El pasado sábado mi socio, el escritor Carlos Andrade y yo, ofrecimos una copa para editores, agentes, profesores, periodistas y amigos, pues inaugurábamos el Centro de Formación de Novelistas, que además de escuela es un espacio que ofrece todo tipo de servicios para quienes quieren dedicarse a este oficio: desde correcciones de estilo hasta asesorías personalizadas, coaching y gestión editorial. Trabajan con nosotros Carlos Salem y Vanessa Montfort, ambos escritores muy sólidos y -last but not least- también muy buenos profesores de escritura. Fueron muchos quienes se pasaron a saludar y a compartir con nosotros ese momento, que sirvió para estimular algunas charlas animadas sobre infinidad de temas que nos ocupan y preocupan a los escritores: el libro electrónico (asunto del que nos instruyó largo y tendido Beatriz Rodríguez, que junto con Leonor Medel ha puesto en marcha "Musa a las 9", una singular editorial digital), la relación con editoriales y agentes, las «tendencias» literarias y, dado que inaugurábamos una escuela de novelistas, también sobre esto de enseñar a «escribir» literatura, asunto que más de uno de ustedes conoce de primera mano, habida cuenta de que han pasado por aquel taller on line que dio origen a este blog.
Creo que cada vez es más extraño encontrar demasiados reparos o reticencias sobre dicha labor porque muchos escritores entienden que este oficio, como cualquier otro oficio, tiene un alto componente de aprendizaje sistemático, de paciencia, ensayo y error, lecturas y disciplina. Mucho más importantes, en todo caso, que la simple inspiración. Y recordé mis primeros años en Tenerife, cuando llevaba un taller que congregó durante años a muchos aficionados a la literatura que, con el tiempo, se han convertido en escritores con obra publicada, como José Luis Saorín, Ana Criado o Pablo Martín Carbajal. Pero recuerdo también la suspicacia que generaba entre los escritores de allí la labor de los talleres. En cierta ocasión, compartiendo una mesa redonda, un novelista local habló de la «labor solitaria» que entrañaba el oficio y la escasa utilidad de la enseñanza para estos fines. Me miró furibundo y agregó que eso era un simple entretenimiento para señoras que no tenían nada mejor que hacer. Obviamente el colectivo de las señoras se sintió aludido y otros que no lo éramos tanto (señoras) también. Porque casi siempre, quien desdeña la enseñanza de la literatura alberga un concepto un tanto sacramental o litúrgico de ésta, considerándola casi un oficio al que accede sólo quien es tocado (o chamuscado...) por el fuego sagrado de la creación. Los demás son apenas unos advenedizos que entretienen sus horas libres escribiendo cuentitos prosaicos y novelas febles que nunca podrán considerarse literatura.
Es una idea errónea que sobrevive aún, aunque por fortuna con menos intensidad que hace algunos años, y que desvirtúa el carácter de esmero y trabajo cotidiano que tiene el hecho de enfrentarse con la creación de un cuento o de una novela. Y a mi modesto entender, eso es lo que procura un curso para escritores: el conocimiento de ciertas herramientas que ayudan a ahondar en el oficio. Nada más. Por eso mismo, porque la literatura no es una profesión sino un oficio, el aprendizaje requiere una atención y un programa dúctil, cambiante, atento a las necesidades de cada uno, de sus intereses y posibilidades, tanto como de sus ilusiones y objetivos. Por cierto, según me enteré por unos amigos, el novelista aquel terminó impartiendo algunos cursos de escritura creativa. Al parecer, las señoras lo han perdonado.
