Jorge Volpi
Bajo un cielo frío e inescrutable, Barack Hussein Obama -el nombre más inusual que se haya pronunciado en estas ceremonias- atraviesa la explanada y se planta en el estrado frente al ala oeste del Capitolio. Es el 20 de enero de 2009 y, tras la fanfarria introductoria de John Williams y la infaltable oración de un pastor protestante, el primer hombre de piel negra en convertirse en presidente de Estados Unidos inicia su discurso. Intercalando vehementes invocaciones a Lincoln y a la Biblia, Obama lanza una severa crítica a su predecesor y hace un urgente llamado a recuperar los auténticos valores de la democracia. En sus palabras el mundo cree advertir una nueva era marcada por el multilateralismo, la recuperación del crecimiento, la tolerancia y el diálogo.
La emoción despertada por su triunfo es tan apabullante que, a sólo unos meses de su investidura, se le concede un polémico Premio Nobel de la Paz. Mientras tanto, en su patria sufre una brutal campaña de desprestigio por parte de los conservadores -y ese nuevo engendro populista, el Tea Party-, quienes no dudan en compararlo con Stalin (o con Hitler), lo acusan de ser el mayor destructor del capitalismo moderno e incluso cuestionan su ciudadanía estadounidense. Una de las mayores falsificaciones de la historia política reciente porque, más allá de su carácter de símbolo del cambio, Obama está a años luz de ser un radical o un revolucionario; por el contrario, nadie se ha empeñado tanto como él para gobernar bajo los auspicios de la razón y el equilibrio en una época que se decanta por la exaltación y el anatema.
Desde el inicio de su administración, Obama optó por la mesura y no por los alaridos propios de la sociedad del espectáculo. Pese a la andanada de descalificaciones y desaires republicanos, nunca cejó en su empeño de llegar a acuerdos con sus rivales. Sólo así logró aprobar in extremis su proyecto de seguridad social -su mayor conquista hasta el momento, avalada con el sorpresivo voto de John Roberts, el presidente de la Corte Suprema-, pero a cambio de poner en marcha un plan de recuperación económica que no alteró las bases del sistema, nunca enjuició a los responsables de la crisis y permitió que el 1% más rico de la población -los millonarios que hoy tanto lo detestan- sigan aumentando sus ingresos en una proporción desmesurada. En contra de lo que gritan sus detractores, la presidencia de Obama ha sido un ejemplo de moderación -apenas un punto a la izquierda de las de Carter o Clinton- y de una normalidad que contrasta radicalmente tanto con el espíritu de cambio ciudadano que le concedió la victoria como con las caricaturas que difunden sobre él Fox News o los voceros mediáticos del Tea Party.
De este modo, en los casi cuatro años que han transcurrido desde su juramento, Obama ha decepcionado tanto a sus compatriotas como a sus fans globales, aunque por motivos encontrados. Los conservadores siguen acusándolo de ser un ogro socialista sólo por haber aprobado una especie de seguro social obligatorio; los liberales lo consideran tibio o pusilánime; y, pese a las simpatías que genera en el resto del planeta, sus logros suenan tan exiguos que, en el primer debate contra Mitt Romney, celebrado esta semana en Denver, el presidente ni siquiera pareció capaz de enumerarlos (si bien ha conseguido la meta, vista como imposible, de reducir el desempleo al 7.8%).
Aunque se esfuerce por mostrarse sonriente y afable con su familia, lo cierto es que Obama continúa siendo una de las figuras más inaprehensibles de nuestros días justo porque su acción política no se desarrolla a partir de los criterios habituales de la ideología o la mercadotecnia. En una era dominada por las iluminaciones de Bush Jr., la soberbia de Sarkozy, el cinismo de Berlusconi, los exabruptos de Chávez o el cínico pragmatismo de Romney, Obama parece flotar por encima de las disputas cotidianas y de los incesantes ataques en su contra. Su vocación es más la de un líder moral que la de un simple político y por ello su tono nunca resulta estridente o inflamado, sino didáctico: es el tono de quien no confía en las vísceras, sino en la razón.
Imposible saber si esta filosofía del poder, de espíritu casi budista, volverá a funcionarle en las próximas elecciones. Como quedó demostrado en este primer debate, su templanza puede ser vista como debilidad y su autocontención como soberbia. Pero, acostumbrados a líderes cuyas iniciativas responden sólo al maquillaje electoral, habría que celebrar que el presidente de Estados Unidos se detenga a exponer cada una de sus medidas y a explicar cada uno de sus logros y fracasos con ese temple lánguido y profesoral que hoy tanto le critican. Obama podrá resultar distante o enigmático, pero sólo por su voluntad de gobernar bajo los auspicios de la razón merecería otra oportunidad frente al burdo pragmatismo de Romney, ejemplo perfecto de los políticos sin escrúpulos de nuestro tiempo.
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