Marcelo Figueras
El último número de la revista Lamujerdemivida –se escribe así, todo junto- se dedica a un tema que parece estar de moda: la indignación. Al menos en mi país, los ánimos están tan crispados que es fácil inferir que la indignación puede convertirse en un modo de vida. Nos indignamos por todo, lo cual supone que, al menos en cierta medida, igualamos todos los temas como si revistiesen la misma importancia: el dengue, el cambio de mano de la avenida Pueyrredón, las picardías preelectorales, la aparente predisposición al delito de los adolescentes marginales –en cualquier momento alguien va a pedir que se baje la edad de imputabilidad de los cerdos, que han tenido el descaro de contagiarnos su gripe.
Algunos de los colaboradores de la revista conversaron anoche con el público, desde el foro de la librería Eterna Cadencia. Mónica López Ocón separó las aguas: existe una indignación legítima, porque sus causas lo son y porque se traduce en acción, y existe una indignación social, la clase de protesta que nos hace quedar bien en tanto nos diferencia de los ímprobos, convirtiéndonos –por definición- en probos. Esteban Schmidt se refirió a los indignados profesionales que se expresan por internet, sacándole el jugo hasta la última gota a la posibilidad de hablar mal de todo y de todos –especialmente de aquellos que ya han dejado una marca, buena o cuestionable, en este mundo. Y Mariana Enríquez, que llegó tarde por culpa de un embotellamiento en la avenida Córdoba, refirió la fresca indignación del taxista que la llevó hasta la librería, un hombre que le achacaba el corte de la avenida al Día del Animal. Ya ni las bestias se libran de nuestra sagrada indignación…
En su texto de la revista, Mariana remite a un cuento de Ray Bradbury llamado La multitud. Según dice, trata de un hombre que descubre que todos los curiosos que acuden a la escena de un accidente son siempre los mismos. Mariana cree que, de igual modo, los indignados que aparecen a toda hora por la TV son siempre los mismos: si uno baja el sonido y se abstrae del discurso, las caras y los rictus se repiten. El peligro más grande de la indignación como modo de vida es que, de manera inevitable, nos compele a todos a adoptarlo. Por más que nos creamos distintos, el graznido indignado nos iguala.
El tema es rico. La sigo mañana.