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Escrito por

Marcelo Figueras

Marcelo Figueras (Buenos Aires, 1962) ha publicado cinco novelas: El muchacho peronista, El espía del tiempo, Kamchatka, La batalla del calentamiento y Aquarium. Sus libros están siendo traducidos al inglés, alemán, francés, italiano, holandés, polaco y ruso.   Es también autor de un libro infantil, Gus Weller rompe el molde, y de una colección de textos de los primeros tiempos de este blog: El año que vivimos en peligro.   Escribió con Marcelo Piñeyro el guión de Plata quemada, premio Goya a la mejor película de habla hispana, considerada por Los Angeles Times como una de las diez mejores películas de 2000. Suyo es también el guión de Kamchatka (elegida por Argentina para el Oscar y una de las favoritas del público durante el Festival de Berlín); de Peligrosa obsesión, una de las más taquilleras de 2004 en Argentina; de Rosario Tijeras, basada en la novela de Jorge Franco (la película colombiana más vista de la historia, candidata al Goya a la mejor película de habla hispana) y de Las Viudas de los Jueves, basada en la premiada novela de Claudia Piñeiro, nuevamente en colaboración con Marcelo Piñeyro.   Trabajó en el diario Clarín y en revistas como El Periodista y Humor, y el mensuario Caín, del que fue director. También ha escrito para la revista española Planeta Humano y colaborado con el diario El País.   Actualmente prepara una novela por entregas para internet: El rey de los espinos.  Trabajó en el diario Clarín y en revistas como El Periodista y Humor, y el mensuario Caín, del que fue director. También ha escrito para la revista española Planeta Humano y colaborado con el diario El País. Actualmente prepara su primer filme como director, una historia llamada Superhéroe.

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Música para ver

La revista inglesa de cine Empire cumplió veinte años y lo celebró con un número especial, editado por –nada más y nada menos que- Steven Spielberg. Con semejante padrino, a esta edición debe haberle resultado fácil conseguir las entrevistas a Coppola, Jack Nicholson, Tom Hanks, James Cameron y muchos otros número uno que enriquecen sus páginas.
    Más allá de las producciones especiales (fotos que reúnen a protagonistas de éxitos como Anthony Hopkins y Jodie Foster en The Silence of the Lambs, el reencuentro de todo el elenco de The Goonies), lo que me divirtió fue una doble página que le encargaron a Cameron Crowe, el director de Jerry Maguire y Almost Famous. Como ex periodista estrella de la Rolling Stone y melómano irredento, Crowe seleccionó sus momentos musicales favoritos en materia de películas. La idea era buscar aquellas escenas en las que un director utilizó una canción preexistente para realzar la narrativa del film.
    Con muchas de sus elecciones coincido: Don’t Be Shy de Cat Stevens al comienzo de Harold and Maude, Tubular Bells de Mike Olfield en The Exorcist, Everybody’s Talking de Harry Nilsson en Midnight Cowboy… Crowe llega a introducir dentro de su Top Ten a Cucurrucucú Paloma, tal como la usa Almodóvar en Hable con ella. Pero por supuesto, toda lista similar es subjetivísima; el mismo Crowe admite que escribiría una distinta cada día, de acuerdo al humor del momento.
    ‘Una gran película no necesita música para existir, y una canción maravillosa ya es una película perfecta en nuestra imaginación. Pero a veces el matrimonio funciona y el resultado es una explosión que ensalza a ambas obras y arrulla nuestras almas en el camino’, dice Crowe.
    ¿Qué momentos de fusión cine-canción elegirían ustedes? Yo creo que el uso que Kubrick hizo de Singing in the Rain en La naranja mecánica es particularmente inolvidable, así como el modo en que empleó música de Richard Strauss para 2001. Pienso en The End de The Doors al comienzo de Apocalypse Now: sublime. Y como Crowe se ve impedido de decirlo por lógica modestia, aprovecho para decir que sus películas suelen incluir esos momentos mágicos: con canciones de Springsteen y Tom Petty en Jerry Maguire, con Tiny Dancer de Elton John en Almost Famous, y muy especialmente con In Your Eyes de Peter Gabriel en Say Anything.
    ¿Quieren más? Moonriver por Audrey Hepburn en Breakfast at Tiffany’s. Las canciones de Aimee Mann en Magnolia (una de las cuales Crowe hizo jugar de manera magnífica en Maguire). Tarantino tampoco es manco en este rubro, empezando por la forma en que usó Stuck in the Middle with You en Reservoir Dogs.
    En fin: los escucho.



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10 de mayo de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Insensatez

Poco después de casarme por primera vez, una amiga me regaló una gata siamesa. Le pusimos Marilyn, sin pensar que los nombres tienen peso simbólico. Una noche de jueves –hablo de la segunda mitad de los años 80-, mientras cenábamos viendo División Miami (les avisé que se trataba de los ochentas), la gata de meses saltó con la intención de pararse en el filo de la ventana. Por más gata que era, calculó mal. Y siguió de largo. Cayó la altura de dos pisos de apartamento viejo, golpeando el suelo con la cabeza. Cuando la rescaté sangraba por los ojos.
    El veterinario hizo lo que pudo. Le conectó una vía de suero y me recomendó que no alentase muchas esperanzas. Mientras aguardaba la reacción de Marilyn, me preguntaba: si se puede sufrir con esta intensidad a causa de un animal al que casi no se conoce, ¿cómo sufrirá uno en caso de que el lastimado sea su propio hijo?
    La gata se recuperó, aunque nunca del todo. De cualquier forma, la pregunta que me azuzó aquella noche se quedó conmigo. A veces pienso que tuve hijos tan sólo porque logré ignorarla, porque el impulso de vida y de amor fue más fuerte, o cuanto menos más sagaz, que la lógica inapelable del interrogante.
     El sábado pasado se nos cayó Bruno de la manera más tonta. De cabeza al suelo, desde la altura de una silla. Se marcó la cara, sangró por la boca. Todo indicaba que no había pasado nada grave, pero de todos modos lo llevamos a la guardia de un hospital. Allí le hicieron varias placas, que conservaré; en especial una que muestra de frente su cráneo pequeño y gracioso, con una mano que parece descender del cielo sobre él. (Mi mano, que lo sostenía para que no se moviese.) Como no había nada visible más allá de las escoriaciones, le preguntamos a la médica por lo invisible: si lo dejábamos dormir, por ejemplo, a pesar del golpazo en la cabeza.
    No pasó nada, por suerte. Pero esta tarde, cuando vi pasar a Bruno en brazos ajenos desde mi puesto frente al teclado, la facilidad con que resistí el impulso de levantarme a abrazarlo hizo sonar mis alarmas. Entonces recordé la anécdota de Marilyn, y me pregunté si el miedo que había experimentado ante el golpe de Bruno había levantado una barrera invisible entre él y yo; si el temor a perderlo no funcionaría como la excusa perfecta para conservarme a prudente distancia –tan lejos como fuese necesario para preservarme.
    Ahora voy a hacer save y a apagar este aparato para abrazar a mi hijo. Hay que ser insensato para privilegiar el amor por los otros a la autopreservación, y a mí me gusta creer que llevo mi insensatez con mucha elegancia.



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7 de mayo de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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¿El padre de nuestro escepticismo? (2)

Lo que objeta Schmidt de la expresión ‘padre del escepticismo’ es que sugiere que la responsabilidad de ser escépticos no es nuestra, sino de otro. En este caso de Alfonsín, a quien se le achacaría el peso de nuestro descreimiento.
    Yo sospecho que buena parte de la decepción que Alfonsín nos produjo aquella Semana Santa infame se debe, precisamente, a la tentación tan común entre argentinos de confundir liderazgo con paternidad. Racionalmente entendemos que un Presidente es el primero entre los servidores públicos, que cada uno de sus actos está sujeto a escrutinio y será juzgado no por sus intenciones sino por sus resultados. Pero por dentro, de la manera más irracional, seguimos esperando que se comporte como un Padre mítico: inspirándonos, marcando el camino, otorgándonos las oportunidades en bandeja, poniéndonos límites y premiándonos con caramelos cuando hacemos algo bien. Pensamiento mágico, por cierto, pero muy útil en la medida en que ayuda a prolongar eternamente nuestra infancia: mientras haya un Padre al que culpar por nuestros desvelos, ¿quién necesita convertirse en padre de sí mismo, asumiendo las riendas de su destino?
    En lo que coincido con Schmidt es que la línea final del texto de Marchetti dista de ser feliz, aunque más no sea porque se presta a equívocos. Yo no creo que exista motivo alguno y mucho menos muerte alguna que pueda acabar con nuestra esperanza. Y conste que escribo desde un país nublado con pronóstico de vendavales cría tsunamis que de seguir en este curso (ayudado, por cierto, por la sumatoria de errores del elenco oficial) va a terminar llevando al poder a la derecha más turra y más miserable por la vía de las urnas, mientras cunde –Schmidt dixit- ‘el miedo al pobre, al negro, a los condenados a las harinas y a la exclusión’.
    Schmidt sugiere que decir que ya no hay esperanza significa que no queda nada que hacer, más que abandonarse a lo que venga (‘A drogarse. O a robar’), lo cual entrañaría una complicidad con el estado de cosas, un pase libre ‘para traicionar mejor’. Claro que también la muerte de la esperanza a manos de Alfonsín podría equivaler al célebre apotegma según el cual, si Dios no existe, todo nos resulta posible –empezando por la transformación más profunda.
    Ojalá haya más intercambios como los de Marchetti-Schmidt. Ayudan a pensar.



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7 de mayo de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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¿El padre de nuestro escepticismo?

En la edición local de la Rolling Stone hay un artículo de Esteban Schmidt llamado Raúl Alfonsín y la República perdida. Allí se intenta reflexionar, más que sobre la figura del ex Presidente, sobre el fenómeno que su muerte desató entre los seguimos aquí. Schmidt menciona, por ejemplo, un texto que el periodista y músico Pablo Marchetti leyó al otro día de la muerte de Alfonsín en el auditorio de la cooperativa La Vaca. Lo reproduzco completo tal como lo hace Schmidt, porque me parece que vale la pena.
    El problema no es/ ni el punto final/ ni la obediencia debida/ ni el felices pascuas/ ni la casa está en orden/ ni la masacre en la tablada/ ni haber dicho que las madres/ de plaza de mayo/ eran desestabilizadoras/ ni la economía de guerra/ ni llamar héroes de malvinas/ a un montón de militares golpistas/ ni el pacto de olivos/ ni haber ordenado/ un pedido de captura internacional/ para juan gelman. El problema es/ que hoy murió el padre/ de nuestro escepticismo y esa muerte/ no nos deja ninguna/ esperanza.
    Schmidt no se priva de arrojarle a Marchetti un dardo tentador, comparando la estructura del texto con la canción de Ricardo Arjona llamada El problema. (Por favor no me obliguen a reproducir su letra…) Lo que sí le cuestiona ya seriamente, más allá de algunas imprecisiones de la lista, es el concepto de Alfonsín como ‘padre de nuestro escepticismo’ y la conclusión que Marchetti desprende de ese título como si fuese inevitable: esto es, el hecho de la aparente pérdida de toda esperanza.
    Yo creo entender la intención de Marchetti. Cuando los militares se levantaron contra el gobierno democrático en 1987 y miles de personas acudimos a la Plaza de Mayo en defensa del sistema (encarnado entonces por Alfonsín, como primus inter pares), la reacción del entonces Presidente nos rajó el velo del alma. ¿Ceder ante los militares prometiéndoles impunidad, anunciarnos economía de guerra y pedir que ajustásemos nuestros cinturones para después echarnos de allí con un felices pascuas, la casa está en orden? Ninguno de los que estuvimos entonces allí (si mi memoria no falla fui en compañía de los periodistas que años más tarde fundarían la cooperativa La Vaca, Claudia Acuña y Sergio Ciancaglini) conserva otra cosa que un recuerdo traumático del asunto. Si alguien dice que su escepticismo comenzó aquella noche, estaría expresando un sentimiento que en buena medida comparto.
    El ruido lo introduce esta cuestión de la ‘paternidad’. Pero ya escribí demasiado por hoy. Si me disculpan, la termino mañana.



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6 de mayo de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Autobiografía póstuma de un grande

Ayer pesqué en el New Yorker un texto póstumo de James Graham Ballard, titulado The Autobiography of J. G. B. Es un relato muy simple y lleno de gracia, sobre un hombre llamado B que –como Ballard- vive en Shepperton y despierta un día para encontrarse solo en el vecindario. Sin luz, y por ende sin radio ni TV ni internet, sale de paseo en su auto y no encuentra más que rutas y calles vacías. De manera sistemática empieza a explorar los alrededores. Cruza el Támesis, visita Londres… y nada. Busca explicaciones para el asunto en las oficinas de Scotland Yard, se mete en las Casas del Parlamento y no consigue otra cosa que respirar ‘su aire estancado’. Finalmente se concentra en su supervivencia: comidas no perecederas, combustible en abundancia que puede tomar sin que nadie proteste… Los únicos seres vivos que encuentra son las aves del zoológico, a las que libera de inmediato. Pronto Shepperton se convierte en ‘un aviario increíble’, lleno de pájaros de cada especie –además de B, por cierto.
    Entonces llega la frase final, tan simple como devastadora:
    “Y así el año terminó pacíficamente, y B estaba listo para comenzar su verdadero trabajo”.
    El maestro Ballard concibió un cielo en que el escritor podía hacer lo que más le gustaba sin que nada ni nadie lo molestase.
    Ojalá lo haya obtenido. Lo único que lamento es no poder leer las cosas que escribirá a partir de ahora, por lo menos hasta que no reencarne yo en un pájaro.



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5 de mayo de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Déjame entrar

Llegué a Let the Right One In porque me habían dicho que era una estupenda película de vampiros. Pero si me gustó fue precisamente por la sagacidad con que utiliza los elementos del género: la cuestión de los vampiros es apenas un recurso narrativo que siempre aporta misterio, pero la esencia de Let the Right One In pasa por otro lado. El film del sueco Tomas Alfredson es, por encima de toda otra consideración, una historia de amor entre dos inadaptados. Una suerte de Midnight Cowboy preadolescente –lo cual incluye, por cierto, la marginalidad y ambigüedad sexual del original.
    Basada en una novela de John Ajvide Lindqvist, Let the Right One In (título que remite a una canción de Morrissey, el rey de los inadaptados) cuenta la historia del pequeño Oskar y de su amor por su nueva vecina, la vampiro Eli. Hijo de padres separados, Oskar sabe que no puede contar con uno ni con otro. En la escuela es víctima recurrente de sus compañeros, liderados por un tal Conny. La llegada de Eli al vecindario (de hecho se muda al apartamento contiguo al de Oskar) significa primero una compañía para su soledad, y después un aliciente para enfrentarse a los matones que lo atormentan. Pronto se están pasando mensajes en Morse a través de la pared.
    La improbable relación entre ambas criaturas se concreta porque aun cuando Oskar descubre quién es Eli en realidad (en lo que hace a su condición de vampiro, y a la zona gris de su sexualidad), la acepta tal cual es. Por supuesto que las costumbres de Eli le producen un profundo rechazo, pero Oskar logra cruzar ese puente una vez que acepta el pedido que Eli le formula: ‘Sé quien soy aunque más no sea por un instante’. Si todos nos pusiésemos en el lugar del otro tal como Eli lo solicita, si todos invitásemos al otro a entrar en nuestra casa como presupone el folklore en torno de los vampiros, ¿no sería nuestro mundo infinitamente más amable?
    Dejen de lado la cuestión de los vampiros. Más allá de su violencia y de su oscuridad, Let the Right One In es una de las películas más tiernas que he visto en mucho tiempo.
    Y para aquellos que se quedaron con la duda: la palabra que Oskar le comunica a Eli en la escena final, con golpecitos en clave Morse, es la siguiente: k-i-s-s.



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4 de mayo de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Dignamente indignado (2)

Siguiendo la línea del cuento de Ray Bradbury, Mariana Enríquez confiesa que su temor es devenir en uno más del coro. ‘…Nadie está exento de convertirse en un Indignado y sumarse a esas filas de bocas incansables y palmas, de baba y presión alta, de multitud casi lista para linchar, y no pensar, y congratularse, y seguir adelante’, dice en su artículo de la revista Lamujerdemivida. No pude evitar el recuerdo de Las ménades, un cuento de Cortázar que siempre me gustó mucho y que expresa otra manifestación de histeria colectiva, otro éxtasis violento.  
    El hecho de que el rictus y el graznido de los Indignados repugne a nuestras almas no debería inducirnos al error. Dejar de indignarnos tan sólo para no parecernos a los Indignados sería tan sólo una nueva variante del no pensar y del congratularse, al igual que las muletillas que se repiten en esas fauces bramantes: ‘Esto ya no da para más… ¡Ya no se puede vivir así!’
    Porque si de algo estoy seguro es de que las razones para la indignación abundan. En todo caso, estamos mucho menos indignados de lo que deberíamos. Este mundo fabrica injusticias escandalosas a diario. Lo jodido es que además fabrica distracciones, lanza cortinas de humo y nos provee de válvulas de escape que alivian la presión. Esa gente que aparece en la televisión frunciendo la jeta y elevando el tono mientras repite lugares comunes no expresa indignación verdadera, y mucho menos indignación sincera. Lo que hace es abandonarse a un mini brote psicótico socialmente aceptado, al igual que los fragores en el estadio de fútbol, la violencia en los comentarios de los foros de internet y ciertas manifestaciones callejeras. Al mejor estilo de El gatopardo de Lampedusa (y de Visconti, por cierto), se trata de una efusión que no sirve para cambiar nada –pero sirve, eso sí, para masajear la conciencia y el ego del Indignado y dejarlo satisfecho mientras dure el efecto del narcótico.
    Como dijo Mónica López Ocón la otra noche, como sostiene Esteban Schmidt en su artículo de la revista, ‘la mejor indignación es la que se vuelve acción, como obra de arte o como programa político’. He ahí un problema esencial de nuestras sociedades: que la rebeldía real ya (casi) no existe, o tal vez que la rebeldía real no es televisada ni se expresa por las radios comerciales. En otros tiempos hubo ideologías, canales naturales de participación, agrupaciones políticas de base, movimientos culturales. Hoy lo que ocupa ese rol social es ‘la señora de los anteojos enormes de carey y tintura Koleston’ que vocifera desde el noticiero, como dice Mariana. Hoy la línea del esto ya no puede seguir así no la marca un Che Guevara ni un Gandhi sino Susana Giménez, que indignadísima decreta, cual Moisés bajando de la montaña: el que mata tiene que morir.
    Parafraseando a Schmidt: convirtamos a nuestra digna indignación en una de las bellas artes.



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1 de mayo de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Dignamente indignado

El último número de la revista Lamujerdemivida –se escribe así, todo junto- se dedica a un tema que parece estar de moda: la indignación. Al menos en mi país, los ánimos están tan crispados que es fácil inferir que la indignación puede convertirse en un modo de vida. Nos indignamos por todo, lo cual supone que, al menos en cierta medida, igualamos todos los temas como si revistiesen la misma importancia: el dengue, el cambio de mano de la avenida Pueyrredón, las picardías preelectorales, la aparente predisposición al delito de los adolescentes marginales –en cualquier momento alguien va a pedir que se baje la edad de imputabilidad de los cerdos, que han tenido el descaro de contagiarnos su gripe.
    Algunos de los colaboradores de la revista conversaron anoche con el público, desde el foro de la librería Eterna Cadencia. Mónica López Ocón separó las aguas: existe una indignación legítima, porque sus causas lo son y porque se traduce en acción, y existe una indignación social, la clase de protesta que nos hace quedar bien en tanto nos diferencia de los ímprobos, convirtiéndonos –por definición- en probos. Esteban Schmidt se refirió a los indignados profesionales que se expresan por internet, sacándole el jugo hasta la última gota a la posibilidad de hablar mal de todo y de todos –especialmente de aquellos que ya han dejado una marca, buena o cuestionable, en este mundo. Y Mariana Enríquez, que llegó tarde por culpa de un embotellamiento en la avenida Córdoba, refirió la fresca indignación del taxista que la llevó hasta la librería, un hombre que le achacaba el corte de la avenida al Día del Animal. Ya ni las bestias se libran de nuestra sagrada indignación…
      En su texto de la revista, Mariana remite a un cuento de Ray Bradbury llamado La multitud. Según dice, trata de un hombre que descubre que todos los curiosos que acuden a la escena de un accidente son siempre los mismos. Mariana cree que, de igual modo, los indignados que aparecen a toda hora por la TV son siempre los mismos: si uno baja el sonido y se abstrae del discurso, las caras y los rictus se repiten. El peligro más grande de la indignación como modo de vida es que, de manera inevitable, nos compele a todos a adoptarlo. Por más que nos creamos distintos, el graznido indignado nos iguala.
    El tema es rico. La sigo mañana.



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30 de abril de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Las pestes

Una de las cuestiones que el brote de fiebre porcina pone de relieve es la fragilidad del hielo sobre el que se desliza nuestra vida. Este mundo hiperconectado por los medios de transporte es ideal para el acarreo de virus, habilitados para viajar de un extremo a otro del planeta en menos de veinticuatro horas. Cuando las autoridades sanitarias estén finalmente en condiciones de detectarlo, muchos de sus portadores podrían haberlo diseminado ya de Ushuaia a Osaka y de Ciudad del Cabo a Copenhague.
    ¿Se acuerdan de la histeria producida por el ébola? No la recuerdo aquí para alimentar nociones paranoicas (en algún sentido no queda otro approach que uno zen: estamos hermanados en este planeta para lo bueno y para lo malo, y lo que deba ser será), sino porque somos tan peculiares como especie que necesitamos este tipo de sacudones para devolver perspectiva a la existencia. Vivimos como si fuésemos a ser eternos; como si nuestras circunstancias (país, clase social, grado de educación y de picardía) pudiesen protegernos de los males que asuelan a los habitantes de otros países y hasta de otros parajes de nuestras ciudades, menos privilegiados que nosotros, menos dotados –menos egoístas.
    Asuntos como el de esta fiebre nos despabilan, trayendo al primer plano la igualdad raigal entre todos los miembros de esta especie. Hay males que no hacen distinciones de hemisferios, ni de fortunas, ni de clases sociales. Epidemias como ésta hieren a tirios y a troyanos, a justos y a pecadores. Lástima que tengamos una tendencia tan grande a olvidar que también hay bienes que se nos brindan por igual, empezando por el don de la vida al que relativizamos tan pronto podemos, al mejor estilo del Orwell de Animal Farm –¿o acaso no hay vidas, en este mundo, que son mucho más vidas que otras?
    El miedo razonable y la conciencia de que existen fuerzas más grandes que la de la propia voluntad no deberían deprimirnos, sino por el contrario, llenar de sentido cada elección de cada día y también cada gesto.
    Mi corazón está hoy con todos aquellos que han perdido a alguien, con todos aquellos que han caido enfermos, con todos aquellos que no pueden dormir pensando en el castillo de naipes de su existencia. Y muy en particular con Fernando Esteves y su familia, a quienes sé en México.
    Este es uno de esos días en que no olvidaremos abrazar a los que amamos.



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29 de abril de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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El misterio de Charles Dickens

¿Cuánto hace que no leen una de esas novelas que no se pueden dejar?
    Yo estoy leyendo una que se llama Drood, escrita por un tal Dan Simmons, de quien hasta ahora, por cierto, ni siquiera había oído hablar. Es verdad que parece un libro escrito para mí: una historia de horror que tiene a mi venerado Charles Dickens por protagonista, a su gran amigo Wilkie Collins –el autor de The Moonstone- como narrador y a la novela inconclusa de Dickens The Mistery of Edwin Drood como centro de un misterio.
    Hasta ahora lo habitual era que dos o más películas surgiesen en simultáneo disputándose el mismo tema: ocurrió con un par de films sobre volcanes en erupción, con los proyectos sobre Alejandro el Grande (Oliver Stone lo concretó, Baz Luhrmann lo abandonó) y las versiones de King Lear que andaban en danza –de las cuales, según leí, sólo la de Michael Radford con Al Pacino seguiría en pie. Pero que aparezcan en simultáneo dos novelas que tratan el mismo tema –en este caso, los enigmas en torno a esta inusual novela de misterio que Dickens estaba escribiendo cuando murió- es verdaderamente más extraño. Además de Drood acaba de salir The Last Dickens de Matthew Pearl, el autor de otros libros que utilizan a escritores célebres como personajes en el centro de sus historias: The Dante Club y The Poe Shadow. Como me pareció que Pearl recurría a una fórmula, opté por Drood. Y hasta el momento –voy por la página 312 de 773- no me he arrepentido para nada.
    Drood está llena de guiños para aquellos familiarizados con Dickens y Collins, al tiempo que hila un misterio que compele a seguir devorando páginas hasta horas insensatas. No me extraña nada que Guillermo del Toro haya comprado los derechos de Drood para el cine. Si la película de Guy Ritchie que pretende relanzar la figura de Sherlock Holmes tiene éxito, seguramente esta historia que utiliza a Dickens y Collins como una suerte de Holmes y Watson entrará en un fast track que le permitirá acceder a una pronta producción.
    Los dejo aquí para seguir leyendo un poco más, a pesar de que la madrugada me ha sorprendido de pie. Y después les cuento…



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27 de abril de 2009
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