Skip to main content
Escrito por

Jorge Volpi

Jorge Volpi (México, 1968) es autor de las novelas La paz de los sepulcrosEl temperamento melancólicoEl jardín devastadoOscuro bosque oscuro, y Memorial del engaño; así como de la «Trilogía del siglo XX», formada por En busca de Klingsor (Premio Biblioteca Breve y Deux-Océans-Grinzane Cavour), El fin de la locura y No será la Tierra, y de las novelas breves reunidas bajo el título de Días de ira. Tres narraciones en tierra de nadie. También ha escrito los ensayos La imaginación y el poder. Una historia intelectual de 1968La guerra y las palabras. Una historia intelectual de 1994 y Leer la mente. El cerebro y el arte de la ficción. Con Mentiras contagiosas obtuvo el Premio Mazatlán de Literatura 2008 al mejor libro del año. En 2009 le fueron concedidos el II Premio de Ensayo Debate-Casamérica por su libro El insomnio de Bolívar. Consideraciones intempestivas sobre América Latina a principios del siglo XXI, y el Premio Iberoamericano José Donoso, de Chile, por el conjunto de su obra. Y en enero de 2018 fue galardonado con el XXI Premio Alfaguara de novela por Una novela criminal. Ha sido becario de la Fundación J. S. Guggenheim, fue nombrado Caballero de la Orden de Artes y Letras de Francia y en 2011 recibió la Orden de Isabel la Católica en grado de Cruz Oficial. Sus libros han sido traducidos a más de veinticinco lenguas. Sus últimas obras, publicadas en 2017, son Examen de mi padre, Contra Trump y en 2022 Partes de guerra.

Eder. Óleo de Irene Gracia

Blogs de autor

Ante el Comité de Salud Pública

A la mayoría le encanta señalar con el dedo a escondidas y acusar y denunciar, chivarse a sus amistades, a los vecinos, a sus superiores y jefes, a la policía, a las autoridades, descubrir y exponer a culpables de cualquier cosa, aunque lo sean solo en su imaginación; hundirles la vida si pueden o por lo menos dificultársela, procurar que haya apestados [...] y expulsar de su sociedad, como si la reconfortara decirse tras cada victima o pieza cobrada: ‘Ese ha sido desgajado, apartado, ese ha caído y yo no'. Entre toda esa gente hay unos pocos (a diario vamos menguando) que sentimos, por el contrario, una indecible aversión a asumir ese papel, el papel del delator.

 

Javier Marías, Los enamoramientos

 

Declaro que a los 19 años descubrí Un mundo para Julius y en sus páginas atisbé un mundo entrañable, habitado por criaturas tan extraviadas y ridículas como nosotros en la infancia.

Declaro que, tras pasar meses abismado en las grandiosas arquitecturas de La casa verde, Cien años de soledad o Terra Nostra, los libros de Alfredo Bryce Echenique me llenaron de nostalgia por la niñez perdida. Aún me asombra su humor corrosivo y la sutil melancolía que se filtra en su agudeza.

Declaro que, años más tarde, en París, leí La vida exagerada de Martín Romaña y me interné en el laberinto de sus calles con el mismo desatino de su protagonista, y fui feliz y desdichado con sus delirantes aventuras. Ningún personaje desde Don Quijote me había reír tanto -y sentir tanta compasión- con sus peripecias.

Declaro que, a lo largo de más de 40 años, Bryce continuó enriqueciendo ese universo personal en una veintena de libros singulares.

Declaro, en contra de lo que afirman quienes ni siquiera lo han leído, que Un mundo para Julius, No me esperen en abril o La vida exagerada de Martín Romaña enaltecen al Premio FIL tanto como los libros de sus más ilustres predecesores.

Declaro estar seguro de que miles de jóvenes lectores continuarán descubriendo, al lado de Julius y Martín Romaña, el valor, la belleza y la majestad de nuestra lengua.

Declaro que jamás he tenido con Bryce otra conversación que la que se sostiene a través de sus cuentos y novelas.

Declaro que sumé mi voto al de la mayoría, en la última sesión del jurado del Premio FIL -el más transparente de nuestro país-, por un simple acto de amor hacia sus libros.

Declaro que el jurado premió a Bryce por su obra narrativa pues ésta bastaba y sobraba para concederle este premio y cualquier otro. Ello nada tiene que ver con el valor intrínseco del periodismo, el ensayo o la poesía.

Declaro que me resistí, hasta el último segundo, a emitir un juicio moral sobre su autor. No porque me obstine en cerrar los ojos ante el plagio (o el fraude o la mentira), sino porque la sola tentación de evaluar en un jurado literario la conducta moral de un escritor, incluso aquella que tiene que ver con su ética de artista, me parece arrogante y peligrosa.

Declaro que el plagio es absolutamente condenable (escribo esta obviedad para que no la olviden quienes me citan). Pero los plagiados son los únicos que pueden exigir legítimamente una reparación o una disculpa. No necesitaban una turba enardecida para defenderse.

Declaro que, si los plagios periodísticos de Bryce ya eran juzgados en Perú, ¿por qué un jurado literario tendría que juzgarlo y castigarlo otra vez por esas mismas faltas, violando un principio elemental del derecho?

Declaro que en ocasiones lo imaginé, azuzado por la angustia, incapaz de escribir las líneas punzantes o aguerridas que antes brotaban tan fácilmente de su pluma. Y en el acto extremo de apropiarse de las palabras de otros no pude entrever al alevoso criminal que dibujan sus enemigos, sino al artista derrotado que no encontró otra salida. Sus desventuras no lo justifican -que quede claro-, pero el justo reconocimiento a su obra narrativa jamás significó la absolución de sus errores.

Declaro que quienes queríamos recompensar la obra del artista, sin tomar en cuenta las faltas del hombre, deploramos que el premio se le haya entregado fuera de la Feria. La decisión de apartarlo de Guadalajara fue el ínfimo triunfo de quienes confunden la ética con el linchamiento.

Declaro mi respeto hacia los periodistas, escritores y académicos legítimamente preocupados por este asunto -decenas de voces razonables- y mi desprecio hacia quienes se jactan de exhibir los pecados ajenos como trofeos de caza. Los mismos insensatos que ahora exigen retirarle los fondos públicos a la Feria -una de las escasas instituciones por las que somos admirados en el mundo- o incluso boicotearla. Sepulcros blanqueados.

Declaro que, si ésta es la moral pública que buscan imponernos, la moral de los delatores, yo no quiero ser parte de ella.

Y, en fin, declaro mi orgullo por haber defendido, más que a un escritor -humano, demasiado humano-, unos libros extraordinarios. Una gran obra narrativa que en modo alguno se define por las faltas de quien la concibió ni por los insultos de sus detractores.

 

Twitter: @jvolpi

 



[ADELANTO EN PDF]
Leer más
profile avatar
28 de octubre de 2012

Eder. Óleo de Irene Gracia

Blogs de autor

El Lazca como epílogo

Bajo el fiero sol norteño de un mediodía de octubre, uno de los hombres más buscados del planeta, Heriberto Lazcano, alias el Lazca o el Z-3, el líder del cártel de los Zetas -en su propio vocabulario, la Compañía- se entretiene observando un rústico partido de beisbol en el miserable pueblo de Coahuila que responde al paradójico nombre de Progreso. Según la versión oficial, alguien repara en las armas largas escondidas en una camioneta en las cercanías de la cancha -como si fuese algo insólito en nuestro relucientes sets de Western- y contacta a un grupo de marinos (ahora usados como marines) que "por casualidad" patrullan la zona. En cuanto éstos se aproximan al terroso estadio, se produce la refriega, al término de la cual el Lazca resulta "abatido" junto a uno de sus guardaespaldas.

 

            Hasta aquí, el relato apenas se distancia de otras capturas anunciadas por esa empresa de espectáculos macabros en que se han convertido las oficinas de prensa de nuestros órganos públicos: otro cadáver ensangrentado y macilento, rodeado de billetes, armas o grapas de cocaína, exhibido en un intimidante estado de putrefacción física que basta para demostrar su putrefacción moral. Sólo que, en un detalle que transforma la escena de una "película de Rambo en una de Woody Allen", en palabras de Diego Enrique Osorno, horas más tarde un comando roba de la funeraria el cadáver del Lazca (si acaso es el Lazca). Y así, en un suspiro, lo que hubiese sido anunciado por el presidente Calderón como su último y mayor logro -una proeza equivalente a la ejecución de Bin Laden- deriva en el peor epílogo, a la vez ridículo y cruel, de estos seis años de guerra.

             Y es que en esta ácida trama podrían concentrarse, en une especie de Aleph borgiano, todos los errores y desvaríos provocados por la obsesión por frenar el tráfico de drogas a través de una estrategia puramente militar que hasta ahora se ha cobrado unas cien mil víctimas -cifra escalofriante, propia de una guerra civil. Cien mil cadáveres que, como el del Lazca, el Gobierno ha perdido de vista en su demencial esfuerzo por contener la violencia empleando únicamente la violencia.

            Aunque los datos precisos sobre el Lazca resultan tan contradictorios como su final, sabemos que perteneció a un cuerpo de élite del Ejército y que, apenas unos meses después de ser apostado sobre el terreno, fue cooptado por el Cártel del Golfo. La pregunta, más bien, es otra: ¿y cómo no habría de traicionar a sus empleadores? ¿Y cómo no habrían de hacerlo decenas de compañeros suyos que ganan una centésima parte de lo que podrían obtener por cumplir las mismas funciones sirviendo en el lado oscuro de la fuerza? En una simple lógica de mercado, ¿de verdad piensa el Gobierno que logrará mantener la fidelidad de sus fuerzas por su compromiso cívico? Al volverse contra quienes lo entrenaron como una máquina de muerte, el Lazca no sólo se transformó en un enemigo formidable -una especie de Bourne del mal-, sino en un símbolo, en carne viva, de que la mera perspectiva militar está condenada al fracaso, incluso en términos íntimos.  

            Quiérase aceptar la responsabilidad o no, lo cierto es que los Zetas constituyen la más aberrante deriva del narcotráfico y del necio combate diseñado por frenarlo. Que ex militares y ex policías se pasen al bando de sus enemigos resulta, dadas las condiciones de la lucha, casi inevitable; pero que se conviertan en los villanos más brutales y siniestros de esta siniestra historia habla de que su corrupción acaso esté emparentada con la formación que recibieron. Su salvaje imitación de las técnicas kaibiles -no sólo hay aniquilar a los rivales, sino de torturarlos, decapitarlos y exhibirlos de la manera más cinematográfica, como una suerte de escarmiento adelantado-, es acaso la consecuencia más vil y enloquecida de dividir al mundo en bandos antagónicos e irreconciliables, como ha insinuado el discurso oficial en sus peores momentos.

            La única solución al absurdo conflicto que vivimos radica, como tantas veces se ha dicho, en la despenalización de las drogas. ¿O de verdad alguien puede justificar que los daños causados por la decisión voluntaria de un adulto de abismarse en las drogas es peor que la de una guerra con cien mil muertos, miles de desaparecidos, una erosión social generalizada y la aparición de figuras como el Lazca o su previsible sucesor, más cruento si cabe, el Z-40? Abatir capos, como ha explicado Eduardo Guerrero, genera exultantes notas de prensa -en caso de que no se extravíen sus cadáveres- pero a la postre sólo recrudece la violencia. Lo peor sería no aprender del gigantesco error de este sexenio y, al menos hasta ahora, Enrique Peña Nieto no ha planteado la menor rectificación en los principios que han guiado esta lucha estéril y atrozmente dolorosa. Si ya en el poder Peña Nieto no rectifica, el extraviado cuerpo del Lazca habrá ganado su última batalla desde ultratumba -o dondequiera que esté.

 

twitter: @jvolpi



[ADELANTO EN PDF]
Leer más
profile avatar
21 de octubre de 2012

Eder. Óleo de Irene Gracia

Blogs de autor

El león herido y el cazador sensato

De un lado, el león herido. A lo largo de los últimos meses hemos sido involuntarios testigos de su singular batalla contra el tiempo: fatigado y ojeroso, a veces más delgado y pálido que nunca, a veces más obeso y abotagado que de costumbre, calvo o con el cráneo apenas cubierto con incipientes brotes de cabello, con el gesto adusto o extraviado -a causa, tal vez, de los calmantes- y la voz chillona o insólitamente amortiguada, no ha dejado de comparecer ante las pantallas, decidido a compartir su calvario con sus admiradores y enemigos. La imagen que proyecta es la del héroe injustamente vapuleado que, superando sus trances y dolores, se apresta a dar su última batalla. Un Cid no muerto sino moribundo, provisto con el coraje necesario para derrotar, una vez más, a sus odiados detractores del imperio.

 

            Del otro lado, el cazador sensato. El muchacho digno y arriesgado elegido para capturar de una vez por todas a la bestia a fin de devolverle la tranquilidad y la concordia a los hombres y mujeres de su aldea. Aprovechando su juventud y su vigor, a él en cambio lo hemos visto prodigarse en todas las regiones, en las montañas y en la selva, en los terrosos barrios de los pobres y en las traslúcidos mansiones de los ricos, decidido a encontrar aliados para su empresa, compañeros de ruta dispuestos a desterrar a su rival luego de trece años de recelos y amenazas. La imagen que cultiva es, por supuesto, la de David armado con una honda: su energía y su templanza.

            El combate no puede ser más desigual. Aun lastimado, el león mantiene intactas sus garras y sus fauces: no sólo los instrumentos del Estado que le permiten difundir su narrativa día y noche, sin tregua, en todos los hogares, sino los lustros en que ha maquillado la historia, en que ha retocado o reconstruido el discurso bolivariano, en que ha sometido a una generación entera a su discurso de igualdad y de recelo. Frente a este apabullante chantaje emocional, el cazador no cuenta más que con su presencia serena, su discurso de reconciliación y de esperanza. Y sus promesas razonables.

            Durante la campaña -la cacería-, el león continúa escurriéndose, elude llamar a su adversario por su nombre, incapaz de concederle siquiera un lugar en sus palabras. Todos constatamos que los saltos y añagazas del felino no son ya los de otros tiempos, que ha perdido reflejos y agudeza, que sus colmillos se han desafilado y que sus uñas mondas y achatadas son las de quien apenas puede defenderse. Aun así, aún ruge con fuerza: grita, aúlla, descalifica -una de sus especialidades-, y vuelve a utilizar el arma que mejores resultados le dio en el pasado: su simpatía y el pánico hacia los otros. Sólo él puede contener una invasión extranjera, sólo él, el dios totémico, puede proteger a los desprotegidos, sólo él puede contener a los oscuros enemigos de la revolución bolivariana, sólo él es capaz de vencer a los demonios.

            El dicho se confirma: la bestia acorralada se vuelve aún más peligrosa. El cazador lo sabe y emplea la estrategia que considera más prudente: no lo provoca ni lo azuza, prefiere hablarle a sus compatriotas del futuro, del cambio tranquilo que llegará en caso de que triunfe. Ante lo que considera indiferencia, el león responde con más furia y el diálogo se torna imposible. Los fanáticos del león no cambiarán de bando hasta su muerte; mientras tanto, los otros miembros de la manada aún resguardan a su líder, usando todos los recursos a su alcance, a fin de conservar sus privilegios (mientras, en secreto, pelean ya para decidir quién lo sucederá cuando al fin desaparezca).

            Las elecciones se celebran sin violencia y sin acusaciones de fraude de ninguna de las partes -algo insólito visto, ay, desde México. Al final, Hugo Chávez, el león herido, vence holgadamente con más del 54 por ciento de los votos. Y el cazador sensato, Henrique Capriles, haciendo prueba de esa sensatez envidiable -aún más sorprendente desde México- de inmediato reconoce su derrota. ¿Qué ha sucedido? ¿Por qué han vuelto a triunfar los gruñidos del león por encima de la sensatez del cazador?

            Las respuestas son múltiples -de su compromiso con los desfavorecidos a la lenta erosión del consenso democrático-, pero sin duda la narrativa del corazón aplastó a la narrativa del cerebro. Chávez, el caudillo democrático, entrevió que para ganar esta elección necesitaba apelar a las empatía emocional de sus votantes -su lucha personal convertida en metáfora de su lucha política- y, de manera tácita, el cáncer se convirtió en un elemento crucial de su victoria. Capriles, apelando a la razón, hizo todo lo que debía: una campaña inmejorable y un comportamiento cívico ejemplar que, insisto, a los mexicanos nos deslumbra. Y aun así, perdió rotundamente. A veces son los ruidosos, los que aúllan y vociferan, quienes ganan. Y, aun así, hay que confiar en que a la larga triunfarán quienes, como Capriles, invocan a la sensatez y al diálogo.

           

twitter: @jvolpi



[ADELANTO EN PDF]
Leer más
profile avatar
15 de octubre de 2012

Eder. Óleo de Irene Gracia

Blogs de autor

La audacia de la razón

Bajo un cielo frío e inescrutable, Barack Hussein Obama -el nombre más inusual que se haya pronunciado en estas ceremonias- atraviesa la explanada y se planta en el estrado frente al ala oeste del Capitolio. Es el 20 de enero de 2009 y, tras la fanfarria introductoria de John Williams y la infaltable oración de un pastor protestante, el primer hombre de piel negra en convertirse en presidente de Estados Unidos inicia su discurso. Intercalando vehementes invocaciones a Lincoln y a la Biblia, Obama lanza una severa crítica a su predecesor y hace un urgente llamado a recuperar los auténticos valores de la democracia. En sus palabras el mundo cree advertir una nueva era marcada por el multilateralismo, la recuperación del crecimiento, la tolerancia y el diálogo.

 

            La emoción despertada por su triunfo es tan apabullante que, a sólo unos meses de su investidura, se le concede un polémico Premio Nobel de la Paz. Mientras tanto, en su patria sufre una brutal campaña de desprestigio por parte de los conservadores -y ese nuevo engendro populista, el Tea Party-, quienes no dudan en compararlo con Stalin (o con Hitler), lo acusan de ser el mayor destructor del capitalismo moderno e incluso cuestionan su ciudadanía estadounidense. Una de las mayores falsificaciones de la historia política reciente porque, más allá de su carácter de símbolo del cambio, Obama está a años luz de ser un radical o un revolucionario; por el contrario, nadie se ha empeñado tanto como él para gobernar bajo los auspicios de la razón y el equilibrio en una época que se decanta por la exaltación y el anatema.

            Desde el inicio de su administración, Obama optó por la mesura y no por los alaridos propios de la sociedad del espectáculo. Pese a la andanada de descalificaciones y desaires republicanos, nunca cejó en su empeño de llegar a acuerdos con sus rivales. Sólo así logró aprobar in extremis su proyecto de seguridad social -su mayor conquista hasta el momento, avalada con el sorpresivo voto de John Roberts, el presidente de la Corte Suprema-, pero a cambio de poner en marcha un plan de recuperación económica que no alteró las bases del sistema, nunca enjuició a los responsables de la crisis y permitió que el 1% más rico de la población -los millonarios que hoy tanto lo detestan- sigan aumentando sus ingresos en una proporción desmesurada. En contra de lo que gritan sus detractores, la presidencia de Obama ha sido un ejemplo de moderación -apenas un punto a la izquierda de las de Carter o Clinton- y de una normalidad que contrasta radicalmente tanto con el espíritu de cambio ciudadano que le concedió la victoria como con las caricaturas que difunden sobre él Fox News o los voceros mediáticos del Tea Party.

De este modo, en los casi cuatro años que han transcurrido desde su juramento, Obama ha decepcionado tanto a sus compatriotas como a sus fans globales, aunque por motivos encontrados. Los conservadores siguen acusándolo de ser un ogro socialista sólo por haber aprobado una especie de seguro social obligatorio; los liberales lo consideran tibio o pusilánime; y, pese a las simpatías que genera en el resto del planeta, sus logros suenan tan exiguos que, en el primer debate contra Mitt Romney, celebrado esta semana en Denver, el presidente ni siquiera pareció capaz de enumerarlos (si bien ha conseguido la meta, vista como imposible, de reducir el desempleo al 7.8%).

            Aunque se esfuerce por mostrarse sonriente y afable con su familia, lo cierto es que Obama continúa siendo una de las figuras más inaprehensibles de nuestros días justo porque su acción política no se desarrolla a partir de los criterios habituales de la ideología o la mercadotecnia. En una era dominada por las iluminaciones de Bush Jr., la soberbia de Sarkozy, el cinismo de Berlusconi, los exabruptos de Chávez o el cínico pragmatismo de Romney, Obama parece flotar por encima de las disputas cotidianas y de los incesantes ataques en su contra. Su vocación es más la de un líder moral que la de un simple político y por ello su tono nunca resulta estridente o inflamado, sino didáctico: es el tono de quien no confía en las vísceras, sino en la razón. 

            Imposible saber si esta filosofía del poder, de espíritu casi budista, volverá a funcionarle en las próximas elecciones. Como quedó demostrado en este primer debate, su templanza puede ser vista como debilidad y su autocontención como soberbia. Pero, acostumbrados a líderes cuyas iniciativas responden sólo al maquillaje electoral, habría que celebrar que el presidente de Estados Unidos se detenga a exponer cada una de sus medidas y a explicar cada uno de sus logros y fracasos con ese temple lánguido y profesoral que hoy tanto le critican. Obama podrá resultar distante o enigmático, pero sólo por su voluntad de gobernar bajo los auspicios de la razón merecería otra oportunidad frente al burdo pragmatismo de Romney, ejemplo perfecto de los políticos sin escrúpulos de nuestro tiempo.

 

twitter: @jvolpi



[ADELANTO EN PDF]
Leer más
profile avatar
9 de octubre de 2012

Eder. Óleo de Irene Gracia

Blogs de autor

El Premio FIL y la inquisición literaria

El pasado 1º de septiembre, un jurado internacional, compuesto por siete escritores y académicos, del cual yo formaba parte, decidió otorgarle el Premio FIL de Literatura al escritor peruano Alfredo Bryce Echenique.

El vocero del jurado, el crítico canadiense de origen rumano Călin Mihăilescu, hizo público el dictamen y respondió a todas las preguntas de los periodistas. Mihăilescu dejó sentado, con gran claridad, que el jurado había decidido reconocer la trayectoria narrativa de Bryce y optado por no tomar en cuenta las acusaciones de plagio de diversos artículos periodísticos debido a que éstas habían sido llevadas a los tribunales competentes y no incidían en el valor de su obra narrativa.

La elección se apegó rigurosamente a la convocatoria del Premio: la base 1 establece: "Podrán ser candidatos al Premio FIL de Literatura en Lenguas Romances 2012 los escritores con una valiosa obra de creación en cualquiera de los géneros literarios (poesía, novela, teatro, cuento o ensayo literario)". De este modo, Bryce fue reconocido por sus novelas y cuentos (el periodismo no se enumera).  

Las razones del jurado pudieron no agradar a muchos, pero éstas fueron expresadas con absoluta transparencia. Sin embargo, a partir de ese momento no han cesado de aparecer declaraciones en los medios no sólo para expresar su malestar ante la decisión -actitud del todo legítima-, sino para desacreditar al Premio y a los miembros del jurado e incluso, en un acto de soberbia e hipocresía lamentables, para exigir que le sea retirado a Bryce.

Dado que yo no soy el vocero del jurado, estas líneas constituyen una opinión estrictamente personal.

Hay distintas maneras de contar esta historia. Si se cuenta así: "Premio FIL a plagiario", como hizo un sector de la prensa, sólo podrá despertar indignación. Pero los miembros del jurado, provenientes de países y tradiciones muy diversas, la mayoría de los cuales no nos conocíamos y no mantenemos relación alguna con Bryce, consideramos que debía contarse de otro modo: "Premio FIL a un clásico de la literatura latinoamericana".

De entre los miles de libros publicados en América Latina desde los años setenta, apenas unos cuantos han conseguido superar el paso de los años y sólo un puñado pueden considerarse clásicos. Al menos dos novelas de Bryce pertenecen a esta categoría: Un mundo para Julius (1970) y La vida exagerada de Martín Romaña (1981). Le pese a quien le pese, estas dos obras ya han sido sancionadas por el único árbitro confiable del mérito literario: el tiempo. El Premio FIL no ha hecho más que reconocer este hecho avalado a lo largo de 42 años -42 años, repito- por miles de lectores en todo el mundo.

El Premio FIL decidió no pronunciarse -no avalar ni condenar- las acusaciones de plagio recibidas por Bryce. En contra de lo que propugna nuestra "inquisición", consideró que no es función de un jurado literario erigirse en jurado criminal. Querer arrebatarle a Bryce un reconocimiento a su obra narrativa es, en cambio, un atentado a la legalidad. Quienes así lo exigen, arrogándose una autoridad moral y jurídica que no les pertenece, buscan convertirse en acusadores y verdugos de alguien que ya fue sometido a un proceso judicial en su país. Su actitud, disfrazada de "cruzada moral", en realidad esconde el virus de la intolerancia y el autoritarismo.

Si bien entre los críticos del Premio se cuentan académicos y escritores cuya opinión siempre respeto -y cuyas críticas me invitan a la reflexión-, apenas sorprende que los miembros más aguerridos de la inquisición literaria pertenezcan a ese vasto sector que, sin haber escrito jamás una línea perdurable, medra en los márgenes de nuestra vida cultural. Ellos, que nunca se pronuncian ni llaman a firmar desplegados ante las grandes injusticias y descalabros morales del país -de la corrupción de nuestros políticos a las muertes de la guerra contra el narco- en cambio se empeñan en convertir en causa justa la moralidad de un escritor. ¿Por qué concentran su indignación en este caso? Tal vez porque no toleran a alguien que, a diferencia de ellos, fue capaz de crear una obra más allá de sus pecados y sus faltas.

Insisto: cualquiera puede estar en desacuerdo con el premio a Bryce, sea porque sus libros le parezcan poco relevantes, sea porque considere que sólo alguien con un historial moral y penal intachable (con los problemas que conlleva deducirlo) merece un reconocimiento literario.

Me pregunto si nuestra inquisición literaria también recabará firmas para que se le despoje del Premio Nobel a Günter Grass por haber mentido y negar que de joven se enroló en un batallón de las SS? ¿O el Cervantes a Álvaro Mutis, condenado por malversación de fondos? ¿Dirán que este último fue un premio que exalta a los estafadores? ¿O torcerán la lógica para explicar que es mucho peor robar ideas que robar dinero?

¡Cómo cambian los tiempos, en cualquier caso! Cuando Mutis fue internado en la cárcel, Octavio Paz y un nutrido grupo de intelectuales le envió una carta al Presidente para solicitar benevolencia para "un poeta generoso, amable, y un gran creador". Hoy, algunos de quienes se promocionan como herederos de Paz, exigen en cambio el linchamiento civil de Bryce Echenique.

Como puede verse, la discusión sobre si un jurado literario debe avalar no sólo la obra de un escritor, sino su conducta ética, es compleja y me parece bienvenida y saludable. Pero de allí a descalificar al Premio FIL, a los jurados y a las instituciones convocantes se pasa de la crítica a la calumnia. ¿En verdad nunca seremos capaces de instalar un diálogo razonable?

El tiempo verificará quién acierta. Por mi parte, creo que los alaridos de la inquisición literaria pronto caerán en el olvido, mientras que Un mundo para Julius y La vida exagerada de Martín Romaña continuarán siendo clásicos de la literatura latinoamericana por muchas décadas más.

 



[ADELANTO EN PDF]
Leer más
profile avatar
7 de octubre de 2012

Eder. Óleo de Irene Gracia

Blogs de autor

Blasfemos y humoristas

En las primeras escenas, un grupo de fanáticos musulmanes —los reconocemos por sus hirsutas barbas postizas— destroza una farmacia cristiana, asesina a una muchachita con un crucifijo y saquea un rústico set virtual que intenta parecerse a una barrio egipcio. A partir de allí, un padre de familia copto explica a sus hijos la “verdadera” historia del Islam, según la cual Mahoma era blanco y rubio, y poseía el mismo nivel intelectual y emocional de los protagonistas de American Pie. Realizado con los recursos televisivos de los años setenta y con una panda de comediantes improvisados que no ocultan la chacota, Inocencia de los musulmanes, el video que ha desatado la furia de los auténticos fanáticos —y que le costó la vida al embajador estadounidense en Bengasi, Christopher Stevens— ha sido reproducido 14 millones de veces en YouTube al momento de escribir estas líneas.

 

            Lo primero que sorprende, por supuesto, es que una farsa tan lamentable y chapucera, llena de gags estúpidos y burdas provocaciones, sea capaz de provocar tanto odio. Si ese era su objetivo, lo ha logrado con creces: las manifestaciones se han sucedido en todo el orbe islámico —contra Estados Unidos en su conjunto, como si Obama o Hillary Clinton fuesen sus orgullosos productores—, mientras un conjunto de líderes árabes ha solicitado a Naciones Unidas reintroducir el delito de blasfemia (¿y los azotes?) y el siempre ocurrente presidente iraní, Mahmud Ahmadineyad, declaró en Nueva York que boicoteará la ceremonia de los Oscar, acaso pensando que Inocencia… está nominada en la categoría de “mejor filme antiislámico del año”.

            Desde una perspectiva laica, el asunto no admite vuelta de hoja: por indignante que pueda resultarle cualquier parodia, incluso una tan barata como ésta, a una comunidad religiosa, nada justifica los destrozos y las muertes. El problema radica, claro, en que buena parte del planeta aún vive fuera de la modernidad —incluyendo, para aumentar la confusión, grandes sectores de Estados Unidos— y considera que insultar a sus dioses es peor que insultar a sus madres. La reacción de estos creyentes puede parecernos primitiva, pero no carece de lógica: dado que para ellos su profeta es tan real como sus familias, se rebelan contra un sistema —ese fantasma llamado Occidente— que no prohíbe la blasfemia y no condena a sus practicantes.

            Cuando las revueltas aún no se habían agotado, la publicación de un nuevo paquete de caricaturas de Mahoma en la revista satírica parisina Charlie-Hebdo vino a “echar aceite al fuego” (palabras de sus detractores que la revista no tardó en convertir en una nueva caricatura). Previendo un viraje de la ira hacia sus ciudadanos, el gobierno francés se vio obligado a desalojar sus misiones diplomáticas en los países árabes y, limitando otro derecho humano esencial, prohibió las manifestaciones de protesta convocadas por los musulmanes de Francia. Según explicaron los editores del semanario, la libertad de expresión está por encima de cualquier consideración —incluida la mera prudencia— y por eso desoyeron las recomendaciones de posponer o suspender su publicación.

En Francia, cuna y adalid del laicismo, no existe en efecto el delito de blasfemia: uno puede burlarse de cualquier dios sin ser molestado. Pero tampoco es verdad que la libertad de expresión sea absoluta: si, con humor o sin él, alguien se atreve a negar el Holocausto, puede acabar en la cárcel. La cuestión no es, pues, tan simple: si los legisladores decidieron castigar a los negacionistas en virtud de la discriminación sufrida por el pueblo judío —y estuvieron a punto de aumentar a la lista el genocidio armenio—, ¿no aciertan los líderes islámicos al exigir un tratamiento similar? Por ello, los únicos límites a la libertad de expresión deberían ser el respeto a los demás seres humanos (vivos) y la prohibición de incitar directamente al crimen.

            En la medida en que defienden verdades absolutas, todas las religiones —es buen momento para resucitar a Marx— adormecen la conciencia crítica y están reñidas con el humor (parafraseando a Nietzsche, “yo sólo creería en un dios que supiese reír). Por desgracia, de unos años para acá, en especial a partir del derrumbe del comunismo, se ha impuesto la tendencia políticamente correcta a respetar las creencias ajenas sin cuestionar sus bases o principios. De hecho, numerosos estados promueven su renacimiento, conscientes de los réditos políticos que extraen de la fe. Igual que el nacionalismo, otra de las grandes amenazas de nuestro tiempo, la religión es un resabio ancestral que, con su alud de dogmas y fantasías, no hace sino privilegiar las diferencias y alejarnos de la auténtica tolerancia. La única solución viable a los desafíos de los fanáticos consiste en promover en todas partes el sentido crítico —y una de sus grandes herramientas: la sátira— en abierto desafío a la solemnidad, y el mal humor, de papas, popes, pastores, imanes y rabinos. 

 

twitter: @jvolpi



[ADELANTO EN PDF]
Leer más
profile avatar
1 de octubre de 2012

Eder. Óleo de Irene Gracia

Blogs de autor

Los amos del universo

Exasperados, los ejecutivos no pueden creer que esos burócratas los hayan abandonado a su suerte, permitiendo que el tercer banco de inversión más grande del mundo se desvanezca de la noche a la mañana. Es casi la una de la tarde del 16 de septiembre de 2008 y Henry Paulson, Ben Bernanke y Tim Geither, secretario del Tesoro, presidente de la Reserva Federal y presidente de la Reserva Federal de Nueva York, acaban de confirmarles que el Gobierno no acudirá en su rescate. Punto. Su última opción, luego del traicionero pacto entre Bank of America y sus odiados rivales de Merrill Lynch, era la oferta de Barclays pero, desoyendo las súplicas de la administración Bush, el Banco de Inglaterra se ha negado a avalar la operación. No hay, pues, alternativa. A la 1:25 de la tarde sus abogados inscriben la bancarrota en la Corte de del Distrito Sur de Nueva York. Con más de siglo y medio a sus espaldas, Lehman Brothers ya es historia.

            Hace casi cuatro años justos de este episodio, recreado en el intenso thriller Margin Call (2011) y en la más literal Demasiado grande para caer (2011), basada en el fascinante libro de Andrew Ross Sorkin (2009), y los análisis y las especulaciones en torno a su origen y consecuencias continúan proliferando en la medida en que el derrumbe de Lehman Brother es percibido como el punto de quiebre -real o simbólico- de la Gran Recesión que aún aqueja a la mayor parte del mundo desarrollado.

¿Hubiese sido todo distinto si Paulson, antiguo patrón de Goldman Sachs, hubiese impedido la caída de sus antiguos competidores? Probablemente no: para entonces Wall Street se hallaba tan contaminada por los llamados "activos tóxicos" (las metáforas biológicas no son gratuitas) que la suerte de los cinco grandes bancos de inversión estadounidenses, interconectados con todas las instituciones financieras internacionales, parecía echada. Tras más de una década de "exuberancia irracional" -el término es de Alan Greenspan, presidente de la Reserva Federal por 20 años y responsable de no anticipar la crisis-, el capitalismo contemporáneo ya no parecía capaz de evadir la catástrofe incubada durante la burbuja.

Muchas fueron las causas que dieron lugar a esta "tormenta perfecta". En primer término, el triunfo de la ideología neoliberal -y la teoría de los mercados eficientes- tras la desaparición del campo comunista. Puestas en práctica por Margaret Tatcher y Ronald Reagan, y copiadas por políticos de todas las latitudes (Salinas en México), las ideas de los economistas de la Escuela de Chicago, como Milton Friedman o Eugene Fama, condujeron a una época de brutal desconfianza hacia el Estado, siniestra desregulación financiera y una glorificación del individualismo cuyo espíritu quedó resumido en la frase de Gordon Gekko en Wall Street (1987) de Oliver Stone: "La avaricia es buena".

Paradójicamente, no fueron los Bush, padre o hijo, quienes mejor sirvieron a los intereses de este brutal laissez-faire, sino el demócrata Bill Clinton: en pleno enredo con el vestido de Monica Lewinsky, firmó la legislación que dio muerte a la legendaria Ley Glass-Steagall que prohibía que los bancos de depósitos fuesen, al mismo tiempo, bancos de inversión. Gracias a este pequeño favor, así como a la eliminación de la normatividad sobre los nuevos derivados financieros, instituciones como Goldman Sachs, Merrill Lynch, Lehman Brothers, Morgan Stanley o Bear Sterns tuvieron las manos libres para arriesgar miles de millones de dólares sin rendirle cuentas a nadie.

La proliferación de estos arcanos derivados financieros, o más bien la falta de reglas sobre los mismos, acabó por desestabilizar al sistema. Desarrollados por matemáticos y físicos (llamados quants por sus colegas), estos instrumentos buscaban diluir o de plano eliminar el riesgo -por ejemplo, el de las hipotecas-, pero a la larga hicieron lo contrario: contagiarlo sin fin hasta que todo la economía estuvo enferma. Si a ello sumamos la voracidad de los altos ejecutivos, quienes se asignaron antes y después de la crisis compensaciones estratosféricas, y a la imprudente concesión de créditos a quienes jamás podrían pagarlos, las condiciones estaban dadas para la catástrofe. 

Cuatro años después de la caída de Lehman, todavía padecemos sus estertores. Pese al gigantesco rescate operado por Bush Jr. y Obama -muy mal gestionado, según narra su antiguo supervisor, Neil Barofsky, en Bailout (2012)- y las incipientes medidas de estímulo de los demócratas, la economía estadounidense no termina de recuperarse, mientras que las de otras naciones, como Grecia, Portugal, Irlanda o España, se hallan al borde del abismo. Pero lo peor es que la lección no parece aprendida: los mismos "amos del universo" que con su codicia produjeron la catástrofe son, en todas partes, los encargados de recomponerla. Como resumió un analista: "nunca tan pocos hicieron tanto contra tantos".

 

twitter: @jvolpi



[ADELANTO EN PDF]
Leer más
profile avatar
24 de septiembre de 2012

Eder. Óleo de Irene Gracia

Blogs de autor

Misterioso asesinato en Chongqing

Vestida con una chaqueta negra y una camisa blanca que contrastan con su esmerada elegancia de épocas mejores, Gu Kailai comparece ante el tribunal de Hefai con un rostro inexpugnable. Tras oír los testimonios en su contra -se le acusa de envenenar a Neil Heywood, su socio y, según otras fuentes, amante-, la Jackie Kennedy china, como la llaman los tabloides, acepta sin parpadear todos los cargos. Amparándose en su confesión, los jueces apenas tardan en dictarle una condena a muerte suspendida, lo que equivale a un término de entre 14 años de cárcel y cadena perpetua. Al escuchar el veredicto, Kailai no sonríe pero su rictus se relaja. Según las últimas filtraciones, será trasladada a Quincheng, una prisión de lujo construida para albergar a viejos funcionarios imperiales, políticos nacionalistas y criminales de guerra japoneses -y donde su suegro, Bo Yibo, pasó una temporada durante la Revolución Cultural antes de ser rehabilitado por Deng Xiaoping como uno de los "ocho sabios" del Partido Comunista Chino (PCCh).

            El juicio, celebrado a toda velocidad en una corte celosamente resguardada -a la cual la prensa extranjera no tuvo acceso-, no sólo representa el mayor escándalo que haya sacudido al gigante asiático en las últimas décadas, sino la metáfora de un sistema diseñado para ocultar las fuerzas en pugna en el interior de su elusiva y enigmática (al menos a ojos occidentales) clase política. Porque, si bien los jueces condenaron en solitario a la impertérrita Kailai y el nombre de su marido no fue pronunciado en las audiencias, el auténtico destinatario del proceso ha sido Bo Xilai, hasta hace poco popular líder de la rica provincia de Chongqing. Para todos los improvisados sinólogos del planeta, tan abundantes como los kremlinólogos de la Guerra Fría, el espectáculo no ha tenido otro objetivo que apartar a este último del poder cuando se disponía a convertirse en miembro del Comité Permanente del Politburó, el máximo órgano del PCCh. 

            La trama parece surgida de una mezcla entre Chinatown y El complot mongol. Según la versión oficial, Gu Kailai no sólo era una abogada exitosa y rica, sino una mujer aquejada por drásticos cambios de humor y una "leve" esquizofrenia. Años atrás, ella y su esposo habían conocido a Heywood, quien llevaba varios años en Pekín como intermediario entre empresas británicas y chinas -y a quien otros señalan como agente del M16. Las dos familias no tardaron en hacer migas económicas y sociales: Haywood fue responsable de que Guagua, el hijo de Gu y Bo, ingresase en una prestigiosa academia británica (luego emigraría a Oxford y Harvard), y pronto se convirtió en socio de Kailai en una empresa de bienes raíces destinada a obtener jugosos contratos en Chongqing. Sólo que, en algún momento, el ambicioso Bo Xilai frustró sus planes al poner en marcha un plan anticorrupción con el objetivo de aumentar su fama pública. Furioso, Haywood procedió a encerrar a Guagua en una de sus mansiones en Inglaterra y le envió a Kailai un correo electrónico asegurándole que pensaba "destruirlo" si no obtenía las ganancias prometidas.

            En "estado de shock", entonces Gu Kailai planeó asesinar a Haywood. Para lograrlo pidió ayuda a un antiguo empleado de su padre y al jefe de policía de Chongqing, Wang Lijun, a quien ordenó vincular al inglés en una trama de narcotráfico. El 13 de noviembre de 2011, Kailai y Haywood cenaron en su fastuosa habitación de hotel; para celebrar su reconciliación, ella llevaba una botella de whiskey condimentado con cianuro. Kailai le hizo dar un sorbo; doblegado por las náuseas, Haywood se recostó en su cama. A continuación Kailai le abrió la boca y le hizo ingerir otra dosis.

            El 15 de noviembre, los agentes de Wang descubrieron el cadáver; la propia Kailai visitó a la esposa de Haywood y logró su autorización para que fuese cremado sin autopsia. Entretanto, el jefe de la policía cambió de parecer y, acaso temiendo por su vida, buscó refugio en el consulado estadounidense, a cuyos funcionarios reveló los oscuros pormenores del crimen (actualmente se halla en prisión). A partir de allí, las autoridades chinas desplegaron todos sus recursos para retomar el control del caso. Gu Kailai fue acusada de homicidio y Bo Xilai obligado a renunciar a todos sus cargos.

            Como resulta evidente para cualquier lector de novelas policíacas -por ejemplo las del detective Chen Cao, del escritor Qui Xiaolong, publicadas en español por Tusquets-, la infinidad de fallas y cabos sueltos en el proceso apuntan a una trama de ambición, celos y venganza del más alto nivel. Por el momento, Bo Xilai no ha sido acusado de corrupción, pero la amenaza lo mantiene a raya. Aun así, mientras ni él ni su esposa sean condenados a muerte les queda la esperanza de que los vientos vuelvan a serles propicios. Como en tantos cuentos chinos, no sería la primera vez que un político defenestrado, como el propio padre de Xilai, termine de nuevo en la cima.  

 

twitter: @jvolpi



[ADELANTO EN PDF]
Leer más
profile avatar
16 de septiembre de 2012

Eder. Óleo de Irene Gracia

Blogs de autor

Los tres simios místicos

Sobre la puerta del venerado santuario de Tōshō-gū, en las afueras de Nikkō, en Japón, el escultor Hidari Jingorō realizó en el siglo xvii la más célebre -e imitada- reproducción de los llamados "tres simios místicos", Mizaru, Kikazaru e Iwazaru, cuyos nombres significan no ver, no oír y no decir. Provenientes de una antigua leyenda de origen chino, retomada luego por la tradición confuciana, se les asocia con un modelo ideal de conducta que conmina a no ver, no oír y no decir el mal (en otras representaciones, un cuarto mono, Shizaru, explicita el precepto de no hacer el mal). Como suele ocurrir cuando un icono transita de una cultura a otra, en Occidente los tres monos hoy simbolizan a sus contrarios: quienes no quieren ver ni oír el mal, aunque esté frente a ellos, y quienes prefieren callar antes que reconocer sus errores.

            El México de las últimas semanas parece el reinado de estos tres simios indiferentes y obcecados, incapaces no sólo de ver u oír el mal que ellos mismos han perpetrado, o de referirse al que contamina hasta los últimos rincones de nuestra sociedad, sino de aceptar otra concepción del mundo que la propia, como si en vez de ser políticos humanos fuesen los infalibles dueños de la Verdad. Cada uno de ellos, así como las hordas que los glosan y veneran, defiende una posición única y excluyente, ciega, sorda y muda frente a las ideas de los otros, provocando que quienes no somos sus fervientes o interesados servidores -la mayor parte de los ciudadanos- estemos obligados a observar como guerrean mientras el país se desangra sin remedio.

            Peña Nieto no ve el mal por ninguna parte. Para él, como para sus comparsas en la prensa o el Tribunal Federal Electoral, México es una democracia perfecta e impecable, donde no sólo no hay lugar para manipulaciones y fraudes, sino donde ni siquiera es válido albergar la menor duda sobre la eficacia o la transparencia de nuestras instituciones. Escudados en una legalidad defectuosa -y en las torpezas jurídicas y retóricas de sus enemigos-, Peña y sus adláteres se muestran como amos absolutos del país. Quienes los cuestionan no merecen sentarse a su mesa: son perversos o totalitarios, falsos demócratas y malos perdedores. Que numerosos ciudadanos cuestionen sus métodos, señalen sus vicios o exhiban sus turbiedades les tiene sin cuidado. La legitimidad les pertenece y lo demostrarán como les plazca. Para ellos, no vale la pena reconocer la diversidad o llamar a la reconciliación: los integrantes de YoSoy132 y las huestes de AMLO son radicales desquiciados y lo mejor es fingir que no existen. No mirarlos.

            López Obrador, lo sabemos, nunca escucha. Siente que él encarna la voluntad de todos los oprimidos, de todos los vejados por el sistema. Aunque su diagnóstico sea certero -al país lo manejan y exprimen unos cuantos-, su solución sólo pasa por él mismo. Odia que lo llamen redentor, pero pontifica como uno, convencido de que sólo él posee la entereza moral para denunciar a los malhechores y los corruptos. Señala, insulta y descalifica como si, por una revelación o un milagro, sólo él tuviese acceso al auténtico ánimo del pueblo. Con sus argumentos, ninguna democracia en el mundo sería legítima, pues en todas los ciudadanos son manipulados por los medios y los poderosos. Obcecado, se presenta como un padre que no confía en las -malas o pésimas- elecciones de sus hijos. Afirma que las votaciones no fueron libres, pero al hacerlo desprecia la inalienable libertad de los electores a equivocarse. Y lo peor: la única voz que escucha es la que resuena en su interior.

            Calderón, por su parte, calla. En el mensaje con motivo de su último informe de Gobierno -diseñado, como en la época priista, para su lucimiento sin freno y el apapacho de sus incondicionales-, no importó nada lo que dijo, el inagotable torrente de alabanzas que se dirigió a sí mismo y a sus colaboradores, sino lo que no dijo, lo que no se atrevió a decir. Su silencio frente a los muertos generados por su desastrosa guerra contra el narcotráfico fue lo más significativo. Lo mismo eludir que México fue el único gran país latinoamericano donde aumentó la pobreza. El que después de machacarnos sin fin con su estrategia contra el narco le haya dedicado tanto tiempo al seguro popular, acaso el único mérito de su gestión, es prueba de que su silencio fue intencional. Tras dejar a México en la mayor debacle social de su historia reciente, y de que su partido perdiera estrepitosamente las elecciones, Calderón niega cualquier yerro y cierra la boca.

            Una cosa es segura: mientras Peña y los suyos sigan sin ver a sus opositores, mientras López Obrador y los suyos sigan sin escuchar a quienes no piensan como él, y mientras Calderón y los suyos sigan resistiéndose a hablar de sus fatídicos errores, México no sólo permanecerá quebrado y dividido, sino condenado a los tropiezos que provoca la ceguera, el aislamiento que sufren los sordos y el miedo que resulta del silencio.  

 

twitter: @jvolpi



[ADELANTO EN PDF]
Leer más
profile avatar
9 de septiembre de 2012

Eder. Óleo de Irene Gracia

Blogs de autor

La profeta y el sombrerero loco

Mientras la densa cortina de lluvia se aleja de las costas de Tampa tras aguar los inicios de la Convención Nacional Republicana, Mitt Romney y Paul Ryan, recientemente ungidos como candidatos a la presidencia y a la vicepresidencia de Estados Unidos intentan demostrar frente a su público conservador -y sobre todo ante las cámaras- que son simpáticos, buenos padres de familia, seres comunes y corrientes (aunque uno sea un millonario mormón y el otro católico libertario); en una palabra, que ambos son, como dicta el sistema hollywoodense, humanos.

            El tinglado es una prueba más de la severa esquizofrenia que afecta al Partido Republicano con especial fuerza a partir del auge del Tea Party. Durante los últimos meses Romney no ha hecho sino tratar de borrar la vena moderada que lo distinguió como gobernador, pero una vez asegurada la nominación quiere volver a acercarse a ese 10 por ciento de votantes independientes que decidirá la elección. Con un hándicap: a fin de asegurarse la fidelidad de los sectores más a la derecha de su partido decidió compartir fórmula con el joven y apuesto -en la línea Peña Nieto- ex congresista Ryan.

Se ha cuestionado a Romney por elegir una figura tan radical cuando, en teoría, los republicanos necesitaban a alguien menos polémico para ganarse el centro. Aunque en términos de estrategia estas voces puedan tener razón, lo cierto es que Romney se decantó por uno de los políticos que mejor encarnan los valores actuales de la derecha estadounidense. Porque, si bien en el interior del G.O.P conviven muchas corrientes -desde los fanáticos evangélicos hasta los liberales clásicos-, el pegamento que los une es su brutal desconfianza hacia el Estado, a quienes ven como fuente de todas las calamidades.

Pese a sus esfuerzos, Romney continúa sin despertar entusiasmo entre los suyos: por más que lo niegue, durante su etapa en Massachussets aplicó medidas estatistas, como la aprobación de un sistema de salud idéntico al de Obama. Ryan, en cambio, posee espléndidas credenciales: no sólo es un feroz adversario de la intervención del Estado en la economía, principio bajo el cual redactó la propuesta presupuestal republicana, sino que durante sus años de formación fue un enfebrecido seguidor de Ayn Rand, la novelista y filósofa de origen ruso que, desde la publicación de La rebelión de Atlas en 1957, se convirtió en una de las voces esenciales de la derecha estadounidense.

            En esta ficción futurista, convertida hace poco en una torpe superproducción, Rand imagina unos Estados Unidos sumidos en una terrible crisis. En este escenario, un grupo de destacados empresarios y creadores, encabezados por el misterioso John Galt, desaparece de la vida pública, dominada por una pandilla de políticos colectivistas (es decir, demócratas) que han aniquilado toda iniciativa individual, y se refugian en una colonia oculta en las montañas de Colorado en la cual no rige otro principio que el laissez-faire.  

            El aparente paralelismo entre la situación actual de Estados Unidos debió encandilar a Ryan y a sus pares del Tea Party. Para ellos, la única forma de devolverle la prosperidad a América es anulando las medidas socialistas de Obama. Por desgracia, la trama de Rand, donde se enfrentan superhombres capitalistas convencidos de la bondad del egoísmo contra torpes rémoras altruistas es, además de una fábula maniquea, un anacronismo. Al imaginar el futuro, Rand en realidad veía el pasado: la Rusia de su juventud donde sus padres fueros desposeídos por los soviéticos.

            Ryan y los suyos no comprenden -o lo enmascaran para proteger los intereses de unos cuantos- que la crisis actual deriva justo de lo contrario: la desregulación aprobada durante las presidencias de Clinton y Bush Jr. (no es casual que Alan Greenspan, todopoderoso presidente de la Reserva Federal en este periodo, fuese otro destacado discípulo de Rand). El Estado no fue, en este caso, la causa de la debacle, sino más bien esos capitalistas ambiciosos que lograron eliminar la vigilancia sobre los bancos de inversión, los derivados financieros y el mercado de hipotecas, lo cual precipitó el hundimiento de Lehman Brother o AIG -y, a la larga, de toda la economía mundial.

            Poco después de ser nominado, Ryan declaró que su admiración por Rand había sido un pecado de juventud. Esta abjuración no se debió a que el ex congresista dejase de comulgar con el modelo social de la escritora, sino a su ateísmo o su defensa del aborto. Porque el segundo punto que une a la derecha estadounidense desde los años cincuenta -otro anacronismo de la Guerra Fría- es su carácter forzosamente religioso. Católico archi-mocho, como lo llamó Jorge Castañeda, Ryan ya no podía darse el lujo de ser asociado con una descreída. Se le podrá reprochar a Romney ser un hipócrita y un dos caras, pero al escoger a Ryan hizo algo más que lavar sus culpas progresistas: dejó en claro donde se encuentra hoy el verdadero corazón del Partido Republicano.

 

twitter: @jvolpi



[ADELANTO EN PDF]
Leer más
profile avatar
3 de septiembre de 2012
Close Menu
El Boomeran(g)
Resumen de privacidad

Esta web utiliza cookies para que podamos ofrecerte la mejor experiencia de usuario posible. La información de las cookies se almacena en tu navegador y realiza funciones tales como reconocerte cuando vuelves a nuestra web o ayudar a nuestro equipo a comprender qué secciones de la web encuentras más interesantes y útiles.