Marcelo Figueras
‘No busquen más. Todos los rastros se acabaron hace cuarenta y dos años’, escribió Martin Amis en 1995. ‘La búsqueda mitológica hizo lo que las búsquedas mitológicas hacen raramente: terminó. …The Adventures of Augie March es la Gran Novela Americana’.
Volví a leer Augie March durante el viaje a México. Y como la primera vez, no encontré nada que objetar al dictamen de Amis. Si la novela de Saul Bellow no es de manera inequívoca ‘la’ Gran Novela Americana, merece cuanto menos pertenecer al grupo de las aspirantes con mayor potencial, entre Moby Dick, The Great Gatsby y The Catcher in the Rye.
No es difícil entender por qué las demás aspirantes gozan de mejor prensa. Aun cuando culminan en fracaso, aquellas novelas describen una búsqueda metafísica, más grande que la vida misma, que define a sus protagonistas -y por extensión, al escritor- en los mismos, gigantescos términos. En cambio Augie March opta por otra vía. Si la novela hubiese sido escrita por F. Scott Fitzgerald o John Dos Passos se habría llamado The Adventures of Simon March y elegido como protagonista al hermano mayor de Augie, Simon, el primogénito que, escaldado por esa Gran Depresión que todos tenemos tan presente en estos días, vende su alma a cambio del Sueño Americano de la prosperidad económica y el ascenso social. Pero la novela es de Augie, el hermano del medio, equidistante entre el Simon capitalista a ultranza y el benjamín de la familia: Georgie, el idiota. (Si alguien reescribiese la historia hoy, debería hacerlo desde el punto de vista de Georgie, que por cierto no es ningún Forrest Gump. ¿O le cabe duda a alguien de que estos son los tiempos de Georgie el idiota?)
A diferencia de los protagonistas de las otras Novelas aspirantes al título, Augie nunca encuentra identidad en su quehacer, en su profesión, en su trabajo. Durante el relato Augie cambia una y mil veces de empleo: distribuidor de panfletos, de diarios, cadete de florería, mayordomo, vendedor de zapatos, de pintura, lavaperros, ladrón de libros, activista gremial, entrenador de animales, jugador… Y aunque sobre el final encuentra un trabajo que le permite un buen pasar, nada garantiza que Augie vaya a conservarlo fuera de los límites de la novela. Porque lo que Augie busca no es riqueza ni estabilidad. Huérfano de padre, no puede dejar de rebelarse contra la primera autoridad que conoció, la de la Abuela Lausch, que le decía: ‘Cuanto más amás a la gente, más te van a confundir. Un niño ama, una persona respeta’. Si algo queda claro en los términos de la Abuela Lausch es que Augie no querrá nunca ser adulto. Se pasa toda la novela amando demasiado, con ese amor masculino que, aun en su inconsecuencia, puede experimentar el más desgarrador de los dolores.
No conozco muchos pasajes en la literatura universal más conmovedores que el final del Capítulo IV, donde Augie y su madre acompañan a Georgie hasta el hospicio donde lo dejarán a vivir. Los personajes fuertes de la familia -Simon, la Abuela Lausch- se han negado a acompañarlos. Ante los gemidos de Georgie y el desmoronamiento de su madre, Augie se ve obligado a adoptar al papel rector. Es él quien da órdenes a Georgie, casi como quien conmina a un perro (‘Siéntate aquí’, son las últimas palabras que le dirige), para hacer posible que la ceremonia del abandono siga su curso. Después de haber sentido lo que significa ser hombre y padre en una sociedad capitalista, ¿a quién le extraña que Augie no quiera volver a ocupar semejante lugar?
(Continuará.)