Marcelo Figueras
Me quedé prendido de una anécdota que contó Villoro el otro día. Dijo que desde hace muchos años, el fútbol mexicano está lleno de argentinos. Y que lo primero que los futbolistas argentinos descubren al llegar a México es que tienen labia: a comparación de los deportistas locales, a los que describió como monosilábicos, los argentinos están verbalmente dotados. Es así que -siempre según Villoro- destacan enseguida por su habilidad a la hora de analizarlo todo ante cámaras y micrófonos. Pueden desbrozar el partido, el desempeño de propios y ajenos, la labor de los jueces -y por supuesto, la suya propia.
Villoro dice que el problema es que, a medida que desarrollan esta habilidad de explicarse, cada vez juegan peor. Se tornan capaces de hilar infinitas teorías que explican su propia derrota, a la vez que se vuelven inoperantes en el campo de juego.
No sé si Villoro articuló esta tesis en el momento o si aprovechó para deslizar una crítica sutil a nuestra idiosincracia; lo cierto es que cuando alguien le preguntó si esta condición de ‘teoristas de la derrota’ podía aplicarse al resto de los argentinos y a sus otras circunstancias, Villoro declinó semejante responsabilidad. Pero al menos a mí me dejó pensando. Me recordó al Ortega que, viendo a nuestros antepasados tan inflamados por sus propios discursos y nociones de grandeza, los llamó a la cordura diciendo: ‘Argentinos, a las cosas’.
Supongo que a esto se refería Pedro días atrás, en el comentario que colgó al post donde yo comparaba a la Argentina con Elizabeth Fritzl, la hija del ‘monstruo de Austria’. Creo que entendió que yo optaba por el camino más fácil, en el mismo sentido de los ‘teoristas de la derrota’: en este caso, achacarle la culpa a ‘los chacales de siempre’, que operarían como predadores sobre ‘el inocente pueblo argentino’. Según Pedro, esta presunta interpretación mía es un ‘reflejo inmaduro’. Es obvio que Pedro no leyó, por ejemplo, los textos que le dediqué aquí mismo a buena parte de la clase media de este país, en especial la de Buenos Aires, bajo el título de El hecho maldito. Estoy lejos de creer que el pueblo argentino es inocente. La sociedad que miró para otro lado mientras los chacales del 76 consumaban su masacre no puede ser inocente, nunca. Precisamente por eso, si nuestra sociedad actual se niega a identificar a los chacales de hoy -que existen, y son criollos-, estaría repitiendo el error de antaño. Lo inmaduro sería no verlos, Pedro. Lo inmaduro sería -es- hacerles el juego.
Yo no me considero del todo inocente. Tenía alrededor de 12 años cuando empezaron en este país los secuestros, asesinatos y desapariciones sistemáticos, y aun así conservo la sensación de que podría haber hecho algo, por mínimo que fuese, para que las cosas resultasen de otra manera. Y como parte de aquella sociedad, sigo pensando que hasta que no hagamos algún tipo de mea culpa colectivo no tendremos perdón de Dios. (No me pregunten qué habría que hacer, escapa a mis posibilidades. Lo mínimo, en todo caso, es apoyar la búsqueda de justicia formal que llevan adelante organizaciones de derechos humanos y familiares desde hace treinta años.) Pero tampoco soy un chacal, Pedro: no soy de la clase de gente que persigue su propio bienestar con tanta ferocidad, que no le importa que el país se incendie en el proceso. Y tampoco formo parte de los medios que disfrazan sus intereses privados como si fuesen bien común. Ni pertenezco al coro que apoya a los chacales, confundiéndolos con salvadores de la Patria. (¿Le han prestado atención al ceremonial que rodea cada anuncio de las cuatro entidades del campo -los Cuatro Jinetes? Se presentan a sí mismos como una suerte de gobierno paralelo en la resistencia. ¡Como si la Sociedad Rural no hubiese apoyado a todos y cada uno de los golpes de Estado!)
No voy a dejar de acusar a los que considero responsables del presente estado de cosas, aceptando la socialización de la culpa y la dilución del juicio que conlleva. Ni elaboro teorías sobre la derrota, porque no me considero derrotado. Estoy aquí y digo lo que digo, en todo caso, porque esta es una de las formas en que presento batalla.