Marcelo Figueras
La violencia es omnipresente en Blood Meridian, hasta el punto de la asfixia. Están las masacres que los indígenas producen, con cuyos restos la banda de Glanton se topa al perseguirlos. Por ejemplo el árbol sobre el que han enhebrado un collar de bebés muertos, versión macabra del arreglo navideño. O la gente que se había encerrado en una iglesia para protegerse, y que terminó cosida a flechazos disparados desde el techo agujereado.
Después están las masacres que Glanton y los suyos perpetran, con una saña que nada tiene que ver con la justicia y mucho con la retribución: a cien dólares por cabellera, no perdonan ni a las mujeres ni a los niños.
Pero también está la violencia gratuita que ocurre entre una y otra escaramuza. Actos horrendos que la banda realiza en la misma vena que Valery anunció desde el acápite: “Sin calma, como si fuesen irresistibles”.
La prosa de McCarthy tiene un enorme poder descriptivo, que oscila entre las imágenes indelebles (“…las balas de cañón estaban hechas de cobre sólido y galopaban a través del pasto como soles en fuga”) y la autoridad con que enuncian los textos bíblicos.
Déjenme reproducir a modo de ejemplo el pasaje en que la posse de Glanton irrumpe en escena: “…una manada de humanos de aspecto vicioso que montaba sobre ponies indios sin herrar cabalgando medio borrachos por las calles, barbados, bárbaros, vestidos con pieles de animales cosidas con tendones y armados con armas de todas las características, revólveres de enorme peso y cuchillos Bowie del tamaño de espadas y rifles cortos de dos caños en cuyos orificios se podían meter los pulgares y los arreos de los caballos fabricados con piel humana y sus bridas tejidas con pelo humano y decoradas con dientes humanos y los jinetes vistiendo escapularios o collares de orejas humanas secas y ennegrecidas y los caballos de aspecto salvaje y ojos enloquecidos y sus dientes al aire como perros cimarrones y cabalgando además en la compañía de un grupo de indios semidesnudos atados a las monturas, peligrosos, sucios, brutales, luciendo todos como una visita de alguna tierra pagana donde ellos y otros como ellos se alimentaban de carne humana”.
Precisamente por el poder que trasunta su lenguaje, McCarthy se cuida de cargar las tintas sobre los hechos violentos. Más bien los deja caer al pasar, con la misma escrupulosidad y la misma neutralidad que emplea al describir los paisajes; los cadáveres son una piedra más en el camino. El escritor no desvía nunca la vista (salvo en un momento clave, sobre el que volveré más adelante) ni contrabandea su juicio personal bajo el disfraz de personaje alguno: aquí nadie se horroriza por lo que ocurre ni por lo que ve. Lo más parecido a una reacción emocional ocurre cuando Sproule y ‘el muchacho’ contemplan la masacre en la iglesia y el muchacho se limita “a sacudir la cabeza”.
McCarthy parece sugerir que no tiene sentido cuestionar la violencia, puesto que forma parte esencial del paquete de lo humano, como bien lo demuestra el fósil sin cabellera de hace 300.000 años al que se alude al comienzo. En el mismo sentido funciona la descripción de Glanton & Co que reproduje antes. La violencia que exhiben desde sus mismos atuendos no es a la mode sino atávica, viene cabalgando con ellos desde el fondo de los tiempos.
Pero para aventar la tentación de descartarla como parte de una herencia brutal de la que el hombre ya se ha desembarazado, McCarthy nos entrega al Juez Holden: un hombre cultísimo, tan versado en las ciencias como en las Escrituras, que reserva para sí la violencia más terrible y (en apariencia) irracional que estalla en Blood Meridian.
(Continuará.)