Marcelo Figueras
Así como todos hemos visto películas menores que produjeron acordes mayores en nuestro corazón, también leímos libros –libritos, novelitas- que nos conmovieron de igual forma. A mí me ocurrió, al menos. A lo largo de mi vida, muchas novelas de esas que producen arcadas a los críticos me depararon momentos inolvidables. Recuerdo por ejemplo la lectura de Salem’s Lot, que aunque es la segunda novela de Stephen King fue la primera suya en caer en mis manos. Yo era chico, estaba de vacaciones en Córdoba, me había quedado solo en una casa enorme y crujiente mientras afuera llovía y el viento silbaba entre los sauces. Fue una experiencia maravillosa. Durante la escritura de La batalla del calentamiento traté de reproducir con mi pueblito imaginario de Santa Brígida el mismo efecto que King me inspiró, al meterme de a poco en el pueblo de Salem’s Lot y hacerme sentir que estaba viviendo en él. (Aunque en Santa Brígida no haya vampiros, o por lo menos no de la misma clase.)
Mi madre era una lectora omnívora y quizás indiscriminada. Era capaz de mezclar Haroldo Conti con Aeropuerto y demás novelitas de Arthur Hailey. Su criterio de selección no resistiría un análisis académico, pero sería injusto si no reconociese que le debo buena parte de mi eclecticismo. Una falta de prejuicios que encuentro saludable, para qué los voy a engañar. El otro día, conversando con Marcelo Piñeyro, coincidimos al recordar que en su momento nos había encantado la lectura de El abogado del diablo, de Morris West. Después pasamos por una librería y nos atrevimos a preguntar, pero ya no tenían nada de West desde hace años; después de su muerte todo el mundo olvidó sus libros, que en su hora de gloria vendían al nivel de best-sellers pero contaban historias fascinantes, y por lo tanto dignas de durar. En fin, tengo que pasar por la casa familiar para ver si encuentro sus libros en las estanterías polvorientas. Si los releo, les cuento.
También me encantó cuando era chico otro best-seller que le robé a mi vieja: El solitario, de Guy des Cars. Recuerdo convencerme de que su historia podía inspirar una película fascinante –tenía que ver con un hombre ciego, sordo y mudo al que acusaban de un crimen durante un viaje por alta mar, si la memoria no me traiciona-, pero la película nunca llegó, o de haber existido pasó sin pena ni gloria. (Disculpen que no me ponga a googlear, me divierte más jugar con la baraja de los recuerdos.)
Pero de todos los best-sellers que mi madre compraba, el que me produjo una impresión más duradera fue uno llamado La palabra, de Irving Wallace. El protagonista era un exitoso publicitario norteamericano, a quien visitaban unos clientes insólitos, por cuanto provenían del Vaticano. La cuestión tenía que ver con el descubrimiento arqueológico de un quinto Evangelio: después de someterlo a las pruebas de rigor, la Iglesia se había convencido de su autenticidad y reclamaba el oficio del publicista para difundir la buena nueva al mundo. Este hombre, escéptico por naturaleza, leía el texto recuperado y se descubría tocado en el alma: si bien los hechos atribuidos a Jesús eran los mismos en esencia, sus palabras echaban luz sobre cuestiones de innegable actualidad, como el racismo, la discriminación por causas sexuales y la violencia. Al final el quinto Evangelio es divulgado ante el mundo y produce un efecto beatífico en todas partes. Pero el publicista descubre que se trata de un fraude y se ve enfrentado a un dilema: ¿debe callarse y dejar que su efecto benéfico siga operando sobre la gente como lo está haciendo, o debe decir la verdad por inconveniente que sea? En fin, hoy no puedo dar fe del mérito literario de La palabra, pero como ven, su historia sigue viviendo en mí aunque pocos se acuerden del viejo Irving Wallace.
Me imagino que ustedes también deben recordar libros non sanctos que sin embargo los conmovieron…