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Los funerales del Papá Grande

Por 11 de marzo de 2013 Sin comentarios

Eder. Óleo de Irene Gracia

Jorge Volpi

La agonía del caudillo mantiene en vilo a los fieles que todavía lo acompañan. Desde que abandonó el poder, o desde que fue obligado a abandonarlo, su heroico camino se ha precipitado en una ruina silenciosa y, si bien mantiene las esperanzas de sobrevivir, anticipa una muerte irremediable. Una muerte que significa acaso el fin de sus ideales. El fin de la revolución que encarnó como ninguno de sus contemporáneos. Triste y solo, Bolívar -o al menos el Bolívar de la más desesperanzada novela de García Márquez, El general en su laberinto– continúa su viaje por el río Magdalena hasta llegar a la hacienda de San Pedro Alejandrino, en Santa Marta, donde acabarán sus días.

            Comparada con la de su ídolo, la agonía de Hugo Chávez tal vez fuese igual de lenta y dolorosa pero sin duda resultó menos solitaria. Aunque el régimen se empeñó en ocultar los detalles de su enfermedad -y en un gesto propio de la Guerra Fría su sucesor llegó a decir que le fue inoculada por agentes del Imperio-, el mundo entero, y en especial sus millones de seguidores, siguieron paso a paso su lucha y su postrera derrota contra el cáncer. Extraña manera de llevar hasta el final su identificación con el Libertador: replicar el patetismo de sus últimas jornadas.

            Cuando los ecos de sus funerales se hayan apagado -y su cuerpo sea exhibido como un Lenin tropical- llegará la hora de juzgar su herencia. Por más que suene a cliché, su vacío no podrá ser llenado fácilmente: ni Evo Morales ni Rafael Correa, sus inseparables compañeros, ni el enfático y aún imberbe Nicolás Maduro, poseen la personalidad indómita, el carismático descaro, la fe inquebrantable o la jocosa verborrea de Chávez para asumir el liderazgo planetario que el antiguo militar logró adjudicarse. Tras el desprestigio que sufrió tras la caída del Muro y el desmembramiento de la Unión Soviética, la causa revolucionaria encontró en Chávez al único adalid capaz de insuflarle, desde el centro mismo del poder, una nueva máscara. Si no otra cosa, el venezolano supo resucitar un entusiasmo hacia la política o, mejor, hacia la posibilidad de realizar cambios drásticos en la sociedad, algo que se creía perdido en las plácidas -y muy inequitativas- democracias liberales instauradas en la región a partir de los noventa.

Cuando se inició su ascenso tras su fallido golpe de estado, muchos se apresuraron a asociar a Chávez con un pasado caudillista que ya jamás podría repetirse. Primer error de una cadena interminable: autodidacta y desprovisto de raíces en el marxismo, él no pertenecía a la misma estirpe de Fidel, por más que luego lo ungiese como su padre simbólico, ni tampoco a la de los gorilas que infestaron la zona en otras épocas. Se trataba más bien de un nuevo tipo de líder que sólo ante la falta de otro vocabulario podría llamarse "de izquierda": un político cuya ideología socialista era un coctel en el que cabía tanto una legítima preocupación por los desfavorecidos como la decisión de acotar, cuando no de destruir, el libre mercado y las reglas democráticas. Su ideario fue siempre visceral: la oposición frontal a Estados Unidos y el imposible anhelo de unificar a América Latina bajo su mando.

            Provisto con enormes dosis de pragmatismo y una personalidad volcánica decidida a simbolizar esta resucitada vía revolucionaria, Chávez no sólo desmanteló la democracia venezolana desde dentro, sustituyéndola con otra a su medida, sino que, gracias a los ingentes recursos petroleros del país, se convirtió en portavoz de una variopinta camada de izquierda que no compartía otra cosa que esa misma desconfianza primordial hacia el modelo estadounidense. Su retórica estentórea logró concitarle un apoyo popular que nunca se detuvo -más allá de las distorsiones del sistema electoral, siempre conservó una amplia mayoría- y la admiración de los alicaídos progresistas europeos y grupos de activistas.

            Dicharachero y manipulador, Chávez supo tocar las fibras sensibles de un mundo desencantado por el liberalismo salvaje de los noventa y golpeado por la crisis, a la vez que en los hechos era incapaz de tomar una sola medida a la altura de sus promesas. Quizás aquí yace su herencia más paradójica: más allá de su vena autoritaria -que nunca dejó de ejercer- y su discurso maniqueo, nadie niega su énfasis en defender a los pobres: esos pobres a los que él representaba y hacia los cuales siempre dirigió su acción y su discurso, esos pobres que durante su mandato se volvieron menos pobres pero que difícilmente podrán avanzar en la ruinosa economía que les legó su adalid. Tras su solitaria muerte en Santa Marta, Bolívar fue ensalzado como un héroe al tiempo que su proyecto político -la unidad latinoamericana- se dirigía hacia el fracaso. Todo indica que a Chávez le ocurrirá algo parecido: su imagen provocadora tal vez no sea olvidada, pero su mayor apuesta -su lucha por los pobres- parece dirigirse hacia el mismo fracaso de su ídolo.

 

twitter: @jvolpi

 

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Jorge Volpi

Jorge Volpi (México, 1968) es autor de las novelas La paz de los sepulcrosEl temperamento melancólicoEl jardín devastadoOscuro bosque oscuro, y Memorial del engaño; así como de la «Trilogía del siglo XX», formada por En busca de Klingsor (Premio Biblioteca Breve y Deux-Océans-Grinzane Cavour), El fin de la locura y No será la Tierra, y de las novelas breves reunidas bajo el título de Días de ira. Tres narraciones en tierra de nadie. También ha escrito los ensayos La imaginación y el poder. Una historia intelectual de 1968La guerra y las palabras. Una historia intelectual de 1994 y Leer la mente. El cerebro y el arte de la ficción. Con Mentiras contagiosas obtuvo el Premio Mazatlán de Literatura 2008 al mejor libro del año. En 2009 le fueron concedidos el II Premio de Ensayo Debate-Casamérica por su libro El insomnio de Bolívar. Consideraciones intempestivas sobre América Latina a principios del siglo XXI, y el Premio Iberoamericano José Donoso, de Chile, por el conjunto de su obra. Y en enero de 2018 fue galardonado con el XXI Premio Alfaguara de novela por Una novela criminal. Ha sido becario de la Fundación J. S. Guggenheim, fue nombrado Caballero de la Orden de Artes y Letras de Francia y en 2011 recibió la Orden de Isabel la Católica en grado de Cruz Oficial. Sus libros han sido traducidos a más de veinticinco lenguas. Sus últimas obras, publicadas en 2017, son Examen de mi padre, Contra Trump y en 2022 Partes de guerra.

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