Marcelo Figueras
La charla entre Juan Cruz y Manuel Vicent en la Feria del Libro fue -más literalmente que nunca- deliciosa. La excusa era que presentasen sus nuevos libros: Ojalá octubre en el caso de Juan Cruz, Comer y beber a mi manera en el caso de Vicent. Lo cierto es que la conversación cobró vida propia y fue por donde quiso, cuanto más caprichoso el derrotero, mejor.
Tanto Vicent como el responsable de Alfaguara Argentina, Augusto Di Marco, bromearon con la hiperkinesia de Juan Cruz, que suele traducirse en una extraña sensación de ubicuidad: el hombre tiene una energía tan grande, que parece estar en muchas partes a la vez. Además de lo que le debemos como escritor, creo que Juan Cruz merecería un monumento a uno de los más grandes ‘facilitadores’ de nuestra cultura. Infatigable, no cesa de producir conexiones entre gente que de otra forma habría tardado años en juntarse, o quizás no lo hubiese hecho nunca por las suyas. Yo le debo el hecho de haber conocido a Rafael Azcona, cosa que hoy, a tan poco tiempo de su muerte, valoro más que nunca. Siempre cuento esta anécdota que el patriarca de los guionistas en español me contó aquella vez, en una de las mesas al aire libre -cuándo no- del Café Gijón. Azcona contaba que al principio sus guiones incluían precisiones sobre los personajes: la protagonista femenina, por ejemplo, podía ser morena, alta y dueña de pestañas como abanicos. Pero con el tiempo, confesó, se limitó a ponerle nombre al personaje y señalar no más que su sexo. ‘Total", dijo Azcona, ‘¿para qué decir que la heroína era de esta manera o de la otra, cuando de todos modos iba a terminar siendo interpretada por la amante del productor?’
Vicent fue un show aparte. Habló de su opción por la cocina de antaño, aquella que redimía la escasez por la vía de la imaginación (esto es, lograrlo todo con casi nada), en oposición a la ‘cocina de autor’ actual, que más bien tiende a tomarlo todo convirtiéndolo en casi nada. Mencionó las características místicas de ese acto en apariencia tan simple que es comer, una de las pocas formas en que los seres humanos todavía comulgamos con (todo aquello que sale de) la tierra. Contó una anécdota hilarante sobre la oportunidad en que, en plena Guerra Civil, una esquirla de obús acabó con el puchero de su abuela. (‘En medio de una familia de devotos al régimen, mi abuela era la única opositora -pero no por cuestiones políticas: tan sólo porque le habían jodido el potaje’.) Y me dejó pensando con su descripción de los tres cerebros que se superponen en el humano. Según Vicent, el cerebro más viejo es el reptil, aquel donde se concentran nuestros deseos más atávicos: por ejemplo el sexo, o la territorialidad. Me iluminó sinceramente cuando dijo -no grabé la ocasión, lo reproduzco con la mayor fidelidad que puedo- que ‘cada vez que somos patriotas, lo somos en tanto serpientes’. Y me conmovió con su defensa del segundo cerebro, el límbico, aquel que concentra lo emocional -empezando por la memoria del tarro de mermelada de la abuela.
A veces olvido este arte que muchos españoles practican tan bien, aunque brille menos que su comida, su literatura o su música. ¡Qué maravillosos conversadores son! Y entre ellos, de manera destacadísima, Manuel Vicent y Juan Cruz.
Si en algún lado me quedará grabada la charla del martes, será sin dudas en mi cerebro límbico.