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Escrito por

Marcelo Figueras

Marcelo Figueras (Buenos Aires, 1962) ha publicado cinco novelas: El muchacho peronista, El espía del tiempo, Kamchatka, La batalla del calentamiento y Aquarium. Sus libros están siendo traducidos al inglés, alemán, francés, italiano, holandés, polaco y ruso.   Es también autor de un libro infantil, Gus Weller rompe el molde, y de una colección de textos de los primeros tiempos de este blog: El año que vivimos en peligro.   Escribió con Marcelo Piñeyro el guión de Plata quemada, premio Goya a la mejor película de habla hispana, considerada por Los Angeles Times como una de las diez mejores películas de 2000. Suyo es también el guión de Kamchatka (elegida por Argentina para el Oscar y una de las favoritas del público durante el Festival de Berlín); de Peligrosa obsesión, una de las más taquilleras de 2004 en Argentina; de Rosario Tijeras, basada en la novela de Jorge Franco (la película colombiana más vista de la historia, candidata al Goya a la mejor película de habla hispana) y de Las Viudas de los Jueves, basada en la premiada novela de Claudia Piñeiro, nuevamente en colaboración con Marcelo Piñeyro.   Trabajó en el diario Clarín y en revistas como El Periodista y Humor, y el mensuario Caín, del que fue director. También ha escrito para la revista española Planeta Humano y colaborado con el diario El País.   Actualmente prepara una novela por entregas para internet: El rey de los espinos.  Trabajó en el diario Clarín y en revistas como El Periodista y Humor, y el mensuario Caín, del que fue director. También ha escrito para la revista española Planeta Humano y colaborado con el diario El País. Actualmente prepara su primer filme como director, una historia llamada Superhéroe.

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Del artista como pavo real

Me divirtió mucho un fragmento del reportaje a Andrés Calamaro que le realizó Oscar Jalil para la última Rolling Stone. Hablando del programa de Peter Capusotto -un disparatado VJ que interpreta en TV el comediante Diego Capusotto-, Calamaro dice: "Reírse de los músicos no es difícil, porque nos morimos ahogados en nuestro propio vómito, nos deprimimos incluso siendo ricos y famosos, nos creemos más importantes de lo que somos... o menos importantes". 

Se me ocurrió que harían falta variantes de Peter Capusotto para reírse asimismo de los actores, directores y escritores, toda gente a la que le (nos) vendría bien un baño de humildad. Por lo general estamos convencidos de haber salido del cerebro de Zeus junto con Venus. Y aunque a alguno le pueda parecer que los escritores conservamos la dignidad mejor que los rockeros (después de todo no solemos salir a la calle con calzas ni noviamos con Britney Spears), es tan sólo porque no nos da el cuero para solventar ciertos excesos. Si hubiera más dinero en danza en el mundo de los escritores -lo cual equivale a más difusión masiva, y por ende a mayor glamour- no tardaríamos en caernos por las fiestas con los ojos delineados, collares de oro y starlets colgadas de los brazos.

Ah, si se pudiese medir el grado de egolatría y de envidia que existe en el gremio... Créanme, más de una vez he sentido que dos escritores estaban a punto de agarrarse de los pelos en público como Kid Rock y Tommy Lee, y por razones mucho menos valederas que Pamela Anderson.

Andamos por la vida dándonos más humos que Botnia, aun cuando ninguno ha escrito Moby Dick o cosa que se le compare. ¡No me digan que no haríamos un magnífico personaje cómico, digno de Dickens o de Rostand! (Ya me estoy poniendo pretencioso otra vez: creo que con suerte daríamos para personaje de Adam Sandler.) 

Pretendemos ser juzgados por parámetros distintos, que muchas veces pasan por intenciones nunca concretadas o por obras ‘incomprendidas'. Pero a fin de cuentas merecemos ser juzgados por la misma vara que mide al resto de la humanidad. Ya lo dijo el evangelista: Por sus frutos los conoceréis. 

No hay nada más agotador que la vanidad.

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3 de diciembre de 2007
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Salven a las neuronas

La cuestión me preocupa. ¿Por qué será que las nuevas generaciones -algunas tan nuevas como para haber pisado apenas la adolescencia- sienten esa compulsión de intoxicarse cuando salen a (lo que se supone es) divertirse? Ojo que no hablo desde el prejuicio. No tengo nada contra el alcohol ni tampoco contra el uso recreacional de algunas sustancias, aunque desconfío de las pastillas que encapsulan algo que no sé qué es y que proceden de un laboratorio al que no puedo demandar porque no existe, al menos legalmente. Lo que me desvela es la forma en que eligen intoxicarse. Una cosa es beber durante una juerga, y otra muy distinta beber antes (lo que en la Argentina se denomina hoy: ‘la previa') tanto como para llegar totalmente emplastados y descompuestos al inicio de la cita. A la mañana siguiente muchos pibes no recuerdan nada de lo que hicieron. (¿Cuál es la gracia de divertirse si después no lo recuerdo?) Otros tantos ni siquiera saben cómo fue que regresaron a casa. 

No me desgarro las vestiduras. Imagino que la mayoría sobrevivirá a los excesos y pondrá proa al norte más temprano que tarde, como los representantes de tantas otras generaciones. Pero corríjanme si me equivoco. Yo percibo otra ansiedad en la raíz de estos descontroles. Algo más parecido a la angustia, al vértigo ante un abismo, que a la simple energía desbordada que es propia de la juventud. 

En la Argentina, durante la adolescencia que me tocó en suerte, mi generación estaba demasiado preocupada por la supervivencia -hablo de los tiempos de la dictadura- como para permitirse el desmadre. La necesidad de controlarnos a nosotros mismos hasta la exasperación (una palabra a destiempo, una reacción destemplada, y podía ser el fin) terminó pasándonos factura mucho después. Nos condenó a una adolescencia a destiempo. Estallamos mal, porque para ese entonces estábamos en condiciones de hacer más daño (a los hijos que ya existían, por ejemplo), pero estallamos al fin -por suerte, dadas las circunstancias. 

Lo que me pregunto es si nos equivocamos al creer que los que venían después nuestro lo tendrían todo, por el simple hecho de circular en libertad, de vestirse como quieren, de poder expresar la opinión que les venga en gana sin padecer al Palito de Abollar Ideologías. (Mafalda dixit.) Está visto que la democracia, en la que nosotros depositábamos todas nuestras esperanzas, no significa para ellos garantía alguna de felicidad. Porque ni les asegura que podrán vivir bien (esto pasa tanto en Latinoamérica como en la España de los mileuristas), ni les ofrece una causa por la que valga la pena luchar, entregándose de lleno y cargando sus días de sentido.  

¿Les hemos fallado tanto? ¿Hemos sido cómplices, aunque más no sea por omisión, en esta reducción de la existencia a un trámite burocrático que el sistema ha operado con tanta astucia? ¿Los convencimos, queriéndolo o no, de que viven en un mundo donde nada puede cambiar para mejor?

Pregunto porque me duele. Porque quiero hacer algo. Porque no deseo saber de más muertos por sobredosis y mixes explosivos. Y porque me gustaría que tantos chicos dejasen de incendiar sus neuronas a lo bonzo.  

Las necesitaremos todas para salir de este pozo.

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30 de noviembre de 2007
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Sonamos pese a todo

A esta altura de la soirée, en este mundo que insiste con la cantinela de que todo lo bueno es mensurable o no es bueno (medible en cifras de dinero, en exposición mediática, en años), creo que se impone pedirle a los científicos que midan algo verdaderamente importante: verbigracia, la vida que agrega a nuestra vida el disfrute de ciertos artistas.   

El otro día vi por Canal 13 el concierto con que Les Luthiers celebraron sus 40 años de trayectoria. Fue una versión abreviada, por no decir Tupac Amarizada (en ningún sitio se miden más las cosas que en la TV), pero de todos modos disfruté como loco. Mi memoria es una bestia caprichosísima, y aun así recuerdo como si fuese ayer la primera vez que los vi. (También por TV. También por Canal 13.) Yo estaba en edad escolar. Había visto las promociones del programa, entendiendo que se trataba de un ensamble de música culta. Fui a dar las buenas noches a mis padres a eso de las diez, coincidiendo con el comienzo del programa. (Que era el tape de una de sus presentaciones teatrales.) Y entre besos y despedidas empecé a reír. Fue la primera vez que escuché La Bossa Nostra. Fue la primera vez que canté ese himno a la derrota llamado Ya el sol asomaba en el poniente, que con aires marciales profetizaba la experiencia argentina de las décadas por venir: ‘Perdimos, perdimos, perdimos... otra vez'. 

Desde entonces vi cada uno de sus espectáculos y, como tantos miles de personas, erigí en mi alma un altar al por demás impresentable Mastropiero. Todavía recuerdo de memoria todas esas canciones, todas esas letras. De tanto en tanto las reuniones familiares se convierten en un concierto informal. Mis hermanos y yo podemos cantar de pe a pa la Cantata de don Rodrigo Díaz de Carrera, que es casi tan larga como cualquier acto de La Traviata. Nunca nos olvidamos de aquella noche en San Bernardo, cuando al cantar el Arrullo Puneño de dicha Cantata sobresaltamos tanto a la abuela Julia que terminó soltando la pila de platos y produciendo un verdadero desastre. 

Lo que quiero decir es que tengo con esta gente (Mundstock, Rabinovich, Núñez Cortés, López Puccio, Maronna y los hoy ausentes -por motivos harto diferentes- Ernesto Acher y Gerardo Masana) una deuda de gratitud que jamás podría saldar en dinero aunque tuviese la fortuna del padre de Paris Hilton. Si los científicos hubiesen pergeñado el aparatito que les reclamo, yo podría decir hoy que Les Luthiers alargaron mi vida en... (Diez días, seis meses, tres años, lo que la tecnología diga.) En la imposibilidad de ser preciso, me veo compelido a afirmar tan sólo que las risas y el placer que Les Luthiers me prodigaron durante tantos años han hecho mi vida no sólo más larga -porque la felicidad es la fórmula natural del Viagra- sino también mejor. 

Gracias, muchachos. De todo corazón. 

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29 de noviembre de 2007
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De policía a convicto

No quiero dejar de manifestar mi satisfacción por la detención de Luis Abelardo Patti, ex subcomisario de funesto desempeño durante la dictadura, a quien se acusa por secuestros, desapariciones y asesinatos entre 1976 y 1977. La impunidad de que gozaba hasta ahora le permitió sumarse al juego democrático, siendo electo intendente de Escobar y después legislador. Una acción oportuna en el Congreso impidió en su momento que asumiese su cargo. No obstante, hasta el día de su arresto efectivo siguió reclamando inmunidad que consideraba debida a ‘sus fueros', presuntamente derivados del cargo electo que nunca pudo asumir. Espero que los políticos presentes y futuros se hayan curado de espanto. Cuando no está fundada en la Justicia, la democracia corre serio riesgo de dispararse en sus propios pies.  

Los abogados de las familias Goncalves y Muniz Barreto, dos de las damnificadas por el accionar de Patti, solicitaron al juzgado que entiende en la causa que reclame al Canal 13 unos tapes en los que el acusado habría dicho: "He cometido tres o cuatro homicidios", y después: "A mí me podrán acusar de torturar, pero nunca de corrupción". A confesión de partes... 

/upload/fotos/blogs_entradas/juliolopez_med.jpgMe parece bien además que lo hayan encerrado en una cárcel común, en este caso el penal de Marcos Paz. Pero no puedo evitar sentir inquietud ante la tenebrosa compañía que allí le espera. En Marcos Paz están detenidos otros condenados por crímenes durante la dictadura, entre ellos el ex comisario Etchecolatz. En otro contexto hasta me causaría gracia que estos jerarcas de probada vocación nazi se viesen condenados a rememorar viejas glorias en una cárcel para delincuentes comunes. Pero hechos como la desaparición de Jorge Julio López en plena democracia me llevan a desconfiar de la sabiduría de reunir conspiradores bajo un mismo techo. Podrán parecer gente acabada, pero el hecho de que López siga desaparecido prueba que todavía están en condiciones de infligir daño.

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28 de noviembre de 2007
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Muerte en Sicilia

En algún sentido El gatopardo de Luchino Visconti no es una película, sino dos. Y no lo digo a modo de burla respecto de su duración, sino en atención a la forma en que el relato se quiebra en los 45 minutos finales -convirtiéndose en otra cosa por completo. 

Durante dos horas El gatopardo sigue las peripecias de la novela original de Lampedusa. A través del prisma del príncipe Fabrizio Corbera (Burt Lancaster), asistimos a la conquista del Reino de las Dos Sicilias a manos de Garibaldi, que completa de esta manera la unificación de Italia. El príncipe comprende que una era está llegando a su fin pero a pesar de ello se mueve con decisión. Apoya a su sobrino Tancredi (Alain Delon) cuando toma la decisión de meterse en el ejército garibaldino. (En el film es Tancredi quien primero pronuncia la frase célebre: "Hay que cambiar algo para que nadie cambie" de la que después su tío se hará eco.) Después alienta el casamiento de Tancredi con Angelica (Claudia Cardinale), plebeya pero heredera de una fortuna. Y por último recomienda a Calogero Sedara (Paolo Stoppa), el padre de Angelica -un burgués tan rico como corrupto, que no dudó en fraguar las elecciones de su pueblo- para un puesto en el flamante Senado de Italia. El príncipe se ha movido como un ajedrecista, la permanencia de su familia en una posición de privilegio está asegurada.

Entonces, coincidiendo con el baile que funciona como presentación de Angelica en sociedad, algo cambia. En medio de valses y mazurcas el príncipe siente la inminencia de la muerte. La narración de la noche del baile dura esos 45 minutos finales de los que hablo. Son 45 minutos en los que el príncipe empieza a percibirse cada vez más lejos de todos y de todo. Algunas de las cosas de las que se despide le producen asco, como las niñas malcriadas o el coronel que se jacta de haber humillado a su viejo líder, el mismísimo Garibaldi. Pero otras lo sumen en una nostalgia elegíaca, como la juventud de Angelica y su último vals, o la contemplación de un cuadro que pinta una agonía. Delante del cuadro, el príncipe comenta que le parece demasiado estilizado: la muerte es un asunto más engorroso, más sucio. Sus palabras vaticinan el fin de Gustav von Aschenbach en Muerte en Venecia, tumbado en una silla mientras la tintura negra de su pelo chorrea por su rostro.  

En este sentido, el final de El gatopardo anticipa Muerte en Venecia, que Visconti filmaría ocho años después. Ambos relatos funcionan como réquiem, un largo adiós a un mundo que se extingue -y a la vida misma.

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27 de noviembre de 2007
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Es difícil ser un santo en la ciudad

No recuerdo quién ni cuándo me habló de Dennis Lehane por primera vez, pero a causa de esa recomendación leí su novela Mystic River cuando todavía conservaba la tibieza de la imprenta. Me resultó un libro inolvidable. Los relatos de Lehane tienen esa cosa maravillosa que sólo logran los mejores practicantes de cualquier género literario: al tiempo que respetan sus convenciones (en este caso las del policial, en tanto siempre existe un crimen y una investigación), hablan de algo que va mucho más lejos. En el caso de Lehane, de sangre irlandesa y por ende católica y oriundo de una ciudad -Boston, Massachusetts- que siempre oficia de escenario a sus historias, las obsesiones son siempre las mismas: la pérdida de la inocencia, la culpa, la violencia entramada en el código genético de nuestra sociedad -y la dificultad de hacer el bien en un mundo borroneado por tantos grises.

Ayer mismo leí un reportaje a Henning Mankell en la revista adn de La Nación. Autor de la saga del inspector Wallander, Mankell decía algo que también sirve para explicar el atractivo de Lehane: "El crimen sirve para ver lo que está pasando en la sociedad". Al igual que las novelas de Richard Price (Clockers, Freedomland), los libros de Dennis Lehane se leen como ‘uno de misterio' pero cortan hasta el hueso. Funcionan como un fresco sobre la vida en estos monstruos que damos en llamar ciudades, donde todo tiene un precio y los más débiles no escapan jamás a su destino de víctimas. No es casual que haya colaborado en varias oportunidades con la serie de HBO llamada The Wire. Lehane y los productores David Simon y Ed Burns comparten la misma mirada sobre el salvajismo imperante en nuestro mundo presuntamente civilizado: realista hasta lo descarnado, y aun así esperanzada.

No leí Gone, Baby, Gone, cuarto volumen de la serie protagonizada por el detective Patrick Kenzie, pero acabo de ver la película dirigida por Ben Affleck. Sería injusto compararla con la adaptación que Clint Eastwood hizo de Mystic River, pero de todos modos está muy bien. Es Lehane en estado puro: la niña que desaparece, la madre pecadora, el escándalo público, la corrupción permeando cada estamento de la sociedad. Los débiles y los inocentes no pueden dejar de sufrir por el simple hecho de serlo: en Mystic River pagaban una joven y un hombre que había sido abusado sexualmente de pequeño, en Gone, Baby, Gone es una niña perturbadoramente parecida a Maddie Brown. Y en el medio un hombre, Patrick Kenzie, que trata de ser fiel a su conciencia a pesar de que la vida se lo cobra en sangre.

Me hizo recordar una vieja canción de Springsteen, Es difícil ser un santo en la ciudad. Si de algo habla Gone, Baby, Gone es de lo mal que la pasa la gente buena en este mundo que nos ha tocado en suerte.

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26 de noviembre de 2007
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Del Big Bang al Big Mac

Si me hubiesen dicho años atrás que algún día yo iba a leer textos científicos por placer, me habría desternillado de risa. ¿Ciencia? ¿Esa ficción abstracta y abstrusa regida por cifras, teoremas y ecuaciones e inconvenientemente desprovista de héroes, espadas y romance? Por favor... Y sin embargo, hace ya tiempo que un libro de divulgación se convirtió en una de mis biblias, esos tomos que siempre tengo al alcance de la mano y a los que consulto casi como oráculos: A Short History of Nearly Everything, de Bill Bryson. 

Supongo que lo primero que me atrajo fue el título, que significa: Una Breve Historia de Casi Todo. (Sé que hay traducción al español y creo haber visto una edición especial ilustrada, pero no sé a ciencia cierta -ja- si mi traducción se corresponde con la de la versión editada.) Lo segundo que me sedujo fue que, aunque parezca mentira, el libro cumple con la promesa de su título. Bryson cita la versión más breve concebible de esta Historia. El físico Richard Feynman sostuvo alguna vez que si hubiese que reducir la ciencia al más esencial de sus asertos habría que decir: Todas las cosas están hechas de átomos. "No sólo las cosas sólidas como muros y mesas y sofás, sino además el aire que existe entre ellas", agrega Bryson.  

Pero el libro no se agota en ese principio sino que a su manera intenta explicarlo (casi) todo: desde el Big Bang, pasando obviamente por átomos y quarks, hasta la eclosión de la vida y sus particulares características. Lo cual por cierto no es tarea fácil. "El úniverso no sólo es más raro de lo que suponemos", dijo alguna vez el biólogo J. B. S. Haldane. "También es más raro de lo que podemos suponer". 

Pero Bryson es un buen narrador, lo cual ayuda. El libro está lleno de esos datos curiosos que me gusta atesorar. Por ejemplo el hecho de que la luna no sea un satélite, como se ha pretendido siempre, sino un planeta gemelo de la Tierra. O el dato de que cada uno de nosotros contiene una medida en joules equivalente a la de treinta bombas de hidrógeno. O aquel que establece que los átomos son increíblemente durables: 10 a la potencia 35, aproximadamente. Una cantidad casi infinita de ellos ha pasado ya por varias estrellas, formado parte de una larga cadena de organismos -Bryson sugiere que es posible que uno de nuestros átomos haya pertenecido a Shakespeare, lo cual me llena de esperanza- y una vez que muramos pasarán a formar parte de otra cosa: "Parte de una hoja verde o de otro ser humano o de una gota de rocío", sugiere Bryson poéticamente.  

Por ahí va el impulso que me aproximó al calorcito de la ciencia. Hay poesía en el hecho de que el hombre reproduzca en el vientre de su madre el proceso entero de la evolución, de célula a renacuajo a pez a mamífero -y tan sólo en nueve meses. Hay poesía en la formación, existencia y muerte de una estrella porque prefigura el mismo derrotero que cada uno de nosotros transita: brillando de manera intensa y sucumbiendo al fin a nuestra propia masa para crear nueva(s) vida(s) al morir. Creo que a la ciencia la desvelan los mismos interrogantes que a mí, sólo que elige otra forma de narrarlos. Por eso no hago distingos al leer a Melville o a Hawking, a Conrad o a Haldane: todos hablan de los misterios de la vida con elocuencia impar.

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23 de noviembre de 2007
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El rostro del futuro

Yo no soy de los que temen por el futuro del libro. Creo que la necesidad de consumir historias es propia del género humano, y por ende irremplazable. El libro ha prestado un servicio inestimable porque es y seguirá siendo uno de los mejores inventos que se conozcan: práctico, portable, resistente, plástico, con todas las características de un buen amigo. Es verdad que la tecnología ha ido desarrollando nuevos formatos para la narración de historias -desde el cine hasta los soportes digitales que ahora nos dejan bajar series a nuestro iPod-, pero nada que convierta al libro en algo realmente obsoleto.  /upload/fotos/blogs_entradas/bishop_22_med.gif

Lejos de ello, la tecnología viene haciendo su parte desde hace siglos para que el servicio que el libro nos presta sea cada vez más eficiente. Empezando por la imprenta, que lo convirtió en un objeto masivo. Siguiendo por Internet, que me permite comprar los libros que quiero en cualquier parte del mundo y recibirlos en casa. (Los últimos que me compré, a modo de ejemplo, fueron dos de poesía de Elizabeth Bishop y dos de historietas escritas por Alan Moore: Lost Girls y el capítulo nuevo de The League of Extraordinary Gentlemen.)  

Ahora existe una herramienta nueva: lo que se llama print on demand (PoD), esto es, la posibilidad de solicitar un libro -lo cual incluye títulos descatalogados, agotados, inencontrable por otro medio- para que impriman tan sólo el ejemplar que acabo de solicitar. En tiempos tan sensibles a los conflictos por las papeleras y a las demandas ecologistas de protección de los bosques, cualquier medida que suponga no gastar papel inútilmente cuenta con mi beneplácito. 

En estos días se ha puesto en marcha una iniciativa llamada Buenos Aires PoD, El Futuro del Libro. Organizada por la librería Capítulo Dos y la empresa Bibliográfika, con el auspicio de la revista adn del diario La Nación y la colaboración del Grupo Planeta, el Grupo Santillana, el Grupo Editorial Sudamericana, Editorial Teseo y Xerox, Buenos Aires PoD le está enseñando al público una de las tantas maneras en las que las nuevas tecnologías colaboran con la difusión de textos de toda índole. La gente que visite en estos días el local de Capítulo Dos en el shopping Alto Palermo podrá elegir entre 300 títulos que actualmente no están disponibles a la venta (entre los cuales hay obras de Isak Dinesen, Augusto Roa Bastos, William Boyd, Virginia Woolf y Guillermo Cabrera Infante) para que le sean impresos en el acto, de acuerdo a sus especificaciones en materia de formato y de encuadernación. (Por ejemplo en lo que se llama Large Print Format, o en castizo: tipografía más grande, para aquellos que no quieran depender de gafas y lupas.) 

Mañana viernes 23 a las 19:00 horas voy a estar en Capítulo Dos junto a Julián Gallo, Marcelo Gantman y Alejandro Rozitchner. Ellos también tienen libros originados en sus blogs, así como yo tengo El año que viví en peligro que nació en este Boomeran(g). Nuestros libros son parte de los títulos que están disponibles en PoD, así como un título inédito de Juana Libedisnky basado en sus columnas del diario La Nación

Será una buena oportunidad para ver el futuro en acción -y para vernos las caras, de paso. Me encantará conocerlos.

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22 de noviembre de 2007
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The sound of music

Por esas vueltas de la vida me reencontré con mis viejos discos de vinilo. Los cargué en el baúl del auto y me los traje a casa. Me quedé un rato largo estudiándolos al derecho y al revés, manchándome los dedos con su mugre, reconociendo aquellos rasgos que tan de memoria me sabía en su tiempo y que -comprobarlo me puso la piel de gallina- jamás había olvidado.  

La intensidad de los recuerdos. Me arrollaron como un tren.

Allí estaban los viejos discos de mi madre. (Hoy soñé con ella. Paseábamos juntos. Me pedía que le sacase fotos con mi teléfono móvil. Se ve que me quedó en la cabeza el comentario de Leonardo Favio en la entrevista del otro día. Decía que le había dedicado su última película a su madre y al ver el texto en la pantalla pensó: ¡Mi mamá ya no está! Leyendo sus palabras se me arrugó el corazón. Mi sueño debe haber nacido allí, en la intención de mi madre de demostrarme que aunque no parezca, sigue estando.) Los LPs de Mercedes Sosa, de Sinatra, de Iva Zanicchi, de Liza Minnelli, de Serrat, de Les Luthiers. Todavía me acuerdo de la tarde que fuimos con mi padre a comprar el primer tocadiscos. Era una bandeja bastante convencional, pero embutida en un mueble precioso que parecía un arcón. Cuántas veces habré levantado esa tapa que crujía, cuántas horas habré pasado ahí sentado, aprendiéndome letras de memoria -que todavía puedo cantar. 

También estaban mis primeros discos. Las colecciones de Los Beatles, 1962-1966 (lo que llamábamos ‘el doble rojo') y 1967-1970 (‘el doble azul'). Albumes de Sui Generis y La Máquina de Hacer Pájaros y Serú Girán, de Charly solista, de Spinetta, el primero de Los Redonditos de Ricota, cosas de Yes, de Queen, The Wall. Los brasileños que me trajo mi abuela de uno de sus viajes: varios de Caetano Veloso, el Clube da Esquina de Milton Nascimento. Los importados que me traje de mi primer viaje a Europa: War y October de los jovencísimos U2, la discografía completa de The Smiths, The River y Nebraska de Bruce Springsteen. Y tantos otros que nunca pude o supe conseguir en su variante CD: todo Weather Report, una banda instrumental que me encantaba llamada Oregon, los discos de Gentle Giant... 

Strangers In The Night, de Frank SinatraSi tuviesen que contarme sus propias historias a través de música, ¿qué me harían escuchar? 

Mientras lo piensan voy a conectar mi vieja bandeja. Ya estoy anticipando el placer del sonido a fritura, preguntándome por dónde empezar. Strangers in the Night, imagino. En homenaje a mi madre.

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21 de noviembre de 2007
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En defensa del principio del placer

Todavía no lo puedo creer. ¡Descubrí a Silver Kane!  

Me explico. En la contratapa de El País del domingo había una entrevista a un señor llamado Francisco González Ledesma, a quien se presentaba como un escritor premiadísimo -un Planeta, un RBA de Novela Negra, etcétera- del que yo, lo admito, no había oído hablar nunca. (Mea culpa.) Tratando de acotar mi ignorancia me puse a leer y terminé descubriendo que en realidad yo había sido devoto de ese señor, cuando escribía novelitas del Oeste -tiene como cuatrocientas en su haber- y firmaba como Silver Kane. 

Mi abuelo compraba de esas novelitas a montones. (Lo de novelitas va por su tamaño, no por su dimensión.) Primero las leía él y después yo. De aquel entonces recuerdo sólo tres nombres: Marcial Lafuente Estefanía, Clark Carrados (que si mal no recuerdo escribía más bien historias de guerra) y el señor Silver Kane.  

Así que ahora estoy en condiciones de agradecerle al señor González Ledesma por los maravillosos ratos que nos hizo pasar a mi abuelo y a mí. Me alegra que la vida haya sido generosa con él, por lo menos desde que el franquismo dejó de maltratarlo. (Lo acusaron de rojo, por ser hijo de un republicano, y de pornógrafo porque en una novela suya un hombre tocaba la rodilla de una mujer. Vaya descaro el suyo.) 

¿Cuántos momentos felices les debemos a obras y autores a los que el establishment cultural considera, o consideró en algún momento, menores y livianos? Al menos en mi caso, tengo una mochila llena de buenos recuerdos debidos a películas, series, libros y canciones a los que muchos definirían como ‘pasatistas' y gracias. Pienso en las primeras novelas de Stephen King, en los discos de los Bee Gees antes de que se les aflautara la voz, en Ferris Bueller's Day Off y en Ladyhawke (dos películas que debo haber asociado por la presencia de Matthew Broderick), en tantas historietas de aventuras.  

A veces hace falta que aparezca alguien que ‘redima' esas obras y les otorgue el valor que hasta entonces nadie les daba; por ejemplo Café Tacuba versionando una vieja canción que en la Argentina popularizó un tal Leo Dan, o los rockeros argentinos reivindicando a Sandro. Pero a menudo tenemos que poner el pecho por nosotros mismos, y tolerar los dardos con que la gente ‘seria' se mofa de nuestros gustos. Si habré soportado escarnio en su momento porque me gustaban The Police y The Smiths, de parte de un amigo periodista cultural que sostenía que "eso no era música"... 

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20 de noviembre de 2007
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El Boomeran(g)
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