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Escrito por

Marcelo Figueras

Marcelo Figueras (Buenos Aires, 1962) ha publicado cinco novelas: El muchacho peronista, El espía del tiempo, Kamchatka, La batalla del calentamiento y Aquarium. Sus libros están siendo traducidos al inglés, alemán, francés, italiano, holandés, polaco y ruso.   Es también autor de un libro infantil, Gus Weller rompe el molde, y de una colección de textos de los primeros tiempos de este blog: El año que vivimos en peligro.   Escribió con Marcelo Piñeyro el guión de Plata quemada, premio Goya a la mejor película de habla hispana, considerada por Los Angeles Times como una de las diez mejores películas de 2000. Suyo es también el guión de Kamchatka (elegida por Argentina para el Oscar y una de las favoritas del público durante el Festival de Berlín); de Peligrosa obsesión, una de las más taquilleras de 2004 en Argentina; de Rosario Tijeras, basada en la novela de Jorge Franco (la película colombiana más vista de la historia, candidata al Goya a la mejor película de habla hispana) y de Las Viudas de los Jueves, basada en la premiada novela de Claudia Piñeiro, nuevamente en colaboración con Marcelo Piñeyro.   Trabajó en el diario Clarín y en revistas como El Periodista y Humor, y el mensuario Caín, del que fue director. También ha escrito para la revista española Planeta Humano y colaborado con el diario El País.   Actualmente prepara una novela por entregas para internet: El rey de los espinos.  Trabajó en el diario Clarín y en revistas como El Periodista y Humor, y el mensuario Caín, del que fue director. También ha escrito para la revista española Planeta Humano y colaborado con el diario El País. Actualmente prepara su primer filme como director, una historia llamada Superhéroe.

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Los trucos de la memoria

Extraña potencia, la de la memoria.

El viernes por la noche me topé con una película que no veía desde hacía 35 años: Houdini, dirigida por George Marshall en 1953. Durante mi infancia la vi varias veces por televisión, en blanco y negro y doblada al español. /upload/fotos/blogs_entradas/houdini_med.jpgEsta vez también fue por TV, pero en technicolor y con sus voces originales. En su momento, esta biografía del escapista Harry Houdini me impactó tanto que su recuerdo vivió conmigo durante décadas; de hecho, cuando escribía el guión original de lo que terminó siendo Kamchatka, resurgió con fuerza inédita, colaborando de manera esencial con su creación. Historia de un niño que en los 70 huye del acoso militar junto con sus padres, y que después, al fracasar parcialmente -sus padres lo salvan, pero terminan siendo víctimas de la dictadura- no encuentra otra salida que huir de su dolor de manera compulsiva, Kamchatka encontró en Houdini una influencia benéfica. Me resultó más que natural que su protagonista -que se hace llamar a sí mismo Harry, en honor al personaje histórico- se obsesionase con este artista que había elevado el escape a la altura de las bellas artes.

Las escenas que recordaba más vívidamente eran dos. Cuando Houdini (Tony Curtis) se hace arrojar a un río congelado en una caja, y aunque se libera de sus ataduras, no encuentra salida a la superficie en la superficie helada de las aguas: mis habituales problemas con los bronquios, lindantes con el asma, deben haberme hecho solidario con este hombre que boqueaba por aire. Y la escena final: Houdini apostando a salir de la Tortura de Agua China... y fallando. "No me gustan las historias que terminan mal", confesaba el protagonista de Kamchatka, para después proceder a contar la escena de memoria -tal como yo la recordaba. "Tony Curtis está sumergido en la Tortura de Agua China, con un chaleco de fuerza y los tobillos sujetos por grilletes, y ya no tiene fuerzas para luchar. Las últimas burbujas de aire escapan por su boca. Alguien grita: una mujer, creo. Otro rompe el cristal y deja salir el agua, que se derrama sobre el escenario y salpica a los espectadores de las primeras filas. Tony Curtis dice unas palabras postreras a Janet Leigh y después muere".

La escena del film es tal cual la tenía registrada. El único error está en el detalle del chaleco de fuerza: en realidad Houdini acababa de quitarse un chaleco de fuerza en su prueba anterior, la última que hizo con éxito antes de la Tortura de Agua China. Supongo que haber arrastrado el chaleco al interior del cubo lleno de agua fue una manera inconsciente de sugerir cuán cerca de la locura se sentía Harry, después de tantos años de escapar de su propia historia. Por eso mismo no puedo permitirme creer que el olvido de esas palabras postreras haya sido casual. Lo que hace Houdini moribundo es decirle a su mujer que volverá; que si existe una manera de regresar desde la oscuridad de la muerte, la aprovechará para seguir manifestándole su amor.

¿No es acaso el arte una maravillosa manera de darle vida a los que ya no la tienen? En lo que a mí respecta, Kamchatka fue la manera que mis muertos encontraron de regresar para recordarme cuánto me habían amado, otorgándome así, con delicadeza suprema, la oportunidad de ascender a la altura de ese amor.

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28 de octubre de 2008
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El amor nos desgarrará

Compré mi ejemplar en vinilo de Closer en 1986, durante mi primer viaje a Londres. Lo envié a por encomienda a Madrid, ciudad que cerraría ese periplo europeo con tanto de iniciático, junto con la tonelada de libros, películas en video y todos los otros discos que había adquirido allí; en ese mundo pre-Amazon,  significaban para mí nada por debajo de un tesoro. Por ese entonces no había escuchado de Joy Division otra cosa que no fuese Love Will Tear Us Apart. Pero la seducción de ese single póstumo, difundido poco después del suicidio de su cantante Ian Curtis -en mayo de 1980, ahorcado en la cocina de su casa-, hizo que Closer se me tornase irresistible desde la portada. La tengo aquí a mi lado, todavía elegante y fúnebre, desprovista de toda información más allá del título, el nombre de la banda y la lista de las canciones. La foto -unas estatuas de mármol en blanco y negro, seguramente parte de una tumba- en combinación con el nombre del LP conformaban la más inequívoca de las promesas: ¿o acaso no estamos todos más cerca -closer- de la muerte a cada instante que transcurre?

Menciono lo del viaje porque Joy Division también tuvo que ver con otra travesía iniciática, la del fotógrafo holandés Anton Corbijn. El fotógrafo del rock por antonomasia -co-autor de buena parte de la mística de U2, desde la portada misma de The Joshua Tree- era a fines de los 70 otro joven de la Europa continental que peregrinaba a Inglaterra en busca de sus héroes musicales. Uno de sus objetivos era conocer a los integrantes de Joy Division, adalides de la escena de Manchester que también lanzaría a bandas como The Smiths. De ese encuentro inicial queda una foto tomada por Corbijn, en blanco y negro, de los cuatro integrantes de la banda (Curtis, Bernard Sumner, Peter Hook y Stephen Morris), subiendo la escalera que los saca de un túnel. Todos están dándole la espalda -menos Curtis, que lo mira por encima de su hombro, diferenciándose del resto y a la vez haciendo al fotógrafo depositario de un secreto.

/upload/fotos/blogs_entradas/control_med.jpgCasi treinta años después, Corbijn debutó como director de largometrajes (además de fotos hizo muchos videos musicales, entre ellos Personal Jesus de Depeche Mode, Heart-Shaped Box de Nirvana y Electrical Storm de U2) con el film Control, dedicado a contar la tan breve como intensa vida de Ian Curtis.

Control no cae en ninguno de los lugares comunes de las biopics de estrellas de rock. Es un film terso, con una fotografía en blanco y negro que funciona como maná caido del Cielo y una dramaturgia aplicada a narrar un doble anacronismo: el de un tiempo en que todavía se podía ser parte de una banda exitosa y seguir viviendo en la casa de siempre del barrio de siempre de la ciudad de siempre (hablo de una era analógica, post punk y pre dark, sin internet ni teléfonos móviles, en que las palabras y los hechos todavía no habían sido víctimas de la sospecha posmoderna), y el de un joven que, en consecuencia, siente que debe estar a la altura de sus promesas. Casado con su novia de la adolescencia, Debbie, Ian Curtis se metió de lleno en la vida provinciana de Manchester antes de entender que no estaba hecho para reproducir la existencia de sus padres. Siendo cantante de Joy Division se enamoró de una chica belga, Annik Honoré. Pero en lugar de hacer lo que tantas otras estrellas de rock -y tantos hombres, dicho sea de paso-, Curtis no logró juntar coraje para dejar a Debbie, que por entonces ya era madre de su hija Nicole. Desgarrado por esos amores, como profetizaba aquella canción que fue la primera en que oí su voz, y acuciado por una epilepsia que -según temía- terminaría apartándolo de todo y de todos, Curtis puso fin a su vida cuando todavía no había cumplido 24 años.

Control es una historia de amor(es) bella y triste, propulsada por música que para muchos de nosotros sigue siendo inolvidable. Uno de los méritos de Corbijn es el de haber logrado que el film triunfe en sus propios términos: nunca se siente como la típica biografía hollywoodense, sino como una historia sui generis que parece tener lugar en tiempo presente, delante de nuestros ojos. Mis respetos para el debutante Sam Riley, que además de cantar los temas prueba ser un Ian Curtis memorable.

Ah, si hubiese sabido entonces cuántos desgarros me depararía el amor...

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27 de octubre de 2008
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Los pecados de nuestros padres

¿Alguna vez nos liberaremos de los pecados de nuestros padres?

Viendo en DVD la segunda temporada de la serie Deadwood, que recrea un momento especial de la historia de los Estados Unidos -el tránsito entre los núcleos humanos regidos por la ley del más fuerte y las ciudades-Estado modernas-, pensé inevitablemente en la Argentina seminal y, por añadidura, en el origen de todas nuestras naciones. /upload/fotos/blogs_entradas/deadwood_22_med.jpgHBO viene especializándose en estos relatos épicos que recrean sucesivas (re)fundaciones del mundo moderno: además de Deadwood, lo hizo también con Roma. (En algún sentido, The Wire narra el proceso inverso: el momento en que la ciudad-Estado moderna deja de funcionar y revierte a una condición casi salvaje, en la que nada pesa más -otra vez- que la ley del más fuerte o del más rico, que viene a ser la misma.)

Para los creadores de las series y también para los espectadores, se trata de un interesante ejercicio creativo: imaginar cómo deben haber sido aquellos tiempos y aquellas circunstancias del modo más realista posible, ahora que casi no existe censura en materia de temas, circunstancias y lenguaje (pocas series más mal habladas, violentas, plagadas de prostitutas, cafishios, estafadores, psicópatas y racistas que Deadwood); y por ende reinventando los géneros con que nos habituamos a ver relatos semejantes. Con la excepción de Yo, Claudio (y si se quiere, de la Calígula porno), nunca hubo un relato de togas y espadas más adulto que Roma. Deadwood también usa la parafernalia del género -en este caso, el western- para hablar del mundo de hoy. Y The Wire nos convence de que ya no tiene sentido hacer un policial si no atendemos a las causas sociales y políticas que están en la raiz de la mayoría de los crímenes.

/upload/fotos/blogs_entradas/rome_med.jpgSin duda alguna, los mundos alumbrados tanto en Roma como en Deadwood son crueles, y lo que los separa de sus previas encarnaciones nunca es más que una pátina de orden y civilidad. ¿Pero no han nacido todas nuestras naciones y nuestras ciudades de manera similar? ¿No se parece nuestra Historia a un largo listado de atrocidades -conquistas, esclavitud, guerras, traiciones, limpieza étnica, más guerras, nuevas formas de la esclavitud, injusticia social, represión, genocidios, más traiciones- que llevan al corolario pírrico del ordenamiento legal de una Nación?

Aunque los patrioteros pretendan lo contrario, no tenemos demasiado de qué enorgullecernos. Es verdad que podemos entender mejor que nunca las pasiones que movieron a los personajes de la Historia: hijos de un mundo aun más violento que el del orden natural, hicieron lo que pudieron, lo que sabían hacer, con los elementos que tenían a mano. Lo que me pregunto es si alguna vez nosotros haremos lo que podemos hacer, ¡lo que debemos hacer!, para dejar detrás este ordenamiento salvaje al que estamos sometidos y parir sociedades menos injustas, menos adictas al sacrificio de sus hijos.

En estos días de un mundo entregado a un sálvese quién pueda, necesitamos más que nunca renunciar a los pecados de nuestros padres.

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24 de octubre de 2008
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Bienvenidos al show

En las últimas semanas me hice adicto a The Daily Show, el programa de TV que Jon Stewart conduce para Comedy Central. Si bien la versión internacional del programa -un compilado semanal- se está emitiendo por CNN y Sony en Latinoamérica, los que preferimos la emisión diaria podemos verla en internet al día siguiente en http://www.thedailyshow.com./.

¿Qué es The Daily Show? Un programa humorístico que utiliza el formato de un noticiero televisivo, con un anchorman o conductor -Stewart- y una serie de ‘periodistas' y ‘columnistas' que en realidad no son ni lo uno ni lo otro, sino comediantes de fuste -de allí salieron por ejemplo Steve Carell, hoy famoso por la serie The Office y películas como The 40-Year Old Virgin y Get Smart, y Stephen Colbert, que ahora conduce su propio show, The Colbert Report. Si bien el recurso no suena original para aquellos que crecimos entre los falsos noticieros de Saturday Night Live, La noticia rebelde y Caiga quien caiga, lo que convierte al Daily Show en un disfrute es su ejecución: la perfecta mezcla entre un gran conductor, guiones afiladísimos con ese humor judío-neoyorquino que hoy valoramos en el mundo entero... y el material inagotable que la realidad, entre la crisis financiera y la campaña electoral, otorga a los agradecidos Stewart & Co. ¿Quién podría inventar a un personaje como Sarah Palin (que según se difundió ayer, se gastó 150.000 dólares en ropa de un solo saque), si el impredecible John McCain no la hubiese sacado de la galera -o habría que decir del freezer, tratándose de alguien de Alaska?

Mayté se reía hace unos días porque comparé a McCain con el Gollum de El señor de los anillos, pero si no recuerdo mal, el lugar donde vi las imágenes de ambos una junto a la otra fue en The Daily Show... Ayer me divirtió mucho un material de archivo con McCain propugnando la misma clase de medidas económicas que hoy denuncia en Obama, tildándolas de ‘socialistas'. El gag dura segundos, pero -estoy seguro- para obtenerlo tuvo que haber mucha gente trabajando durante muchas horas. Esa es una de las características de su estilo de comedia: parece natural, casi fruto del instante, pero esconde un trabajo intensísimo con el material -verbal, visual-, la clase de compresión necesaria para hacer que un trozo de carbón devenga diamante.

/upload/fotos/blogs_entradas/the_daily_show_1_med.jpgLo veo porque realmente es muy bueno, porque su versión de la realidad de los Estados Unidos es abrasiva y también porque no encuentro nada parecido en la televisión argentina. Un medio que alguna vez produjo maravillosos programas cómicos -desde los que hacían los uruguayos de Telecataplum a los de Tato Bores, desde La revista dislocada y La tuerca hasta Olmedo-, se limita hoy a tratar de producir risas refritando escenas de otros programas donde la gente no teme abochornarse con tal de salir en pantalla.

En este contexto de espantosa pobreza creativa, Peter Capusotto -ese alter ego del comediante Diego Capusotto, que se dedica a burlarse de los lugares comunes del rock- es nuestra última esperanza.

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23 de octubre de 2008
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La gracia de ser otros

Me pareció brillante el artículo de Andrés Neuman en la última edición de Babelia, titulado Querido personaje. Allí Neuman alerta contra los riesgos que supone esta ‘literatura del yo' o ‘autoficción' que está tan de moda y que en su gran mayoría es producto -esto no es cosa de Neuman, sino mía- de una enorme pereza intelectual disfrazada de tesis literaria.

/upload/fotos/blogs_entradas/kamchatka_1_med.jpgNeuman no critica la utilización de la primera persona, el yo manifiesto del texto. No hay nada de malo en este tipo de narraciones. (Yo apelé a ese recurso para la novela Kamchatka, dicho sea de paso.) Este ‘yo' que se hace cargo del cuento no tiene por qué ser necesariamente solipsista, prisionero de sí mismo, esclavo de una mirada del universo tan estrecha como mirilla de puerta a la que se le han echado mil llaves.

"Nada más tiránico que la voz de algunas novelas donde el yo abarca el cien por cien del mundo y ese mundo resulta hermético, restringido", escribió Neuman. "Hay primeras personas tan monolíticas como una tercera persona anticuada, porque fijan la realidad desde una perspectiva uniformadora y carecen de la distancia suficiente para alcanzar la sinceridad respecto a sus propios conflictos".

El problema existe cuando ese ‘yo' que escribe, emplee la persona gramatical que emplee, renuncia a la imaginación para reemplazarla por un monólogo (perdón por la cacofonía) monocorde que pretende pasar por recreación de la experiencia, o de la infinita subjetividad de la percepción. "El tránsito del (siglo) XIX al XXI, más que por el salto de la unidad al fragmento, parece marcado por el paso de la literatura gótica a la egótica", dice Neuman.

La divisoria de aguas no se verifica en el acto de "escribir o no sobre la propia vida, cosa que hacemos siempre de un modo u otro. La pregunta es en qué grado, con cuánta elaboración se hace", prosigue Neuman. Y a la hora de reflexionar sobre la vida que le ha tocado en suerte, de reinventarla, de reelaborarla, el escritor dispone de un recurso riquísimo -o mejor aún, virtualmente inagotable, del que resultaría irresponsable prescindir: la creación de (otros) personajes. ¿O no lamentan ustedes tanto como yo la escasez de personajes maravillosos que es tan manifiesta en la literatura de hoy?

"Un buen personaje tiene la exactitud de un espejo (él es yo), la transparencia de un cristal (él es ellos), la ductilidad de un títere (él es cualquiera), la improvisación de un poema (yo no sé quién es él)", nos recuerda Neuman. Esta posibilidad de calzarnos otras pieles, mirar a través de prismas insólitos y hacernos cargo de experiencias ajenas es uno de los más grandes valores comparativos de la literatura, en el puro terreno de la posibilidades que abre el Arte. Al mismo tiempo opera como fuente inagotable de conocimiento para el escritor, que acorta su camino hacia esa Consciencia Total de la que hablaba Martin Amis en relación a Augie March / Saul Bellow: cuantos más personajes hemos ‘sido' en profundidad, más rica será nuestra perspectiva del fenómeno humano. Y finalmente -last but not least- es preciso considerar el aspecto lúdico de la creación literaria, esto es la invitación a crear y experimentar e imaginar que figura de modo tácito en la página blanca que nos enfrenta en el amanecer de cada relato. Pudiendo ser Quijote o James Bond o Peter Pan o un axolotl o alguien de sexo opuesto o un gigante o un cronopio,  ¿dónde está la maldita gracia de seguir siendo tan sólo uno mismo?

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22 de octubre de 2008
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Las aventuras del lector de ‘Augie March’ (2)

En aquellos relatos que aspiran a ser Gran Novela Americana, las búsquedas externas de sus personajes operan como reflejo de una búsqueda interior. En el caso de Augie, aun cuando anda por la vida como canto rodado (otro aspecto en que la novela se distingue de sus competidoras: en la libertad de su narración), la búsqueda del protagonista es pura y exclusivamente interna, siempre. Volviendo a Amis: ‘Si (Augie) tiene un destino de llegada, se trata de una parada a la que habría que llamar Consciencia Total'. Augie quiere saberlo todo, entenderlo todo. Un trabajo que, por cierto, no es menor que el de los cazadores de ballenas o los aspirantes a millonarios o los Holden Caulfield de este mundo. Muy por el contrario, se trata de ‘un trabajo duro, duro, excavación y paleando, en la mina, haciendo el topo a través de túneles, lanzando, empujando, moviendo piedra, trabajando, trabajando, trabajando, trabajando, trabajando... Y nada de este trabajo se percibe desde fuera. Se hace por dentro'.

Augie aspira a la clase de consciencia omnicomprensiva de los más grandes personajes de Shakespeare, o mejor: a la del mismo Shakespeare, que lo sabía todo porque se había probado la piel de todos. ‘¿Dónde están todos?', se pregunta Augie para responderse de inmediato: ‘Dentro de tu pecho y de tu piel, la totalidad del elenco'. Una tarea que inevitablemente encuentra su eco en el estilo del escritor, que se apropia del lenguaje literario y del de la calle, del inglés y de todas las voces inmigrantes, de la cadencia decimonónica y del jazz para inventar algo nuevo, una voz en la que -otra vez- todos caben: el sueño democrático americano hecho lenguaje.

/upload/fotos/blogs_entradas/el_escritor_estadounidense_saul_bellow_med.jpgEn una entrevista publicada por la revista Bostonia en 1991, Bellow habla de la paradoja que significó en su momento que los escritores americanos posteriores a la Gran Guerra apostasen a la vanguardia, imitando a los simbolistas y a la literatura europea del momento. ‘Yo creo que The Adventures of Augie March representó una rebelión contra el arte que apostaba un público selecto y contra las limitaciones que esta elección conllevaba. Mi verdadero deseo era llegar a todos', dijo entonces Bellow. A cincuenta y cinco años de su publicación, The Adventures of Augie March sigue siendo una novela que no esconde la más grande de las ambiciones: la de llegar a todos sin renunciar a nada. Dickensiana, profundamente musical -quizás sea la primera novela con pasajes que suenan al be bop que florecía por entonces en las cavernas del jazz-, creadora de lenguaje, impenetrable de a ratos y lírica siempre, Augie March es de esas novelas que ya no se escriben (la literatura ha vuelto a conformarse con ser un arte para público selecto) y que, precisamente por eso, se vuelve imperioso volver a escribir.

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21 de octubre de 2008
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Las aventuras del lector de ‘Augie March’

‘No busquen más. Todos los rastros se acabaron hace cuarenta y dos años', escribió Martin Amis en 1995. ‘La búsqueda mitológica hizo lo que las búsquedas mitológicas hacen raramente: terminó. ...The Adventures of Augie March  es la Gran Novela Americana'.

/upload/fotos/blogs_entradas/the_adventures_of_augie_march_1_med.jpgVolví a leer Augie March durante el viaje a México. Y como la primera vez, no encontré nada que objetar al dictamen de Amis. Si la novela de Saul Bellow no es de manera inequívoca ‘la' Gran Novela Americana, merece cuanto menos pertenecer al grupo de las aspirantes con mayor potencial, entre Moby Dick, The Great Gatsby y The Catcher in the Rye.

No es difícil entender por qué las demás aspirantes gozan de mejor prensa. Aun cuando culminan en fracaso, aquellas novelas describen una búsqueda metafísica, más grande que la vida misma, que define a sus protagonistas -y por extensión, al escritor- en los mismos, gigantescos términos. En cambio Augie March opta por otra vía. Si la novela hubiese sido escrita por F. Scott Fitzgerald o John Dos Passos se habría llamado The Adventures of Simon March y elegido como protagonista al hermano mayor de Augie, Simon, el primogénito que, escaldado por esa Gran Depresión que todos tenemos tan presente en estos días, vende su alma a cambio del Sueño Americano de la prosperidad económica y el ascenso social. Pero la novela es de Augie, el hermano del medio, equidistante entre el Simon capitalista a ultranza y el benjamín de la familia: Georgie, el idiota. (Si alguien reescribiese la historia hoy, debería hacerlo desde el punto de vista de Georgie, que por cierto no es ningún Forrest Gump. ¿O le cabe duda a alguien de que estos son los tiempos de Georgie el idiota?)

A diferencia de los protagonistas de las otras Novelas aspirantes al título, Augie nunca encuentra identidad en su quehacer, en su profesión, en su trabajo. Durante el relato Augie cambia una y mil veces de empleo: distribuidor de panfletos, de diarios, cadete de florería, mayordomo, vendedor de zapatos, de pintura, lavaperros, ladrón de libros, activista gremial, entrenador de animales, jugador... Y aunque sobre el final encuentra un trabajo que le permite un buen pasar, nada garantiza que Augie vaya a conservarlo fuera de los límites de la novela. Porque lo que Augie busca no es riqueza ni estabilidad. Huérfano de padre, no puede dejar de rebelarse contra la primera autoridad que conoció, la de la Abuela Lausch, que le decía: ‘Cuanto más amás a la gente, más te van a confundir. Un niño ama, una persona respeta'. Si algo queda claro en los términos de la Abuela Lausch es que Augie no querrá nunca ser adulto. Se pasa toda la novela amando demasiado, con ese amor masculino que, aun en su inconsecuencia, puede experimentar el más desgarrador de los dolores.

No conozco muchos pasajes en la literatura universal más conmovedores que el final del Capítulo IV, donde Augie y su madre acompañan a Georgie hasta el hospicio donde lo dejarán a vivir. Los personajes fuertes de la familia -Simon, la Abuela Lausch- se han negado a acompañarlos. Ante los gemidos de Georgie y el desmoronamiento de su madre, Augie se ve obligado a adoptar al papel rector. Es él quien da órdenes a Georgie, casi como quien conmina a un perro (‘Siéntate aquí', son las últimas palabras que le dirige), para hacer posible que la ceremonia del abandono siga su curso. Después de haber sentido lo que significa ser hombre y padre en una sociedad capitalista, ¿a quién le extraña que Augie no quiera volver a ocupar semejante lugar? 

                                                                     (Continuará.)

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20 de octubre de 2008
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El debate final

No sé ustedes, pero yo vi los tres debates Obama-McCain de pe a pa. Supongo que, más allá de lo estrictamente político (¿quién puede sustraerse al destino del país más poderoso e influyente del planeta?), lo que me atrae de los debates es el aspecto (melo)dramático del asunto: el hecho de que cuestiones tan serias, tan de vida o muerte para millones de personas -la mayoría de las cuales, por cierto, ni siquiera son estadounidenses- se diriman de acuerdo a las reglas más esenciales del espectáculo teatral.

¿Sabían que el miércoles, por ejemplo, ambos protagonistas reclamaron tener una salida de aire acondicionado sobre ellos, para no aparecer sudados al término de hora y media de debate ininterrumpido? (Tal como le pasó a Nixon tan notoriamente, cuando perdió la contienda televisiva con Kennedy.) Haciendo abstracción de las palabras y sus argumentos, ¿cuánto dicen las expresiones y el lenguaje corporal de los contrincantes? Obama, por ejemplo, guardó compostura ante los ataques de McCain, aun cuando muchos de ellos eran simplemente disparatados. Pero creí entrever un gesto particular (una forma de morderse el labio inferior al mismo tiempo que lo empujaba hacia delante) que me sugirió que callar en ese instante le estaba costando un enorme esfuerzo. En lo que hace a McCain, dado que seguí el debate por CNN que transmitió con la imagen de los dos candidatos en pantalla partida, los planos del republicano me resultaron imperdibles. La forma en que se entusiasmaba cuando creía encontrar una grieta en la armadura de Obama, sumado al brillo febril de sus ojitos y la forma en que movía sus brazos demasiado cortos, me hizo acordar todo el tiempo al Gollum de The Lord of the Rings: lo único que le faltó fue mascullar por lo bajo my precioussss...       

La primera víctima de un espectáculo semejante es la racionalidad. Del mismo modo en que muchos le hablan a los jugadores del partido de fútbol que están viendo por TV, yo me la pasé increpando a la pantalla sin poder creer lo que oía... y lo que no oía. ¿McCain pretendiéndose ofendido por los ataques demócratas, cuando se la ha pasado incitando abiertamente a la violencia en sus rallies, al igual que su compañera de fórmula Sarah Palin? ¿Obama perdiéndose la oportunidad de marcar la diferencia entre lo que significa criticar políticas -tal como él hace con las políticas de McCain- y criticar a la persona -como McCain sigue haciendo con Obama, de modo tan falaz como inclemente? 

En el fondo, presumo, lo que me atrae a los debates y a las elecciones y tantas otras formas públicas de dirimir una contienda (lo que fue aquí en la Argentina el conflicto con la oligarquía agropecuaria, por ejemplo) es la forma -dramática, nuevamente- en que sintetizan la disputa que cada uno de nosotros sostiene entre su mejor y su peor parte, entre la pulsión del miedo que impulsa a privilegiar la salvación personal y el deseo de hacer posible la justicia para aquellos que nunca la reciben.

Ningún debate ni ninguna elección zanjará esta disputa, que vivirá en nosotros hasta nuestro último segundo.

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17 de octubre de 2008
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La fruta en su punto

Vivimos en sociedades donde la juventud es un valor supremo. Si no se la tiene, hay que simularla. Y si ya no podemos fingirnos jóvenes (al menos esto es lo que sugiere la imaginería que propalan a diario los medios), deberíamos darnos por vencidos y dejar el sitial a los que vienen empujando.

El peso simbólico de la juventud es tremendo. No quiero ni pensar lo que debe representar para una mujer, conminada a elegir entre la seducción o la nada. Pero sé bien lo que siente uno cuando es artista. Los artistas nos compramos siempre la historia del genio temprano: Mozart, Byron, Keats. Hasta el punto en que se nos vuelve un fantasma. Yo viví mucho tiempo obsesionado por el hecho de que Orson Welles filmó Citizen Kane a los 24 años. Sentía que si no rodaba mi propia obra maestra antes de alcanzar esa edad, todo perdería sentido. Menos mal que no logré filmar nada. Si algún irresponsable hubiese producido una película mía en aquel entonces no habría obtenido otra cosa que una porquería pretenciosa.

Volví a pensar en el asunto leyendo un artículo de Malcolm Gladwell en el New Yorker, titulado Late Bloomers, en alusión a aquellos que maduran tarde. Gladwell coincide en que existe un mito del artista joven: ‘En la concepción popular, el genio está ligado inextricablemente con la precocidad -hacer algo verdaderamente creativo, solemos pensar, requiere la frescura y la exuberancia y la energía de la juventud'. /upload/fotos/blogs_entradas/t._s._eliot_med.jpgGladwell cita además la noción de que los poetas producen sus mejores trabajos a poco de andar -T. S. Eliot escribió La canción de amor de J. Alfred Prufrock a los 23-, para derrumbarla de inmediato recurriendo al estudio de un economista que ligó los poemas del canon estadounidense con la edad de sus autores al escribirlos. A excepción de Eliot y su Prufrock, la inmensa mayoría de los mencionados tenían más de treinta, o cuarenta, y hasta cincuenta -William Carlos Williams escribió The Dance a los 59.

Como suele ocurrir, cada ejemplo sugiere su propio contraejemplo. Welles hizo Citizen Kane a esa edad temprana pero nunca pudo volver a filmar nada del mismo vuelo. Los cuadros del longevo Picasso que mejor cotizan son los de juventud, pero con Cezanne ocurre exactamente lo contrario. Gladwell construye su artículo oponiendo los casos de Jonathan Safron Foer, que nunca había soñado con ser escritor y terminó Everything is Illuminated a los 19 (su única formación fue un curso de escritura creativa donde Joyce Carol Oates le dijo que tenía lo más importante que un narrador debe tener: energía), con el de Ben Fountain, un abogado que dejó su trabajo para dedicarse a la literatura en 1988 y logró notoriedad 18 años después, con una colección de relatos llamada Brief Encounters with Che Guevara.

No existe indicador científico alguno que pruebe que el talento se esfuma con la juventud. La vida funciona a este respecto como los parques de Japón: no existen senderos predeterminados, es uno quien abre el camino que mejor le cuadra.

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16 de octubre de 2008
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La lección del Padrino

Me compré la nueva edición de El Padrino y sus prolongaciones II y III que se editó como caja de DVDs con el subtítulo The Coppola Restoration. El argumento de venta sugiere que se trata de una restauración completa, que además de sonar en 5.1 Digital Surround permitiría ver por primera vez en TV las sutilezas de una fotografía que muchos criticaron en su momento, por oscura más allá de todos los cánones. /upload/fotos/blogs_entradas/el_padrino_med.jpg(‘La idea era que el film partiese de un agujero negro', dice el fotógrafo Gordon Willis en el único documental nuevo que vale la pena en esta edición, una crónica del proceso de restauración llamada Rescate emulsional.) No presumiré de haber comparado imagen y sonido con los de ediciones anteriores, pero aunque más no sea por puro efecto psicológico, diría que es verdad que la fotografía de Gordon Willis se luce mucho más, en especial en los rojos y amarillos de las secuencias más ‘de época', como la de Michael (Al Pacino) y Kay (Diana Keaton) saliendo del cine o la de Tom Hagen (Robert Duvall) arribando a los Woltz Studios. Lo único indiscutible es lo siguiente: seguiré comprando ediciones de la saga con cualquier excusa, porque toda razón que lleve a revisitarla será una buena razón.

¿Por qué será que podemos ver El Padrino y El Padrino II una y mil veces, sin cansarnos nunca? A esta altura del partido, está claro que los films de Coppola funcionan en nuestra vida al igual que Hamlet debe haber funcionado en tantas otras, a lo largo de los siglos: como la piedra del toque que resume el conocimiento de una época, y a la que se regresa para beber agua de sabiduría en todas las etapas de la vida -cuando uno es joven como Michael y cuando es maduro como el Vito del primer film. ¿A quién se le podría haber ocurrido que hasta se haría popular bajo la forma de un videogame?

Quizás haya que buscar explicación a la perdurable influencia de la saga no tanto en las películas, como en nosotros mismos; porque a fin de cuentas, nuestra Padrinodependencia no habla tanto de estas obras maestras como de quienes somos, y de las vidas que llevamos. Particularmente en estas semanas, la fragilidad de nuestras sociedades es fuente de angustia. Boyando en ese mar tan ancho como ajeno estamos nosotros y nuestras familias, expuestos a la ferocidad de los elementos. El Padrino -la película original- marca el final de una inocencia, de un tiempo en que una práctica brutal y violenta sirvió al primer Corleone para proteger a los suyos y prosperar, en una América que consideraba a los inmigrantes como rémoras sobre su cuerpo de tiburón. (Los dagos eran a los gringos lo que bolivianos y peruanos y paraguayos son hoy para tantos argentinos: algo que preferirían no ver ni considerar.) Vito Corleone, nacido Andolini, muere sin medir en su justa medida el precio a pagar por su osadía. El precio lo paga Michael, en todo caso, por haber asumido como propia, y sin cuestionamiento alguno (¡al igual que Hamlet de su padre rey!), la regla de violencia que lo convirtió en príncipe de un reino virtual.

Vito quiso proteger a su familia y fundó un reino sin pretenderlo. Michael quiso agrandar el reino para probar un argumento -en este caso, liberarse del complejo de inferioridad del hijo de inmigrantes- y perdió a su familia. La tragedia es la misma, en Hamlet, en la saga de El Padrino, en los diarios de estos días: la de un mundo que nos somete a la violencia y la de unos hombres que aceptan jugar el juego y nos arrastran a todos al abismo, en vez de apelar a la imaginación que podría abrirnos nuevos caminos.

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15 de octubre de 2008
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El Boomeran(g)
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