
Eder. Óleo de Irene Gracia
Marcelo Figueras
Durante la presentación de El viajero del siglo la semana pasada, le oí a Andrés Neuman un par de ideas sobre el poder de la palabra que me parecieron brillantes. Pido disculpas de antemano si los reformulo de modo menos fulgurante; debería haber acudido con un grabador…
Neuman es de los que cree que ni los nuevos medios ni el valor casi místico que esta cultura otorga a las imágenes van en desmedro de la literatura en primer término, ni de la palabra en último. Como ejemplos, dio dos concluyentes: hace ya muchos años que adolescentes y jóvenes no escribían tanto como ahora, impulsados por la necesidad de comunicarse vía mail, SMS, Facebook y hasta Twitter; en algún sentido, el arte casi perdido de la epístola se ha recreado a sí mismo con otros códigos.
En segundo término destacó una de las medidas del éxito en la galaxia YouTube: los videos más hot no sólo son los que tienen más visitas, sino también, y de modo inevitable, los que más comentarios reciben. A la gente no le basta ni le bastará nunca con ver: necesita hablar de lo que ha visto.
El problema –siempre hay un pero– es que ni todos los mails ni los fenómenos de venta a la Harry Potter borran el hecho de que la palabra, aunque ubícua, se encuentra depreciada en este mundo. La historia contemporánea y su multiplicación a la enésima en los medios (esto ya no es Neuman, sino mi propia percepción) nos han habituado al triste espectáculo del estadista que dice A y hace Z, del locutor que anuncia una catástrofe con una sonrisa, del concepto vital que pierde sentido a causa del manoseo. (En mi país, por ejemplo, la idea de diálogo, de concertación, no significa hoy nada porque los que cacarean esas palabras son precisamente los que siempre han sido autoritarios.)
En el prólogo a la trilogía The Coast of Utopia, el dramaturgo Tom Stoppard cuenta la sorpresa que le produjo conocer en Praga a escritores que añoraban la censura. Esta nostalgia, descubrió pronto, distaba de ser gratuita. “Las palabras que se escurrían más allá del censor –dice Stoppard que le decían-, eran consideradas y leídas con una atención que raramente obtenían las publicaciones de Occidente”.
En el fárrago de la sociedad del espectáculo, es inevitable que parte de las palabras se anulen a sí mismas o se pierdan en el ruido. El peligro de la intrascendencia, sin embargo, sólo puede ser aventado de manera extralinguística.
Así como las monedas tienen respaldo en oro, nuestras palabras tienen el respaldo de nuestros hechos. El día que nuestras acciones se vuelvan menos equívocas, nuestras palabras subirán de cotización.