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Escrito por

Marcelo Figueras

Marcelo Figueras (Buenos Aires, 1962) ha publicado cinco novelas: El muchacho peronista, El espía del tiempo, Kamchatka, La batalla del calentamiento y Aquarium. Sus libros están siendo traducidos al inglés, alemán, francés, italiano, holandés, polaco y ruso.   Es también autor de un libro infantil, Gus Weller rompe el molde, y de una colección de textos de los primeros tiempos de este blog: El año que vivimos en peligro.   Escribió con Marcelo Piñeyro el guión de Plata quemada, premio Goya a la mejor película de habla hispana, considerada por Los Angeles Times como una de las diez mejores películas de 2000. Suyo es también el guión de Kamchatka (elegida por Argentina para el Oscar y una de las favoritas del público durante el Festival de Berlín); de Peligrosa obsesión, una de las más taquilleras de 2004 en Argentina; de Rosario Tijeras, basada en la novela de Jorge Franco (la película colombiana más vista de la historia, candidata al Goya a la mejor película de habla hispana) y de Las Viudas de los Jueves, basada en la premiada novela de Claudia Piñeiro, nuevamente en colaboración con Marcelo Piñeyro.   Trabajó en el diario Clarín y en revistas como El Periodista y Humor, y el mensuario Caín, del que fue director. También ha escrito para la revista española Planeta Humano y colaborado con el diario El País.   Actualmente prepara una novela por entregas para internet: El rey de los espinos.  Trabajó en el diario Clarín y en revistas como El Periodista y Humor, y el mensuario Caín, del que fue director. También ha escrito para la revista española Planeta Humano y colaborado con el diario El País. Actualmente prepara su primer filme como director, una historia llamada Superhéroe.

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Perlas ocultas

Veo que todos nos hemos enfrentado alguna vez a obras pretendidamente gigantescas que, al menos para nosotros, terminaron teniendo pies de barro…
    También es posible que hayamos chocado con textos inexpugnables en un tiempo de la vida en que estábamos verdes para acometerlos; o, por el contrario, que hayamos leído entonces textos que nos parecieron geniales y tememos revisitar, por miedo a que ahora nos decepcionen. No sé, por ejemplo, qué me pasaría si leyese hoy El juego de abalorios de Hermann Hesse, que hace treinta años me pareció la profundidad encarnada. O Crónicas marcianas, por ejemplo. (Alguien me dijo hace poco que la vieja traducción de Minotauro era incluso mejor que el original…)
    Como hijos inexorables del Quijote, cargar contra ciertos mamotretos endiosados por la crítica nos produce satisfacción: se trata, a fin de cuentas, de lo que en términos folletinescos podríamos denominar la venganza del lector.
    Sin embargo yo soy de los que sienten más placer hablando bien de una novela (o película, o serie) que destrozándola. Y más aún cuando estoy seguro de haber encontrado un diamante entre el carbón de la mina. La sensación de recomendarle a otros algo que descubrimos en medio de tanta hojarasca, es de un placer inenarrable: como compartir un secreto delicioso.
    ¿Tienen alguno de estos descubrimientos para compartir conmigo? ¿Libros de los que no suele hablarse, que no fueron best-sellers ni figuran en ningún Top Ten de la crítica más reputada?
    Yo suelo socializar mis descubrimientos por este medio. Miro en derredor tan sólo para percatarme de que he hablado con ustedes de la mayor parte de los libros que, habiéndome impactado, me rodean. Para rebuscar en pos de viejas joyas debería ir a la otra biblioteca, la del fondo de mi casa. Pero puedo hablar con ustedes de un libro que terminé hoy y me emocionó profundamente: se llama The Graveyard Book y es de Neil Gaiman.
    Famoso como autor de comics (The Sandman) y relatos fantásticos (Anansi Boys), Gaiman también ha escrito libros (semi)infantiles como Coraline, que hace poco se transformó en película. The Graveyard Book (literalmente, El libro del cementerio) es de esas novelitas de las que los adultos escapan por creerlas infantiles y que asustan a muchos niños porque lidian con cuestiones oscuras. En cualquier caso, The Graveyard Book es una lectura gozosa para todos aquellos que, como yo, vivimos en una zona de duermevela que nos impide siempre ser del todo adultos.
    La historia de Nobody Owens, un niño que queda huérfano cuando bebé y es criado por los fantasmas del cementerio, me pareció encantadora, entre otros motivos, porque va a contrapelo de los tiempos: en un mundo que pretende educarnos a partir de las cosas que podríamos ganar, los fantasmas forman a Bod en lo que Elizabeth Bishop llamó el arte de la pérdida.
    Terminé de leer sus últimas páginas después de encontrarme con un amigo que venía de perder algo muy precioso, y por eso el libro me conmovió todavía más. Agrego este último dato porque sé que mi amigo lo apreciará, dado que en su momento le presté la novela: entre la gente a quien Gaiman le agradece al final está Audrey Niffenegger, la autora de una maravillosa novela que vuelvo a recomendar aquí, The Time Traveller’s Wife –otra historia exquisita sobre el arte de la pérdida.
    ¿Y ustedes, que perlas ocultas tienen para compartir?



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28 de julio de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Clásicos con contraindicaciones

Ya que estábamos hablando de la necesidad, pero ante todo del deseo de conversar sobre libros… Hace unos días, en un blog que no recuerdo del todo (mea culpa, todavía ocurre que a veces uno recuerda contenido y no continente), le proponían a los internautas una lista de clásicos de esos que figuran en casi todos los cánones y que sin embargo, de acuerdo al autor, convendría saltearse para dedicar el tiempo a mejores cosas –o cuanto menos, a mejores libros.
    La inclusión de Cien años de soledad entre esos títulos sorprenderá a los hispanoamericanos. (Aunque por supuesto, no a todos de manera negativa: hay mucha gente que la considera ilegible y se pierde en la maraña de Buendías a las veinte páginas.)
    Pero hay que decir que el listado de clásicos-a-evitar es impecablemente democrático, viniendo de un periodista y crítico norteamericano que de acuerdo a su confesión promedia los treinta años: entre aquellos muñecos a los que descabeza están Don De Lillo (cuya novela White Noise sería ‘una crítica social con la profundidad y el insight del adolescente promedio’), William Faulkner (Absalom, Absalom estaría llena de ‘frases diarreicas que no hacen más que llamar la atención sobre su ornamentación sobrecocida’), Cormac McCarthy (de quien se confiesa fan, pero no en el caso de The Road), John Dos Passos (por la trilogía USA), Jack Kerouac (por On the Road) ¡…y hasta tiene el tupé de meterse con Charles Dickens! (OK, OK, concedo que Historia de dos ciudades está lejos de ser el mejor de sus esfuerzos…)
    Respecto de la novela de García Márquez, la define como “una fábula larga, sinuosa que procede siempre al mismo ritmo” y destaca el hecho de que todos los que la aman parecen personas carentes de humor.
    Por supuesto, esto es discutible –y esa es la gracia.
    Por eso mismo el periodista invita a los lectores a dejar sus comentarios para “secundar estos sentimientos o decir que estamos locos, y para compartir sus propias sugerencias”.
    Como –insisto- copié el texto de aquel post pero no su procedencia, los invito a hacer lo propio aquí. ¿Qué libros sagrados agregarían ustedes a esta lista de mucho-prestigio-pero-pocas-nueces?



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27 de julio de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Otro corazón de las tinieblas (6)

El destino del ‘muchacho’ que protagoniza Blood Meridian es anticipado, a modo de profecía, al promediar la novela, cuando a consecuencia de un acto de misericordia –el ‘muchacho’ es el único que se ofrece a ayudar a un herido que forma parte, como él, de la banda de Glanton-, aquel a quien McCarthy llama ‘el ex sacerdote’ le vaticina:
    “Tonto, le dijo. Dios no te amará para siempre… ¿No sabes que te llevará con él? Te llevará, chico. Como una novia al altar”.
     Este acto de simple caridad pone al ‘muchacho’ en la mira del juez Holden, lo vuelve singular ante sus ojos. Holden está convencido de que este mundo no pertenece a aquellos dispuestos a imitar la perfección del padre ausente, sino a aquellos que expresan la frustración que entraña su orfandad.
    Más adelante, cuando la banda de Glanton es diezmada y sólo sobreviven unos pocos, ‘el muchacho’ pierde –con deliberación, se sugiere- la oportunidad de matar a Holden. Esa es su debilidad, le enrostrará el mismísimo juez poco después, cuando lo encuentre en la cárcel y lo acuse de ser responsable del fin de Glanton & Co. Del mismo modo que al comienzo, cuando difamó al sacerdote con mentiras que nadie cuestionó, Holden dice a las autoridades que ‘el muchacho’ conspiró con los indígenas para acabar con Glanton, y merece por tanto la horca.
    A continuación le explica la razón por la cual lo traiciona de esa manera. En esencia, el juez está devolviéndole la traición que cree haber recibido de su parte. “¿Acaso no sabes que te habría amado como un hijo? …Hablé en el desierto para ti y sólo para ti e hiciste oídos sordos. Si la guerra no es sagrada el hombre no es más que arcilla antigua… Lo que une a los hombres, dijo, no es compartir el pan sino compartir los enemigos… Nuestras animosidades ya estaban formadas y esperando incluso antes de que nos encontrásemos”.
    A pesar de que las palabras suenan portentosas, como siempre en boca del juez, lo que Holden plantea al ‘muchacho’ es simple: este no es un mundo para los que determinan sus actos ateniéndose a una moral que parte de la igualdad esencial entre los hombres, para los que sienten piedad por sus congéneres, para los que prefieren compartir el pan a matar. Es, más bien, un mundo para aquellos que no encuentran nada sagrado más allá de la violencia. Holden le ha ofrecido al ‘muchacho’ una oportunidad dorada: la de matar al Padre que lo ha convertido en lo que es –es decir, él mismo.
    Pero ‘el muchacho’ se ha negado a hacerlo. Lo cual no deja más que una única salida al drama que han venido interpretando, ese rito que viene oficiándose desde el comienzo de los Tiempos: no existe otra opción, o Zeus mata a su padre Kronos para evitar ser muerto por él, o Kronos hará lo que siempre ha hecho –esto es, devorarse a sus hijos.
    El final, de una ambigüedad sublime, llega mediante un recurso al que McCarthy volvería en No Country for Old Men: en el momento clave, donde la situación entre protagonista y antagonista se resuelve, el escritor aparta la vista y un testigo sólo atina a decir Good God almighty, la frase que juega el mismo rol de the horror, the horror en este otro corazón de las tinieblas.
    No porque McCarthy sienta prurito alguno, eso está claro. El narrador se ha pasado la novela entera describiendo situaciones horrendas sin siquiera parpadear. Más bien lo hace, intuyo, por una de estas dos razones o por las dos a la vez (yo también estoy indeciso al respecto, como aquel personaje respecto de Holden): para plantear que lo que ocurre es todavía más abominable que lo que ya se ha mostrado, y por lo tanto es literalmente inenarrable; o para escamotearle al lector la sensación de un final, la catarsis tranquilizadora, de modo de establecer que la historia no termina allí, en las páginas finales, del mismo modo en que está lejos de terminar aquí, en nuestras propias vidas.
    El enfrentamiento entre los que sienten empatía por sus congéneres y los que practican la Danza de la Muerte sigue ocurriendo a diario, tal como las noticias lo demuestran.
    Por muchos motivos, pero también por éste, Blood Meridian de Cormac McCarthy es una novela llamada a perdurar.

………………………………………..

Les pido disculpas por haberlos abrumado todos estos días con mi obsesión por Blood Meridian. Pero me pareció que se trataba de ese objeto tan inusual, un libro verdaderamente importante; y quise tratarlo con el respeto que la dimensión de la obra me inspiraba. Al mismo tiempo necesitaba hacerlo para tratar de entender por qué la novela me asolaba tal como lo hacía, incluso durante mis sueños. Quizás por deformación profesional, a menudo no termino de descular ciertos temas, o problemas, hasta que escribo sobre ellos: es mi mejor manera de pensar.
    Por lo demás debo decir que me resultó muy útil el debate que sobre el libro iniciaron cuatro periodistas del blog The A.V. Club, y que pueden consultar a través de este link: http://www.avclub.com/articles/blood-meridian-leonard-pierces-comments,28893/. La idea del espacio es muy sencilla -¡discutir libros!-, y al visitarlo me di cuenta de que realmente hacía falta un sitio así.



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24 de julio de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Otro corazón de las tinieblas (5)

“Lo que el hombre piense sobre la guerra no importa. La guerra permanece”, dice el juez Holden en uno de esos momentos donde deja de ser cruel para mostrarse locuaz. “Sería como preguntarle al hombre qué opina de la piedra. La guerra siempre estuvo aquí. Antes de que el hombre fuese, la guerra ya lo esperaba. El oficio supremo esperando a su practicante supremo. Esa es la forma en que siempre fue y será”.
    A nadie le gusta admitir que la guerra es el oficio supremo, aunque la lectura de cualquier diario serio (este es un adjetivo que usaremos cada vez más, dado que decir ‘ver un noticiero’ o ‘leer un diario’ no alcanza para definir un compromiso verdadero con lo real) es más que suficiente para separar nuestros deseos y esperanzas de la infatigable industria de la violencia. Pero nadie en sus cabales objetará la definición de Holden sobre el hombre como su “practicante supremo”. Sobre la naturaleza de esta compulsión, el juez patibulario también tiene algo para decir:
    “Si Dios tuviese la intención de intervenir en la degeneración de la humanidad, ¿no lo habría hecho ya hace rato? Los lobos purgan sus propias filas, amigo. ¿Qué otra criatura podría hacerlo? ¿Y no es la raza del hombre todavía más predatoria?”
    La mención a la prescindencia de Dios no es casual. En el universo de Blood Meridian –porque uno desea con todas las fuerzas que sea un universo otro, por pretérito o por paralelo, pero nunca el nuestro-, la violencia es consecuencia del abandono de Dios y del silencio que el hombre cree haber recibido por herencia.
    Este reclamo sordo, que se traduce en los hechos como retaliación (inútil, puro sonido y furia, pero retaliación al fin), estalla en Blood Meridian cada pocas páginas. No es casual que el juez Holden haga su irrupción abortando el sermón de un reverendo a quien acusa de impostor: lo expone con deliberación a la turba, que pasa del gesto pío a la intención linchadora sin escalas, a pesar de que nunca lo ha visto ni oído de él en su vida –por puro esprit de joie.  
    Del cielo llegan las flechas de los indígenas, masacrando a la gente que ha buscado cobijo en la iglesia devenida prisión. Un ermitaño le dice a ‘el muchacho’: “Cuando Dios hizo al hombre el diablo estaba junto a su codo”. Otro comenta al pasar: “El infierno todavía no se llenó ni siquiera a medias”. Y la imagen crística más clara y patente de la novela está encarnada no en un hombre, sino en un caballo que ha sido víctima –como la especie toda, acorde a la leyenda- de una serpiente que lo ha mordido en la nariz. “…y esta cosa estaba parada ahora en el recinto con su cabeza enormemente hinchada y grotesca como un equino fabuloso concebido para una tragedia ateniense”. Ya se trate del panteón griego o del Dios monoteísta, esta sensación de estar formando parte involuntaria de una tragedia montada por otro se repite de tanto en tanto entre los personajes. La banda de Holden cabalga “como hombres investidos por un objetivo cuyos orígenes los antecedían, como herederos sanguíneos de una orden al mismo tiempo imperativa y remota”.
    En un alto Holden se pone a contar una historia, que habla de un joven viajero y del hombre que primero lo invita a su casa y después lo mata por pura envidia. La anécdota parece haber llegado a su fin después de ese sacrificio, una Pasión sin sentido, cuando Holden la somete a una vuelta de tuerca: lo importante, dice, es que el joven viajero esperaba un hijo que nacerá condenado de antemano, dado que toda la vida “tendrá delante suyo el ídolo de una perfección a la que jamás podrá acceder. El padre muerto ha despojado al hijo de su patrimonio. Porque el hijo tiene derecho a la muerte del padre de la que es heredero, tanto más que de sus bienes”. Esa es la visión que Holden tiene de nuestra especie, que se supone hija de un padre que encarna todas las gracias y al que jamás ha podido conocer. “Está roto en presencia de un dios congelado –concluye Holden- y nunca encontrará su camino”.

(Continuará.)



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21 de julio de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Otro corazón de las tinieblas (4)

Holden lleva un título que nadie le cuestiona, aun cuando no parece responder a ningún tribunal de este mundo. En algún momento alguien se pregunta: “¿Juez de qué?”, y al no obtener respuesta, se cuida de repreguntar. Quizá porque la autoridad que trasunta es natural: no hay nadie en toda Blood Meridian que no esté seguro de que Holden pertenece a otra categoría de lo humano –esto es, si es que en efecto es humano.
    Para mayor contraste en compañía de gente tan hirsuta y desaliñada, Holden es calvo por completo. Tampoco tiene cejas ni pestañas ni matorrales en nariz y orejas. Durante una de las ocasiones en que se desnuda –que no son pocas-, demuestra que la totalidad de sus pliegues y orificios están limpios de vellos, casi como si se tratase de un recién nacido… o de alguien que está más allá de los atributos naturales / culturales de lo masculino.
    En segundo término, Holden es enorme. Dado que Blood Meridian fue publicada en 1985, resulta difícil creer que a McCarthy no lo rondaba de una u otra manera el Kurtz de Marlon Brando en Apocalypse Now (1979), que más allá de su físico rotundo y de su calva lunar comparte con Holden otra serie de características: el hecho de ser un iluminado entre bárbaros, su propensidad a dar discursos sobre materias que nadie en derredor está en condiciones de comprender (por ejemplo geología) y su condición de guía en nuestro viaje hacia the horror, the horror –frase que ya estaba en el original de Joseph Conrad, que Coppola-Brando hicieron suya en Apocalypse y que McCarthy, sobre el final, evoca a sabiendas de que no puede ser superada; por eso se limita a poner en escena a un personaje que, habiendo sido testigo del último horror que Holden perpetra, musita: Good God almighty.
    El juez habla en más idiomas de los que sus compañeros pueden mencionar. Escribe de igual modo, y hasta en simultáneo, con dos manos, “como una araña”. Y lleva consigo un cuaderno donde dibuja las curiosidades geológicas que se topa en el camino, o copia los restos de una vieja armadura europea, o pinturas rupestres. Cuando uno de sus socios en la banda le pregunta porqué lo hace, Holden responde que su intención es “borrar esas cosas de la memoria del hombre”. Como suele completar su tarea destruyendo el original que acaba de copiar, Holden sugiere, primero, un deseo de apropiarse de ese conocimiento, de fagocitarlo; y en segundo lugar, la noción de que se tiene a sí mismo por algo distinto de un hombre.
    La novela entera abona esta ambigüedad ante la figura de Holden. En algún momento el narrador dice que el juez se conduce como “una gran deidad pálida”. En otro pasaje dice que “atravesó el fuego y las llamas no le hicieron nada como si en algún sentido fuese natural a su elemento”; al usar el verbo to deliver up, McCarthy sugiere a la vez que Holden ha sido parido, o por lo menos entregado a nosotros, por las llamas.  
    “Pensé que el juez había sido enviado a nosotros como una maldición”, reflexiona un personaje durante un alto en el camino. “Y sin embargo demostró que yo estaba equivocado. En ese momento, al menos. Ahora estoy indeciso otra vez”. Y el lector con él, oscilando constantemente entre la repulsión que Holden inspira –es un hombre que no vacila en matar niños, y del que se insinúa que además abusa sexualmente de uno de ellos- y el reconocimiento a su salvaje lucidez.
     Hay tres pasajes desperdigados por la novela que condensan la mirada de Holden sobre el fenómeno humano. El primero habla de la guerra. El segundo habla de la soledad de la especie. El tercero es una parábola que echa luz sobre las razones de lo anterior.

(Continuará.)



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20 de julio de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Otro corazón de las tinieblas (3)

La violencia es omnipresente en Blood Meridian, hasta el punto de la asfixia. Están las masacres que los indígenas producen, con cuyos restos la banda de Glanton se topa al perseguirlos. Por ejemplo el árbol sobre el que han enhebrado un collar de bebés muertos, versión macabra del arreglo navideño. O la gente que se había encerrado en una iglesia para protegerse, y que terminó cosida a flechazos disparados desde el techo agujereado.
    Después están las masacres que Glanton y los suyos perpetran, con una saña que nada tiene que ver con la justicia y mucho con la retribución: a cien dólares por cabellera, no perdonan ni a las mujeres ni a los niños.
    Pero también está la violencia gratuita que ocurre entre una y otra escaramuza. Actos horrendos que la banda realiza en la misma vena que Valery anunció desde el acápite: “Sin calma, como si fuesen irresistibles”.
    La prosa de McCarthy tiene un enorme poder descriptivo, que oscila entre las imágenes indelebles (“…las balas de cañón estaban hechas de cobre sólido y galopaban a través del pasto como soles en fuga”) y la autoridad con que enuncian los textos bíblicos.
    Déjenme reproducir a modo de ejemplo el pasaje en que la posse de Glanton irrumpe en escena: “…una manada de humanos de aspecto vicioso que montaba sobre ponies indios sin herrar cabalgando medio borrachos por las calles, barbados, bárbaros, vestidos con pieles de animales cosidas con tendones y armados con armas de todas las características, revólveres de enorme peso y cuchillos Bowie del tamaño de espadas y rifles cortos de dos caños en cuyos orificios se podían meter los pulgares y los arreos de los caballos fabricados con piel humana y sus bridas tejidas con pelo humano y decoradas con dientes humanos y los jinetes vistiendo escapularios o collares de orejas humanas secas y ennegrecidas y los caballos de aspecto salvaje y ojos enloquecidos y sus dientes al aire como perros cimarrones y cabalgando además en la compañía de un grupo de indios semidesnudos atados a las monturas, peligrosos, sucios, brutales, luciendo todos como una visita de alguna tierra pagana donde ellos y otros como ellos se alimentaban de carne humana”.
    Precisamente por el poder que trasunta su lenguaje, McCarthy se cuida de cargar las tintas sobre los hechos violentos. Más bien los deja caer al pasar, con la misma escrupulosidad y la misma neutralidad que emplea al describir los paisajes; los cadáveres son una piedra más en el camino. El escritor no desvía nunca la vista (salvo en un momento clave, sobre el que volveré más adelante) ni contrabandea su juicio personal bajo el disfraz de personaje alguno: aquí nadie se horroriza por lo que ocurre ni por lo que ve. Lo más parecido a una reacción emocional ocurre cuando Sproule y ‘el muchacho’ contemplan la masacre en la iglesia y el muchacho se limita “a sacudir la cabeza”.
    McCarthy parece sugerir que no tiene sentido cuestionar la violencia, puesto que forma parte esencial del paquete de lo humano, como bien lo demuestra el fósil sin cabellera de hace 300.000 años al que se alude al comienzo. En el mismo sentido funciona la descripción de Glanton & Co que reproduje antes. La violencia que exhiben desde sus mismos atuendos no es a la mode sino atávica, viene cabalgando con ellos desde el fondo de los tiempos.  
    Pero para aventar la tentación de descartarla como parte de una herencia brutal de la que el hombre ya se ha desembarazado, McCarthy nos entrega al Juez Holden: un hombre cultísimo, tan versado en las ciencias como en las Escrituras, que reserva para sí la violencia más terrible y (en apariencia) irracional que estalla en Blood Meridian.

(Continuará.)



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17 de julio de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Otro corazón de las tinieblas (2)

Los textos que McCarthy eligió como acápites de Blood Meridian colocan al lector en un marco inequívoco. Además de las citas de Paul Valery y el místico Jacob Boehme, preocupadas por la sangre, el tiempo y la pena (‘La pena no existe’, sugiere Boehme), un recorte periodístico de 1982 nos informa que “la reexaminación de un cráneo fósil de 300.000 años… muestra evidencia de que la cabellera le había sido arrancada”. Aquí juega su rol un verbo en inglés muy específico: to scalp, que no tiene equivalente en español y describe la forma en que los indígenas de América del Norte obtenían un souvenir de sus víctimas –produciendo un corte en la base del cuero cabelludo y después tirando para arrancarlo.
    “Tus actos de piedad y de crueldad son absurdos, cometidos sin calma, como si fuesen irresistibles”, dice Valery subrayando la naturaleza compulsiva del hombre. El sentido de la cita periodística confluye, al arrancar un acto bárbaro de la mitología del Oeste americano y proyectarla sobre la historia entera de la humanidad: no son los Apache ni los Yuma los que arrancan las cabelleras –la novela se centra en lo que podríamos definir, con cierta ironía, como un episodio de transculturización- sino la especie humana desde sus mismos albores.
    Blood Meridian recrea libremente un episodio histórico: la campaña que John Joel Glanton y su banda desarrollaron entre 1849 y 1850, masacrando indígenas y vendiendo sus cabelleras a funcionarios y potentados mexicanos.
    La novela arranca entregando su protagonista a la mirada del lector: ‘See the child’, dice McCarthy, sugiriendo desde la primera frase que, más allá de la convención histórica, lo que se narra está ocurriendo ahora, ante nuestras narices –del mismo modo en que un rito, al ser oficiado, ‘actualiza’ el hecho original.
    Este protagonista ni siquiera tendrá nombre propio. Para McCarthy es apenas ‘the kid’: el chico, el muchacho, siempre con minúsculas. Este chico que estuvo consagrado a la muerte desde su nacimiento, por cuanto vino al mundo –es el autor, y no yo, quien se toma el trabajo de ponerlo de este modo- asesinando a su madre en el proceso. Es así que crece salvaje, ignorado por su padre y “desarrollando ya el gusto por la violencia sin sentido”.
    Blood Meridian narra cómo es que el chico sacia ese gusto hasta el hartazgo; y su intento de encontrar un camino de regreso, apostando a la piedad en vez de a la crueldad –y siendo traicionado por la moneda en su caida.

(Continuará.)  



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15 de julio de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Otro corazón de las tinieblas

Terminé de leer una novela que comencé a releer de inmediato, cosa que nunca antes había hecho. Se llama Blood Meridian, or, The Evening Redness in the West, de Cormac McCarthy, y es la primera obra maestra contemporánea que he leído desde The Adventures of Augie March de Saul Bellow; un relato que sin duda alguna se instalará más temprano que tarde entre los más grandes de la literatura, junto a Moby Dick y Heart of Darkness –de los cuales en más de un sentido es tributario.
    Como tantos otros, yo empecé a leer a McCarthy por sus obras más recientes: No Country for Old Men y The Road, por la cual ganó el Pulitzer. Me habían parecido tan admirables como impiadosas en su mirada sobre el fenómeno humano. Pero hasta que leí Blood Meridian no había advertido, primero, que en comparación con esta obra de 1985, No Country y The Road eran casi una fiesta. (The Road cuenta una historia terrible ubicada en un mundo post-apocalíptico, pero al lado de Blood Meridian suena a Heal the World de Michael Jackson.) Y en segundo lugar, se me había escapado inevitablemente que tanto No Country como The Road eran más bien figmentos, narraciones construidas sobre fragmentos de ese universo que se coaguló en Blood Meridian de una forma que –McCarthy debe saberlo mejor que nadie, condenado como está a contentarse con ecos de aquella grandeza- resulta por completo irrepetible.
    Leer Blood Meridian lo pone a uno en trance. A mí me ha pasado tan sólo con un manojo de autores y de libros, que me mueven a levantarme de la silla y leer en voz alta como quien pronuncia un conjuro que, de manera inexorable, transforma el mundo que me rodea con la sonoridad y el ritmo de sus palabras. Shakespeare. Una buena traducción de La Biblia. Bellow. Moby Dick. Conrad. No muchos más.
    Blood Meridian me transportó a un estado del alma a la vez sublime y desesperante. En algún sentido fue como asistir a la representación de un misterio gnóstico; parábola y rito en simultáneo, que al igual que King Lear constituye una iniciación –terrible, sórdida, y a la vez…- a lo esencial de la existencia humana.
    Si no les molesta, y con profunda modestia, en los días que siguen voy a tratar de explicar(me) la fascinación que Blood Meridian despierta con toda justicia.

(Continuará.)   



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14 de julio de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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El monte Fuji y el guijarro

José Luis Díaz comentó el post de ayer, relativizando el optimismo que a Andrés Neuman y a mí nos inspira el hecho de los chicos de hoy escriban más que nunca, habilitados por la tecnología. José Luis dice que “la inmensa mayoría de lo que se escribe es irrelevante” y que “el 99% de lo que se escribe es nada”. Después dice que parte de la búsqueda warholiana de los 15 minutos de fama pasa por tener un blog y “opinar a lo pavote”.
    En términos generales coincido con él. De un modo u otro nos consta a todos que no existe hoy un sucedáneo de la identidad más difundido que la fama. También está claro que opinar no necesariamente significa pensar, y que la mayor parte de las opiniones que se vierten en todas partes –en la TV, en la radio, en internet- no buscan tanto echar luz sobre un asunto equis como producir reafirmación personal –una variante contemporánea del dictum cartesiano: Opino, luego existo.
    En lo que quizás diferimos es en la manera de interpretar los datos. A mí no me preocupa que se escriban muchas cosas irrelevantes. Siempre ha sido así. Si hubiese que determinar una ratio entre lo que se escribe y la parte de lo escrito que merece perdurar, seguramente no andaríamos lejos de la proporción que José Luis sugirió (1/99) o de la figura del iceberg. El hecho es que, cuanto más se escriba, más posibilidades hay de que se creen textos maravillosos. El 1% del monte Fuji supone mucho más que el 1% de un guijarro. Y en este mundo que ha perdido el norte de manera tan evidente, nos vendría bien que ese 1% sea lo más enorme posible.
    Por lo demás, todos empezamos escribiendo pavadas. Hasta los genios lo han hecho sin avergonzarse. Lo deseable es que las nuevas generaciones le tomen el gusto a la palabra; que entiendan hasta qué punto pueden jugar con ellas, y usarlas para expresarse y conectar con otros de manera más profunda –y hasta para reinventarse a sí mismos como los personajes shakespirianos, que cobran mayor y mejor noción de sí mismos a medida que se oyen hablar.
    Querido José Luis, gracias por ayudar a pensar.



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10 de julio de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Palabras de oro

Durante la presentación de El viajero del siglo la semana pasada, le oí a Andrés Neuman un par de ideas sobre el poder de la palabra que me parecieron brillantes. Pido disculpas de antemano si los reformulo de modo menos fulgurante; debería haber acudido con un grabador…
    Neuman es de los que cree que ni los nuevos medios ni el valor casi místico que esta cultura otorga a las imágenes van en desmedro de la literatura en primer término, ni de la palabra en último. Como ejemplos, dio dos concluyentes: hace ya muchos años que adolescentes y jóvenes no escribían tanto como ahora, impulsados por la necesidad de comunicarse vía mail, SMS, Facebook y hasta Twitter; en algún sentido, el arte casi perdido de la epístola se ha recreado a sí mismo con otros códigos.
    En segundo término destacó una de las medidas del éxito en la galaxia YouTube: los videos más hot no sólo son los que tienen más visitas, sino también, y de modo inevitable, los que más comentarios reciben. A la gente no le basta ni le bastará nunca con ver: necesita hablar de lo que ha visto.
    El problema –siempre hay un pero- es que ni todos los mails ni los fenómenos de venta a la Harry Potter borran el hecho de que la palabra, aunque ubícua, se encuentra depreciada en este mundo. La historia contemporánea y su multiplicación a la enésima en los medios (esto ya no es Neuman, sino mi propia percepción) nos han habituado al triste espectáculo del estadista que dice A y hace Z, del locutor que anuncia una catástrofe con una sonrisa, del concepto vital que pierde sentido a causa del manoseo. (En mi país, por ejemplo, la idea de diálogo, de concertación, no significa hoy nada porque los que cacarean esas palabras son precisamente los que siempre han sido autoritarios.)
    En el prólogo a la trilogía The Coast of Utopia, el dramaturgo Tom Stoppard cuenta la sorpresa que le produjo conocer en Praga a escritores que añoraban la censura. Esta nostalgia, descubrió pronto, distaba de ser gratuita.  “Las palabras que se escurrían más allá del censor –dice Stoppard que le decían-, eran consideradas y leídas con una atención que raramente obtenían las publicaciones de Occidente”.
    En el fárrago de la sociedad del espectáculo, es inevitable que parte de las palabras se anulen a sí mismas o se pierdan en el ruido. El peligro de la intrascendencia, sin embargo, sólo puede ser aventado de manera extralinguística.
    Así como las monedas tienen respaldo en oro, nuestras palabras tienen el respaldo de nuestros hechos. El día que nuestras acciones se vuelvan menos equívocas, nuestras palabras subirán de cotización.



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9 de julio de 2009
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El Boomeran(g)
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