Jorge Eduardo Benavides
De tanto en tanto escucho con cierta perplejidad que a tal o cual novela le sobran páginas y que, no obstante, se trata de una buena novela. Algo así como que requeriría un lifting para quedar mejor de lo que está. La perplejidad viene a cuento respecto a que si la novela que hemos leído nos ha gustado resulta un poco contradictorio explicar a continuación que le sobran páginas. Es cierto, claro está, que a muchas novelas les sobran páginas: siguiendo esa argumentación, a las malas, aunque tengan 125, puede que le sobren 125. O más…
Pero hablamos de las buenas novelas, de aquellas después de cuya lectura emergemos a la realidad transfigurados, ligeramente distintos a lo que éramos, al menos durante el breve tiempo que dura su poder hipnótico. Y cuando una novela cruza el ecuador de las quinientas páginas, muchos lectores tienden a confundir los repentinos páramos y sequedades de la novela como pifias o fallas, detalles innobles que afean o perturban su belleza. Bueno, puede que lo sean, pero es que una novela, a diferencia de un cuento, obra por acumulación. Y todo aquello que en un relato abunda, aquí es combustible, paisaje, detalle, atmósfera, e incluso contradicción y si me apuran, hasta aburrimiento.
Leer "En busca del tiempo perdido" o "La montaña mágica" es una clarísima abducción por la cual el lector que ha caído en su trampa sale distinto e incapaz de pensar que a cualquiera de ellas le sobren páginas… pese a que haya momentos en que parecería que sí.
Terminar de leer una novela -una buena novela- es culminar un estupendo viaje en el que, a la luz de su recuerdo, entendemos que nos ha ocurrido de todo: desde ínfimas contrariedades hasta experiencias valiosas, frívolas, graciosas y hasta desagradables, y que todo eso constituye el viaje. La última novela de Antonio Muñoz Molina, por ejemplo, es una novela audaz a la que cuesta -al menos a mí me sucedió así- hincarle el diente. Diríase que el narrador no ha querido desperdiciar un solo ángulo desde dónde contar su historia, y que esta se va levantando ante nuestra vista con toda su poderosa complejidad, es decir: incluso con lo que a simple vista son desfallecimientos y distracciones, pequeños sobresaltos, páginas que a veces parecen no conducir a nada o "sobrar"… pero seguir avanzando con perseverancia por sus páginas es avanzar también a contrapelo de nuestra propia renuencia y si -como en el caso- la novela es buena, terminará por persuadirnos de que nada, absolutamente nada de lo contado, ha sido inútil. Porque la condición natural de la novela es la imperfección. Entendámonos: No es que el lector le perdone la imperfección, no: es que sabe o al menos admite que sin ella la novela que acaba de atraparlo entre sus redes no sería tal. Como dijo Tennessee Williams "Mata mis demonios y mis ángeles morirán también."