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Escrito por

Jorge Volpi

Jorge Volpi (México, 1968) es autor de las novelas La paz de los sepulcrosEl temperamento melancólicoEl jardín devastadoOscuro bosque oscuro, y Memorial del engaño; así como de la «Trilogía del siglo XX», formada por En busca de Klingsor (Premio Biblioteca Breve y Deux-Océans-Grinzane Cavour), El fin de la locura y No será la Tierra, y de las novelas breves reunidas bajo el título de Días de ira. Tres narraciones en tierra de nadie. También ha escrito los ensayos La imaginación y el poder. Una historia intelectual de 1968La guerra y las palabras. Una historia intelectual de 1994 y Leer la mente. El cerebro y el arte de la ficción. Con Mentiras contagiosas obtuvo el Premio Mazatlán de Literatura 2008 al mejor libro del año. En 2009 le fueron concedidos el II Premio de Ensayo Debate-Casamérica por su libro El insomnio de Bolívar. Consideraciones intempestivas sobre América Latina a principios del siglo XXI, y el Premio Iberoamericano José Donoso, de Chile, por el conjunto de su obra. Y en enero de 2018 fue galardonado con el XXI Premio Alfaguara de novela por Una novela criminal. Ha sido becario de la Fundación J. S. Guggenheim, fue nombrado Caballero de la Orden de Artes y Letras de Francia y en 2011 recibió la Orden de Isabel la Católica en grado de Cruz Oficial. Sus libros han sido traducidos a más de veinticinco lenguas. Sus últimas obras, publicadas en 2017, son Examen de mi padre, Contra Trump y en 2022 Partes de guerra.

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Viva Fuentes

 

Como mínimo homenaje a Carlos Fuentes, reproduzco aquí este pequeño texto que escribí para celebrar su ochenta cumpleaños. Lo dedico, por supuesto, a Silvia.  

 

1. En 1958, poco antes de que las tropas de Fidel Castro entren en La Habana y de que Billy Wilder estrene Some Like It Hot -la coincidencia no es gratuita-, un joven mexicano de treinta años publica un libro que escandaliza al medio literario de su país: La región más transparente. Fuentes es ya Fuentes. Obra seminal, finca sus obsesiones posteriores -el habla urbana, el turbio vínculo entre los individuos y el poder, el tiempo cíclico, la mitología clasemediera, México y su irredimible pasión por la mentira- y anuncia sus batallas futuras. Con este libro, Fuentes inicia su larga guerra: cincuenta años de combatir contra los demonios allí convocados. Cincuenta años de batirse contra el lenguaje. Contra el poder. Y contra sí mismo.

 

 

2. La región más transparente no es la primera novela urbana mexicana. Pero en literatura el mérito no es ser el primero, ni el más original, sino el más perturbador. Los nacionalistas lo acusan, como era de esperarse, de traidor. La mexicanidad de Fuentes les parece demasiado poco mexicana. En el libro hay demasiada modernidad, demasiados guiños literarios, demasiado Paz y demasiado Reyes. Demasiada ironía. Demasiado ímpetu cosmopolita en un muchachito en la treintena. Décadas después se le acusará de lo contrario: de ser demasiado mexicano, de robarse o apropiarse de la mexicanidad (y de exportarla). Qué mayor mérito de un libro: atacarlo con tanta ceguera y tanta furia por razones diametralmente opuestas.

 

3. La soberbia del joven Fuentes es, sí, inmensa. Tras ese libro se propone sólo proyectos ciclópeos. Primero, dibujar el mapa que habrá de llevarlo, no a la escritura de una novela, un libro de ensayos, una obra de teatro, sino de un universo. Luego, formar un comando de asalto -un foco revolucionario, se decía entonces- con los mejores escritores de América Latina. Y, más importante que todo, olvidarse de que la literatura es un espejo de la realidad para convertirla en una realidad alterna. Puede reprochársele la soberbia, pero sólo a fuerza de reconocer que, a cincuenta años de distancia, triunfó en los tres casos. La edad del tiempo y el Boom, por una parte. Y, por la otra, un país y un continente que ya no pueden reconocerse sin la impertinencia de su imaginación.

 

4. El mayor experimento llevado a cabo por Fuentes ha sido consigo mismo. No se pregunta como transformar una vida en literatura Sino cómo la literatura justifica la vida.

 

5. México y Fuentes forman ­-cualquiera lo repite- un binomio inseparable. Cierto: la infancia y juventud de fuentes transcurrieron en buena medida fuera del país. Y, desde hace años, divide su celosa intimidad entre Londres y la capital mexicana. Pero en más de un sentido nunca ha escapado de aquí. De la patria imaginaria que ha elegido, no de aquella que le ha tocado. Como otros hicieron con Comala o Santa María o Yoknapatawpha, Fuentes también se inventó una extraña tierra para que la poblasen sus personajes. La llamó México.

 

6. Aura resulta inevitablemente incómoda. Sesenta y dos páginas perfectas. Y hay quien se lo echa en cara.

 

7. La edad del tiempo es el más vasto desafío narrativo intentado entre nosotros. Pero mientras la Comedia humana o de En busca del tiempo perdido se asumen como universos coherentes, el de Fuentes es el reflejo de un caos cuántico. Cada una de sus piezas contiene un holograma del conjunto. Y el conjunto no nace de la mera acumulación de sus partes, sino del orden que cada quien escoge para recorrerlo. En La edad del tiempo, el orden está determinado por el lector: no hay una guía, uno no tiene por qué empezar con Los días enmascarados o La región más transparente o terminar con La voluntad y la fortuna. La obra de Fuentes -y su interpretación final- se torna variable, arbitraria, azarosa. No es, pues, un monolito, sino una red. Única sugerencia: sus claves se hallan en su libro más arduo y portentoso: Terra Nostra.

 

 

 

 



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15 de mayo de 2012

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Futuros mexicanos 2

Aquí mi segundo "futuro mexicano", esta vez sobre Josefina Vázquez Mota. Una curiosidad: ayer, desde su cuenta oficial, la propia candidata retuiteó esta ficción. ¿Significa eso que se identifica con el personaje? ¿Que en realidad se apresta a rebatir la desastrosa guerra contra al narcotráfico del presidente Calderón? ¿Que reprueba la estrategia militar? ¿Que llamará a debatir la legalización de las drogas?

 

 

México, 1º de diciembre, 2012

La candidata -debería acostumbrarse a llamarse a sí misma señorapresidenta- no ha podido dormir en toda la noche. Aún no lo cree: en contra de todos los pronósticos, e incluso en contra de la voluntad expresa de su predecesor, los ciudadanos la han elegido a ella. La primera presidenta en uno de los países más machistas del planeta. Ahora se da cuenta de que lo más difícil no fue tanto derrotar a sus adversarios masculinos como imponerse en su propio campo. El inicio de su campaña fue caótico: los colaboradores de su antiguo Jefe hicieron hasta lo imposible por descarrilarla. Por hacerle ver que, si se distanciaba de sus posiciones sobre el narcotráfico, su derrota estaba asegurada. Entonces no le quedó otro remedio que incorporar a los buitres al núcleo de su campaña: no para concederles mayor influencia, sino para vigilarlos de cerca y prevenir sus perfidias.

La prensa criticó que se rodease de sus detractores, pero ella fue más lista: sólo así logró neutralizarlos. Asegurado este flanco, pudo atreverse, en las últimas semanas de campaña, a dar el giro más arriesgado de su carrera -y de su vida. Era eso o una derrota estrepitosa (según sus propias encuestas, en mayo se hallaba hundida en el tercer lugar). No le quedaba alternativa. Luego de que durante el primer debate ninguno de sus rivales centrase sus ataques en la desastrosa estrategia de combate al narcotráfico de su predecesor, ella se atrevió a hacerlo en un vehemente discurso apenas un mes antes de las elecciones. Jugándoselo todo -incluso su propia seguridad-, afirmó que la perspectiva militar había sido errónea, que nunca se articuló una política social para prevenir el narcotráfico, que fue un error imperdonable asimilar el combate con una guerra e incluso planteó la necesidad de discutir a nivel continental la legalización de las drogas. Su proyecto, afirmó ante el pasmo de su propio campo, sería cambiar radicalmente de perspectiva: en su gobierno, prometió, no habría otros sesenta mil cadáveres.

La respuesta no se hizo de esperar: recibió llamadas amenazantes, sectores del partido exigieron su renuncia, los espías incrustados en su campaña iniciaron su labor de sabotaje, pero en las encuestas comenzó a subir como la espuma. Incontables comentaristas, protegidos o pagados ya no sólo por los priistas sino por sus detractores en el gobierno, filtraron falsas depresiones o sugirieron su inestabilidad psíquica; la izquierda la acusó de robarse sus ideas; las televisoras incluso comenzaron a alabar sin fin a López Obrador. Pero los ciudadanos se dieron cuenta de que no traicionaba sus ideales, de que no traicionaba al Presidente y a su partido, sino de que hacía lo único digno que ella podía intentar como ciudadana y como mujer: reconocer los errores, pedir una disculpa y prometer un viraje cierto y razonable.

Varios medios insistieron en colocarla en tercer lugar incluso en los días previos a las votaciones, pero las redes sociales, que hasta el momento tanto la habían denigrado, y el simple boca a boca, crearon una ola irrefrenable. Poco a poco, según sus propios números -y los horrorizados números de la presidencia-, no sólo rebasó a la izquierda, paralizada ante su brusco cambio discursivo, sino que se acercó a sólo unos puntos de un PRI incapaz de responder a su desafío. Porque no sólo dirigió sus dardos contra su antiguo Jefe, sino de manera más clara y específica contra el PRI y su ancestral complicidad con el crimen. Por primera vez sus argumentos sonaron sinceros y legítimos, y por primera vez los mexicanos la vieron no sólo como a una mujer débil y arrinconada, sino como la estadista que está destinada a ser.

La candidata -perdón: la señorapresidenta- se da cuenta de que ya es hora de levantarse; le da un empujón a su esposo y, tambaleándose de sueño, se apresura a despertar a sus hijos. Por fortuna la sirvienta ya ha preparado el desayuno. Aunque trata de sonreír -esa sonrisa que jamás le salió bien ante las cámaras-, el nerviosismo la traiciona. Aún tienen que peinarla y maquillarla, y tiene que probarse la ropa que usará en la investidura. (¿Cómo colocarle la banda a una mujer?, se preguntaban en protocolo) La ceremonia será tensa, por supuesto, aunque ella espera cierto grado de normalidad. Al pasarle la estafeta, su predecesor le demostrará toda su acrimonia, pero al final entenderá. Está obligado a hacerlo: las palabras que ella deslizó a los buitres fueron sutiles pero nítidas: lo criticaré ferozmente, pero garantizaré su futuro. ¡Cómo disfrutó al ver sus rostros petrificados! ¡Ellos, que no la creían capaz de tomar una sola decisión importante!

La candidata -la señorapresidenta- da un sorbo a su café y clava la mirada en el discurso que pronunciará en unas horas. Un discurso enérgico (ya no puede echarse atrás) pero con un toque de esperanza. Y en el que repetirá las mismas palabras que tanto enfurecieron a priistas y panistas, que tanto desconcertaron a la izquierda, y que al final le granjearon la victoria: durante mi gobierno no habrá otros sesenta mil muertos.

 

twitter: @jvolpi

 

 



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14 de mayo de 2012

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Futuros mexicanos 1

El 1 de julio habrá elecciones en México. Imagino aquí cómo vivirían cada uno de los candidatos, del PRI, PAN y PRD, su posible triunfo. Comienzo con el candidato del PRI, Enrique Peña Nieto. México, 1 de diciembre, 2012.

El candidato -debería acostumbrarse a llamarse a sí mismo señorpresidente- hace horas que está despierto, pero no ha escapado de la cama: en la duermevela, lleva horas repasando su vida pública. No ha encontrado demasiados momentos climáticos, como si su carrera hubiese transcurrido entre algodones, pero ello no lo hace sentirse menos orgulloso. De tanto practicarla, la sonrisa no se borra de sus labios ni siquiera entre las sábanas. A su lado, su esposa ronca de manera casi imperceptible. El candidato -perdón, el señorpresidente- la observa de reojo: otra victoria. ¿Cuándo hubo en este país una Primera Dama más hermosa? Procurando no despertarla, se yergue atléticamente, hace una sentadilla y se dirige al baño. En su debut como el hombre más poderoso de México, lo primero que necesita es contemplarse ante el espejo. 

 

 

***

 

-Se los dije, las encuestas no mentían, hemos ganado por más del 50% de los votos -exclama en su despacho.

            Frente a él, los artífices de su campaña se muestran exultantes.

            -Está claro -continúa el presidente electo- que nuestra estrategia de no admitir ninguna confrontación fue la clave. Teníamos que mostrarnos como el hombre de estado que seremos a partir de ahora, ¿no les parece? Los otros quedaron como resentidos. Pero hoy, en mi discurso, les tenderemos la mano. Gracias a todos por ayudarnos en esta tarea. 

            Escuchando hablar así a su criatura, su principal asesor lanza un tímido suspiro.

 

***

 

En cuanto llega al plató, el candidato -qué insistencia: el señorpresidente- revisa el ángulo de las cámaras, la potencia de los reflectores, la posición de su silla y la de quien va a entrevistarlo, el tamaño de letra en el teleprompter, la tarjetita con las preguntas y respuestas que ha memorizado desde la mañana. Después de tantas entrevistas, nadie posee más experiencia que él.

            -Muy bien, podemos empezar.

 

***

 

-La llamada esta lista, Señor Presidente -confirma la secretaria.

            -Vamos, campeón -lo anima su principal asesor.

            Al otro lado del teléfono, escucha una voz ronca que se apresura a felicitarlo en un español apenas inteligible. A continuación, su colega se embarca en un párrafo en inglés en el que reconoce dos o tres palabras.

            -Tankyu, míster Président -lee de una tarjetita-. It güil bi greit to work güit yu.

 

***

 

-El empleo, ése será el eje de mi discurso en la toma de posesión -afirma.

            -Pero ése fue el discurso de tu predecesor -lo corrige, en voz baja, su principal asesor.

            -Entonces, la seguridad. Eso, la seguridad pública.

            -Tu predecesor también se centró en eso. Necesitas algo propio, algo distinto. Algo auténticamente tuyo.

            -¿Mío? -pregunta-. ¿Cómo que mío?

 

***

 

-Lo primero que quiero es agradecerte, Emilio. Sin ti... -comienza el presidente electo en su primera audiencia privada.

            -Ganó el mejor -ataja el otro-. Ahora lo importante es buscar lo mejor para el país.

            -Exacto, Emilio. Y lo mejor para México es contar con empresas sólidas y competitivas.

 

***

 

-Quisieron acusarnos -el presidente electo da un manotazo sobre el escritorio-. Ahora verán quién eran los corruptos.

            A continuación, revisa la lista que su principal asesor acaba de entregarle. 

            -¿Cuál de éstos panistas te parece el más indicado para pasar unos añitos entre rejas?

            -Éste -el asesor señala una fotografía-. Es un cuadro importante del partido, pero no pertenece al círculo cercano a tu predecesor.

 

***

 

 

 

-El discurso sobre el combate al narco que has preparado es magnífico -se entusiasma el presidente electo-. ¡Contradice en todo a nuestro predecesor! ¿Y cuándo empezaremos a tomar estas medidas?

            -Ya sabes que seguiremos haciendo lo mismo que él -le aclara su principal asesor-, lo importante es que digas lo contrario.           

 

***

 

"¡Qué maravilla disponer de esta maquinaria!", se entusiasma el presidente electo mientras observa el pleno del Congreso casi en calma. "Ni eso sabían hacer los panistas."

Observa a unos cuantos pasos el gesto severo, siempre tan antipático, de su predecesor, y casi siente pena por él. Será generoso y procurará no incordiarlo: bastante tiene con abandonar el puesto así, en la ignominia.

"Haremos lo que sea necesario, pero nosotros no acabaremos como tú", se dice mientras su predecesor le coloca la banda en el pecho.   

 

***

 

-¿Qué te pareció la casa, mi amor? -le pregunta a su esposa.

            -¡Qué mal gusto tenían los inquilinos previos! -le responde ésta con un tono amargo-. Habrá que cambiar toda la decoración.

            -Lo que tú digas. Éste es tu reino.

            -Más bien el nuestro, ¿no? -ella lo besa y se cubre el pecho con una sábana, un acto reflejo que no consigue evitar-. Debes estar cansado, ha sido un largo día.

            El señorpresidente no responde. Ha encendido la televisión panorámica y, después de eludir las telenovelas, se detiene frente a su propia imagen: sonriente, bronceado, con ese corte perfecto del que tanto se burlaron sus adversarios. Al mirarse una y otra vez allí, en ese mundo virtual que para él es el mundo, no duda: "¡Qué buen presidente voy a ser!"

 

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11 de mayo de 2012

Eder. Óleo de Irene Gracia

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El naufragio español

El 19 de febrero de 1588, Felipe II envió a su Grande y Felicísima Armada, formada por unas 127 naves, hacia Inglaterra, con la católica misión de deponer a Isabel I del trono. Tras unas cuantas escaramuzas, ésta se vio obligada a rodear la tormentosa costa británica de vuelta a los puertos españoles -con el naufragio de unos 35 barcos-, sin haber alcanzado su objetivo. El fracaso de la Armada Invencible marcó el cenit del poderío español en Europa y el inicio de un largo periodo de decadencia. Hubieron de transcurrir casi cuatro siglos para que la nación ibérica volviese a ocupar un sitio de honor en el mundo.

 

            Tras la muerte de Franco en 1975, España por fin atisbó una era de progreso ininterrumpido, acentuado por su ingreso a la Comunidad Europea en 1986. Pese a las amenazas de ETA y algún requiebre económico, en menos de tres décadas la España democrática se convirtió en una de las principales economías del planeta e incluso, durante un breve y engañoso lapso, quiso mostrarse como una potencia global: recuérdese el embarazoso trío de las Azores, cuando José María Aznar, entonces presidente del Gobierno, se empeñó en comparecer con Bush Jr. y "el amigo" Blair para decretar la ilegal invasión de Irak.

            Tras la caída de Lehman Brothers en 2008 y la crisis del mercado hipotecario, España ha sufrido una nueva tormenta perfecta que no sólo la ha dejado con los más altos índices de desempleo -cerca de 5 millones en una población de 47, con un paro juvenil del 50%-, sino que amenaza a todas las instituciones nacidas con la transición. Hoy, España parece a punto de naufragar de nuevo, enredada en la telaraña que, al calor de la imprevisión y la avaricia, su élite tejió durante los años de vacas gordas.

            Los últimos días no podían haber sido más turbulentos. Primero, Felipe Froilán, uno de los nietos de don Juan Carlos, de 13 años, se disparó en un pie. Por qué un adolescente manejaba una escopeta calibre .36 es algo que, hablando de la familia real, no hay que preguntar. Apenas unos días después, se anunció que el propio rey se había fracturado la cadera mientras se hallaba en Botsuana en una cacería de elefantes. (Los deslices borbónicos con las armas no son nuevos: en 1956, don Juan Carlos mató accidentalmente a su hermano don Alfonso mientras jugaban con una pistola calibre .22).

            El desliz no podía resultar más incómodo, no sólo porque el rey preside honoríficamente el World Wild Fund o porque la monarquía se encuentre en sus horas más bajas -a raíz de la imputación por fraude del Iñaki Undargarin, esposo de la infanta Cristina-, sino porque ofrece una imagen de soberbia sin precedentes en alguien que había sido protegido de todo ataque por su papel ejemplar durante el fallido golpe militar de 1981. En épocas de bonanza, apenas importa que una familia sin mérito se beneficie de los impuestos ciudadanos, pero cuando el gobierno de Mariano Rajoy ha recortado millones de euros al estado de bienestar y la prima de riesgo vuelve a dispararse -y, para colmo, Cristina Kirchner ordena expropiar YPF, la filial argentina de Repsol-, las voces que exigen la abdicación se multiplican.

            La erosión de la monarquía es un síntoma de la quiebra del modelo español. Pésimamente gestionada por los socialistas, la crisis provocó la estrepitosa caída de Rodríguez Zapatero, pero el nuevo gobierno del PP carece de margen de maniobra. España es, a todos los efectos, un país intervenido -como Grecia, Portugal o Irlanda-, cuyas férreas medidas de austeridad no derivan de la voluntad de sus dirigentes, sino de las órdenes de Bruselas, que son las de Alemania. Ninguna de las medidas de Rajoy estimula el crecimiento o el empleo; obsesionado con reducir el déficit, siguiendo la línea ideológica de Merkel, éstas sólo alargarán la recesión.

            Y es aquí donde otro pilar de la transición podría hundirse: el sistema autonómico. Para responder al centralismo franquista, España se dotó con regiones cuyas competencias exceden las de muchos estados federales. Durante la prosperidad, éstas no sólo mejoraron las infraestructuras públicas -las mejores de Europa-, sino que dilapidaron sus recursos en incontables proyectos faraónicos. Otra vez: en épocas de crecimiento, a nadie le preocupaba el derroche; ahora, la existencia misma de las autonomías está en cuestión (sobre todo al revisar sus cuentas).

            Lo peor del laberinto de España es que no ofrece salida. Su pertenencia a la Unión Europea, que la catapultó al primer mundo, motiva ahora su letargo -al menos mientras domine la ortodoxia germana-, pero abandonar el euro suena impensable. La monarquía ya no sólo resulta anacrónica, sino vergonzosa, pero nadie exige su abolición. Las autonomías son corruptas y onerosas, pero nadie llama a descabezarlas. Mientras tanto, la educación es degradada, el paro aumenta, se impone el copago sanitario -burdo eufemismo: el pago sanitario-, y España naufraga. Al menos hasta que los ciudadanos, no sólo de la península, sino de toda Europa, digan basta.

             

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23 de abril de 2012

Eder. Óleo de Irene Gracia

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…Y una izquierda

El luto le sienta bien a Cristina Kirchner desde que empezó a utilizarlo tras la muerte de su esposo, el 27 de octubre de 2010, para que a nadie se le escape su doble condición de presidenta y viuda. Desde entonces, sus gestos se han vuelto más enfáticos y severos, dotados con una justa pátina de melancolía, como si cada ademán suyo dijese: debo continuar con nuestro proyecto conjunto, pero en el fondo me siento sola y devastada. Si la política exige ciertas dosis de histrionismo, en Argentina la teatralidad se exacerba; desde Perón —con Evita e Isabel como primeras actrices—, y sin dejar atrás a los milicos, toda su vida política parece sometida a estos desplantes melodramáticos, más propios de una telenovela que de un tango. Así también la agonía de Néstor Kirchner: sus funerales —que culminaron con la inauguración de un mausoleo—, estuvieron jalonados por el llanto, los desgarros histéricos, la solemnidad artificial y el mustio ensalzamiento del héroe que se repiten a lo largo de su historia.

 

Cristina Kirchner no es, sin embargo, sólo una buena actriz, aunque lo sea; a diferencia de sus predecesoras, su carrera se sustenta en años de actuar y sobrevivir en los entresijos del peronismo —ese jubón indefinible en el que todo cabe, un poco como el PRI de antaño—, y su ascenso no puede explicarse sólo a partir del impulso de su esposo, sino por sus propios méritos de estratega y resistente. Astuta, rápida e intensa, la presidenta ha sabido aprovechar al máximo su posición de Electra para concentrar el mayor poder posible en torno a su figura. Y lo ha logrado: hoy nadie le hace sombra.

Gracias a Cristina, el proyecto K se revela como uno de los más exitosos de la región: tres mandatos consecutivos, el del marido, la esposa y la viuda, que lograron rescatar al país de la debacle, animaron a la izquierda latinoamericana y salvaron la memoria de los represaliados, al tiempo que se acomodaban al ciclo de corrupción, culto a la personalidad y caudillismo que proclamaban combatir. Una izquierda vigorosa, sí, capaz de corregir la deriva neoliberal del menemismo, de acentuar los derechos sociales o ampliar la cobertura sanitaria, pero que no ha dudado en aliarse con los más oscuros intereses económicos, que ha dividido a la sociedad entre sus acérrimos partidarios y sus no menos ácidos detractores y que, pese a sus reformas, no ha superado los rasgos más escleróticos del peronismo.

Justo en estos días, en una más de las tenebrosas intrigas de palacio que rodean a los K, el vicepresidente Amado Boudou ha sido vinculado con una oscura trama de corrupción. Hasta ahora, la única consecuencia de este episodio que ha involucrado al juez Daniel Refacas y al procurador Esteban Righi —obligado a renunciar—, es que Boudou ha quedado descartado como posible delfín de la presidenta cuando muchos se preguntan ya por la suerte del kirchnerismo al término del último período de ésta en la Casa Rosada.

Cristina K, en fin, como el mejor ejemplo de una izquierda zigzagueante que combina un discurso profundamente ideológico con un talante práctico, y la voluntad de implementar auténticas políticas progresistas —redistribución y equidad—, con un manejo faccioso del poder, dispuesto siempre a doblegar a sus enemigos, sean éstos los dueños del grupo Clarín o los atribulados españoles de Repsol.

Más que Dilma Rouseff, siempre rotunda y eficiente; más que Evo Morales o Rafael Correa, empantanados en sus conflictos internos; e incluso más que Hugo Chávez, dominado por sus excesos y ahora por la enfermedad, quizás sea Cristina el paradigma de la izquierda latinoamericana en nuestros días. Una izquierda capaz de mejorar la vida de sus ciudadanos pero que, en su voluntad de protegerse de quienes la acosan, no duda en soslayar la corrupción y pactar con los sectores más espurios. Una izquierda que, ay, no parece estar muy lejos de la que apoya a Andres Manuel López Obrador.

            Igual que Cristina, éste ha demostrado su capacidad para ser un gobernante comprometido y pragmático —no es casual que, pese a las campañas en su contra, en la ciudad de México siga encabezando las encuestas—, pero también para escudar a los individuos y grupos más oscuros que medran en los sótanos de la izquierda mexicana (con Bejarano como estandarte). Éste es, quizás, uno de los puntos más débiles de su campaña, por lo demás la mejor de todos los candidatos: está muy bien que con su república amorosa se distancie del extremismo que abrazó en la protesta poselectoral del 2006, pero —para usar el lenguaje cristiano que hoy ostenta—, frente a la probada deshonestidad de muchos de sus aliados no basta con poner la otra mejilla. Si en verdad quiere limpiar del todo su figura, debería retomar la vertiente implacable de Jesús ante los comerciantes del templo y distanciarse drásticamente de esos sectores corporativos que no han hecho otra cosa sino medrar y enriquecerse a su vera, ocultos bajo el manto de amor y paz que hoy nos ofrece su líder.

 

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16 de abril de 2012

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Dos derechas

El primero fue un candidato astuto y malicioso: durante meses fustigó a sus adversarios, acusándolos de haber permanecido demasiado tiempo en el gobierno. Una cuidada puesta en escena lo mostró como paladín de una derecha abierta y tolerante; frente a los achacosos sostenedores de la dictadura, Sebastián Piñera se presentaba como un exitoso empresario —antiguo dueño de bancos, medios de comunicación y de la aerolínea LAN; cuarto hombre más rico del país—, capaz de oxigenar el espectro político chileno, jactándose de haber votado contra Pinochet en el plebiscito de 1988.

 

Pese a que Michelle Bachelet poseía unos de los más altos índices de aprobación en el continente, las más de dos décadas de administraciones de la Concertación pesaban demasiado y su candidato, el expresidente Eduardo Frei, seco y anodino, no despertaba el menor entusiasmo. Majadero y bullicioso, Piñera aprovechó los titubeos de su contrincante —así como la aparición del disidente socialista Marco Enríquez Ominami— y, por primera vez desde el restablecimiento de la democracia, condujo a la derecha a la Moneda. Su triunfo lucía como un mal necesario: a fin de cuentas, había ganado la alternancia.

            Los primeros días de su gobierno dejaron entrever ya su auténtico carácter: una inteligencia sibilina, propia de un típico hombre de negocios, que resultaba fría y soberbia a la hora de gobernar. Muy pronto, las virtudes que Piñera demostró en campaña se revelaron como graves defectos; su discurso impertinente y deslenguado, que contrastaba con el pasmo de Frei, apenas tardó en volverse torpe y antipático. (El semanario The Clinic acaba de publicar un tomito titulado Piñericosas, convertido en un inmediato best-seller).

            En su afán por renovarse y exhibir figuras alejadas de la política, la derecha no ha vacilado en presentar insignes empresarios como candidatos. Sea con Berlusconi, con Fox o con Piñera, la lógica es la misma: quien administra exitosamente una empresa —y se hace rico en el proceso— no tendrá problemas para administrar una nación. Craso error: el bien privado y el público pertenecen a universos contrarios, y creer que quien se ha beneficiado del primero gestionará adecuadamente el segundo ha sido un yerro garrafal de los partidos de derecha, y sus votantes.

            Bastó que la economía mundial se desacelerase, que el modelo capitalista —del que Chile se presentaba como alumno aventajado— entrase en crisis y que los servicios públicos acentuasen su descomposición para que Piñera se hundiese en las encuestas. Las movilizaciones estudiantiles del año pasado, en las cuales surgieron líderes tan carismáticos como Camila Vallejo, reforzaron la idea de que los empresarios permanecerán siempre alejados del interés ciudadano. Incluso en una sociedad tan conservadora como la chilena —uno de cuyos síntomas ha sido el brutal asesinato del joven Daniel Zamudio a manos de jóvenes neonazis—, la derecha pura y dura se atasca. Y, cuando el modelo neoliberal hace aguas, la peor opción consiste en confiar el Estado a uno de sus adalides: parafraseando a Shakespeare, es como dejar que un alemán custodie nuestra cerveza.

Mario Vargas Llosa, que además de escribir portentosas novelas ahora se dedica a promover candidatos de derechas —no siempre liberales—, apoyó sin dudar a Piñera. Hay que decir a su favor que también pidió el voto para nuestro segundo ejemplo. Un hombre que, al contrario de su colega chileno, no fue un candidato deslumbrante. Si Juan Manuel Santos ganó las elecciones en Colombia, se debió a los brutales errores de Antanas Mockus, su excéntrico rival. El reacio delfín de Álvaro Uribe, acaso el mayor caudillo de derechas del continente de los últimos años, no tuvo más que aguardar a que el candidato del Partido Verde se desbarrancase para obtener una cómoda victoria.

No obstante, una vez en el poder Santos ha representado una gran sorpresa tanto para sus seguidores como para sus enemigos. Con los modales suaves y un tanto hipócritas que caracterizan a los cachacos —tan parecidos a los defeños—, Santos no dudó en distanciarse de su atrabiliario, bravucón y maniqueo predecesor paisa. En un santiamén, limó asperezas con Chávez, atacó la corrupción y el autoritarismo uribista y se ganó las simpatías de sus detractores. Sin ceder un ápice con la guerrilla, cuyos líderes se encargó de diezmar desde que era ministro de Defensa, ha forzado la reciente liberación de los rehenes más antiguos de las FARC.

El contraste con Piñera no puede ser mayor: frente al 24% de aprobación de éste, Santos supera el 60%. ¿Las razones? Aun siendo ambos de derechas, el colombiano es esencialmente un político; más que eso: un hombre pragmático, con vocación de estadista, que ha logrado eludir los excesos ideológicos de Uribe y ha sabido imponerse como el más sagaz —y maquiavélico— de los gobernantes de América Latina. Enrique Peña Nieto y Josefina Vázquez Mota, nuestros candidatos de derechas, tendrían en Santos el mejor ejemplo a seguir.

 

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11 de abril de 2012

Eder. Óleo de Irene Gracia

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La abulia en campaña

Durante el último cuarto de siglo, la disyuntiva parecía siempre clara: elegir entre visiones del mundo contrapuestas, entre la razón y la barbarie, entre el pasado y el futuro, entre el bien y el mal. Así de simple y así de drástico: optar por un candidato no sólo representaba aborrecer a otros -o lo que representaban esos otros-, sino asentar un modelo de vida, una apuesta, una posición moral. Hoy, por primera vez en un cuarto de siglo, no es así.

 

            Regresemos a 1988. El PRI domina por completo la escena política: el partido hegemónico y el país se confunden. Sus cuadros copan todos los espacios de poder mientras que la oposición de derecha, la única real en esos tiempos, no ha ganado siquiera un gobierno estatal. Entonces, al calor de los movimientos reformistas que se suceden en medio mundo, el PRI se desgaja. La Corriente Democrática, asimilada luego con la izquierda institucional, postula a Cuauhtémoc Cárdenas como su candidato. Y la elección se convierte, por primera vez, en un juego real. Una feroz batalla entre la continuidad y la ruptura -para usar los términos del poeta-, entre el pasado y el futuro (con Clouthier como tercero en discordia). Frente al autoritarismo y la corrupción del PRI, Cárdenas encarna la posibilidad de transformar al sistema. Su derrota, a causa del fraude, no le arrebata el triunfo moral.

Seis años despúes, Salinas de Gortari ha conquistado cierta legitimidad gracias a un sinfín de maniobras, desde reformas estructurales hasta el uso extensivo de programas públicos. Sus ambiciones transexenales se apuntalan con la entrada del país en el NAFTA y con un hombre carismático y dócil como candidato del PRI a sucederlo. El 1º de enero de 1994, el escenario se trastoca: los zapatistas irrumpen en Chiapas y, a las pocas semanas, Luis Donaldo Colosio cae abatido en Tijuana. La elección adquiere un sesgo ominoso. Otra vez hay que elegir entre la continuidad de Zedillo y la ruptura del atrabiliario Fernández de Cevallos (con Cárdenas como tercero). Tras un brillante inicio de campaña, el candidato del PAN se desvanece y la alternativa se resuelve entre la pax priista y la incertidumbre. Prevalece la primera.

Arrinconados los temores frente a la violencia, el 2000 vuelve a enfrentar la continuidad y la ruptura. Con una diferencia sustancial: el desgaste del aparato priista y un presidente dispuesto a respetar los resultados. La elección moral resulta, esta vez, más o menos sencilla: Vicente Fox se presenta como un candidato bronco y desafiante -aunque luego se revele como un gobernante mediocre-, y los votantes se decantan por él frente a la añeja retórica de Labastida (con Cárdenas, otra vez, como tercero).

            En 2006, la batalla entre dos universos irreconciliables se recrudece: de un lado, la continuidad de Calderón frente a la ruptura -nunca más ácida- de López Obrador (con Madrazo en tercer sitio). Nunca la división fue tan tajante: para la mitad del país, López Obrador representa la barbarie; para la otra mitad, Calderón. La lucha se decide por décimas de punto, que muchos achacarán a un fraude. México se desgaja. Para colmo, López Obrador desafía a las instituciones y Calderón desata la "guerra contra el narco", sumiendo al país en la mayor ola de violencia desde el conflicto cristero.

            Llegamos, así, al 2012. Y, por primera vez en un cuarto de siglo, el carácter moral en la elección se desdibuja debido a la mediocridad o el cinismo de los candidatos. Tras doce años de gobiernos panistas, Peña promete una peligrosa nostalgia hacia la época en que el PRI resolvía todos los conflictos con maniobras al margen de la ley. Aún sin ser la favorita del Presidente, Vázquez Mota encarna la continuidad de la política de seguridad pública más perniciosa que ha experimentado el país. Y, tras sus exabruptos del 2006, el discurso de López Obrador se ha vuelto el más conservador: un regreso a los valores de familia y sociedad propios de la década de los cincuenta.

Sólo una sorpresa podría salvarnos de este abulia. Para lograrlo, Peña debería reconocer la corrupción de los gobiernos pasados y presentes del PRI y emprender una drástica depuración de su partido. Vázquez Mota tendría que repudiar, en los términos más enfáticos, la política de seguridad de Calderón. Y López Obrador tendría que asumir que su vena amorosa no basta: su repudio a las instituciones le hizo un gran daño al país -y a la izquierda- que no puede repararse con simples llamados a la reconciliación. Ahora que se han iniciado las campañas, y que seremos bombardeados con millones de spots, hay pocas esperanzas de que su discurso se transforme. Si ninguno asume sus errores -y los de su partido- y se decide a abandonar los lugares comunes (la renovación del país, la reconciliación, la paz, bla, bla, bla) y a detallar, en primera instancia, las medidas concretas que adoptará en torno a la violencia y el narcotráfico, estaremos obligados a elegir, a regañadientes, sólo entre tres formas distintas de simulación.

 

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3 de abril de 2012

Eder. Óleo de Irene Gracia

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La estrategia de Leviatán

Al dibujar al Estado como una perversa bestia de los mares, feroz e implacable, Hobbes no exageraba. Si nuestra especie ha debido valerse de su cruento poder, ha sido por una necesidad extrema: limitar los excesos que nosotros mismos, lobos humanos, cometemos unos contra otros. Pero ese monstruo necesita, a su vez, de ataduras que moderen sus tentaciones asesinas y lo tornen predecible: las leyes. Al Estado tendríamos que verlo, pues, como a una ballena hambrienta y sanguinaria que, bien encausada por medio de estas redes y arpones, nos protege de nuestros lados más oscuros.

 

            Los gobernantes democráticos, por ello, han de ser particularmente cuidadosos a la hora de montar al monstruo y conducir su andadura: si, en vez de domarlo, el jinete libera sus instintos, éste puede regresar a su estado salvaje y destruir todo lo que halla a su paso. No se equivoca Giorgio Agamben al señalar que el "estado de excepción" es el mayor atentando a la legalidad que puede concebirse en nuestro tiempo. Al suspender o reducir los derechos individuales -al consentir que el Leviatán se desboque-, aduciendo excusas siempre a la mano, los ciudadanos quedan desprotegidos o, peor aún, amenazados por ese terrible guardián que en teoría debía cuidar de ellos. 

            Lo peor es que este "estado de excepción" no necesita ser declarado públicamente: basta con que el gobernante aduzca una condición de emergencia -una amenaza inminente por parte de terroristas o narcotraficantes, por ejemplo-, para que los distintos órganos del Estado, y en especial sus fuerzas de seguridad, encuentren una justificación ideal a sus abusos. Así ha ocurrido en los Estados Unidos de Bush y, tristemente, también en los de Obama: para el primero, la amenaza islamista hizo válida la guerra preventiva y, para el segundo, los asesinatos extrajudiciales de supuestos terroristas, incluidos los ciudadanos de aquel país.

            Una de las consecuencias más perversas de la "guerra contra el narco" (aunque ahora el gobierno procure ya no emplear este nombre) es que de manera subterránea, nunca explícita, ha terminado por alentar la violación de la ley por parte de los cuerpos de seguridad en aras de proteger un engañoso bien superior: la integridad de la República, la seguridad de los ciudadanos, los derechos de las víctimas. Al convertir al país en campo de batalla y al dividir a los ciudadanos en buenos y malos -el ejército y la policía, de un lado; los narcos, del otro-, se generó un escenario propicio para la violación sistemática de derechos humanos, incubada de por sí desde hace años en nuestro imperfecto estado de Derecho.

            El caso de Florence Cassez aparece, en este escenario, no como una excepción sino como un síntoma. La creación de un ambiente de zozobra y miedo, sumado a unas fuerzas de seguridad que buscan a toda costa demostrar su aciertos, fue el caldo de cultivo que impulsó a las autoridades -repito: a las autoridades- a violar las más elementales garantías de defensa con el objetivo de mostrarse como eficaces instrumentos de esa ley que en el fondo tanto desprecian.

Lo peor es que no parece tratarse de un hecho aislado, sino de un ejercicio sistemático por parte de los encargados de la administración de justicia en nuestro país. Más allá de la culpabilidad o inocencia de los detenidos, lo intolerble aquí es el arrogante ejercicio del poder que permite suplantar la realidad de un arresto con un simulacro para el consumo exclusivo de los medios. Esta estrategia -la estrategia de Leviatán- resulta tan monstruosa que llama la atención la desfachatez con que el gobierno ha querido minimizarla.

Aun si Florence Cassez fuese culpable -aunque, como señaló Héctor de Mauleón tras revisar el expediente, el propio montaje impide discernirlo con certeza-, no sólo resulta engañoso, sino vil, apelar a los derechos de las víctimas para justificar esta brutal operación del Estado. Una operación que, insisto, parece formar parte de una estrategia general de combate a la delincuencia organizada. Por eso irrita tanto que inflamados voceros de las víctimas aplaudan la condena a la francesa: no se dan cuenta de que, al hacerlo, en realidad celebran el virtual estado de excepción que prevalece por culpa de la "guerra".

Lo mismo puede decirse a partir del informe presentado por el capítulo mexicano de Article 19 hace unos días: el que la mayor parte de los ataques sufridos por los periodistas en nuestro país sean cometidos por distintas autoridades es una prueba más de que las fauces del Monstruo permanecen abiertas. Bastante malo es que haya corrupción, tortura y malas prácticas en nuestro sistema de justicia, pero que éstas se justifiquen a media voz, como males necesarios en la lucha contra el crimen, supone uno de los mayores actos de degradación moral que una sociedad puede permitirse. 



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25 de marzo de 2012

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Los candidatos y el mayor Colvin

Hoy callan, obligados por las leyes. Tras semanas de intervenir en decenas de actos de precampaña, al fin callan. El problema es que, en medio del griterío, también callaban, y todo indica que lo seguirán haciendo hasta la elección. Su silencio sobre el problema central del país es lo más significativo de su conducta. Si uno se limitase a reproducir sus dichos, parecería que no han dejado de hablar, pero allí está lo terrible: palabras huecas que enmascaran su silencio. Porque, hasta ahora, ninguno se ha atrevido a tocar el fondo del conflicto: la legalización de las drogas. Temerosos ante la ira de las élites o la ojeriza de los gringos, los candidatos se atrincheran mientras miles de personas -inocentes o no- mueren ante sus ojos. Se rasgan las vestiduras afirmando que combatirán al crimen, que serán duros e implacables. Eso resulta fácil. Pero sus lances belicosos sólo ocultan la espinosa complejidad del un problema que ellos, torvos o pusilánimes, prefieren rehuir.

 

Ahora que callan, quizás valdría la pena que los candidatos se sentasen frente al televisor (recomendarles leer es mucho pedir). Tienen suerte: como ha señalado Robert McKee, hoy la mejor escritura se ha trasladado del cine a la televisión. Podrían comenzar, por ejemplo, con Boardwalk Empire, la serie auspiciada por Martin Scorsese en donde un soberbio Steve Buscemi encarna a Nucky Thompson, un político corrupto de Atlantic City durante los años de la Prohibición (1919-1933). Así observarían, en directo, las consecuencias de la decisión que criminalizó la venta y distribución de alcohol en Estados Unidos el 17 de enero de 1920. Las mismas razones esgrimidas hoy contra las drogas aparecen allí, en voz de la Liga de Mujeres Cristianas por la Sobriedad.

Sobre todo, los candidatos se darían cuenta de cómo la prohibición no hizo desaparecer el alcohol -en una escena memorable, Nucky celebra una fiesta etílica la noche previa a la entrada en vigor de la Ley Volstead-, sino que lo convirtió en un mercado más rentable. Hoy ocurre lo mismo: pese a la guerra contra el narco, bastan tres llamadas, sea en Atlantic City o en México City, para conseguir cualquier droga. Cuando en 1933 al fin se eliminó la Prohibición, uno de sus defensores, el senador John D. Rockefeller, Jr., admitió su fracaso: con la prohibición, "el consumo se incrementó [...], el respeto a la ley decreció y el crimen se incrementó hasta niveles nunca vistos"

            Provistos ya con esta perspectiva histórica, los candidatos podrían sumergirse en The Wire, escrita por David Simons y Ed Burns, acaso la mejor serie de televisión jamás realizada (con Los Soprano). Este ambicioso retrato de la vida en Baltimore quizás sea la más profunda puesta en escena de los problemas que el narcotráfico y el crimen suponen para nuestra sociedad contemporánea. Si los candidatos no tienen la paciencia o el coraje de ver la serie completa, les recomiendo la tercera temporada.

            Ante la cercanía de las elecciones, los políticos de la ciudad -Baltimore, no México- exigen a sus fuerzas policíacas una disminución en el número de asesinatos. Cuando la presión se vuelve intolerable, un viejo policía, el mayor Bunny Colvin, pone en marcha un experimento de tácita legalización de las drogas. En su distrito limpia los puestos de venta clandestina y reubica a los traficantes en una zona de tolerancia, a la que denomina Hamsterdam. Los resultados son pasmosos: por un lado, una disminución radical del número de homicidios y otros crímenes; por el otro, una zona donde los narcos negocian libremente, y adictos y prostitutas deambulan en condiciones lamentables.

Por fortuna, los escritores de The Wire no ofrecen soluciones moralistas, sino que indagan en el dilema humano representado por esta medida. ¿Qué es mejor, una ciudad donde la droga ilegalizada genera cientos de homicidios o una en la cual es legal, con la consecuente disminución de la violencia, pero a cambio de las condiciones infrahumanas de los adictos? Cuando el experimento de Colvin sale a la luz, sus jefes no tardan en desmantelarlo, sin que los políticos atisben su verdadero sentido.

En cierto momento, Colvin lanza un sólido alegato contra la militarización del combate al narcotráfico: "Si uno dice que hay una guerra, muy pronto [los policías] empiezan a actuar como guerreros. Piensan que están en una cruzada y se imponen a fuerza de esposar gente y contar muertos. Pero en una guerra se necesita un maldito enemigo. Y de pronto casi todos en cada esquina son el maldito enemigo. Y después el barrio que uno debe vigilar se convierte en territorio ocupado. [...] Todo eso no sirve para proteger un barrio. Lo peor de esta guerra contra las drogas es, en mi opinión, que arruinó este trabajo."

            Candidatos: en vez de contonearse por los estudios de televisión -y de apoyar a sus magnates-, sería mejor que pasasen unas horas frente a la mejor televisión. La Atlantic City de Boardwalk Empire o la Baltimore de The Wire no están tan lejos.

 

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14 de marzo de 2012

Eder. Óleo de Irene Gracia

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El patriarca en Miraflores

Cuando por fin abre los ojos, la brusca luz de halógeno lo golpea; se incorpora un poco y se descubre encadenado a un tubo de plástico y una bolsa de suero. Por fortuna, nadie lo acompaña: no tardarán en llegar los médicos para realizarle más exámenes, revisar las suturas y acaso mentirle sobre su pronóstico. Y luego vendrá el alud de visitantes y recaderos. Prefiere aprovechar esta pausa para concentrarse, para meditar unos segundos: desde que se detectó el tumor, no le han dado tregua. Era ya bastante con gobernar un país de locos con mano de hierro, y combatir a imperialistas y traidores, como para ahora dedicar tanto tiempo a sí mismo, a esta maldita enfermedad que acaso triunfe donde fallaron los golpistas y la CIA.

 

            El comandante Chávez estira las piernas -una punzada en el vientre- y se lleva la mano a las mejillas mal afeitadas. Tiene sed. Y náuseas. Todo a su alrededor es blanco y pulcro, un limbo en medio del Caribe. Aislado en ese cuarto, a cientos de kilómetros de su patria y, peor, a cientos de kilómetros de sus subordinados, se siente prisionero. Más solo que en la cárcel, hace ya tantos años. Desde luego, no había mejor opción, al menos mientras persistiese un hálito de esperanza. Tratarse en Estados Unidos, con sus enemigos, hubiese sido una humillación intolerable. En Brasil o en Europa no habría logrado tejer el cordón sanitario -nunca mejor dicho- que transforma su salud en un secreto militar. Y en Venezuela, aún menos: allí no se puede confiar ni en la discreción de los cirujanos.

No había, pues, otro remedio: a fin de cuentas la medicina es, junto con el deporte, el último logro que puede presumir el régimen cubano (no por nada cientos de sus doctores peregrinan en las selvas y montañas de su patria); en todos los demás terrenos sus anfitriones se hallan en desventaja, pero en el Centro de Investigaciones Médico Quirúrgicas uno se siente como en el primer mundo. Aquí nadie filtrará los resultados de las pruebas, nadie hablará de más, nadie querrá indisponerse con Raúl y su familia. Si algo admira de Cuba, es el control absoluto sobre lo que puede decirse en voz alta.

Venezuela es lo contrario: allí todos están ya alborotados con su previsible... desaparición... y nadie se calla la boca. Porque, si se ha empeñado en ocultar los detalles de su padecimiento, no es tanto para engañar a la oposición, sino a sus leales. Con los otros ha podido una y otra vez en el pasado; cuando lo encarcelaron, salió convertido en un líder más popular que todos esos políticos corruptos; cuando quisieron deponerlo, regresó legitimado; y, cuando pretendieron vencerlo en las urnas, él los derrotó sin cortapisas. Por el momento, las elecciones de octubre no constituyen su mayor dolor de cabeza: más inquietante le resultan sus generales y ministros.

¿Cómo es posible que se reúnan sin su consentimiento? ¿Que elaboren planes de emergencia? Ninguno posee su estatura -él mismo congeló a cualquiera que osase opacarlo- y ninguno cuenta con el respaldo unánime de los sectores que lo apoyan, pero no puede descartarse que, aprovechando su ausencia, se hagan ilusiones. Cuando ronda la "tierna brisa de muerto grande y de podrida grandeza" -en palabras del Maestro-, hasta tus mejores amigos se disfrazan de buitres. Por eso ha de extremar las precauciones, dejar todo atado y bien atado, por si acaso...

Vaya paradoja: cuando le anunciaron que Fidel estaba desahuciado, se imaginó sosteniendo su cadáver en una especie de piedad revolucionaria; y ahora es posible que ocurra lo inverso, el padre presidiendo el entierro de su discípulo. "La historia me absolverá": esta frase de su anfitrión ronda obsesivamente su cabeza. ¿Pasará lo mismo con él? ¿Qué se dirá, en diez o cien años, de su República Bolivariana?

Se resiste a creer que su régimen será visto como un episodio pasajero, que los partidos tradicionales recuperarán sus posiciones, que las reformas que emprendió quedarán en la nada. ¿Pero qué puede hacer para evitarlo? ¿Confiar en esos segundones? ¿Entregarle el poder a alguien que, en el mejor de los casos, lo convertirá en una especie de santo, en un patético icono -antes los revolucionario morían acribillados en la selva, no en un cuarto de hospital-, mientras pacta y transige con los norteamericanos? No: si vino a Cuba, no sólo fue para ser tratado por sus médicos, sino para inspirarse en la feliz maniobra que le permitió a Fidel acotar el margen de maniobra de su hermano. Por eso debe regresar lo más pronto posible a Miraflores.  

Cuando tocan a la puerta, el comandante Chávez siente un vago desasosiego. Tal vez, en estas circunstancias, la muerte sea una victoria. La única forma de no ser derrotado ni por los opositores ni por los conjurados que pululan en su propio bando. ¿Quién le iba a decir que, cuando se le ocurrió resucitar aquella vieja proclama revolucionaria, tan bella y -le parecía entonces- tan heroica, en realidad profetizaba su futuro? Patria, socialismo o muerte: tremendo despropósito.

 

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5 de marzo de 2012
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