Salinger subrayé un párrafo que viene a cuento. Aquel en el que Holden Caulfield dice: “Los que me encantan son esos libros que, una vez que los terminaste, te dan ganas de que el autor fuese un gran amigo tuyo y pudieses llamarlo por teléfono cada vez que te diese la gana”. Leyendo este libro de Gamerro sentí lo mismo que Holden, y lamenté no conocerlo desde antes ni tener a mano su teléfono.

Cuando lea las novelas les cuento.

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2 de agosto de 2007
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Los pasajeros

La escritura del prólogo para una nueva edición me permitió el placer de releer El extraño caso del doctor Jekyll y el señor Hyde. Pero al hurgar entre mis viejos papeles descubrí además una historia sobre su autor, Robert Louis Stevenson, que en su momento debo haber pasado por alto. (Nada se aprende nunca antes de tiempo.) 

Stevenson tenía una finca en una isla del archipiélago samoano, donde vivía. En la tarde del 3 de diciembre de 1894 sufrió un ataque mientras trataba de abrir una botella. Ya caido en el piso, le preguntó a su esposa Fanny con inocultable angustia: “¿Qué me está ocurriendo? ¿Qué es esto tan extraño? ¿Ha cambiado mi rostro?” Resulta inevitable creer que en medio de su dolencia temió estarse convirtiendo en su versión personal del señor Hyde. (El uso de la palabra strangeness remite directamente al ‘extraño’ caso.) Imagino que al advertir que tan sólo se trataba de la muerte, Stevenson debe haber sentido alivio. No estaba sucumbiendo a su parte oscura, a sus peores impulsos. Tan sólo se estaba preparando para el sueño eterno.

Me gusta también saber que los nativos de la isla lo velaron, porque conservaban la esperanza de que se hubiese dormido y de que finalmente despertase. Para ellos no era tan sólo un inglés más, otro representante del imperio colonial: era Tusitala, el narrador de historias.

Bella vida, bella obra, bella muerte. Envidiable Stevenson.

…………………………………….

La cuestión de la muerte nos ronda, o por lo menos me ronda a mí. Ayer no se fue sólo Bergman, sino también Antonioni. Celebraré su memoria re-viendo El pasajero

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1 de agosto de 2007
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La catedral y el artesano

Para ser honesto, estoy muy mal preparado para rendirle homenaje a Ingmar Bergman. Siempre me digo –y sigo pensándolo en la hora de su muerte- que todavía no he llegado a la etapa de mi vida en que pueda apreciarlo verdaderamente. También es posible que esa etapa no llegue jamás. Mis pocos encontronazos con sus películas me han vuelto prudente. Vi The Touch cuando era poco más que un adolescente, y por supuesto no entendí nada. Tengo El huevo de la serpiente y Fanny y Alexander en DVD, que todavía no vi pero que seguramente veré en estos días, aprovechando el impulso del duelo. No hace mucho sucumbí al influjo de Marcelo Piñeyro, que lo reverencia, y vi De la vida de las marionetas. Apenas terminé lo llamé para decirle que se lo agradecía, y que además tenía ganas de matarlo. La película es enorme, pero me produjo una depresión horrenda –a mí, que llevo el optimismo grabado a fuego en mi información genética.

Pero esto no significa que no existan aspectos de Bergman con los que no pueda relacionarme aun hoy. Me siento cercano del niño que temía a su padre y amaba a su extraña madre, aquel que a los nueve años cambió los soldaditos de plomo por una linterna mágica y empezó a soñar sus propias historias. Me siento próximo al niño que se sentía en las iglesias como en su casa, seducido por “los arcos bajos, los muros gruesos, el aroma de la eternidad, la luz del sol coloreando las pinturas medievales, las figuras talladas en los techos y en las paredes. Allí estaba todo lo que la imaginación puede desear: ángeles, santos, dragones, profetas, demonios, hombres”, contó alguna vez.

También me siento a gusto con el artista que declaró ser muy consciente de la duplicidad de su persona: “La parte conocida está muy controlada; todo resulta planeado y muy seguro. La parte desconocida puede ser muy desagradable. Creo que ésta es la parte que es responsable de todo el trabajo creativo –porque está en contacto con el niño. O sea que no es racional, sino impulsiva y extremadamente emocional”.

Creo entender al artista que encontró en el cine “un lenguaje que habla literalmente de un alma a la otra, con expresiones que, casi siempre de forma sensual, escapan al control restrictivo del intelecto”. Pero ante todo comparto la visión que le reveló alguna vez al crítico Andrew Sarris, respondiendo a la pregunta de por qué hacía lo que hacía. Bergman se refirió entonces a la reconstrucción de la catedral de Chartres, que en plena Edad Media acometieron miles de anónimos artesanos. “Ya sea creyente o escéptico, cristiano o pagano, trabajaría con todo el mundo para construir una catedral porque soy un artista y un artesano… Nunca me preocuparía por el juicio de la posteridad ni por el de mis contemporáneos; mi nombre no está grabado en ninguna parte y desaparecerá conmigo. Pero una pequeña parte mía sobrevivirá en la totalidad anónima y triunfante. Un dragón o un demonio, o quizás un santo, ¡eso no importa nada!”

Bergman dejó su marca en la catedral de la belleza producida por el hombre, eso es innegable. Puede que algún día me sobreponga al miedo y me atreva a visitar la nave en la que trabajó mientras vivió, a contemplar sus monstruos cara a cara, a disfrutar de los claroscuros que alguna vez me quitaron el aliento. 

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31 de julio de 2007
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Harry Potter y las Hijas Felices

Estaba yo en Alta Gracia, dos viernes atrás, cuando recibí un llamada en mi teléfono móvil exactamente a las ocho menos veinte de la noche. Era mi hija Milena desde Buenos Aires, y sonaba exultante: “¡Acabo de conseguir los dos libros! ¡Y me los vendieron antes de tiempo!” Los libros, como se imaginarán, eran dos ejemplares de Harry Potter and the Deathly Hallows, uno para Milena y otro para mi hija más grande, Agustina. Como Milena se apostó en la librería antes de tiempo –la hora de largada eran las 20, en tanto coincidía con la hora cero del nuevo día inglés-, el librero se apiadó de ella y le entregó los libros media hora antes.

Entre ese viernes y este último, viví una semana llena de situaciones de la siguiente calaña: recibo un mensaje de texto en mi teléfono, allí donde esté, que dice ‘¡Papá, se murió X!’ (No diré quién, por supuesto.) O atiendo el llamado indignado que me informa de otra muerte y de la inevitable tristeza. O me levanto en la madrugada para darme cuenta de que la luz del cuarto de mis hijas está encendida. O escucho abrirse la puerta con brusquedad, para convertirme en inmediato depositario de las nuevas vicisitudes de la historia. O escucho las protestas referidas a los graciosos de sus amigos que se envían entre sí pistas falsas o datos erróneos que se anticipan al final.

Para ser honesto, la saga de Potter nunca me convenció. Vi unas cuantas películas porque no me quedaba más remedio, y ni siquiera terminé el primero de los libros. Me parecía que combinaba gran cantidad de elementos de los que yo disfruto como escritor –los protagonistas niños, la magia, la lucha contra el Mal a gran escala- pero de una forma que no me terminaba de convencer: los ingredientes son todos sabrosos, pero la cocinera no da nunca con la clave de mi paladar. Ayer domingo, leyendo el artículo sobre el fenómeno Potter que escribió Mariana Enríquez para el diario Página 12, encontré un par de citas que más o menos reflejan mi sentir. Según Enríquez, Harold Bloom dijo: “La mente de Rowling está gobernada por clichés y metáforas muertas, ese es su único estilo”. A. S. Byatt escribió sobre la misma cuestión que el mundo de Potter es “un mundo secundario, hecho de temas derivados de todo tipo de literatura infantil, escrito para gente cuyas vidas imaginativas están confinadas a los dibujos animados y a mundos-espejo como los de los realities y los chismes de celebridades”.

Quizás los libros de Rowling no resistan un análisis profundo, pero los métodos de la crítica tradicional no agotan la forma en que uno puede juzgar un libro. Al menos para mí, hay otras cuestiones que también tienen enorme peso a la hora de decidir su valor. Este último viernes, pocas horas después de que Milena hubiese terminado la lectura de su libro saltando de manera literal, recibí un mensaje de texto suyo que me informaba que su alegría distaba de desvanecerse: “¡Estoy zarpadamente feliz!,” decía. Aquí en la Argentina, se dice que es ‘muy zarpado’ algo que ha roto el techo de todas las mediciones posibles, así que imagínense la dimensión aplicada a la felicidad de mi hija. Todavía conservo el mensaje, como se imaginarán. Y mi agradecimiento a J. K. Rowling. Cualquier escritor que consiga hacer de mis hijas personas zarpadamente felices se hará acreedor del mayor de mis respetos.

Mientras tanto aliento la esperanza de que, finalizado Potter, se enganchen con la trilogía His Dark Materials, de Philip Pullman. Por lo que llevo leído de The Golden Compass, que es su primer volumen, apunta a ser muy pero muy superior. 

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30 de julio de 2007
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Sobre libros ‘non-sanctos’ de efectos beatíficos

Así como todos hemos visto películas menores que produjeron acordes mayores en nuestro corazón, también leímos libros –libritos, novelitas- que nos conmovieron de igual forma. A mí me ocurrió, al menos. A lo largo de mi vida, muchas novelas de esas que producen arcadas a los críticos me depararon momentos inolvidables. Recuerdo por ejemplo la lectura de Salem’s Lot, que aunque es la segunda novela de Stephen King fue la primera suya en caer en mis manos. Yo era chico, estaba de vacaciones en Córdoba, me había quedado solo en una casa enorme y crujiente mientras afuera llovía y el viento silbaba entre los sauces. Fue una experiencia maravillosa. Durante la escritura de La batalla del calentamiento traté de reproducir con mi pueblito imaginario de Santa Brígida el mismo efecto que King me inspiró, al meterme de a poco en el pueblo de Salem’s Lot y hacerme sentir que estaba viviendo en él. (Aunque en Santa Brígida no haya vampiros, o por lo menos no de la misma clase.)

Mi madre era una lectora omnívora y quizás indiscriminada. Era capaz de mezclar Haroldo Conti con Aeropuerto y demás novelitas de Arthur Hailey. Su criterio de selección no resistiría un análisis académico, pero sería injusto si no reconociese que le debo buena parte de mi eclecticismo. Una falta de prejuicios que encuentro saludable, para qué los voy a engañar. El otro día, conversando con Marcelo Piñeyro, coincidimos al recordar que en su momento nos había encantado la lectura de El abogado del diablo, de Morris West. Después pasamos por una librería y nos atrevimos a preguntar, pero ya no tenían nada de West desde hace años; después de su muerte todo el mundo olvidó sus libros, que en su hora de gloria vendían al nivel de best-sellers pero contaban historias fascinantes, y por lo tanto dignas de durar. En fin, tengo que pasar por la casa familiar para ver si encuentro sus libros en las estanterías polvorientas. Si los releo, les cuento.

También me encantó cuando era chico otro best-seller que le robé a mi vieja: El solitario, de Guy des Cars. Recuerdo convencerme de que su historia podía inspirar una película fascinante –tenía que ver con un hombre ciego, sordo y mudo al que acusaban de un crimen durante un viaje por alta mar, si la memoria no me traiciona-, pero la película nunca llegó, o de haber existido pasó sin pena ni gloria. (Disculpen que no me ponga a googlear, me divierte más jugar con la baraja de los recuerdos.)

Pero de todos los best-sellers que mi madre compraba, el que me produjo una impresión más duradera fue uno llamado La palabra, de Irving Wallace. El protagonista era un exitoso publicitario norteamericano, a quien visitaban unos clientes insólitos, por cuanto provenían del Vaticano. La cuestión tenía que ver con el descubrimiento arqueológico de un quinto Evangelio: después de someterlo a las pruebas de rigor, la Iglesia se había convencido de su autenticidad y reclamaba el oficio del publicista para difundir la buena nueva al mundo. Este hombre, escéptico por naturaleza, leía el texto recuperado y se descubría tocado en el alma: si bien los hechos atribuidos a Jesús eran los mismos en esencia, sus palabras echaban luz sobre cuestiones de innegable actualidad, como el racismo, la discriminación por causas sexuales y la violencia. Al final el quinto Evangelio es divulgado ante el mundo y produce un efecto beatífico en todas partes. Pero el publicista descubre que se trata de un fraude y se ve enfrentado a un dilema: ¿debe callarse y dejar que su efecto benéfico siga operando sobre la gente como lo está haciendo, o debe decir la verdad por inconveniente que sea? En fin, hoy no puedo dar fe del mérito literario de La palabra, pero como ven, su historia sigue viviendo en mí aunque pocos se acuerden del viejo Irving Wallace.

Me imagino que ustedes también deben recordar libros non sanctos que sin embargo los conmovieron…

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27 de julio de 2007
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El milagro de los panes

Si no recuerdo mal conocí a Pablo Ramos en una reunión social, llena de escritores, hors-d’oeuvres y editores de diversas partes del mundo. Todavía no había leído nada suyo, aunque sabía de la repercusión que había obtenido su primera novela, El origen de la tristeza. (Dicho sea de paso, que buen gusto tiene Ramos para los títulos. Su nuevo libro se llama La ley de la ferocidad. Me saco el sombrero.) Lo cierto es que nos pusimos a conversar. Enseguida percibí que los carriles de la charla diferían de aquellas que había sostenido, y todavía sostendría, durante el curso de aquella velada. Se parecía mucho a las conversaciones que uno entabla con la gente real, quiero decir aquella que no forma parte del este extraño submundo de las letras, o por lo menos no parece consumida por sus reglas no escritas y sus códigos de pertenencia. Hablamos de cosas de la vida, nos reímos bastante sin necesidad de burlarnos de nadie. Me quedé con la convicción de que Ramos no se parecía a ninguno de los escritores de mi generación que yo conocía. Eso me pareció razón más que suficiente para abalanzarme sobre sus libros.

Con los libros llegó la leyenda. La cuestión de su rumbo errático, de sus excesos, de sus alzas y bajas en la selva del capitalismo, de su tardío descubrimiento de la literatura. No puedo dar fe de la verdad de ninguna de esas historias, pero sí puedo avalar el hecho literario. Ya me caía bien Ramos antes de leerlo, y cuando descubrí que en efecto se parecía a sus libros –quiero decir que yo podía encontrármelo entre sus páginas, que leerlo era casi como conversar con él, u oírlo pensar-, me cayó todavía mejor.

El origen de la tristeza hila tres cuentos para obtener una novela preciosa. El niño Gabriel saqueando tumbas para comprarle un regalo a su madre, el dantesco paseo por el cementerio, el arroyo en llamas, el país que se desintegra mientras el padre es expulsado del paraíso, Gabrielito envenenando a los peces con ralladuras de estaño. Me encontré en esas páginas con parte significativa de nuestra experiencia como sociedad, como familias, como individuos, con toda su gracia y todo su dolor, convertida en literatura, y redimida por obra de esa misma conversión. No sé qué buscan ustedes cuando leen ficción, pero cuando yo leo autores contemporáneos lo mínimo que espero es que se hagan cargo del tiempo que vivimos, de nuestra circunstancia. Aunque la historia transcurra en una galaxia muy lejana, sé que no hay manera de ocultar la ferocidad de la era y del lugar que nos tocó en suerte; a no ser, claro está, que exista en el escritor la intención inequívoca de escamotearse, y por ende de escamotearnos, el dolor –y en consecuencia de privarnos de la gloria a la que sólo se accede a través de su laberinto.

Cuando supe que La ley de la ferocidad retomaba al personaje de Gabriel ya adulto, me froté las manos. Tenía ansiedad por saber qué había sido de aquel Gabrielito que envenenó la pecera en un gesto inútil de revancha hacia el mundo, ese mismo mundo que, de puro jodido que se ha vuelto, condena a casi todos nuestros gestos a la inutilidad. (Quizás debería decir: empezando por la literatura.) Pero nada de lo que sabía y había leído de Pablo me preparó para la ordalía de su lectura. La ley de la ferocidad es una de las novelas más intensas de la literatura argentina, el equivalente narrativo de la escucha o de la visión de The Wall. Si el libro no tuviese la perfecta tapa que tiene, con ese boxeador enclenque disparando golpes a la nada, le quedaría bien una imagen del disco de Pink Floyd, aquel dibujo de la cara que atraviesa el muro de puro porfiada, su boca deformada por un grito interminable.

Así como el Facundo arranca con la invocación de una sombra terrible, La ley de la ferocidad evoca otra, la del padre de Gabriel, que muere para que la novela comience. A partir de allí son casi cuatrocientas páginas de un trip infernal (porque ya no basta con pasear por los cementerios, ahora se trata de ir hasta el fondo de verdad), durante el cual Gabriel, e imagino que por extensión también Pablo Ramos, se enfrentan a sus demonios sin hurtarle el cuerpo a nada. He ahí una de las características de su narrativa: se trata de historias de cuerpo presente (como el velorio del padre de Gabriel, dicho sea de paso), en las que el protagonista no especula ni arguye ni conjetura sino que se lanza como bólido por la vida, un alma que juega a los autitos chocadores, probándolo todo y golpeándose contra cada cosa no por simple torpeza, sino porque el dolor se le ha convertido en la única garantía de su sensibilidad: me duele, luego existo. (La ley de la ferocidad podría llamarse también El club de la pelea, sólo que en este caso se trataría de un club de uno: lo que empieza como Gabriel versus el mundo se revela pronto Gabriel versus Gabriel.)

Algo en la novela me remitió a Jean Genet, al ‘San Genet’ del Milagro de las rosas, seguramente por esa búsqueda común de lo sagrado en la mugre, de la santidad en la autodegradación: aquel que reciba humillación será ensalzado, dicen los Evangelios, y Genet y Pablo Ramos se toman la frase al pie de la letra. Cuántas veces nos convertimos en víctimas de falsas opciones, nos engaña el discurso político imperante, nos embauca el idioma, nos dice que el dilema es matar o morir. ¿Por qué así, por qué supeditar mi supervivencia a la muerte de alguien, o de algo? En una escena sublime Gabriel compra harina y veneno para ratas y hace dos panes, un pan limpio, de la vida, y un ponzoñoso pan de la muerte, descubriéndose incapaz de identificarlos una vez salidos del horno. A nosotros nos pasa igual, perdemos la capacidad de diferenciar lo que los alimenta de lo que nos mata, el dolor nos convence de que las dicotomías que nos han vendido son reales, Gabriel mismo se traga el anzuelo hasta el fondo, “voy a intentar matar algo que me está matando”, dice antes de lanzarse de cabeza a una sobredosis. Yo que suelo reclamarle intensidad a nuestros escritores, tuve que hacer un esfuerzo para seguir leyendo. Hacía mucho tiempo que un texto no desafiaba de esa manera mi capacidad de tolerar el dolor, propio o ajeno.

Pero seguí leyendo, porque ese deseo de hacerse cargo del dolor, de no hurtarle el cuerpo a la experiencia de estar vivo, me sugería que algo maravilloso estaba por ocurrir. Y al fin ocurre. Gabriel llega al fondo y rebota hacia arriba, con lentitud, desgarrándose siempre. Comprende que su padre no era esa sombra terrible, apenas un hombre al que nadie le enseñó a sentir, y que a pesar de todo, llegado el momento, se animó a bajar a los infiernos como Orfeo, ofreciéndolo todo a cambio de la vida de su hijo. En todo caso, el llanto que Gabriel está buscando y que parece no llegar nunca del fondo del alma no es sólo llanto por la pérdida del padre, sino también del país que se fue con él. La opción ya no es civilización o barbarie, como en los tiempos del Facundo, de aquella otra sombra que Sarmiento encontraba verdaderamente terrible, al intuirla terriblemente verdadera. La opción ya no es esa, decía, porque ya no queda opción. Ahora hay sólo barbarie, somos víctimas a diario de los bárbaros, y el único momento en que tratamos de dejar de serlo es aquel en que nos compramos lo de matar o morir y salimos a pedir mano dura o a votar a los que excluyen, a los que se encierran en sus mansiones convencidos de que la peste roja se ha quedado afuera; no conocemos otra manera de dejar de ser víctimas de los bárbaros que convertirnos en ellos, o por lo menos en sus socios, en sus cómplices. Vivimos como kapos, en campos de concentración que coinciden con los límites de nuestras ciudades, convencidos de que la vida de los demás es un precio justo a pagar a cambio de la mía.

Cuando está en el fondo, Gabriel encuentra un juguete. La máquina de escribir de su abuelo, que como la vida misma escribe con tinta roja. Y se pone a jugar. “Escribir para no pensar en nada,” teclea, y después teclea otra frase más, que sería un comienzo maravilloso para cualquier libro: “¿Había una vez qué? Escribir porque una vez hubo algo y ahora no hay nada,” dice. Gabriel comprende al escribir que la batalla no es contra su padre ni contra sí mismo, la batalla hay que darla contra esta nada que se devoró primero al país y después a los suyos, esa misma nada que ahora amenaza a su propia vida, y por ende la de sus propios hijos. Escribiendo, Gabriel encuentra el antídoto perfecto contra tanta muerte. Porque la nada se lo está devorando todo, pero al teclear Gabriel llena la nada original de la página en blanco de cosas, de ideas, de recuerdos, de vómito, de bromas, de vida, de deseos, una acumulación que línea tras línea y sangría tras sangría se va convirtiendo en algo más grande que sus partes, en lo único que nunca resulta inútil: esto es, en belleza. Es el mismo pedido que Genet eleva al cielo en el Diario de un ladrón: “¡Oh, no me dejes ser ninguna otra cosa que no sea la belleza misma!

Le guste o no a muchos, escribir es siempre un sucedáneo –nunca excluyente, pero sucedáneo de todas formas- de vivir. Lo que me conmueve de La ley de la ferocidad es esa lucidez que le permite a Pablo Ramos entender que todos amasamos el pan de la muerte con nuestras propias manos, pero que simultáneamente amasamos siempre otro pan. Lo que hacemos con el pan ponzoñoso es distinto en cada uno: a veces nos lo comemos entero, a veces se lo damos a los nuestros, a veces probamos tan sólo una migaja o se lo damos a las palomas, como hace Gabriel. Lo bueno es que en caso de sobrevivir nos queda el otro pan, aquel que nos demuestra que con casi los mismos ingredientes podemos fabricar otra cosa, convertir la mugre –la muerte- en belleza.

Eso es lo que hace Pablo Ramos en este libro. Que tiene un título magnífico, como ya he dicho, pero que ojalá se llamase El fin de la tristeza.

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26 de julio de 2007
Blogs de autor

Cuando Michelle Pfeiffer fue un halcón

Hace pocos días, por culpa de La joya de la familia, me puse a pensar en esas películas pequeñitas, maltratadas por la crítica o ninguneadas por la taquilla, que sin embargo se quedan a vivir con uno el resto de la vida. Hablo de esas películas cuyo mérito artístico quizás no podamos defender –al nivel de una obra maestra, por lo menos-, pero que de todas maneras nos han encantado, llegándonos al corazón. El domingo a mediodía, sin ir más lejos, me reencontré con una de ellas gracias a la televisión. Se llama Ladyhawke, y la dirigió Richard Donner en 1985, con Michelle Pfeiffer, Matthew Broderick y Rutger Hauer (el inolvidable Roy Batty de Blade Runner) en los papeles protagónicos.

Ladyhawke es una historia de amor con ribetes fantásticos, situada en una Europa medieval con algunos visos deliberadamente anacrónicos. En el centro están Etienne de Navarre (Hauer) y la dama Isabeau (Pfeiffer, pocas veces más bella), una pareja que se ha visto separada por una maldición. El obispo de Aquila (John Wood), enamorado de Isabeau y convencido de que nunca podrá tenerla, hace un pacto con el Diablo y hechiza a la pareja condenándola a una permanente separación. Por obra del maleficio, al caer el sol Navarre se convierte en un lobo negro. Y a su vez Isabeau, que conserva la forma humana tan sólo de noche, se convierte en un halcón al salir el sol. De esta manera, los enamorados pueden permanecer juntos pero sin consumar nunca su unión. Cuando Navarre es lobo, Isabeau es humana. Cuando Navarre es humano, Isabeau es un ave. Quien los ayudará a quebrar el sortilegio es el más improbable de los héroes: Philippe Gaston, conocido como ‘el Ratón’ (Broderick), un pícaro y ratero que escapa por los pelos de las mazmorras del Obispo y, conmovido por el dolor de la pareja, decide arriesgar su propio pellejo para ayudarlos a reencontrarse.

Me gusta la inventiva de la anécdota, la química entre Hauer y Pfeiffer, la comedia que Broderick aporta. Me gustan el romance, los castillos, las espadas. Me gusta que el Obispo sea el villano. (Después de todo se trata de un prelado que trata de impedir la consumación de un amor que él mismo no puede permitirse, como tantos lo han hecho durante siglos.) Ni siquiera me molesta la música bien propia de los 80, compuesta por Andrew Powell, un frecuente colaborador de Alan Parsons; en algún sentido abrió el camino a relatos que explotaron la brecha, como A Knight’s Tale, que también era simpática, medieval y tenía canciones de Queen y de David Bowie en su banda sonora.

Buena parte del mérito del filme debería ser atribuida al director Donner, que nunca fue manco. Tiene películas que me gustan mucho, como The Goonies, alguna de las de la serie de Lethal Weapon, la tristísima Radio Flyer y la reciente 16 Blocks, con la cual demostró que a los 76 años goza de buena salud. (Cuando era pequeño, lo admito, también me encantó Superman, que protagonizó por entonces Christopher Reeve y en efecto le producía al niño que uno era la sensación de volar.) Pero en fin, como suele ocurrir, cada filme es una resultante de múltiples variables además del talento del director, y en este caso es imposible soslayar que la historia original de Edward Khmara es maravillosa (¿quién puede permanecer impasible ante un amor tan bello y tan imposible?) y que los actores han brillado en sus roles como pocas veces.

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25 de julio de 2007
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El Boomeran(g)
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