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Escrito por

Jorge Volpi

Jorge Volpi (México, 1968) es autor de las novelas La paz de los sepulcrosEl temperamento melancólicoEl jardín devastadoOscuro bosque oscuro, y Memorial del engaño; así como de la «Trilogía del siglo XX», formada por En busca de Klingsor (Premio Biblioteca Breve y Deux-Océans-Grinzane Cavour), El fin de la locura y No será la Tierra, y de las novelas breves reunidas bajo el título de Días de ira. Tres narraciones en tierra de nadie. También ha escrito los ensayos La imaginación y el poder. Una historia intelectual de 1968La guerra y las palabras. Una historia intelectual de 1994 y Leer la mente. El cerebro y el arte de la ficción. Con Mentiras contagiosas obtuvo el Premio Mazatlán de Literatura 2008 al mejor libro del año. En 2009 le fueron concedidos el II Premio de Ensayo Debate-Casamérica por su libro El insomnio de Bolívar. Consideraciones intempestivas sobre América Latina a principios del siglo XXI, y el Premio Iberoamericano José Donoso, de Chile, por el conjunto de su obra. Y en enero de 2018 fue galardonado con el XXI Premio Alfaguara de novela por Una novela criminal. Ha sido becario de la Fundación J. S. Guggenheim, fue nombrado Caballero de la Orden de Artes y Letras de Francia y en 2011 recibió la Orden de Isabel la Católica en grado de Cruz Oficial. Sus libros han sido traducidos a más de veinticinco lenguas. Sus últimas obras, publicadas en 2017, son Examen de mi padre, Contra Trump y en 2022 Partes de guerra.

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Los funerales del Papá Grande

La agonía del caudillo mantiene en vilo a los fieles que todavía lo acompañan. Desde que abandonó el poder, o desde que fue obligado a abandonarlo, su heroico camino se ha precipitado en una ruina silenciosa y, si bien mantiene las esperanzas de sobrevivir, anticipa una muerte irremediable. Una muerte que significa acaso el fin de sus ideales. El fin de la revolución que encarnó como ninguno de sus contemporáneos. Triste y solo, Bolívar -o al menos el Bolívar de la más desesperanzada novela de García Márquez, El general en su laberinto- continúa su viaje por el río Magdalena hasta llegar a la hacienda de San Pedro Alejandrino, en Santa Marta, donde acabarán sus días.

            Comparada con la de su ídolo, la agonía de Hugo Chávez tal vez fuese igual de lenta y dolorosa pero sin duda resultó menos solitaria. Aunque el régimen se empeñó en ocultar los detalles de su enfermedad -y en un gesto propio de la Guerra Fría su sucesor llegó a decir que le fue inoculada por agentes del Imperio-, el mundo entero, y en especial sus millones de seguidores, siguieron paso a paso su lucha y su postrera derrota contra el cáncer. Extraña manera de llevar hasta el final su identificación con el Libertador: replicar el patetismo de sus últimas jornadas.

            Cuando los ecos de sus funerales se hayan apagado -y su cuerpo sea exhibido como un Lenin tropical- llegará la hora de juzgar su herencia. Por más que suene a cliché, su vacío no podrá ser llenado fácilmente: ni Evo Morales ni Rafael Correa, sus inseparables compañeros, ni el enfático y aún imberbe Nicolás Maduro, poseen la personalidad indómita, el carismático descaro, la fe inquebrantable o la jocosa verborrea de Chávez para asumir el liderazgo planetario que el antiguo militar logró adjudicarse. Tras el desprestigio que sufrió tras la caída del Muro y el desmembramiento de la Unión Soviética, la causa revolucionaria encontró en Chávez al único adalid capaz de insuflarle, desde el centro mismo del poder, una nueva máscara. Si no otra cosa, el venezolano supo resucitar un entusiasmo hacia la política o, mejor, hacia la posibilidad de realizar cambios drásticos en la sociedad, algo que se creía perdido en las plácidas -y muy inequitativas- democracias liberales instauradas en la región a partir de los noventa.

Cuando se inició su ascenso tras su fallido golpe de estado, muchos se apresuraron a asociar a Chávez con un pasado caudillista que ya jamás podría repetirse. Primer error de una cadena interminable: autodidacta y desprovisto de raíces en el marxismo, él no pertenecía a la misma estirpe de Fidel, por más que luego lo ungiese como su padre simbólico, ni tampoco a la de los gorilas que infestaron la zona en otras épocas. Se trataba más bien de un nuevo tipo de líder que sólo ante la falta de otro vocabulario podría llamarse "de izquierda": un político cuya ideología socialista era un coctel en el que cabía tanto una legítima preocupación por los desfavorecidos como la decisión de acotar, cuando no de destruir, el libre mercado y las reglas democráticas. Su ideario fue siempre visceral: la oposición frontal a Estados Unidos y el imposible anhelo de unificar a América Latina bajo su mando.

            Provisto con enormes dosis de pragmatismo y una personalidad volcánica decidida a simbolizar esta resucitada vía revolucionaria, Chávez no sólo desmanteló la democracia venezolana desde dentro, sustituyéndola con otra a su medida, sino que, gracias a los ingentes recursos petroleros del país, se convirtió en portavoz de una variopinta camada de izquierda que no compartía otra cosa que esa misma desconfianza primordial hacia el modelo estadounidense. Su retórica estentórea logró concitarle un apoyo popular que nunca se detuvo -más allá de las distorsiones del sistema electoral, siempre conservó una amplia mayoría- y la admiración de los alicaídos progresistas europeos y grupos de activistas.

            Dicharachero y manipulador, Chávez supo tocar las fibras sensibles de un mundo desencantado por el liberalismo salvaje de los noventa y golpeado por la crisis, a la vez que en los hechos era incapaz de tomar una sola medida a la altura de sus promesas. Quizás aquí yace su herencia más paradójica: más allá de su vena autoritaria -que nunca dejó de ejercer- y su discurso maniqueo, nadie niega su énfasis en defender a los pobres: esos pobres a los que él representaba y hacia los cuales siempre dirigió su acción y su discurso, esos pobres que durante su mandato se volvieron menos pobres pero que difícilmente podrán avanzar en la ruinosa economía que les legó su adalid. Tras su solitaria muerte en Santa Marta, Bolívar fue ensalzado como un héroe al tiempo que su proyecto político -la unidad latinoamericana- se dirigía hacia el fracaso. Todo indica que a Chávez le ocurrirá algo parecido: su imagen provocadora tal vez no sea olvidada, pero su mayor apuesta -su lucha por los pobres- parece dirigirse hacia el mismo fracaso de su ídolo.

 

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11 de marzo de 2013

Eder. Óleo de Irene Gracia

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La cabeza de Medusa

En cuanto se confirma su captura -no su detención o su arresto: su captura-, las redes sociales se lanzan contra el monstruo que secuestró a nuestros hijos y nos humilló con su opulencia, su impunidad y sus desplantes. Nada de simulaciones o de engaños: su imagen agreste y deslavada tras las rejas del juzgado señala la magnitud de su caída. El recuento de sus crímenes no sorprende a nadie: durante décadas observamos -y envidiamos-, sus modelos de diseño, sus colecciones de joyas, de zapatos y de bolsos, sus castillos al borde del océano. Pero, a fuerza de verla departir con nuestros líderes, de atestiguar cómo los sobornaba o chantajeaba, llegamos a imaginarla invulnerable. De allí que su sacrificio resultara tan necesario, tan urgente: al exhibir sus delitos nos liberamos de todas nuestras faltas. Su destrucción nos purifica.

            En El chivo expiatorio (Le bouc-émissaire, 1982), René Girard muestra cómo en las sociedades primitivas -o en crisis- las rivalidades entre sus miembros se expiaban mediante la inmolación de los extranjeros, los enfermos, los anormales. Gracias a este cruento ritual, la violencia endémica del grupo se dirigía hacia un enemigo común; una vez consumado, se alcanzaba una efímera paz que invariablemente conducía a la persecución de un nuevo cordero. Girard aclara que, si bien éste solía encontrarse entre las clases desfavorecidas, a veces podía señalarse entre los ricos y los poderosos (en "las santas revueltas de los oprimidos", por ejemplo). Y, aunque en la mayor parte de los casos la víctima era inocente, sus crímenes también podían resultar atroces.  

            Todas las características del modelo estructural del chivo expiatorio comparecen en el juicio contra Elba Esther Gordillo. Desde hace años la sociedad mexicana la había convertido en un símbolo de poder tan fascinante como peligroso que despertaba tanto una insana admiración hacia las marcas de su éxito (su riqueza, su descaro e incluso su maldad) como un enconado desprecio hacia su figura (su condición femenina, su físico, su nepotismo). Poco a poco, y en especial en los últimos dos años, se fraguó una hábil narrativa que la convirtió en la responsable absoluta de nuestros males, en la culpable de esa peste que -como en la Tebas de Edipo- se expande a lo largo y ancho de nuestra sociedad: la pésima educación que reciben nuestros niños.

            ¿Quién no querría acabar con la mujer que le arrebató a nuestros herederos la posibilidad de ser mejores? ¿Quién no querría sepultar a la mujer que enjauló a los maestros y, como la bruja de Hänsel y Gretel, devoró a tantos inocentes? En términos mitológicos, la monstruosidad física y la monstruosidad moral van siempre unidas, recuerda Girard, y la apariencia de la implacable líder de los maestros, estragada en decenas de cirugías plásticas, no hace sino reforzar esta imagen inquietante y ominosa. Nadie duda que los delitos que se le achacan sean auténticos y nadie podría cuestionar la oportunidad de su arresto, pero aquí importa señalar cómo La Maestra -tampoco es casual que usara este mote que antes la ensalzaba tanto como ahora la escarnece- se convirtió de pronto en la mayor amenaza para la misma sociedad que durante años permitió y alentó sus ambiciones.

            Ungida por Carlos Salinas de Gortari en un golpe paralelo al que ahora la destrona, su itinerario sigue el camino simbólico de todos los villanos ancestrales. Elba Esther debió ser una niña inteligente pero sin gracia, acaso objeto de burlas y de acoso; su esfuerzo y su astucia la llevan a medrar, a acercarse a quienes pueden ayudarla, a distribuir favores. A partir de allí su ascenso se torna vertiginoso: en primer lugar, los recursos ilimitados del mayor sindicato de América Latina y, tras su salida del PRI, la capacidad de obtener cuanto quiere de dos presidentes dispuestos a pagar cualquier precio por sus servicios (sobre todo electorales) y su apoyo. Y por fin, la hubris griega: creerse intocable y exhibir las pruebas de su corrupción con desvergüenza, incapaz de entender que los tiempos han cambiado, que el nuevo presidente ya no la necesita o, auspiciado por una sociedad que la percibe como encarnación del mal, sólo la necesita para destruirla.

            A diferencia de los panistas que, en su ingenuidad o su tozudez, jamás comprendieron la dimensión simbólica del poder, los priistas la llevan en la sangre. Más que por tratarse de un obstáculo a la reforma educativa puesta en marcha como prioridad del sexenio, Elba Esther Gordillo tenía que ser destrozada -mejor: desacralizada- para demostrar que el nuevo PRI no es el viejo PRI (aunque la maniobra lo recuerde) y asentar la autoridad del presidente, pero sobre todo para saciar a una sociedad que, luego de los estériles sacrificios de la guerra contra el narco, exigía ávidamente una expiación. La Maestra decapitada implica un Calderón desollado. Quedemos, pues, tranquilos. Y contemplemos con embeleso, al menos por un tiempo, la sangrante cabeza de Medusa.

 

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3 de marzo de 2013

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Castillo de naipes

Tras jurar su cargo en una tumultuosa ceremonia de investidura, el presidente anuncia que la primera medida de su gobierno consistirá en presentar una reforma educativa capaz de transformar el anquilosado sistema escolar de la nación. La noticia es recibida con beneplácito por casi todos los sectores y aplaudida por los medios, con excepción del sindicato de maestros que ve amenazadas sus conquistas laborales. Su líder, quien lleva varios años en el cargo, considera que la iniciativa busca limitar su influencia. Para lograr que la reforma sea aprobada en un congreso con mayoría opositora, el presidente recurre a uno de los políticos más experimentados -y feroces- de su partido, uno de esos maquiavélicos operadores que no dudarán en hacer lo que sea para lograr su objetivo.

            A partir de aquí, House of cards, la serie que Netflix ha puesto a disposición de sus suscriptores hace unas semanas, se separa -aunque no demasiado- de lo ocurrido en México, centrándose en la figura de Frank Underwood (un sardónico Kevin Spacey que, a la manera de un actor isabelino, se dirige al telespectador con toda suerte de apuntes mordaces), el whip de la mayoría demócrata, el cual librará una agreste batalla contra Marty Spinella, el lobista que representa a los maestros.

Si bien los entretelones de la reforma educativa dibujados en House of cards podrían sonar un tanto pueriles comparados con la realidad mexicana -si acaso nuestro secretario de Educación no está lejos de Underwood, Marty Spinella ya soñaría con disponer de los recursos de La Maestra-, la coincidencia no deja de mostrar las dificultades y contradicciones que este tipo de medidas generan en cualquier parte. Por un lado, un amplio grupo de representantes demócratas, tradicionalmente ligados a los sindicatos, considera que la propuesta de su presidente apenas se diferencia de la esgrimida por los republicanos; y, por el otro, muy pronto queda claro que el pulso entre Underwood y Spinella responde más a sus intereses que a cualquier auténtica voluntad de transformación. La ambiciosa reforma educativa del presidente se quedará como una transformación casi cosmética.

            Tres secuencias resultan particularmente interesantes para observar los intríngulis de la negociación dibujados en la serie (basada a su vez en una producción de la BBC y en las novelas de Michael Dobbs). En la primera, a fin de vengarse del presidente por no haberlos nombrado secretario de Estado, Underwood decide eliminar a su candidato al Departamento de Educación y le filtra sus propuestas en extremo liberales a una joven bloguera. A su vez, ésta aprovechará su cercanía con Underwood para iniciar una meteórica carrera como informante estrella de Washington. Igual que en México, el trascendido es asumido como el instrumento favorito de los políticos para enviarse mensajes cifrados o para manipular a la opinión pública.

            Menos predecible resulta el episodio en el que Underwood encara a Spinella en una entrevista en CNN. Reconocido por su habilidad retórica, el congresista está seguro de que aplastará al portavoz del sindicato y lo obligará a terminar con la huelga magisterial que ha puesto en vilo a la Casa Blanca. En contra de sus predicciones, la intervención de Underwood resulta un desastre: trastabilla, titubea y es víctima de esas lagunas que tanto aquejan a nuestros políticos. La avalancha de burlas en los talk-shows confirman por qué resulta imposible imaginar a Elba Esther Gordillo en un tête-è-tête con alguno de los operadores de nuestro presidente. (Por uno de esos efectos perversos de la empatía, los espectadores sentimos pena por Underwood en vez de lanzarnos a escarnecerlo en Twitter, como ocurriría en la vida real).

            Al final, el enfrentamiento entre los maestros y el gobierno se resuelve en un duelo entre Underwood y Spinella. Aprovechándose de la muerte de un niño que no ha ido a la escuela, el congresista invita a su contrincante a su despacho para discutir un posible acuerdo. Cuando Spinella se presenta en su sala de juntas, Underwood no hace más que provocarlo hasta que, en un arranque de furia, el representante de los maestros le da un puñetazo. Levantándose del suelo, Underwood sabe que ha obtenido la victoria: para no presentar cargos, la huelga deberá terminar de inmediato. Días después, el Congreso por fin aprueba la reforma. ¿Habrá entre nosotros alguien capaz de una triquiñuela semejante para al fin doblegar a nuestro sindicato?

            Que House of cards haya sido producida por un distribuidor de contenidos para la red como Netflix y que su primera temporada haya sido puesta a disposición del público en un solo día desató una agitada polémica sobre la transformación del mundo audiovisual. Más allá de eso, a los mexicanos nos ofrece un oportuno espejo de las batallas libradas por nuestros políticos y sindicalistas -acaso menos mordaces pero igual de torvos- a la hora de aprobar nuestra aún lánguida e incipiente reforma educativa.

 

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24 de febrero de 2013

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Retirarse a tiempo

Hace mucho que se le veía fatigado. Abatido. Casi desde que la fumarola blanca anunció su elección. Sólo que entonces no lucía como el anciano profesor de teología, achacoso y enfermo, que hoy se presenta ante sus fieles, sino como el bilioso responsable de la Congregación para la Doctrina de la Fe, el cancerbero de la Iglesia, el ideólogo de la vuelta al conservadurismo puesto en marcha por el beatífico -e implacable- Juan Pablo II. Estos ocho años de pontificado hicieron estragos en su salud y en su ánimo. Acosado por los sempiternos lobos de la curia vaticana, la inveterada proclividad a la pederastia de obispos y sacerdotes e incluso las intrigas palaciegas de su mayordomo, Benedicto XVI carecía de las fuerzas necesarias para proseguir su labor evangélica y su combate contra tan variados enemigos. Y, en un postrer arranque de esa lucidez que ni sus más feroces detractores le escatimamos, renunció a su investidura.

            Más allá de las especulaciones sobre si ha de interpretarse como un reconocimiento de su derrota frente a los sectores más reaccionarios de la Iglesia o como respuesta final a la corrupción que la carcome y que él denunció con más claridad que ningún otro papa moderno, su retiro anticipado quizás debiera ser juzgado como un acto de congruencia cuyo sentido final habría que trasladar a otro terreno. No me refiero sólo a que otros caducos líderes políticos, aferrados al poder o a su imagen con uñas y dientes -la nómina va de los hermanos Castro al rey Juan Carlos I y de Jorge Romero Deschamps a Elba Esther Gordillo- imiten su ejemplo, sino a la idea extrema de que uno debería poder decidir el momento de retirarse de este mundo.

            Para la Grecia clásica y la Roma republicana e imperial, uno de los más preciados dones de los mortales consistía en poder determinar el instante de su muerte. El suicidio y la eutanasia no eran vistos como pecados, sino como soluciones naturales a la vejez, la enfermedad y el dolor. Cuando comprendieron que su misión en la tierra había llegado a su fin, Nerva, Trajano, Adriano, Septimio Severo y Caracalla no dudaron en tomar generosas dosis de triacas -remedios ampliamente valorados en la Antigüedad, compuestos por opio, belladona y otras drogas- a fin de terminar con sus días. Esa dulce muerte, decidida por cada uno, era un símbolo de coraje.

            Esta suerte de derecho a la muerte digna nos fue arrebatado por el cristianismo: basta recordar el ostentoso calvario del anciano Juan Pablo II para comprobarlo. Con su monstruosa idea de que la vida no nos pertenece a los humanos sino a su dios, sus sacerdotes convirtieron la eutanasia y el suicidio en crímenes horrendos, y en cambio la decadencia del cuerpo fue ensalzada como fuente de admiración. Atroz inversión ética: en vez de apreciar el valor de quien decide retirarse de la vida, el suicida fue tachado de cobarde y quien administraba la eutanasia de homicida. Vista así, la vejez y las enfermedades terminales se convirtieron en purgatorios forzosos a los que nadie está autorizado a renunciar. 

            Aún sorprende que esta moral primitiva impregne casi todas las legislaciones del planeta. Por doquier la eutanasia continúa siendo equiparada como un crimen y, si bien no son castigados -porque si tienen éxito no pueden serlo-, los enfermos y los ancianos que optan por el suicidio se topan con una infinidad de trabas para alcanzar su objetivo (basta observar la decisión extrema a la que debe recurrir el protagonista de la magnífica película Amour de Michael Hanecke). El cristianismo tratar a los adultos como niños incapaces de hacerse responsables de sí mismos y su herencia aún se percibe en la decisión de los estados seculares de sancionar la eutanasia y dificultar el suicidio de la misma manera que, en otro ámbito, les prohíbe consumir drogas.

            En contra de esta política represiva -no se le puede llamar de otra forma a conculcar la mayor libertad de todas, la de disponer de la propia vida- siempre se han alzado ilustres voces. Thomas Jefferson escribió: "El veneno más elegante que conozco es un preparado a base de datura de estramonio. [...] Suscita el sueño de la muerte tan serenamente como la fatiga y el sueño ordinario, sin la menor convulsión o movimiento. [...] Si ese medicamento pudiera quedar restringido a la autoadministración, creo que no debería permanecer secreto. Hay en la vida males tan desesperados como intolerables para los que sería un alivio racional".

            En un mundo ideal, todos deberíamos disponer de la posibilidad de conseguir una versión moderna de las triacas romanas y de que nos sea administrada bajo supervisión médica. Que Benedicto XVI haya tenido el coraje de renunciar a la más alta investidura de la Iglesia debería ser un antecedente para que esa misma Iglesia (y los estados que la imitan) reformule sus preceptos sobre quienes, igual de fatigados que el papa, no sólo buscan retirarse del trono de san Pedro, sino del dolor y la desesperanza cotidianos.

 

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17 de febrero de 2013

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Salvo alguna cosa

Con una media sonrisa que apenas palia su incomodidad, Mariano Rajoy le dirige un guiño cómplice o aturdido a Ángela Merkel, quien lo observa de soslayo con su frialdad habitual. En teoría los dos jefes de gobierno comparecen ante la prensa para dar cuenta de los (mínimos) avances que experimenta la economía española, pero todas las preguntas se desvían hacia el último escándalo que ha estallado en la Península luego de que el diario El País publicase una supuesta lista de pagos irregulares a decenas de altos cargos del Partido Popular, entre los que se cuenta el propio Rajoy. Célebre por su carácter impenetrable y su repulsión a las respuestas directas -todo ello derivado, se dice, de su temple gallego-, éste se resiste a pronunciar siquiera el nombre de su antiguo tesorero y se limita a decir: "Lo referido a mí y a mis compañeros no es cierto. Salvo alguna cosa". Prudentemente, no detalla cuál.

 

            Las redes sociales no tardan en convertir ese salvo alguna cosa en el tópico del momento mientras España prosigue su inexorable papel como nuevo -y trágico- bufón de la maltrecha Unión Europea de nuestros días, siguiendo los pasos de Grecia, Portugal e Irlanda. Imposible no sorprenderse ante la rapidez con la que esta nación pasó de ser una dictadura gris y decadente a una potencia de segundo orden -aunque en un instante de patética soberbia, José María Aznar la soñase de primero-, y la velocidad, todavía mayor, con que descendió a paria del continente.

            Pocas sociedades han sufrido con mayor intensidad las turbulencias de esta subibaja social como la española, y su caso se presenta como el mejor ejemplo de lo que puede hacer bien y mal una clase política en momentos cruciales de su devenir. Más allá de las condiciones externas más o menos favorables de los años setenta y ochenta, los Tratados de la Moncloa probaron que sus dirigentes eran capaces de asumir la histórica decisión de dejar atrás su pasado autoritario para enarbolar las reglas de la democracia. Aunque no sin amenazas como el intento de golpe del 23 de febrero de 1981, a continuación el gobierno socialista de Felipe González presumió la visión necesaria para colocar a España en el centro de la Unión Europea, otorgándole la estabilidad -y el ánimo público- para asumirse como una nación próspera.

            Desgastados por su largo acomodo en el poder, los socialistas fueron desalojados por la derecha de Aznar, quien a su vez supo aprovechar todas las ventajas que había heredado, aunque sin considerar siquiera los peligros de un endeudamiento excesivo, una gasto público monstruoso o las excentricidades de los cada vez más desbalagados gobiernos autonómicos. Durante más de una década España dilapidó todos sus recursos -en especial los capitales que llegaban desde Alemania-, al tiempo que sus habitantes adquirían hipotecas a diestra y siniestra, impulsados por una fiebre alimentada por sus dirigentes. Todavía durante su primera legislatura, ganada debido a los intentos del gobierno del PP de manipular los atentados terroristas de Madrid de 2004, José Luis Rodríguez Zapatero continuó gobernando al país como si fuese el cuerno de la abundancia.

            Cualquier observador atento se hubiese dado cuenta de que esos niveles de endeudamiento -y de derroche- no podrían durar para siempre, pero la clase política que había demostrado su responsabilidad en el pasado se había transformado en el ínterin en otra cosa: un grupo sólo preocupado ya por sus propios intereses. Tanto socialistas como populares se empeñaron, pues, en minimizar la catástrofe financiera del 2008. En vano. Para entonces el lugar de privilegio que España había alcanzado en el mundo había quedado atrás. Muy pronto los socialistas fueron desalojados del gobierno, la Unión Europea se hizo cargo de las cuentas nacionales y Rajoy ya no pudo hacer más que aplicar la ciega política de austeridad dictada desde Berlín.

            A partir de allí, una sucesión de desgracias erosionaron por completo no sólo las instituciones, sino el ánimo del país: un desempleo que ya rebasa el 25 por ciento  -más del 50 entre los jóvenes-, una monarquía acechada por los escándalos -entre la cacería de elefantes del rey y los desfalcos de su yerno-, un recesión implacable, el desmantelamiento del estado de bienestar y, ahora, las pruebas de una corrupción endémica. Si los papeles de Luis Bárcenas -el tesorero del PP entre 2008 y 2009- resultan tan lamentables, no sólo es por los sobresueldos en negro entregados a decenas de cargos del PP, sino por el nivel de descomposición alcanzado por su clase política en conjunto: mientras los ciudadanos padecen la peor crisis en medio siglo, los responsables de recomponerla se premian y evaden impuestos sin sonrojarse. La conclusión es más bien la inversa de Rajoy: lo que los papeles de Bárcenas revelan sobre los actuales dirigentes españoles -espejo de muchos de los nuestros- parece la más desoladora verdad. Salvo alguna cosa.  

           

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10 de febrero de 2013

Eder. Óleo de Irene Gracia

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La francesa y los generales

En un insólito oficio emitido el 15 de enero de 2013, la Procuraduría General de la República reconoció que carecía de pruebas para confirmar los dichos de dos "testigos protegidos" -narcotraficantes dispuestos a colaborar con la justicia-, según los cuales un grupo de militares de alto rango, encabezados por el general Tomás Ángeles Dauahare, subsecretario de Defensa durante los dos primeros años del sexenio pasado (y descendiente del estratega militar de Pancho Villa, Felipe Ángeles), habían protegido al cártel de los Beltrán Leyva. Si bien la PGR aún no ha determinado qué hará a continuación, no quedan dudas de que el proceso contra los inculpados estuvo plagado de irregularidades.

            Días después, en otro inesperado viraje, una mayoría de tres ministros de la Primera Sala de la Suprema Corte de Justicia determinó la liberación de Florence Cassez, la ciudadana francesa acusada de formar parte de una banda de secuestradores debido a su asociación sentimental con uno de sus líderes, Israel Vallarta. Una vez más, la resolución de la Corte no hacía sino señalar que los vicios ocurridos durante el proceso -en especial el montaje televisivo orquestado por la propia Secretaría de Seguridad Pública para recrear ante las cámaras una detención que había sido llevada a cabo el día previo- habían contaminado el caso de manera irreversible, volviendo imposible determinar la culpabilidad de la acusada.

            Más allá del escepticismo desatado por la probable liberación de los generales, y del encono público generado por la liberación de la francesa, resulta imposible no asumir que ambos hechos, producidos en una misma semana, no constituyen lamentables excepciones en nuestro desbalagado sistema de justicia -y, en especial, en el estilo de justicia que el gobierno de Felipe Calderón se empeñó en imponer en consonancia con su "guerra contra el "narco"-, sino síntomas de una enfermedad persistente e incurable: la absoluta falta de certeza y transparencia presente en todos los procesos penales de que tenemos noticia.

            Ambos hechos, tomados en conjunto, no podrían ser motivo de alegría para nadie -excepto para los propios inculpados y sus familias-, sino de vergüenza y pasmo colectivos: se trata del reconocimiento explícito, por parte de las más altas autoridades del país, la PGR y la Suprema Corte, del lamentable estado de nuestras instituciones de seguridad y de justicia. Su diagnóstico no puede ser más dramático: en aras de proclamar sus triunfos contra el crimen organizado, en ambos casos el gobierno federal no dudó en manipular pruebas y testigos, indiferente a los derechos tanto de los acusados como de las víctimas, con el único objetivo de justificar su política y de proclamar los éxitos de su estrategia. 

            La lógica detrás de estos dos casos -y de un sinfín más puestos en evidencia a lo largo de los últimos años- resulta tan perversa que cuesta trabajo imaginar que haya sido puesta en marcha por un gobierno emanado del Partido Acción Nacional, cuya larga historia de luchas a favor de la legalidad resulta incontestable, y por un presidente que siempre se vanaglorió de su condición de abogado de la Escuela Libre de Derecho. Insisto: lo más grave es que, a la luz de las decisiones de la PGR y de la Corte, la vulneración del debido proceso, a fin de alimentar la campaña mediática que entonces requería el gobierno, no obedece a los ánimos torcidos de unos aberrantes policías o a la miopía de unos torvos jueces, sino a una política de estado que permeó todos los escalones de nuestro sistema de justicia.

            Que el Secretario de Seguridad Pública aprobase -o estuviese al tanto- de que un grupo de secuestradores era detenido de manera clandestina, sin ninguna garantía judicial, para luego ser obligados a escenificar su captura ante las cámaras, o que la Procuradora General de la República aprobase -o estuviese al tanto- de que un grupo de altos mandos del ejército era vinculado con el narcotráfico por dos testigos protegidos sin que hubiese otras pruebas en su contra, y aun así se empeñase en consignarlos, no hace sino reforzar la idea de que ambas maniobras pertenecían a una misma y calculada praxis política, indiferente por completo a las leyes básicas de un régimen democrático.

            México llevaba demasiado tiempo sufriendo por un sistema de justicia torpe, lento y corrupto, en el que nadie confía y en cuyas concusiones nadie cree, pero al introducir en este escenario catastrófico la obligación de obtener resultados mediáticamente exitosos, a fin de justificar políticas públicas cuestionadas por el conjunto de la sociedad, se emprendió la demolición absoluta de nuestro estado de Derecho. No se trata, ahora, sólo de hacer pagar a los responsables de esta maniobra -aunque la justicia sólo se verá servida cuando conozcamos su papel en estos hechos-, sino de exponer y desarticular su lógica por todos los medios a nuestro alcance.

           

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3 de febrero de 2013

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Cero Oscuro Treinta

Con la pantalla aún en negro escuchamos las voces aterrorizadas del 11-S: repetidas hasta la saciedad, parecería que no necesitamos más imágenes del derrumbe de las Torres Gemelas para saber que todo lo que vendrá a continuación, las pesquisas, las detenciones, las torturas, los asesinatos, no será más que el despliegue de una lenta y meticulosa venganza que, más allá de la aparente neutralidad del relato, se hará pasar como un acto de justicia.

De regreso al silencio, un título advierte: "Esta historia se basa en testimonios de primera mano basados en hechos reales". Numerosos analistas han denunciado ya la peligrosa redacción de esta frase: si bien Marc Boal, el guionista de Zero Dark Thirty (La noche más oscura, en la lírica traducción mexicana), realizó un sinfín de entrevistas con agentes de inteligencia para documentarse sobre la operación que condujo a la localización de Osama Bin Laden, no dejó de concederse numerosas licencias poéticas que contradicen el carácter "periodístico" que quiso imprimirle Katheryn Bigelow, su brillante directora. Nada habría de extraño en que un artista transforme la realidad para imprimirle fuerza a su relato, pero Bigelow presentó su película como un reportaje y no como lo que es: una ficción basada en acontecimientos históricos.

            El filme se abre con la precisa puesta en escena de un "interrogatorio mejorado", el atroz eufemismo con el cual la CIA se refería a los métodos de  tortura autorizados por Bush Jr. Frente a la incierta mirada de la joven Maya (Jessica Chestain), una agente que ha dedicado toda su vida a la persecución del líder de Al-Qaeda -Bigelow nos priva de sus juicios-, un agente más experimentado extrae información de un detenido; para lograrlo, recurre a todas las tácticas denunciadas entonces: golpes, ahogamiento simulado (waterbording), humillación sexual y privación de sueño, e incluso introduce al detenido en una diminuta caja de madera. Aunque la secuencia resulte sobrecogedora, acaso lo más inquietante es que no consiga sorprendernos tras haber contemplado decenas de imágenes similares en series como 24 o Homeland. El detenido resiste mientras se prolonga la tortura, como si lo asistiera una fuerza moral superior; en cambio, en cuanto cesa el "interrogatorio mejorado" y los agentes de la CIA lo engañan y lo recompensan con comida caliente, éste apenas tarda en proporcionar la información clave que conducirá al correo de Bin Laden y, a la postre, a su escondite en Abotabad. 

            La polémica desatada en Estados Unidos en torno a Zero Dark Thirty, en la que han intervenido miembros del comité de seguridad del senado y antiguos agentes secretos, deriva de la composición de estas secuencias. Hábiles -y maliciosos-, Boal y Bigelow no toman partido: mientras sus defensores alegan que la película es una clara denuncia de la tortura al mostrar su inutilidad, sus críticos afirman que ésta parece concluir que sin su aplicación jamás habría sido posible llegar hasta Bin Laden. A nivel artístico, está claro que guionista y directora consiguen su objetivo: preservar las zonas grises frente a un tema tan delicado como éste.

            Zero Dark Thirty provoca una legítima inquietud política y moral: si bien Boal y Bigelow insisten en ofrecernos una mirada "objetiva" de los hechos que describen -basados, según su advertencia, en "testimonios de primera mano"-, al permitir una doble lectura sobre los interrogatorios mejorados abren la puerta a una defensa de estas tácticas basada en su eficacia. Y es aquí donde el debate público en Estados Unidos ha encallado en un lamentable error de perspectiva: de inmediato políticos y responsables de seguridad se han enzarzado en una ácida disputa para determinar hasta qué punto la tortura fue útil para recabar información sobre el escondite de Bin Laden, como si éste debiera ser el criterio para justificarla.

            En uno de sus primero actos como presidente, Barack Obama firmó una orden ejecutiva para cesar los interrogatorios mejorados. Su argumento, entonces, no fue su ineficacia, sino su inmoralidad (aunque decidió no perseguir a los responsables de ponerlos en marcha). Películas como Zero Dark Thirty -o series como 24- pueden llegar a convencernos de que la tortura puede producir datos útiles, pero una auténtica democracia jamás debería autorizarla con este criterio desoyendo sus principios fundamentales.

Con enorme habilidad, Zero Dark Thirty emplea una óptica "imparcial", pero a estas alturas sabemos de sobra que ninguna imagen es inocente: pese a la melancolía que surge en el rostro de Maya en la escena final de la película, Zero Dark Thirty no deja de ser un western, la típica trama estadounidense que glorifica al sheriff que, aun a costa de quebrantar la ley -y de su propia aniquilación moral-, captura al fugitivo "vivo o muerto". Y, como denunció uno de los Navy Seals que participaron en la operación en The Longest Day (2012), para vergüenza de Obama en este caso todos lo preferían muerto.    

 

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27 de enero de 2013

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Acteón y los cínicos

Cuenta Ovidio en las Metamorfosis que cierto día Acteón trepa por un cerro y, al internarse entre unos matorrales, atisba la repentina desnudez de varias jóvenes, una de las cuales resulta ser Diana, la veleidosa Artemisa de los griegos. Al verse descubierta, la púdica e iracunda hija de Júpiter transforma al intruso en ciervo y deja que los sabuesos de éste -Melampo, Icnóbates, Pánfago, Dorceo, Oríbaso, Lélape, Nebrófono, Terón, Ptérelas, Agre, Hileo, Nape, Pémenis, Harpía, Ladón, Dromas, Cánaque, Esticte, Tigre, Alce, Leucón, Ásbolo, Lacón, Aelo, Too, Licisca, Hárpalo, Melaneo, Lacne, Labro, Agriodunte, Hiláctor, Melanquetes, Teródamas y Oresítropo- le den caza al impertinente cazador. Los canes no tienen clemencia: según el poeta, muy pronto la jauría "hiende en su cuerpo los dientes, y faltan lugares para las heridas." Y añade: "Por todos lados lo rodean y, hundiendo los hocicos en su cuerpo, despedazan a su dueño".

 

            Desde la Antigüedad abundan las historias de perros salvajes que, desconociendo su naturaleza doméstica, se lanzan en contra de sus propietarios. Más cerca de nosotros, en Un grito en la oscuridad (1988), basada en el caso de la australiana Linda Chamberlain, Maryl Streep es acusada de asesinar a su pequeña hija Azaria cuando en realidad ésta ha sido devorada por un dingo. Todos estos relatos encierran el miedo ancestral a que el "mejor amigo del hombre" regrese a su estado primigenio y se convierta en una fiera como tantas. Por ello, los perros que atacan a los humanos pertenecen a la peor categoría de criminales: los traidores.

            La enloquecida trama de la "jauría de Iztapalapa" no escapa a estas referencias míticas: como en el relato de Acteón -recreado en la luminosa pintura de Tiziano o en la delicada ópera de Charpentier-, la acción ocurre en el Cerro de la Estrella, una zona mal urbanizada que, debido a la criminalidad y el abandono, parece haberse revertido a su estado natural. Tampoco suena a coincidencia que ésta sea la delegación más brava de la ciudad ni que desde tiempos prehispánicos esté asociada con diversos cultos femeninos -o con los rituales satánicos y la brujería denunciados en estas estrambóticas semanas.

            Lejos de estas resonancias, el asunto se muestra como una fábula, más a la manera de La Fontaine que de Esopo, en la que se concentran todos los problemas de la justicia en México. Primero, un crimen: cuatro cadáveres -uno de ellos de un niño de brazos, como la australiana- con la carne destrozada. Pese a que los vecinos alegan no haber escuchado ladridos, las autoridades señalan como culpable a una banda (una manada) de perros salvajes. Con la eficacia que la caracteriza, la policía se apresura a realizar una desmadrada serie de arrestos (de redadas) sin esperar los resultados forenses ni recabar el perfil de los acusados. La tragedia se decanta en farsa cuando las redes sociales exhiben que los mordelones sean responsables de atrapar a otros mordelones: una vez más, criminales y policías no se diferencian.

            Sin limitarse a los confines de Iztapalapa, las autoridades detienen a medio centenar de cánidos sin preocuparse por establecer si tienen dueño. Incluso el flamante jefe de Gobierno presume la captura, como si se tratara de un grupo de narcotraficantes, aunque apresurándose a aclarar que el capo (el macho alfa) permanece prófugo. Desoyendo sus derechos -si no respetan los humanos, ¿cómo iban a preocuparse por los animales?-, la policía encierra a los detenidos para realizarles las pruebas periciales que comprueben sus delitos. De inmediato, las asociaciones protectoras de animales denuncian los abusos policiales y el trato inhumano recibido por los detenidos.

            Por último, en un giro que, de no ser por la gravedad de los casos previos, movería más a la indignación que a la solidaridad, no tarda en aparecer un movimiento cívico, jalonado por las redes sociales, llamado #YoSoyCan26, que exige la inmediata liberación de los presos. Como ocurre una y otra vez, las autoridades reconocen que han capturado a inocentes -en otro chiste fácil, se alega que los culpables quedan libres al pagar una mordida- e invitan a la sociedad a adoptarlos. (En una nueva pifia, los trámites para hacerlo resultan indescifrables). A estas alturas, la confusión replica la de todos los casos policíacos humanos presentados en los últimos años ante la opinión pública, y a la postre nadie sabe lo que en verdad ocurrió en Iztapalapa. 

            Frente a esta exhibición de los vicios de nuestro sistema judicial, quizás resultaría mejor imitar a Diógenes, uno de los grandes filósofos cínicos -cinis significa "perro" en griego"-, y entregarles linternas a nuestros policías para ver si con ellas pueden distinguir a los culpables a plena luz del día. Y, si ni siquiera así los capturan, habría que recomendarles que, en una mínimo acto de justicia poética, al menos se decidan a bautizarlos con los nombres que Ovidio adjudicó a los sabuesos de Acteón.

 

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20 de enero de 2013

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Don Silvio I

En su palacio en la isla de Capri, el emperador Tiberio, un vegetariano contumaz que no ocultaba su afición por el vino, celebraba orgías cotidianas en las que sodomizaba a decenas de niños y jóvenes conducidos por sus esbirros desde todos los rincones del Imperio. Según Suetonio, además de ordenar la construcción de un palacio flotante -cuyos restos fueron exhumados por Mussolini-, de nombrar cónsul a su caballo Incitatus y de asesinar a toda su familia (con la excepción del deforme Claudio), Calígula cometió incesto con sus tres hermanas, a las que luego envió al exilio. No parece casual que, más o menos en esta época, Petronio escribiese el Satiricón, una de las primeras novelas de la historia, para retratar las aberraciones sexuales de los romanos.

Tras la caída del Imperio, correspondió a los papas proseguir esta cadena de desmanes en la Ciudad Eterna: sería imposible calcular el número de hijos ilegítimos procreados por los pontífices desde la Edad Media, pero vale la pena recordar que el antipapa Juan XII fue acusado de convertir la basílica de San Juan de Letrán en un burdel; que Pablo II murió de un infarto mientras era sodomizado por un paje; o que Alejandro VI, el célebre papa Borja, presumía entre sus amantes a la hermosa Giulia Farnese (acaso la modelo de La dama del unicornio de Rafael). Más cerca de nosotros, Benito Mussolini se jactaba de su catálogo de amantes: según la última de ellas, Clara Petacci -que terminó colgada a su lado-, el Duce llegó a tener catorce a un tiempo y no dudaba en satisfacer a tres o cuatro en una misma noche.

No puede negarse que Silvio Berlusconi es heredero de una rica tradición de escándalos sexuales. Tampoco es el primer millonario en apoderarse de Italia: sólo las familias más ricas de la península eran capaces de financiar las aspiraciones cardenalicias de sus miembros, los cuales sólo optaban al Trono de San Pedro tras invertir ingentes sumas en prebendas y sobornos. Lo que sorprende de Berlusconi no es la oprobiosa mezcla de dinero y sexo sembrada en su carrera, sino la forma en que ha usado los escándalos vinculados con su fortuna y sus mujeres para seducir a sus electores.

Tras convertirse en el amo de los medios -en algún momento llegó a poseer las televisoras, radiodifusoras, periódicos y editoriales más importantes del país-, Berlusconi se transmutó en político, subvirtiendo cualquier línea divisoria entre su vida privada y su vida pública. En cuanto se volvió presidente del Consejo de Ministros, Il Cavaliere -un mote que lo emparienta con los decadentes nobles del pasado- se aseguró de mantener el control sobre sus empresas y de salir victorioso en todas las querellas que denunciaban sus conflictos de intereses. Muy pronto entendió que en nuestros días un político sólo puede conservar el favor de su auditorio si sigue las mismas reglas de los cochambrosos reality shows que producen sus canales.

Así, cada vez que Berlusconi era acosado por los jueces o la oposición, él respondía con una bravata o una salida de tono -de preferencia, de corte machista o chauvinista- que funcionaba como una cortina de humo para distraer la atención de sus auténticos delitos. Durante años los distintos líderes europeos debieron soportar sus chistes verdes, que él explotaba presentándose como un impertinente cómico frente a esos lánguidos patiños. De inmediato percibió que el público -su público- festejaba las ocurrencias de su personaje, que no tardó en someter a un extreme make-up de galán de los cincuenta: sin arrugas, con un bronceado perfecto y un cabello artificial teñido y engominado. Una figura patética que, sin embargo, le permitió conservar su raiting.

Exacerbando todos los clichés -de Don Giovanni a Casanova-, Berlusconi no dejó atrás la vindicación de su potencia sexual y muy pronto se hicieron públicas las fotos de las bacanales que, como Tiberio, celebraba en su palacio de Cerdeña, a las cuales acudían adolescentes -las velinas-, a veces sin papeles. Pero, en vez de que estas revelaciones lo destruyeran, terminaron haciéndolo más visible -y más fuerte. A la postre no terminó apartado del poder por sus desfiguros, sino por la crisis económica de la zona euro. Sólo entonces perdió la confianza de sus electores, quienes le entregaron el poder a un hábil político disfrazado de tecnócrata, Mario Monti, cuya imagen de austeridad católica es la inversa de la suya.

Pero Berlusconi no iba a claudicar tan fácilmente: pasados unos meses de drásticas reformas a cargo de Monti, hoy se presenta de nuevo en las elecciones. Aunque su triunfo parece lejano, las encuestas le conceden suficientes votos como para perder cualquier confianza en la racionalidad de los electores. Día tras día, Don Silvio I presume a su nueva novia de 28 años, comparece en las pantallas -sus pantallas- y, empleando las mismas argucias de siempre, demuestra que el gusto por la zafiedad que impulsó como magnate de los medios continúa triunfando en la política.

 

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14 de enero de 2013

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Enemigos íntimos

El 1º de diciembre del 2012, el PRI regresó a Los Pinos después de dos sexenios en la oposición; tres semanas después, el 21 de diciembre -el azaroso día en que los mayas anticiparon un cambio de ciclo y los publicistas del desastre lucraron una vez más con la idea del fin del mundo-, el EZLN reapareció marchando en cinco municipios de Chiapas y el subcomandante Marcos emitió otro de sus enigmáticos comunicados: "Es el sonido de su mundo derrumbándose/ es el del nuestro resurgiendo/ el día que fue el día, era noche/ Y noche será el día que será el día". Como si el nuevo gobernador de Chiapas -postulado por el Partido Verde y el PRI- hubiese decidido imitar la retórica zapatista, no tardó en responder en el mismo tono (con total indiferencia a la sintaxis): "El Gobierno del Estado de Chiapas saluda las movilizaciones, el silencio y la palabra última del EZLN. Son todos estos hechos una oportunidad para la paz y la justicia. El gobierno estatal reitera su voluntad y subraya la necesidad imprescindible de corresponder."

Diecinueve años atrás, el 1º de enero de 1994, el EZLN se levantó en armas contra el gobierno de Carlos Salinas de Gortari. Aquella fue, sin duda, una tragedia heroica: al darle "voz a los sin voz", a esos indígenas que habían sido dejados de lado por la modernización neoliberal priista, Marcos fue capaz de trastocar el discurso de las guerrillas latinoamericanas, de inspirar a todos los movimientos de resistencia civil que le han seguido -de los globalifóbicos a Occupy Wall Street o el 15-M- y de preparar el camino para la anhelada transición a la democracia del 2000.

Observar de nuevo frente a frente al EZLN y al PRI, esos dos viejos enemigos, puede suscitar una irracional sensación de déjà vu, como si los doce años de gobiernos panistas hubiesen sido apenas un paréntesis o una anomalía -un error de cálculo priistas y zapatistas por igual- que, una vez superado, les permiten volver al punto en que abandonaron su confrontación. Por más seductor o abismal que nos resulte, este regreso en el tiempo es engañoso: el PRI del 2013 no es idéntico al PRI de 1994 (de hecho, ahora la hermana del sup es sub de Gobernación), del mismo modo que este Marcos no es el mismo que el de entonces. Y, por supuesto, el México de nuestros días es muy distinto de aquella ominosa época.

Como advirtió Marcos en un comunicado más explícito a principios de año, lo cierto es que ni los priistas ni los zapatistas se desvanecieron en el aire durante el interregno de la derecha: tras su forzada salida de Los Pinos, los primeros conservaron enormes cuotas de poder, mientras que, más allá de su aparente invisibilidad, los segundos mantuvieron sus posiciones y, por lo visto el 21 de diciembre, también buena parte de su apoyo en sus comunidades de base. Lo que ocurrió más bien es que, tras el insólito triunfo de Fox en el 2000, ni unos ni otros supieron acomodarse a los desafíos de la nueva realidad democrática. Durante los últimos 12 años, el PRI desaprovechó la oportunidad de reformarse, de encarar sus errores pasados y de apostar por un auténtico consenso democrático, mientras que, luego de marchar hasta el Zócalo en 2001, el EZLN pareció perder su rumbo debido a los constantes tropiezos de su líder, en especial tras su apoyo a ETA.

Apartado del poder central, el PRI concentró su poder en los estados, que continuó gobernando con las mismas artimañas y la misma impunidad de siempre; el EZLN, entretanto, radicalizó sus posturas y se enfrentó drásticamente a la izquierda institucional, incapaz de amoldarse a los desafíos que planteaba una sociedad que se había tornado más abierta y más dinámica, en buena medida gracias a su influjo. Paradójicamente, a la postre no fue sino la pésima gestión del PAN -el desbarajuste foxista sumado a la guerra contra el narco de Calderón- lo que permitió la resurrección de los antiguos rivales.

Difícil saber qué resulta más incómodo: la sensación de que Marcos sólo logra articular un discurso coherente al enfrentarse -o más bien provocar- a los priistas, o la de observar a los medios súbitamente enfebrecidos por sus comunicados cuando durante los últimos 12 años nadie se preocupó por ellos. Como sea, esta primera (o enésima) escaramuza entre el EZLN y el PRI no deja de tener elementos alentadores: el revival del subcomandante ha roto la aclamación unánime que ha recibido el nuevo gobierno -una ayuda de memoria siempre necesaria- y ha devuelto a la mesa la agenda indígena después de todos estos años de (reiterado) olvido.

Lejos ya de su vena revolucionaria, al EZLN se le ofrece (otra vez) la oportunidad de contribuir al debate democrático justo cuando los partidos de oposición parecen más extraviados que nunca, mientras que, jalonado por la exitosa vena pragmática de sus primeros días de gobierno, al PRI se le ofrece (otra vez) la ocasión de borrar su vena autoritaria asegurando, ahora sí, las condiciones de equidad y justicia que merecen los indígenas.

 

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6 de enero de 2013
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