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Escrito por

Marcelo Figueras

Marcelo Figueras (Buenos Aires, 1962) ha publicado cinco novelas: El muchacho peronista, El espía del tiempo, Kamchatka, La batalla del calentamiento y Aquarium. Sus libros están siendo traducidos al inglés, alemán, francés, italiano, holandés, polaco y ruso.   Es también autor de un libro infantil, Gus Weller rompe el molde, y de una colección de textos de los primeros tiempos de este blog: El año que vivimos en peligro.   Escribió con Marcelo Piñeyro el guión de Plata quemada, premio Goya a la mejor película de habla hispana, considerada por Los Angeles Times como una de las diez mejores películas de 2000. Suyo es también el guión de Kamchatka (elegida por Argentina para el Oscar y una de las favoritas del público durante el Festival de Berlín); de Peligrosa obsesión, una de las más taquilleras de 2004 en Argentina; de Rosario Tijeras, basada en la novela de Jorge Franco (la película colombiana más vista de la historia, candidata al Goya a la mejor película de habla hispana) y de Las Viudas de los Jueves, basada en la premiada novela de Claudia Piñeiro, nuevamente en colaboración con Marcelo Piñeyro.   Trabajó en el diario Clarín y en revistas como El Periodista y Humor, y el mensuario Caín, del que fue director. También ha escrito para la revista española Planeta Humano y colaborado con el diario El País.   Actualmente prepara una novela por entregas para internet: El rey de los espinos.  Trabajó en el diario Clarín y en revistas como El Periodista y Humor, y el mensuario Caín, del que fue director. También ha escrito para la revista española Planeta Humano y colaborado con el diario El País. Actualmente prepara su primer filme como director, una historia llamada Superhéroe.

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El futuro llegó hace rato

Durante mi último viaje a España tuve la suerte de comprarme algunos libros que están buenos de verdad: Lush Life, la nueva novela de Richard Price; The Coast of Utopia, la trilogía teatral de Tom Stoppard; y The Omega Force, de Rick Moody. Para empezar por el final: Moody es uno de los mejores escritores de habla inglesa de este tiempo, autor de -por ejemplo- The Ice Storm (La tormenta de hielo), con la que Ang Lee hizo una película memorable hace ya algunos años. /upload/fotos/blogs_entradas/tres_novelas_de_ricky_med.jpgThe Omega Force es una colección de tres ‘novellas', esto es tres cuentos largos o tres novelas cortas -como ustedes prefieran. En conjunto, exhiben una preocupación sobre el mundo presente, o quizás sería mejor decir: sobre la posibilidad -pura conjetura- de que exista algo a lo que podamos llamar presente.

La historia llamada The Omega Force es sátira lisa y llana sobre el grado de delirio al que puede llegar la paranoia del (norte)americano de hoy: su protagonista, un ex funcionario público, ve enemigos de tez oscura por todas partes y cree encontrar en un thriller barato -también llamado The Omega Force- las claves de una conspiración internacional que debe desbaratar. El relato termina siendo una extraña mezcla de Graham Greene, Philip K. Dick y el Anthony Burguess de La naranja mecánica.

K & K, la historia más débil, traslada la paranoia al interior de una pequeña empresa, en cuyo buzón de sugerencias empiezan a aparecer mensajes amenazadores: primero cuestionan las convenciones más simples -el lugar para estacionar, por ejemplo- y con el correr de los días prometerán una revolución sangrienta.

Pero Moody se guarda lo mejor para el final. The Albertine Notes transcurre en un futuro no muy distante, cuya Manhattan ha sido borrada del mapa por una bomba nuclear oculta en una valija. El texto es el reporte -las ‘notas'- del periodista Kevin Lee, a quien se ha asignado un reportaje sobre la droga del momento, llamada Albertine: una sustancia que le permite al consumidor revivir el pasado de la manera harto realista, y que está haciendo furor en los Estados Unidos... al mismo tiempo que causa estragos. En un mundo que ha sido parcialmente borrado por un hongo atómico, ¿quién puede suponer que el futuro deparará cosas mejores que el pasado idílico?

Lo que me gusta de Moody es que su imperiosa necesidad de comprender el hoy, que en escritores menores redundaría en textos afectados por la moda, no borra su profunda comprensión del alma humana. No recuerdo muchos textos de claridad incuestionable sobre el fenómeno de la adicción -cualquier adicción- como este párrafo de The Albertine Notes: ‘Toda adicción es una cuestión de crédito. Aquello tan increíble que dijiste anoche en el bar, esa cosa que de otro modo no le habrías dicho nunca a nadie en persona, es una ocurrencia única porque mañana, bajo la luz del amanecer, cuando ya te hayas separado de tu billetera y de tu dinero, cuando tu novia te odie, vas a ser incapaz de decir otra vez eso que creíste tan valiente porque para entonces estarás retorcido y tirado sobre un colchón sin sábanas. Pediste prestado ese coraje, y ya se ha ido'.

Ojalá editen pronto este libro de Moody en español, con una traducción acorde a sus méritos.

De los otros libros hablaré en los próximos días.

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21 de mayo de 2008
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Los buenos salvajes

Una de las circunstancias que pone en juego esa noción de si la vida es o no un negocio, como pretende la vecina de mi amiga Miriam, es aquella en que los padres, tíos o abuelos de uno pierden la capacidad de valerse por sí mismos. Ese es el centro de The Savages, una película escrita y dirigida por Tamara Jenkins que vi durante el fin de semana.

Protagonizada por los enormes Philip Seymour Hoffman y Laura Linney, The Savages cuenta la historia de dos hermanos que deben hacerse cargo de un padre con demencia senil. Jon (Hoffman) es un profesor de secundaria, obsesionado por Bertolt Brecht -lo cual nos remite inevitablemente a las nociones del Teatro de la Crueldad-, tan incapaz de compromiso alguno que sólo se anima a tener relaciones con fecha de vencimiento. (Al comienzo del relato se despide de su amante polaca carente de visa, cuya partida de USA es inminente.) Wendy (Linney) tiene un trabajo administrativo y alienta el sueño de convertir su miserable vida familiar en una obra teatral, como si sacarle jugo artístico a la experiencia equivaliese a redimirla.

Al igual que Jon, Wendy carece de afectos verdaderos: tiene un amante que está casado con otra, pero en el fondo parece más conectada con su viejo perro, bautizado Marley. En Cuento de Navidad de Charles Dickens, Marley es el Fantasma que viene del pasado para incitar a Scrooge al arrepentimiento... y para ofrecerle una esperanza. Manohla Dargis, del New York Times, me sugirió también el parentesco de estos Jon y Wendy con John y Wendy Darling, los niños a los que en Peter Pan se les ofrece la posibilidad de no volver a crecer. Sólo que estos no son ‘darlings', esto es queridos y queribles, sino ‘savages': salvajes. La película está llena de estos ecos del pasado que, con una y mil variantes, resuenan a diario en nuestro presente.

Obligados a hacerse cargo de este padre que escribe insultos con mierda sobre la pared, Jon y Wendy hacen lo que muchos: internarlo en un asilo de ancianos. La justificación de sus actos parece inapelable, al menos desde el punto de vista matemático-mercantilista: ‘Estamos haciendo por él mucho más de lo que él hizo por nosotros', dice Jon. Y quizás tenga razón. La película no da detalles al respecto más allá de las quejas interesadas de Jon y Wendy, que se tienen a sí mismos por víctimas de una crianza negligente. Pero el quid de la cuestión es otro. Las relaciones humanas más agradecidas se construyen sobre una suerte de ida y vuelta en materia de empatías, de gestos, de atenciones. Pero las otras relaciones humanas -esto es, la mayoría- siguen siendo humanas aun cuando resulten totalmente desbalanceadas. Nadie puede dar en medida equivalente a lo que recibe, ni asimilar perfectamente lo que se le da -y lo que se le niega. Y aun así sentimos. Y amamos. Y padecemos. Y disfrutamos. En materia de afectos, las cuentas nunca cierran: cada una de nuestras relaciones podría ser simbolizada por un 4 = 1, o un 2 = 12, equivalencias imposibles en el terreno de las matemáticas pero familiares en el terreno de la vida.

No hay discursos en The Savages, ni grandes confesiones, ni epifanías. Pero a pesar de la brutalidad con que los hermanos se conducen a veces, y de su ilimitada torpeza emocional, lo que cuenta es lo que finalmente hacen. Sí, es cierto que ninguno de ellos se lleva a su padre a vivir con él. Pero en los hechos, acompañan al viejo hasta el final de su viaje. Lo visitan asiduamente en el asilo. Lo sacan a pasear. Y velan a su lado hasta el último minuto. ¿Están haciendo por él más de lo que él hizo por ellos? Probablemente. Así es el amor, así es la condición humana. Comprenderlo es lo que hace posible que, al final del film, entrevean algo parecido a un futuro, por precario que sea -como los hilos que elevan al niño-actor de la obra de Wendy por encima de su triste circunstancia.

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20 de mayo de 2008
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¿La vida es un negocio?

Mi amiga Miriam vive en San Telmo, un barrio de Buenos Aires que es una mezcla del Bronx con el muy fashionable Tribeca: al mismo tiempo que yuppies argentinos e inversores internacionales se disputan sus lofts, el lugar sigue siendo coto de la fauna más colorida y más salvaje de la ciudad.

Hace poco volvió de viaje y encontró su casa desvalijada. Como no es la primera vez que le pasa, la gente de su edificio hizo una reunión para deliberar sobre el asunto. Ocurre que el predio contiguo al edificio de Miriam está vacío. Y en que los últimos meses un grupo de gente, liderado por alguien a quien llamaremos El Correntino, empezó a armar allí lo que aquí se llama ‘un asentamiento'; esto es, un grupo de casillas más o menos improvisadas. Si bien es cierto que la física más elemental sugiere que los cacos subieron al balcón desde ese predio, lo cierto es que no hubo testigos ni existen pruebas del robo. Y dada esta circunstancia, la policía -ninguna santa, dicho sea de paso-, no puede hacer nada.

Pero el robo reiterado soliviantó a algunos de los propietarios del edificio más que a Miriam, que tiene con su barrio una relación a la que cabría definir como zen: en la medida en que le gusta y que lo sigue eligiendo, disfruta de lo bueno y acepta lo malo que trae aparejado. La más encocorada, decía, fue una vecina -a quien llamaremos La Negociante, si no les molesta- que se tomó el asunto como su cruzada personal. Ella pretende que las autoridades tomen carta en el asunto y echen a las huestes del Correntino de ese predio, ocupado de manera ilegítima pero no ilegal. Imperturbable ante la impotencia de la policía para cumplir con sus deseos (esta mujer pretende, además, que sus vecinos de facto afean el lugar), La Negociante está convencida de que el actual alcalde de esta ciudad, el hermético ingeniero Mauricio Macri -lo de hermético va porque se le entiende apenas el 30 por ciento de lo que dice-, terminará haciendo lo que ella desea, esto es, rajando a todos los negros de la ciudad y haciendo posible que San Telmo se convierta en un barrio para ‘gente como uno'.

La filosofía que sustenta el accionar de esta mujer fue exteriorizada, sin vergüenza alguna, durante una de estas reuniones de consorcio. ‘La vida es un negocio', dijo La Negociante, y así, al menos según ella, hay que manejarla: como un toma y daca en que el único objetivo es obtener la mayor ganancia posible. No sé ustedes, pero al menos para mí la vida es una larga serie de cosas, todas derivadas del fenómeno esencial -no me imagino a las primeras células, organismos invertebrados, peces y anfibios originales conduciendo sus días en términos de la Escuela de Chicago-, pero ninguna de las cosas que la vida significa para mí tiene nada que ver con las cuestiones mercantiles. Si yo creyese que la vida es un negocio me habría presentado en quiebra hace rato -y no estaría escribiendo aquí, por cierto.

La cuestión es que mi amiga Miriam, a pesar de ser la única damnificada, se negó a prestar su firma para suscribir el pedido de desalojo. Digamos que prefiere pagar el precio inevitable para reemplazar lo robado, a pagar aquel que el desplazamiento de esa gente sin vivienda le cobraría a su alma. Hoy en día La Negociante no la saluda cuando se la cruza. Debe ser que se niega al contacto con la gente con nula habilidad para el lucro vital. Pero El Correntino sí que la saluda. Todos los santos días.

No lo dije todavía, pero mi amiga Miriam es escritora. A veces pienso que no lo era cuando la conocí, pero que el hecho de vivir en San Telmo ha contribuido mucho a convertirla en lo que hoy es.

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19 de mayo de 2008
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Escucha entre el ruido

Yo sé que encontrar el programa no es fácil. Al menos en la grilla de mi servidor de cable, el canal 7 -que debería ser el más accesible de todos, en tanto es el único de los públicos con llegada de un extremo al otro del país- quedó en el desangelado número 15, esto es más allá de la secuencia de canales de aire, perdido entre una emisora de variedades y otra de deportes. Cosas de la política de medios... Pero en fin, aunque más no sea a juzgar por la primera emisión, la búsqueda vale la pena. El programa se llama Elepé -así como le decíamos a los viejos y hoy venerables discos de vinilo- y dedica cada una de sus emisiones a investigar cómo fueron concebidas las obras más memorables del rock argentino. /upload/fotos/blogs_entradas/fitopaezelamordespuesdelamordel1993delantera_med.jpgEn su debut de la semana pasada se dedicaron a El amor después del amor, que además de ser el disco más vendido de la historia del rock de estos lares marcó la consagración popular de Fito Páez y sigue siendo una de las cotas más altas de su obra. Este miércoles a las 23, si no leí mal por allí, le dedicarán la emisión al folk urbano de Pedro y Pablo, legendario dúo de Miguel Cantilo y Jorge Durietz.

Conducido por Nicolás Pauls, con producción periodística de Marcelo Fernández Bitar y guiones del escritor Eduardo Berti, Elepé es lo que suele llamarse a labour of love: un trabajo hecho por gente que no sólo conoce el paño, sino que además ama a esta música que ha sido tan determinante de nuestra cultura. Con producción general de Lisandro Ruiz y dirección de Javier Figueras (que, nobleza obliga a confesarlo, viene a ser mi hermano), el programa mostró en su debut las modalidades de su procedimiento: importa todo lo que confluye en el caldero donde se cuece una obra, desde las circunstancias históricas del momento hasta las personales -en el caso de Fito, su romance de entonces con Cecilia Roth-, pasando por las fuentes de inspiración en la composición de los temas, hasta el proceso mismo de grabación y la repercusión del disco. En la emisión original, fue particularmente didáctico ver a Tweety González mezclando pistas originales -mucha gente no tiene demasiada idea de cómo funciona una consola de grabación- y rescatando demos originales.

La gente de Elepé tiene a su disposición tantos discos maravillosos e imperecederos que se me hace agua la boca de sólo pensarlo: Charly García solista y con bandas, Spinetta solo y con bandas, Manal, los Redonditos, Alas, Arco Iris, Crucis, el debut de Baglietto, Gieco, Sumo, Soda Stéreo, Fricción, La Portuaria, Babasónicos... Va a ser todo un viaje, imagino, volver esta noche a la Argentina tan remota de la pre-dictadura, y entender hasta qué punto las canciones de Pedro y Pablo siguen hablando de cuestiones aun vigentes, a menudo por irresueltas. Como Cantilo, yo también podría cantar hoy: ‘Y sin embargo yo quiero a este pueblo / tan distanciado entre sí, tan solo'.

El arte verdadero nunca pasa de moda.

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14 de mayo de 2008
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Dos poetas, la misma sangre

No sé nada de poesía, pero puedo reconocer a un poeta cuando lo veo.

De todo lo que se dijo -mucho, y con justicia- sobre Juan Gelman en ocasión de recibir el premio Cervantes, lo he olvidado todo salvo un verso a partir del cual se pueden construir universos. Es parte de un poema llamado Sí, y constituye una de esas frases que uno querría escribir en todas las paredes de la ciudad y hasta en la propia tumba a modo de epitafio. El verso encierra en tan sólo cuatro palabras un plan de vida, un programa revolucionario (que empieza, como cuadra a un poeta, revolucionando el lenguaje) y un mensaje para las generaciones por venir, a modo de definición de la condición humana. Dice (¿simplemente?) así:

‘El emperrado corazón amora'.

No sé ustedes, pero a mí me gustaría ganarme el derecho a sentirme expresado por ese verso.

La sorpresa fue el segundo poeta a quien descubrí entre tanto artículo celebratorio. Se llamaba -se llama- Marcelo Gelman, era -es- el hijo de Juan que fue víctima de la dictadura militar y no tiene -creo- obra édita individual, pero me basta con el corto poema que llegó a mis manos para considerarlo en la misma categoría que su padre. El texto formó parte de la extensa charla que Horacio Verbitsky sostuvo con Juan Gelman en Madrid, en un hueco entre uno y otro homenaje, y que publicó Página 12 hace algunos días. Gelman recordó allí una cena durante la cual Marcelo escribió un poema sobre un mantel de estraza. Versos que, como resulta inevitable en un padre huérfano de hijo, Juan recordó de memoria:

‘la oveja negra

pace en el campo negro

sobre la nieve negra

bajo la noche negra

junto a la ciudad negra

donde lloro vestido de rojo'.

Gelman dice haber conservado algunos otros poemas de Marcelo, que han sido publicados en una antología de poetas desaparecidos (‘Hay más de cien', aclara: más de cien poetas muertos, otro de los tristes records de la dictadura.) Según Juan, muchos de esos poemas suenan a ‘auto profecías cumplidas'. Supongo que Gelman se referirá a intuiciones que aquellos poetas habrán tenido sobre su propio destino. Pero en esta Argentina del campo maldito, cubiertas por cenizas de un volcán y llena de gente que parece añorar la noche negra, los que lloramos vestidos de rojo somos mucho más que cien; el poema-profecía también nos nombra.

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13 de mayo de 2008
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Carrera contra el destino

/upload/fotos/blogs_entradas/meteoro_med.jpgA mis hijas les gustó Meteoro, pero a mí... Es verdad que soy el único de la familia que conserva el recuerdo del dibujo animado, que junto con Astroboy me introdujo en el delicioso mundo de la animación japonesa. Sin embargo mi reticencia ante Meteoro no pasa por su fidelidad o sus deslices respecto del original, sino en la clase de película que los hermanos Wachowski, como guionistas y directores, han terminado pergeñando.

Yo no alentaba deseo alguno de sentir nostalgia. Ni mucho menos esperaba que los Wachowski tratasen a su fuente con excesivo respeto: ¿cuán ‘fiel' se puede ser a las aventuras de un chico que, al volante de un auto que todavía sigue siendo insuperable -ah, el diseño del Mach 5...-, se limita a correr carreras en parajes exóticos? No estamos hablando del Ulysses, precisamente. En todo caso, los Wachowski han sido reverentes por demás con su fuente, pasando por la línea general del relato -Meteoro y su familia, el subtrama del misterioso Racer X-, los recursos narrativos y hasta en los detalles, por ejemplo en la colorida gorrita del hermano menor, que en inglés se llama Spritle y a quien el doblaje rebautizaba como Chispita. (Personaje, dicho sea de paso, que empieza gracioso y termina insoportable.)

Lo que sí esperaba, en parte porque los Wachowski se ocuparon de insinuarlo, es que Meteoro se atreviese a una mínima experimentación en el terreno de lo narrativo. Por supuesto que no me refiero a una experimentación en el sentido, digamos, godardiano que podría tener el término, sino en aquel que de tanto en tanto produce Hollywood como vanguardia tecnológica. El uso que los Wachowski hacen de la tecnología digital y de su abultadísimo presupuesto me resultó inefectivo. Cualquiera de los capítulos de la serie original era más emocionante que este mamut de dos horas y pico. Los actores se ven incómodos, y su actuación termina siendo tan equivocadamente artificial como las imágenes digitales que se recortan todo el tiempo -y de manera ostensible, para mi sorpresa- detrás de sus siluetas. El único recurso narrativo que puede parecer novedoso (la forma de articular flashbacks en imágenes que discurren a espaldas de los personajes), está tomado verbatim del dibujito original, si mi memoria no falla. ¡Un presupuesto de 150 millones y otros 100 para marketing no les bastó para conjurar la magia de un original producido por monedas!

Lo que está ausente de este Meteoro es la energía infecciosa que los Wachowski sólo encontraron en la Matrix original, cuando Neo comprende que es dueño de poderes insospechados; ese vértigo que entonces personaje y creadores compartían, el de descubrir que podían hacerlo (casi) todo. Desde entonces quedó claro que los Wachowski no saben qué hacer con sus poderes. Meteoro es igual a un videogame de gráficas espectaculares, que carece de toda gracia a la hora de jugar. En cambio Iron Man, flamante versión en celuloide de una historieta original de la Marvel -que yo conocí en su formato de primitivo dibujo animado-, está llena de gracia. Acabo de leer que triunfó en la taquilla de USA por segunda semana consecutiva, más que duplicando la recaudación de Meteoro, estrenada este viernes.

La gente no es tonta.

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12 de mayo de 2008
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Teoría de la (anti)derrota

Me quedé prendido de una anécdota que contó Villoro el otro día. Dijo que desde hace muchos años, el fútbol mexicano está lleno de argentinos. Y que lo primero que los futbolistas argentinos descubren al llegar a México es que tienen labia: a comparación de los deportistas locales, a los que describió como monosilábicos, los argentinos están verbalmente dotados. Es así que -siempre según Villoro- destacan enseguida por su habilidad a la hora de analizarlo todo ante cámaras y micrófonos. Pueden desbrozar el partido, el desempeño de propios y ajenos, la labor de los jueces -y por supuesto, la suya propia.

Villoro dice que el problema es que, a medida que desarrollan esta habilidad de explicarse, cada vez juegan peor. Se tornan capaces de hilar infinitas teorías que explican su propia derrota, a la vez que se vuelven inoperantes en el campo de juego.

No sé si Villoro articuló esta tesis en el momento o si aprovechó para deslizar una crítica sutil a nuestra idiosincracia; lo cierto es que cuando alguien le preguntó si esta condición de ‘teoristas de la derrota' podía aplicarse al resto de los argentinos y a sus otras circunstancias, Villoro declinó semejante responsabilidad. Pero al menos a mí me dejó pensando. Me recordó al Ortega que, viendo a nuestros antepasados tan inflamados por sus propios discursos y nociones de grandeza, los llamó a la cordura diciendo: ‘Argentinos, a las cosas'.

Supongo que a esto se refería Pedro días atrás, en el comentario que colgó al post donde yo comparaba a la Argentina con Elizabeth Fritzl, la hija del ‘monstruo de Austria'. Creo que entendió que yo optaba por el camino más fácil, en el mismo sentido de los ‘teoristas de la derrota': en este caso, achacarle la culpa a ‘los chacales de siempre', que operarían como predadores sobre ‘el inocente pueblo argentino'. Según Pedro, esta presunta interpretación mía es un ‘reflejo inmaduro'. Es obvio que Pedro no leyó, por ejemplo, los textos que le dediqué aquí mismo a buena parte de la clase media de este país, en especial la de Buenos Aires, bajo el título de El hecho maldito. Estoy lejos de creer que el pueblo argentino es inocente. La sociedad que miró para otro lado mientras los chacales del 76 consumaban su masacre no puede ser inocente, nunca. Precisamente por eso, si nuestra sociedad actual se niega a identificar a los chacales de hoy -que existen, y son criollos-, estaría repitiendo el error de antaño. Lo inmaduro sería no verlos, Pedro. Lo inmaduro sería -es- hacerles el juego.

Yo no me considero del todo inocente. Tenía alrededor de 12 años cuando empezaron en este país los secuestros, asesinatos y desapariciones sistemáticos, y aun así conservo la sensación de que podría haber hecho algo, por mínimo que fuese, para que las cosas resultasen de otra manera. Y como parte de aquella sociedad, sigo pensando que hasta que no hagamos algún tipo de mea culpa colectivo no tendremos perdón de Dios. (No me pregunten qué habría que hacer, escapa a mis posibilidades. Lo mínimo, en todo caso, es apoyar la búsqueda de justicia formal que llevan adelante organizaciones de derechos humanos y familiares desde hace treinta años.) Pero tampoco soy un chacal, Pedro: no soy de la clase de gente que persigue su propio bienestar con tanta ferocidad, que no le importa que el país se incendie en el proceso. Y tampoco formo parte de los medios que disfrazan sus intereses privados como si fuesen bien común. Ni pertenezco al coro que apoya a los chacales, confundiéndolos con salvadores de la Patria. (¿Le han prestado atención al ceremonial que rodea cada anuncio de las cuatro entidades del campo -los Cuatro Jinetes? Se presentan a sí mismos como una suerte de gobierno paralelo en la resistencia. ¡Como si la Sociedad Rural no hubiese apoyado a todos y cada uno de los golpes de Estado!)

No voy a dejar de acusar a los que considero responsables del presente estado de cosas, aceptando la socialización de la culpa y la dilución del juicio que conlleva. Ni elaboro teorías sobre la derrota, porque no me considero derrotado. Estoy aquí y digo lo que digo, en todo caso, porque esta es una de las formas en que presento batalla.

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9 de mayo de 2008
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Conversar a mi manera

La charla entre Juan Cruz y Manuel Vicent en la Feria del Libro fue -más literalmente que nunca- deliciosa. La excusa era que presentasen sus nuevos libros: Ojalá octubre en el caso de Juan Cruz, Comer y beber a mi manera en el caso de Vicent. Lo cierto es que la conversación cobró vida propia y fue por donde quiso, cuanto más caprichoso el derrotero, mejor.

Tanto Vicent como el responsable de Alfaguara Argentina, Augusto Di Marco, bromearon con la hiperkinesia de Juan Cruz, que suele traducirse en una extraña sensación de ubicuidad: el hombre tiene una energía tan grande, que parece estar en muchas partes a la vez. Además de lo que le debemos como escritor, creo que Juan Cruz merecería un monumento a uno de los más grandes ‘facilitadores' de nuestra cultura. Infatigable, no cesa de producir conexiones entre gente que de otra forma habría tardado años en juntarse, o quizás no lo hubiese hecho nunca por las suyas. Yo le debo el hecho de haber conocido a Rafael Azcona, cosa que hoy, a tan poco tiempo de su muerte, valoro más que nunca. Siempre cuento esta anécdota que el patriarca de los guionistas en español me contó aquella vez, en una de las mesas al aire libre -cuándo no- del Café Gijón. Azcona contaba que al principio sus guiones incluían precisiones sobre los personajes: la protagonista femenina, por ejemplo, podía ser morena, alta y dueña de pestañas como abanicos. Pero con el tiempo, confesó, se limitó a ponerle nombre al personaje y señalar no más que su sexo. ‘Total", dijo Azcona, ‘¿para qué decir que la heroína era de esta manera o de la otra, cuando de todos modos iba a terminar siendo interpretada por la amante del productor?'

Vicent fue un show aparte. Habló de su opción por la cocina de antaño, aquella que redimía la escasez por la vía de la imaginación (esto es, lograrlo todo con casi nada), en oposición a la ‘cocina de autor' actual, que más bien tiende a tomarlo todo convirtiéndolo en casi nada. Mencionó las características místicas de ese acto en apariencia tan simple que es comer, una de las pocas formas en que los seres humanos todavía comulgamos con (todo aquello que sale de) la tierra. Contó una anécdota hilarante sobre la oportunidad en que, en plena Guerra Civil, una esquirla de obús acabó con el puchero de su abuela. (‘En medio de una familia de devotos al régimen, mi abuela era la única opositora -pero no por cuestiones políticas: tan sólo porque le habían jodido el potaje'.) Y me dejó pensando con su descripción de los tres cerebros que se superponen en el humano. Según Vicent, el cerebro más viejo es el reptil, aquel donde se concentran nuestros deseos más atávicos: por ejemplo el sexo, o la territorialidad. Me iluminó sinceramente cuando dijo -no grabé la ocasión, lo reproduzco con la mayor fidelidad que puedo- que ‘cada vez que somos patriotas, lo somos en tanto serpientes'. Y me conmovió con su defensa del segundo cerebro, el límbico, aquel que concentra lo emocional -empezando por la memoria del tarro de mermelada de la abuela.

A veces olvido este arte que muchos españoles practican tan bien, aunque brille menos que su comida, su literatura o su música. ¡Qué maravillosos conversadores son! Y entre ellos, de manera destacadísima, Manuel Vicent y Juan Cruz.

Si en algún lado me quedará grabada la charla del martes, será sin dudas en mi cerebro límbico.

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8 de mayo de 2008
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El inevitable

/upload/fotos/blogs_entradas/los_culpables_med.jpgFue un placer escuchar a Juan Villoro en la Feria del Libro de Buenos Aires. Con la excusa de presentar su libro de cuentos Los culpables, que aquí publica Interzona, el mexicano habló de todo un poco: de su padre profesor de filosofía y de su madre psicóloga, de la abuela yucateca a quien le atribuye el don de la imaginación, de su admiración por el relator futbolístico Angel Fernández -dueño, según Villoro, de capacidades narrativas que adjetivó como "homéricas"- y de su visión de la crónica periodística como una forma del relato tan válida como la mejor ficción. Para Villoro (yo disiento aquí, pero no viene al caso), el mejor García Márquez no es el de sus novelas, sino el de Relato de un náufrago.

Cuando se le preguntó cuál de sus propias crónicas lo había marcado más, Villoro recordó una excursión a terreno zapatista en 1994. Como los locales seguían venerando los espejos como si se tratase de materiales preciosos (según Villoro, viajar a ciertas partes de México equivale a viajar en el tiempo hacia el Neolítico), los zapatistas los habían prohibido. Al cuarto día de aventura, angustiado por la imposibilidad de ver en qué se había convertido su rostro, Villoro corrió hasta un vehículo que había llegado a la región y se buscó en el espejito retrovisor, donde la leyenda convencional cobró nuevas resonancias: Los objetos están más cerca de lo que se ve. Por allí pasa la diferencia entre la crónica y la ficción, dijo Villoro. Un escritor de ficción puede ser en esencia un niño caprichoso. Un escritor de crónicas está obligado a salir al mundo, y a entender que todas las cosas están más cerca nuestro de lo que creemos.

Hablando de sus inicios en el periodismo, Villoro recordó que las redacciones mexicanas estaban por entonces llenas de argentinos ‘todo terreno', que podían escribir tanto policiales como artículos sobre la política de hidrocarburos. A esos argentinos les decían ‘los inevitables'. Varias décadas después, con novelas como El disparo de argón y El testigo y libros de relatos como el flamante Los culpables, Villoro se ha convertido en uno de los referentes más notables de las letras de Hispanoamérica, sobre las que hoy pesa, sin duda alguna, como el verdadero inevitable.

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7 de mayo de 2008
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Elizabeth Fritzl / Argentina

Entonces: ¿qué ocurrió en mi país mientras yo estaba de viaje, y también después, durante mi -demasiado larga, ya lo sé- estadía en Piglialandia? (Dicho sea de paso, esperaba un eco mayor. Más allá del feedback de Rolando Gabrielli, de los comentarios alentadores -Alba, Morajú, Unamuno, Xtian, Roxie Deluxe- y de la promesa de Serpiente Suya de tomárselo en serio próximamente, imaginé que alguien más recogería el guante. ¿Seré el único a quien lo desvela que nuestros narradores no nos narren, ni nos produzcan alucinación alguna mediante su enfermiza imaginación?)

Volví a Argentina en medio de un mar de humo, que convertía a Buenos Aires y aledaños en una remake de un film de John Carpenter. Mi mujer, con casi seis meses de embarazo, sufría broncoespasmos. De repente, todo el mundo a mi alrededor padecía algún tipo de enfermedad. Mi padre operándose de cataratas. La mujer de mi padre yendo al quirófano a cuenta de un bulto en el pecho. Uno de los mejores amigos de la familia, el Turco Silva, perdiendo parte de un riñón a causa de un tumor. Me pregunté insistentemente qué estaba ocurriendo, si no había regresado a mi país sino a una pesadilla organizada como caja china.

/upload/fotos/blogs_entradas/un_hombre_reposta_gasolina_med.jpgUn día se acabó la nafta. (Que es como le decimos aquí a la gasolina, sabrá Dios por qué.) Los surtidores estaban vacíos, o vendían de a módicos cupos: veinte pesos por auto privado, que equivalen a poco más de dos horas de viaje. Busqué con ansias una explicación racional, pero no la encontré por ninguna parte. Tan sólo hallé excusas, y la terrible sensación de que alguien está dificultando el suministro -como antes el de la carne, la leche, las verduras- para impulsar un aumento de los precios. (Que una vez concretado, por cierto, impulsará a su vez otro aumento en carnes, en leche, en verduras...) La situación daba lugar a escenas que me produjeron la inquietud del deja vu -largas filas de conductores atiborrando sus autos de nafta para no sufrir carencia inmediata, y contribuyendo con su ansiedad a acelerar el desabastecimento-, pero también a pequeños diálogos surrealistas, del siguiente tenor.

PADRE: ‘¿Me podrás llevar el lunes al oftalmólogo?'

YO: ‘Encantado. Siempre y cuando pueda cargar el tanque del auto'.

Mientras tanto los medios alientan la sensación de espada de Damocles en espera de que hoy, martes 6, las cuatro agrupaciones que dicen representar al campo -cada vez más parecidas a los Cuatro del Apocalipsis- digan si aceptan las propuestas del Gobierno o si patean el tablero y vuelven a cortar rutas. Y a desabastecer de carne, de leche y de verduras al pueblo del que aseguran formar parte.

Lo que ocurre es simple. El colapso de las políticas neoliberales en toda Latinoamérica produjo cambios que en algún sitio fueron relativamente incruentos (Chile, Brasil) y que en otros -por ejemplo Argentina, con su corralito, con los muertos con los que se despidió De la Rúa, con su crisis institucional de seis Presidentes en pocos días- fueron muy traumáticos. Tan grave fue el asunto aquí, que los chacales de siempre sintieron que no tenían otra salida que moderar su rapiña durante algún tiempo.
Ese tiempo acabó. Hoy los chacales han vuelto a la carga, con su hambre de años acumulada, con los modales destemplados de quien ha debido contenerse hasta casi estallar. Lo quieren todo -porque a eso estaban habituados: a tenerlo todo sin dar cuenta ni explicaciones-, y lo quieren ya.

La Argentina de hoy se parece mucho a Elizabeth Fritzl, la pobre chica a quien su padre encerró y de la que abusó durante 24 años. Hoy, mientras todo el mundo se rasga las vestiduras ante el horror, sus vecinos juran que nunca advirtieron nada. ¡Todos inocentes: sordos, ciegos, mudos! Durante algún tiempo, seguramente breve, la tratarán con piedad, a ella y a sus hijos-hermanos de sangre condenada. Pero apenas puedan intentarán devorársela: primero los medios que acosarán en busca del detalle morboso, después la sociedad que empezará a cuestionarse la responsabilidad de Elizabeth en el asunto. Dirán: algo habrá hecho para permanecer en ese hueco sin haber fugado nunca. Y aunque se pretenda distinta del monstruo que torturó a Elizabeth, la sociedad terminará haciendo con ella lo mismo que su padre, que es lo mismo que los poderosos y parte de la clase media hacen hoy con la Argentina: usarla para satisfacer sus necesidades más bajas, con la más perfecta desaprensión respecto de su destino último.

Y mientras tanto, buena parte de los escritores de mi país sólo acude a los diarios para saber cuándo firmará ejemplares en la Feria del Libro.

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6 de mayo de 2008
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El Boomeran(g)
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