Marcelo Figueras
Para ser honesto, estoy muy mal preparado para rendirle homenaje a Ingmar Bergman. Siempre me digo –y sigo pensándolo en la hora de su muerte- que todavía no he llegado a la etapa de mi vida en que pueda apreciarlo verdaderamente. También es posible que esa etapa no llegue jamás. Mis pocos encontronazos con sus películas me han vuelto prudente. Vi The Touch cuando era poco más que un adolescente, y por supuesto no entendí nada. Tengo El huevo de la serpiente y Fanny y Alexander en DVD, que todavía no vi pero que seguramente veré en estos días, aprovechando el impulso del duelo. No hace mucho sucumbí al influjo de Marcelo Piñeyro, que lo reverencia, y vi De la vida de las marionetas. Apenas terminé lo llamé para decirle que se lo agradecía, y que además tenía ganas de matarlo. La película es enorme, pero me produjo una depresión horrenda –a mí, que llevo el optimismo grabado a fuego en mi información genética.
Pero esto no significa que no existan aspectos de Bergman con los que no pueda relacionarme aun hoy. Me siento cercano del niño que temía a su padre y amaba a su extraña madre, aquel que a los nueve años cambió los soldaditos de plomo por una linterna mágica y empezó a soñar sus propias historias. Me siento próximo al niño que se sentía en las iglesias como en su casa, seducido por “los arcos bajos, los muros gruesos, el aroma de la eternidad, la luz del sol coloreando las pinturas medievales, las figuras talladas en los techos y en las paredes. Allí estaba todo lo que la imaginación puede desear: ángeles, santos, dragones, profetas, demonios, hombres”, contó alguna vez.
También me siento a gusto con el artista que declaró ser muy consciente de la duplicidad de su persona: “La parte conocida está muy controlada; todo resulta planeado y muy seguro. La parte desconocida puede ser muy desagradable. Creo que ésta es la parte que es responsable de todo el trabajo creativo –porque está en contacto con el niño. O sea que no es racional, sino impulsiva y extremadamente emocional”.
Creo entender al artista que encontró en el cine “un lenguaje que habla literalmente de un alma a la otra, con expresiones que, casi siempre de forma sensual, escapan al control restrictivo del intelecto”. Pero ante todo comparto la visión que le reveló alguna vez al crítico Andrew Sarris, respondiendo a la pregunta de por qué hacía lo que hacía. Bergman se refirió entonces a la reconstrucción de la catedral de Chartres, que en plena Edad Media acometieron miles de anónimos artesanos. “Ya sea creyente o escéptico, cristiano o pagano, trabajaría con todo el mundo para construir una catedral porque soy un artista y un artesano… Nunca me preocuparía por el juicio de la posteridad ni por el de mis contemporáneos; mi nombre no está grabado en ninguna parte y desaparecerá conmigo. Pero una pequeña parte mía sobrevivirá en la totalidad anónima y triunfante. Un dragón o un demonio, o quizás un santo, ¡eso no importa nada!”
Bergman dejó su marca en la catedral de la belleza producida por el hombre, eso es innegable. Puede que algún día me sobreponga al miedo y me atreva a visitar la nave en la que trabajó mientras vivió, a contemplar sus monstruos cara a cara, a disfrutar de los claroscuros que alguna vez me quitaron el aliento.